viernes, 21 de junio de 2013

UN CUENTO PARA FRANCESCA Por Jorge A. Dágata

La ilusión del escritor y la del lector se reúnen en un libro, como los regalos  intercambiados en el banco de plaza de este cuento que te dedico con cariño.


A Marita y a Miguel los separaban muchos, de veras muchísimos años de edad, pero los unía el mismo interés por las cosas curiosas que la gente pierde en la calle.
Cuando Marita volvía de la escuela guardaba de la merienda algo en el bolsillo para su amigo Miguel y corría a buscarlo al banco de siempre, en la plaza que estaba a la vuelta de su casa.
Don Miguel, como todos le decían, mantenía barrida y prolija toda esa manzana arbolada y surcada por caminos sinuosos, limpiaba los juegos de los chicos y revisaba que no quedara un clavo o un alambre suelto que pudiera lastimarlos. Era un trabajo que no le correspondía hacer, pero lo cumplía desde hacía tanto que todos los vecinos lo consideraban su deber. Él no se quejaba ni reclamaba a cambio más que el sonido alegre de las risas, cuando se sentaba a recuperar el aire en ese banco donde Marita corría cada tarde a encontrarlo.
La cuestión era saludarse con un apretón de manos, como Miguel le había enseñado, y contarse rápidamente las novedades del día. Cosas de la escuela, casi siempre las mismas, o de la plaza, también muy parecidas de una semana a otra.
Miguel le agradecía la media luna o el pedazo de pan aplastado que Marita le entregaba, saboreaba lentamente y aunque no siempre esos restos de merienda llegaban hasta él en muy buenas condiciones, invariablemente le decía que estaba riquísimo y era lo mejor que había comido en mucho tiempo. Marita sentía como un cosquilleo de felicidad al ver que su regalo era apreciado y por eso ni una sola tarde, aunque llegara con hambre de la escuela, dejaba de apartar algo para su amigo. Si volvía de un cumpleaños traía en una servilleta una porción de la mejor de las tortas para Miguel, aunque fuera la última y ella se quedara sin probarla. Marita era delgada como alguna niña que he conocido por ahí, y eso que estaba muy bien alimentada.
Después de darle las gracias Miguel hurgaba, como distraído, en el bolsillo más hondo de su pantalón y extraía algún objeto oculto en el puño apretado. Los ojos de Marita se agrandaban de curiosidad. ¿Qué habría encontrado hoy? ¿Qué había debajo de los dedos que él abría uno tras otro, como si contara? Una moneda oxidada, un brazo de muñeca, una honda con la goma cortada, una cadenita que corría por su mano como una serpiente inofensiva, las perlas pálidas de un collar disperso… Todas brillaban como por un encantamiento y parecían agrandarse cuando Miguel las dejaba caer sobre su mano pequeñita, como si le entregara un tesoro para que ella lo guardara, mientras le decía:
-Esto es lo que hoy cayó del cielo. Es un regalo de Dios, como el sol y la lluvia. Desde ahora es tuyo.
Marita llevaba coleccionadas tapitas con figuras extrañas, dos autitos sin ruedas, pañuelos suaves como plumas,  seis bolitas pesadas de acero, un vidrio redondeado de un color tan extraño que nadie podía nombrar, docenas de lápices y gomas de borrar y tantas otras cosas que aún no había aprendido a contar. No sabía que Miguel  encontraba otras que devolvía a sus dueños, cuando lograba hallarlos, o las dejaba en algún lugar donde pudieran recuperarlas. Sólo aquellas que nadie reclamaría eran lo que él llamaba el regalo del cielo, y las guardaba para su amiga.
Muchas veces había pasado que Miguel sacaba el puño del bolsillo, como siempre, lo abría con la misma demora, pero Marita descubría desencantada que estaba vacío.
Entonces él se encogía de hombros, levantaba la vista hasta más allá de la copa de los árboles y decía simplemente:
-Hoy no encontré  nada.
Después de un suspiro, continuaba:
-¿Sabés qué? A veces pienso que los lugares vacíos son los que reserva Dios para recuperar el aire. Si a mí me pasa con solo barrer y mantener esta placita, lo cansador que debe ser el inmenso trabajo que le dan el mundo y la gente.
Marita también se encogía de hombros, como dándole la razón, los dos sonreían, miraban al cielo y disfrutaban del sol o las nubes, o de los trinos de los pájaros o de las risas de los chicos en los juegos. Ella pensaba entonces que Miguel estaba equivocado, porque esos debían ser ese día el regalo de Dios, que nunca descansa. Entonces, como si hubiera escuchado sus pensamientos, Miguel le despejaba la frente con suavidad y le respondía:
-Muy bien razonado. Es que no siempre uno debe pensar con la cabeza, ¿no?
Y como ella, sin decírselo, se preguntaba con qué otra parte puede uno pensar, él le contestaba apoyando el puño sobre el lado izquierdo del pecho y aprovechaba ese momento de silencio, de paso, para recuperar el aire.
Esos días, cuando llegaba a su casa, abría la manito vacía en un hueco que había dejado entre las cosas que coleccionaba, la volcaba como si igual llevara algo y sentía que un poco de sol dorado o el algodón de una nube, o un trino alegre se acomodaban ahí para descansar.
Una tarde muy gris Marita corrió hasta la plaza con el bolsillo inflado de galletitas. Se había escurrido después de la merienda para que su mamá no se diera cuenta, porque si no seguro que no la dejaría salir.
Desde la esquina vio que el banco estaba vacío. Miró debajo de los árboles, donde Miguel solía refugiarse, en los juegos, en los senderos. Pero nadie andaba por la plaza esa tarde, nadie que pudiera perder el regalo, ni tampoco quien pudiera recogerlo para ella. No oía trinos ni risas, no estaba el  cielo, ni siquiera las nubes, sólo una niebla opaca que le mojaba la cara. Había pasado lo mismo en otros días malos y Marita pensó que Miguel no tardaría en llegar. Se sentó a esperarlo en el banco húmedo,  y así estuvo un largo rato, hasta que sintió frío, pensó que su mamá la retaría si se demoraba más, y volvió a su casa.
Miguel no fue tampoco al otro día, ni al siguiente. Marita oyó que los vecinos comentaban que era una lástima que el lugar quedara descuidado, porque no iban a designar a ningún reemplazante del placero. Alguien dijo una palabra que ella no comprendió del todo pero le recordó la tristeza de esa tarde de llovizna en que Miguel, por primera vez, había faltado a la cita.
Nadie volvió desde entonces a arreglar las hamacas o martillar los clavos del tobogán, ni a recoger los alambres y los vidrios peligrosos. Sólo de vez en cuando una máquina mantenía el pasto cortado, sin impedir que los senderos se fueran angostando hasta desaparecer.
Pasó el tiempo y Marita no volvió al banco de la plaza. A veces la cruzaba sin verla, preocupada por las tareas de su nueva escuela y por otras cosas que fue encontrando mientras crecía. Después se alejó del barrio, estuvo mucho tiempo en otra ciudad, estudió, salió a bailar, se enamoró, se casó y tuvo tres hijos, dos varones y una niña muy deseada a la que pusieron su nombre.
Cuando su hija Marita fue creciendo ella, sin darse cuenta, comenzó a recordar cada vez con más frecuencia a aquel viejo amigo, Miguel, al que nunca había olvidado del todo. Cerca de su nueva casa no había plazas, era muy poco el cielo que se veía detrás de los edificios y muy escasos los árboles entre el cemento. La gente se apuraba por las calles, el tránsito no dejaba un minuto de silencio para oír risas ni trinos.
Pero una tarde descubrió que su pequeña Marita, después de merendar, se guardaba unos trozos de pan en el bolsillo y salía a la puerta. La espió, curiosa, y vio que los entregaba a uno de los tantos chicos que deambulaban por el barrio pidiendo monedas. Esa noche, más que en ninguna otra, recordó a Miguel. Buscó en los muebles aquellas cosas que había coleccionado de niña, sin saber si se habían extraviado en las mudanzas o por casualidad las encontraría esperándola en algún rincón. Fue inútil. Aquel vidrio de un color que nadie sabía nombrar, aquellas bolitas de acero, los pañuelos como plumas… Solo estaban, aunque muy vivas y reales, apenas en su memoria.
Esa noche, en la sobremesa de la cena, Marita le contó a su familia sobre Miguel, su apretón de manos, las gracias que le daba cada tarde, cuántas cosas hacía por esa plaza que después todos olvidaron.  Les describió los regalos del cielo y les dijo también que estaba agradecida por todo lo que habían conseguido con gran trabajo, por tantas cosas que llenaban la casa y más todavía porque estuvieran unidos. Se detuvo un momento, se acarició la frente y agregó que siempre se debe dejar entre todas las cosas un hueco, un lugar vacío para que Dios, como Miguel, pueda recobrar el aire. Al principio no la comprendieron. Entonces ella palpó el bolsillo de su hija Marita, la abrazó muy fuerte, apoyó la mano sobre su pequeño corazón y le contó que había visto entregarle su pan a uno de los chicos de la calle, y que ese vacío que ahora tenía en el bolsillo, el que había dejado su entrega, era un hermoso lugar donde seguramente Dios estaría descansando de la grave tarea que le dan el mundo y todos nosotros.
Desde entonces y dondequiera que vayan, los cinco se cuidan muy bien de llenar por lo menos uno de los bolsillos, para que al regresar puedan sentirse felices de palparlo vacío.
La gente sigue perdiendo y encontrando cosas, pero ahora el placero del mundo tiene cinco rinconcitos tibios más donde recuperar el aire, en medio de su inmenso trabajo.

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