martes, 29 de octubre de 2013

Ganadores del concurso “Contate un Cuento VI”

La Escuela de Educación Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez” lleva adelante el proyecto cultural “Contate un Cuento VI”. . Este proyecto surgió entre un grupo de adolescentes que decidió junto a su profesora  crear un espacio donde otros adolescentes pudieran desplegar su creatividad e imaginar otros mundos posibles donde lo que los oprime en la realidad los libera en la ficción.. Hoy este objetivo nuevamente se ha cumplido y otro grupo de adolescentes que trabajan en dicho proyecto están muy felices junto a todo el personal de la institución porque en la actualidad cuenta con 113 participantes y ya tiene sus ganadores:


Categoría A: jóvenes de 12 y 13 años
  
Ganador

“El soldado perdido” de María Milagros Lima , alumna de 1º año de la E.S.Nº 3 “Carmelo Sánchez”
    
Menciones de honor

    “ El furia negra” de Juan Martín Trejo, alumno de 1º año de la E.S.Nº 3 de San Manuel
    “ Ser feliz” de Lucia Gauto, alumna de 1º año de la E.S. Nº 3 de San Manuel
    “La historia de una pareja feliz”de Valentina Martorello, alumna de 1º año de la E.S. Nº 3 “Carmelo Sánchez”
   “ Por siempre árboles” de Mercedes Iribarren, alumna de 1º año E.S. Nº 3 “Carmelo Sánchez”
   “Siempre te acompañaré” de Agustina Leguizamón, alumna de 1º año de la E.S.Nº 3 “Carmelo Sánchez”


Categoría B: jóvenes de 14 y 15 años
   
Ganador

“El 64” de Juan Martín Burgos, alumno de 3º año del Colegio Santa Rosa de Lima
    

Menciones de honor

    “ Un grito de silencio” de Josefina Velazquez, alumna de 3º año de la E.S. Agraria Nº 1 de Lobería
    “Querido diario” de Rebeca Miguel, alumna de E.E.S. Nº 2 de Lobería



Categoría C: jóvenes de 16,17 y 18 años
    
Ganadores

     “ Las luces” de Victoria Lanza, alumna de 6º año de la E.S. Agraria Nº 1 de Lobería
     “Este es tu momento” de Yamila Pereyra, alumna de 4º año de E.S.Nº 1 “Antonio González Balcarce"
    

Menciones de Honor

    “ Esa etapa fue lo que soy” de Karen López Suarez, alumna de 5º año de la E.S.Nº 2 “René Favaloro” de San Agustín
    “ La herida” de Brenda Latorraca, alumna de 5º de la E.S.Nº 3 “Carmelo Sánchez”
    “¿Qué se dice después de perder?” de Jeremias Bottega, alumno de 5º año de la E.S.Nº 1 “Antonio González Balcarce”
   “ No tan santo” de Ana Clara de los Ángeles Romero, alumna de 4º año de la E.S. Nº 1 “Antonio González Balcarce”
     

Categoría D: adultos

      Ganador

“La bici de Martín” de Viviana Martínez, de Balcarce
     
Mención de honor

 “La rubia de Kennedy” de Munir Eduardo Eluti Cuerto, de la ciudad de Victoria, República de Chile


    Cabe señalar que también participaron alumnos de E.S.Nº 4, E.S.B. Nº 4, E.S.Nº 8, E.S.Nº 5 de Lobería y la E.S.T Nº 1 de Lobería.

El jurado en esta oportunidad estuvo integrado por las Inspectoras de Secundaria Verónica Serantes y Lourdes Ochoa, la directora de la E.S.Nº 3 “Carmelo Sánchez”, Silvia Santamaría, las profesoras de Lengua y Literatura Idelsa Arcuri y María Angélica Pajín y el escritor Ezequiel Feito.
La  escuela secundaria actual nos propone a los docentes nuevos desafíos Tenemos que  “hacer de la escuela el ámbito donde lectura y escritura sean prácticas vivas y vitales, donde leer y escribir sean instrumentos poderosos que permitan repensar el mundo y reorganizar el propio pensamiento, donde interpretar y producir textos sean derechos que es legítimo ejercer y responsabilidades que es necesario asumir; porque en definitiva se “aprende a leer, leyendo” y se “aprende a escribir, escribiendo”, dice Delia Lerner y agrega “asumir este desafío es abandonar las actividades mecánicas o desprovistas de sentido que lleven a los jóvenes a alejarse de la escritura por considerarla una mera actividad escolar”
“Contate un cuento”  además de estimular la escritura y de crear un espacio donde los jóvenes y adultos se sientan convocados a desplegar su creatividad también pretende que todos los participantes se sientan premiados a través de un libro porque como dice Petit “ ser un buen lector durante la juventud es fundamental pues es a través de la lectura que los individuos están mejor “equipados para resistir cantidad de procesos de marginación. La lectura, y en especial la de literatura, así sea esporádica, puede convertirse en una puerta de salida en un contexto violento y discriminatorio, en el que los individuos parecieran estar condenados a permanecer, sin mayores aspiraciones intelectuales o económicas” Por ello el Equipo directivo de la E.S. Nº 3 “Carmelo Sánchez” de Balcarce y la coordinadora del proyecto Paola Alessio agradecen la colaboración realizada por el Ministerio de Educación de la Nación, a través del Asesor Daniel Pico, que donó libros para todos los participantes.

sábado, 26 de octubre de 2013

El Güenos Aires - Del libro “Casos del coya Martín Bustamante” de Julio Díaz Villalba

Pero vé el Estanislao
qué maneras de darse aires,
orgulloso porqui ha estao
nú hace mucho en Güenos Aires.

Si espera qu'eso me turbe
yo antis qu'él istao primero.
Mi acuerdo qui caído al urbe
con mi amigo Andrés Rivero.

Juí pa curarme di un diente,
algo raro me pasaba,
tando, tando, derripente
la boca se me lu hinchaba.

Allá llegando al Retiro,
cuando el bajo se recorre,
entre las cosas que almiro
es un reloj y una torre.

Pero esa torre, velay
uno se confunde a veces
nú había sío de naides di ahí,
había sío di unos ingleses,..

Mi cumpa me dice vamos,
y en un pozo como cueva
bajábamos, bajábamos,
yo digo ¿p'ande me lleva?

Entra, me dice, a este andén,
y en un trencito me encierra.
Y mus tao en ese tren
¡meta andar por bajo tierra!

Por fin cuando i güelto al aire
una vez salió del tiesto,
en medio del Guenos Aires
li preguntao: ¿Y qu' es esto?

Ha sío cuando mi topao
cue casi me deja bizco,
con un cerro rebanao.
Me dice: ¡es el ubelisco!

ISo mus ido p'al Palermo
y a un bar el cumpa se mete.
Yo en tanto seguía enfermo
con mi jeta hecha un rosquete.

Rivero pide un anís
y a pircarle me provoca,
y yo le grito: ¿No vis
que se me lu hincha la boca?

¡Y ahí mesmito, suerte amarga,
cuando yo'i abierto el pico,
si acerca un tipo y me larga
un puñetazo al hocico!

Dispues mi han hecho un encierre,
y los porteños hablaban
como arrastrando las erres,
y a mi también me arrastraban.

Y al llevarme así a la cincha
decía pa mis coletos:
¿Porque la boca se me hincha
me aporrian estos sujetos?

Cuando mi cumpa me toca
diciéndome despacito,
creen que sos hincha de Boca
y aquí de River son tuitos.

¡Pero véí ¿n'este entrevero
porque causa se me enrieda?
Güeno, me dice Rivero,
nos vamos p'Avellaneda.

Mus entrao a una cantina,
yo siempre con mi compinche,
cuando en forma repentina
ya si armao otro bochinche.

Mi había sentao en la punta
di una banca, y ahí nomás
viene un tipo y me pregunta:
¿Decí vos, con quien estás?

Ya lo'i visto d'enemigo
dentando a mirarme fiero,
y entonces suave le digo:
Yo siempre estoy con Rivero..

Y el sujeto grita: ¡Ah ja!
¿Te las tais dando de guapo?
¿Con que con River? ¡Toma!
y me acomoda un sopapo.

Y el Rivero mi explicao
mientras yo estaba maltrecho,
causante que mi has nombrao
que sos de River ti han hecho.

P'hablar aquí ante una rueda
va ser mejor que lo pienses.
¿No vis qu'en Avellaneda
cuasi, tuitos son boquenses?

¡Si pues! ¿Y a mi en este lío,
decí, que pito me toca?
Si yo nunca y conoció
ni a Don River ni a Don Boca.

¡Chanzas d'esías a mi no!
Si yo con naides m'enrolo.
Vos bien sabís de que yo
soy independiente y sólo...

Y pu'áhi me salta un oyente,
qu'era un hombre di hacha y tiza,
¿Con que sos de Independiente?
¡Y de nuevo otra paliza!

Y mi parao desafiando:
¡Van a ver lo que les pasa
con mi primo el zurdo Ovando
que es un peliador de raza!...

¿De donde decís payuca?
¿De Racing es ese tipo?
¡y di un manazo en la nuca
cuasi me cortan el hipo!

¡Alhaja, i dicho, di antojos!
cuando i recobrao el tino,
p'ablar sin que hayan enojos
aquí áhi que ser endivino.

Cansao de tantos desaires,
aguaicadas y reveses,
mi golvío del Güenos Aires
pa no poner más los pieses.

TÍTULOS TONTOS, DISCURSOS ABSURDOS. Una carta de Theodore Roosevelt

Washington, 2 de diciembre de 1908 Departamento de Estado:
Querría que el Departamento me informara qué permitió que el Embajador Chino a ayer dos veces "Su Excelencia" para dirigirse al Presidente. No sólo la ley, sino también la sabia costumbre y las convenciones exigen que se dirija uno al Presidente tratándolo tan sólo "Sr. Presidente" o "Presidente". Es del todo inapropiado permitir el uso de un título tonto como "Excelencia" (y si acaso los títulos estuvieran permitidos, éste es totalmente indigno del cargo de Presidente). Cualquier título es tonto cuando se trata del Presidente. Pero éste es más bien excepcionalmente tonto. Y no sólo es tonto, sino inexcusable, que el Departamento de Estado -que debería por encima de todos los Departamentos ser correcto en su uso- permita que representantes extranjeros caigan en el error garrafal de usar tal título. Querría una explicación inmediata de por qué se permitió el error garrafal y una declaración pormenorizada de qué ha hecho el Departamento para evitar la comisión de cualquier error garrafal similar en el futuro.
Ahora, en lo que hace al discurso propiamente dicho. No lo leí como estaba escrito porque era necio y absurdo. Ya tuve que corregir el telegrama ridículo que redactaron para que mandara a China en ocasión de la muerte del Emperador y la Emperatriz Viuda. No objeto la rotunda necedad de los discursos que he dirigido y me han dirigido los representantes de gobiernos extranjeros con motivo de la presentación de sus cartas credenciales o cuando vienen a despedirse. La ocasión es puramente formal y los discursos absurdos que intercambiamos no son más que formas más bien elaboradas de decir buenos días o adiós. Por supuesto, sería mejor si fueran menos absurdos, y si tuviéramos un formulario que pudiéramos usar el Ministro y el Presidente en tales ocasiones, un formulario que permitiera las leves variaciones requeridas por cada caso en particular. Me parece que podrían elaborarse formularios así, de la misma manera que usamos formularios especiales en las cartas absurdas y necias que escribo a Emperadores, Reyes Apostólicos, Presidentes y demás, cartas en las que me dirijo a ellos como "Estimado gran amigo" y firmo "Su buen amigo". Estas cartas carecen de sentido; pero tal vez en su conjunto no sean del todo objetables cuando anuncio formal y convencionalmente que he enviado un ministro o embajador o que he recibido a un ministro o embajador. Me resultan absurdas y necias sólo cuando felicito a los soberanos por el nacimiento de bebés -portadores de dieciocho o veinte nombres- de gente cuya mismísima existencia ignoro; o presento mis condolencias por la muerte de individuos a los que desconozco. Aun así, si el abandono de esta costumbre estúpida causara problemas, sería mucho más estúpido provocar el problema que conservar la costumbre. (...) La cortesía es necesaria, pero los halagos demasiado efusivos y obviamente falsos no hacen más que poner en ridículo a ambas partes; y además son de mala educación.

26° presidente de los Estados Unidos (1901-1909), Premio Nobel de la Paz en 1906, se destacó tanto por el reformismo de su política interior como la diplomacia de su administración, curioso, si se considera la alergia al protocolo expresa en esta carta furiosa al Departamento de Estado.

Duerma tranquilo... que yo lo cuido

El general don Bartolomé Mitre era uno de esos hombres de sueño ligero.  Pero,  en determinadas ocasiones, lo agarraba tan profundamente, que podían disparar un cañón junto a él sin temor a que se despertara.
En 1874, cuando aquella famosa revolución en campaña, a la que don Bartolo fue arrastrado, y contra todas sus convicciones, el ejército revolucionario acampó en la margen sud del arroyo Chapaleofú, arroyo que estaba muy crecido, y al que debió arrojarse el ejército para salvar de ser despedazado por la caballada que, asustada por un incendio, huía hacia ellos. Aquella noche horrible, vino a sumarse a tres o cuatro anteriores, en que el general Mitre no pudo cerrar los ojos. Ya no podía más de sueño... Se disponía a dormir, cuando llegó una delegación de vecinos de Tandil, invitándolo para la mañana siguiente. Don Bartolo, siempre cortés, aceptó la invitación y la hora temprana de la cita; mas, luego que los vecinos se marcharon, le asaltó un temor, y llamó a un paisano que le hacía de ordenanza.
- Escúchame bien  le dijo . Necesito estar en Tandil a eso de las siete de la mañana; no me dejes dormir. ¿Me entiendes? Yo no puedo faltar a esa cita.
- Está bien, mi general; duérmase tranquilo nomás.
El paisano, sentado junto a la puerta de la carpa, mateaba y, de tiempo en tiempo, se acercaba al lecho, en que don Bartolo dormía.
Serían las tres y media de la madrugada; el paisano se acercó a don Bartolo, que en aquel momento se movía, y, con un vozarrón de trueno, le dijo al oído:
- Duerma, tranquilo... que yo lo cuido.
- Don Bartolo se incorporó, alarmado; luego, se dejó caer, y volvió a dormirse.
Cantaron los gallos, un perro ladró furioso. Don Bartolo, quizá por algún inconveniente del lecho se movió; el paisano se llegó a él, y con su atronadora voz, le repitió al oído:
- Duerma tranquilo... que  yo lo cuido.
Don Bartolo se sentó en el lecho y miró asombrado a su asistente:
- Duerma tranquilo, mi general, yo lo cuido -le dijo éste sorbiendo un  mate.
Don Bartolo se acostó y reanudó su pesado sueño.
No habría transcurrido una hora cuando, quizá por el mismo inconveniente del lecho, don Bartolo se movió, y el paisano, solícito, con verdadera aflicción, le dijo:
- Duerma tranquilo... que yo lo cuido.
Don Bartolo se puso de pie de un salto, echando chispas por los ojos, y ya iba a desatarse en un torrente de imprecaciones, cuando la expresión afligida del paisano lo contuvo.
- Dame unos mates. le ordenó, poniéndose  a  pasear  por  la carpa.
Le alcanzó un mate el paisano y mirándolo con verdadero cariño, le dijo:
- Todavía   puede   dormir   bastante,   mi   general, recién aclara...
 No..., no tengo sueño. Prefiero pasearme, voy a estar más tranquilo.


Extraído de Fogón de las tradiciones

HABILIDAD DE UN HUMORISTA INGLES

El humorista británico George Robey viajaba en ferrocarril. Tenía enfrente una de esas mujeres nerviosas que sufren de un «gran miedo» perpetuo por los accidentes. A la menor disminución de velocidad, a la más leve sacudida; la viajera lanzaba alaridos de terror...
- jCielos!   |Un choque! Vamos a morir...
Exasperada por la calma Imperturbable de su compañero, dijo:
- ¡En fin, señor ¡Usted, por  lo  visto,   no   tiene miedo!
- No,   señora  replicó el humorista imprimiendo a su semblante una expresión singularmente patibularia.  Nunca temo nada en ferrocarril...   pues se me ha predicho que moriré en la horca.
- ¡En la horca!... Enloquecida de miedo la dama cambió de departamento en la estación siguiente. Mientras George Robey, desembarazado de su molesta compañera, sonreía con fruición.

Extraído de Caras y Caretas, año 1935

LA UNIVERSIDAD DE HERBY O LOS ENCANTOS DE LA DEMOCRACIA Por Enrique Jardiel Poncela

La Universidad de Herby era exactamente igual a cualquiera otra de las Universidades enclavadas en territorio de los Estados Unidos, sólo que tenía las fachadas pintadas de encarnado.
En la Universidad de Herby se jugaba al fútbol, se bailaba, se bromeaba, se montaba a caballo, se hacía esgrima y boxeo, se flirteaba y no se estudiaba, porque realmente se carecía en absoluto de tiempo para ello.
Alumnos y alumnas se guardaban los respetos y las deferencias naturales en las gentes bien educadas. Y los profesores alternaban con los alumnos, ya para explicarles el binomio de Newton, ya para aclararles las nebulosidades de la Lógica, ya para organizar un concurso de natación o un match de boxeo, ya para cazar mariposas o comer sándwiches, hamburguesas y hot-dogs.
La Universidad de Herby era un centro educativo perfecto, lleno de democracia norteamericana; de rubias-platino, de optimismo y de evónimos.
Idénticos gustos y aficiones enlazaban a los alumnos y a los profesores, y el fútbol, o el triunfo en el ring de Joe Louis, o la muerte de "Baby Face" preocupaba lo mismo a unos que a otros. Si los profesores eran superiores a los alumnos, obedecía esto a que sabían más que ellos, y si las muchachas eran superiores a los muchachos, la superioridad nacía de que eran más hermosas. En Herby sólo los méritos daban superioridad. Aquello era un paraíso reglamentado y sujeto a un horario inflexible. Sólo así se comprende que el día 7 de abril no ocurriese en Herby una catástrofe.
Os contaré lo ocurrido rápidamente porque tengo que ir al teatro y el tiempo apremia.
El día 7 de abril, Frank Treesvelt, Presidente de la República, y el ministro de Educación, visitaban, amablemente guiados por el honorable Elías Compton, rector de la Universidad, las diferentes N instalaciones  de Herby.
A las once y doce minutos de la mañana, Mr. Treesvelt, el ministro Compton y el acompañamiento se hallaban visitando las cocinas.
Y en aquel mismo instante, el profesor Ramsay explicaba a sus alumnos la lección 37, de Álgebra superior, cuando...
En medio de un teorema complicado se oyó un maullido de gato famélico. El profesor Ramsay volvióse vivamente a sus alumnos e interrogó sin alterarse:
- ¿Quién ha hecho el gato?
Nadie contestó. El profesor agregó con serenidad:
- En Herby, señores alumnos, no hay un solo gato. ¿Quién de ustedes ha maullado?
Y como en la Universidad se enseñaba que la mentira envilece al hombre, el alumno Honorio Pringle se levantó para decir:
- Yo he sido el que ha maullado.
- ¿Con el objeto de burlarse de mí? -indagó Ramsay.
- Sí, señor. Con ese objeto y con este otro objeto.
Y enseñó un pito de papel.
- Pase usted a mi despacho.
Pringle pasó al  despacho de Ramsay y Ramsay le siguió.
- Lo que usted ha hecho se merece esto - dijo el profesor.
Y echándose sobre Pringle, le dio diez puñetazos en cada ojo.
Luego, profesor y alumno volvieron a clase tranquilamente.
Pero no faltó quien expusiera lo ocurrido al honorable Compton, y al tener noticia de ello, el rector llamó al profesor Ramsay a su despacho.
- Profesor - le dijo- ha corregido usted la grosería de un alumno y eso es meritorio. Pero también es verdad que usted ha pegado a un hombre, y eso merece un castigo. Yo le impongo el castigo, profesor Ramsay.
Y lanzándose contra el profesor Ramsay, el honorable Elias Compton le colocó catorce porrazos en la nariz y diecinueve en las mandíbulas. Terminado lo cual, ambos volvieron a sus ocupaciones.
La ocupación perentoria del rector era contarle lo sucedido al ministro de Enseñanza, y así se apresuró a hacerlo.
El ministro tuvo frases de caluroso elogio para Compton.
- No obstante - dijo por último- usted ha pegado al profesor Ramsay, que es un sabio matemático., y es usted acreedor a dos docenas de golpes.
Y el ministro de Enseñanza le propinó las dos docenas de golpes a Compton, exactamente distribuidas por todo el cuerpo.
Entonces el Presidente Frank Treesvelt intervino:
- Muy bien, ministro. Ha cumplido usted con su deber. Pero el hecho de pegar a un rector de Universidad es punible. Soy el presidente de la República y debo dar ejemplo de justicia a mi país.. . Coloqúese bien, que le voy a boxear el estómago.
Y, con gran precisión, el presidente Treesvelt le atizó veintiséis puñetazos al ministro de Enseñanza.
Hecho lo cual el presidente Treesvelt se colocó ante un espejo y habló así, dirigiéndose a sí mismo:
- Frank: has hecho lo que debías, como te enseñó tu padre y tu lejano tío Heliodoro. No obstante, el deber te ha arrastrado a pegar a un ministro de Enseñanza, y eso, en un país democrático, es una grave falta. Voy a castigarte...
Y el presidente Treesvelt se arreó un puñetazo tan terrible que desde entonces anduvo ya mal de la cabeza, pronunció discursos sensacionales todos los jueves y dijo a todo el que le quiso oír que él iba a arreglar el problema social, económico y político del Mundo.

sábado, 19 de octubre de 2013

Los nuevos esclavos Por Guillermo Jaim Etcheverry

El  que se disponga a instalar un nuevo programa en su computadora, deberá estar preparado para escalar las escarpadas montañas en que se transforman las instrucciones  para hacer peligrosas operaciones en las que se arriesga todo en un segundo.
Al flaquear la voluntad, surge la pregunta: ¿se justifica ese esfuerzo? ¿No seremos esclavos de nuevas necesidades innecesarias? Es cuando viene a la memoria el reciente comentario de Theodore Roszak, profesor de historia y escritor estadounidense, autor de El culto de la información, acerca de la gran contribución que realiza el film Shakespeare apasionado a la formación de los jóvenes en el campo de la informática. ¿Cómo es posible que una historia que se desarrolla en la sociedad isabelina tenga algo que decir sobre las computadoras? Lo importante es que, como afirma Roszak, nos muestra a  Shakespeare  haciendo eso por lo que lo recuerda la historia: escribir. Y lo vemos hacerlo, sumergiendo su pluma en carbón líquido. Del extremo de ese simple instrumento de un poeta, preocupado por la profundidad y la elocuencia de lo que escribe, nacieron Romeo y Julieta, Macbeth, Hamlet.
¿Cuál es el valor docente de esas imágenes? Los niños que las observen aprenderán una verdad esencial, que parece  escapar a los  nuevos apóstoles del culto de la conexión, empresarios que se han propuesto reemplazar a los buenos maestros por cables. La sencilla lección es que la calidad está en la mente. Que los responsables de haber alcanzado las más altas cimas de la expresión de lo humano, en las artes o en las ciencias, llegaron hasta allí sin instalar nuevos programas, preocuparse por los virus informáticos o desesperarse ante la posibilidad de que sus archivos se volatilizaran.
Lo hicieron llevados   por  el  impulso arrollador del poder de su mente. Como ironiza Roszak, mientras nuestros estudiantes organizan sus formatos  adecuados y eligen el tipo de letra más conveniente, Shakespeare ya promediaba el acto primero. Mientras  tratan  de descifrar algún complejo mensaje de error, el poeta revisaba el monólogo de Mercucio. En el tiempo que tarda su máquina en volver a cargar todos los programas, Shakespeare había dado los toques finales a la escena del balcón.
Esa es la lección esencial que surge de la contemplación de la historia: que con un lápiz basta. Que no se requiere de la técnica para poner en marcha la mente humana. Lo que necesitamos son ideas apasionantes para pensar y ellas sólo se generan inspiradas en otras mentes que valoren el conocimiento. Es más probable que las encontremos entre las páginas de los libros o en las aulas que en los discos magnéticos. Es que la información, la deidad contemporánea por excelencia, no sirve de nada si no está sustentada en ideas, valores y juicios. Y nada de eso se encuentra en los productos de una estrategia comercial que, como una tela de araña, busca atraparnos con efectos deslumbrantes. Lo que vehiculiza ese medio termina siendo modelado por esos valores, no por una preocupación genuina por la calidad, la verdad o el buen gusto.
Lo ha expresado muy bien el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, que acaba de cumplir cien años. Invitado a formular un deseo para los más jóvenes, dijo: "La técnica es una nueva forma de esclavitud. Toda la informática es una cadena inteligente de esclavos. Somos todos esclavos, de los medios y de los nuevos medios. Esclavos, pero de un modo más refinado que en la antigüedad: somos esclavos creyendo  ser los amos. Tantas informaciones, demasiadas informaciones, no dejan tiempo para pensar. Y entonces el deseo: que no se dejen atrapar demasiado por las redes de Internet, que aprendan a reconocer los límites, de sí mismos y del propio saber. Sobre todo, deseo que renuncien a tener la última palabra".
Cada tanto,  conviene recordar que el mundo que se nos ofrece como maravilloso es el más genuino producto de la imaginación humana. Y, sobre todo, que nuestra herencia común proviene de personas que no necesitaron máquinas para pensar.

Artículo publicado en la revista del diario La Nación 

Otoño Por Juan Ramón Jiménez

Esparce octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y en la caída clara de las hojas
se lleva al infinito el pensamiento.

¡Qué amena paz en este alejamiento
de todo, en prado bello, que deshojas
tus flores, oh agua, fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! ¡Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de la colina!

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.

Domingo Por Ezequiel Feito

Dos abuelas cruzan la vereda
como dos inofensivos fantasmas que trae la mañana
desde un tiempo ido.

Caminan, evitando las breves lagunas
y las desparejas baldosas que semejan
abandonadas sepulturas.

Las paredes son montañas, el pasto un bosque,
y el sol que encamina sus sombras por el desierto
recto, indiferente y monótono de la vereda,
quiebra sus pies y recorta sus cabezas
para pintarlas en la pared como un buen artista.

Dos abuelas cruzan la vereda
y su lento caminar divide la realidad del sueño
cuando el cielo se detiene para verlas
y el viento de la mañana las bendice,
llenando la vida de distancia y tiempo.

Te perseguiré hasta que me quieras Por Enrique Spinelli

Te perseguiré hasta que me quieras

A la mañana seré un perro en tu puerta
A la tarde un gato en tu falda

Los domingos venderé pochoclo en tu plaza

Me disfrazaré de cartonero, policía kioskero y arlequín

y te perseguiré hasta que me quieras

Sólo la muerte detendrá esto. La mía.

Si vos te morís... te perseguiré hasta que me quieras.

VENDRÁS Por Diego Santiago Cazzaniga

A lo lejos
eres melodía que
silba el tiempo.
Le pongo letra
a mi destino,
lo canto
y así
trazo mi huella
en tu sendero  .

La niña sale de compras Por Luis Cané

La niña sale de compras,
de compras sale la niña;
porque ella sale de compras
se pone más lindo el, día.
Las calles de Buenos Aires
la esperan en las esquinas
y la saludan al paso
con impacientes bocinas,
mientras muelen con el freno,
su lentitud, los tranvías.
Ella va de tienda en tienda,
(¿Qué busca?. . . ¿Qué necesita?. . .)
pregunta el precio de todo,
revuelve las mercerías,
y al azar de su capricho
toda la ciudad se agita,
tiembla el comercio y la industria
y el tránsito se complica.

A la hora del regreso,
por el cansancio encendida,
la niña vuelve de compras
con medio metro de cinta.

La cuna Por Baldomero Fernández Moreno.

Hoy no pudimos más,
y envueltos del crepúsculo azul en la penumbra,
nos fuimos por el pueblo,
lentamente, a comprar una cuna.

Y compramos de intento la más pobre;
mimbre trenzado a la manera rústica,
cuna de labradores y pastores...
¡Hijo, la vida es dura!

De RETAHILOS Por Patricia Cuaranta

El gato se apresura
se mece sin recelos

desparrama sus energías
sin pudores

presiente mis sonidos
y se escurre

mis dedos se alargan
para acariciar el sol

luego cada cual sigue su curso

él se acomoda en el almohadón
más suave

la tarde viste implacable
su elemental tristeza.

Solo de silencio Por Leopoldo Marechal

¡Rama frutal llena de pájaros
enmudecidos, estanque negro,
raíz en curva de león
es tu silencio!
Arranca de tus ojos en dos ríos unánimes;
se escurre como el agua pluvial, de tus cabellos;
cuelga de tus pestañas en invisibles gotas
y es un chal en tus hombros morenos...

¡Yo he visto cómo nace
de ti misma el silencio;
yo sé cómo se anudan sus culebras azules
en el gajo temblante de mi cuerpo!
Entra como la noche a los palacios,
invasor y terrible; me acarician sus dedos;
abre el estuche de mis lágrimas;
tiene un frescor de musgo: es el hondero
que se esconde en mi selva de retorcidos árboles
para cazar alondras de recuerdo.
Y entonces, todo yo soy una copa
de tu silencio...

            ¡Violines afinados de locura,
tambores secos,
lenguas en una plenitud de ritmos
callan en tu silencio!
Vas a romper en una música
sin frenos;
vas a decir palabras temblorosas,
como nidos colgantes en la mano del viento;
a desnudar tu daga de caricias
y a soltarme las fieles panteras de tus besos...
Pero callas en hondos reflujos
¡y otra vez el silencio, el gran silencio!

¡Ah, no me digas nada
que rompa el sortilegio
de tu mutismo! ni la frase antigua
ni las canciones que ha mordido el tiempo!

Ser buzo y descender hasta la gruta
de tu silencio,
donde se tuercen los corales rojos
de las mordientes ansias y el deseo
es una forma negra, tentacular, sin ruido,
con cien ojos de acecho...                            
¡Ala, no me digas nada, ni la palabra antigua
ni las canciones que ha mordido el tiempo!

¡Silencio en las albercas de tus ojos,
en tus caricias largas, en tus besos!
Que se duerma en tus labios
una gran mariposa de silencio....

Caras y Caretas, 9 de mayo de 1925

Plegaria Por Roberto Valenti

Señor Dios: Haz que no llueva los domingos...
Los domingos con sol son necesarios
como un gabán de lana en el invierno.
Los domingos con sol son para el pobre,
su mejor traje nuevo. . .

Te lo pido, Señor, por los chiquillos
de los barrios excéntricos y fríos. . .
Ellos, Señor, no tienen padres ricos. . .
¡Haz, pues, que nunca llueva los domingos!

lunes, 14 de octubre de 2013

EPIGRAMAS - Autores varios

Extraídos del libro "Facetas" de Atilio A. Veronelli





Lleno de deudas don Febo 
solía enfermo decir: 
-No me deje Dios morir 
sin pagar a cuantos debo. 
Y no es poco lo que el tal 
pide a Dios; pues ciertamente, 
para pagar solamente 
tendrá que ser inmortal.

***

El médico Antón del Prado 
murió ayer con asma y chucho; 
de treinta años ha expirado; 
fue autor del libro afamado: 
"El arte de vivir mucho”

 Francisco Acuña de  Figueroa



Arte diabólica

Admiróse un portugués 
de ver que en su tierna infancia 
todos los niños en Francia 
supiesen hablar francés. 
Arte diabólica es 
dijo, torciendo el mostacho,
que para hablar en gabacho 
un hidalgo en Portugal 
llega a viejo y lo habla mal 
y aquí lo parla un muchacho.

Nicolas F. de Moratín




Con dinero producto de la usura, 
edifica diez casas don Ventura,   
y así afirma el grandísimo tunante 
que tiene una conducta edificante.

Vital Aza.




Ayer convidé a Torcualo: 
comió sopas y puchero, 
media pierna de carnero, 
dos gazapillos y un pato. 
Doy le vino y respondió: 
-Tomadlo vos, por mi vida, 
que hasta mitad de comida 
no acostumbro a beber yo.

Nicolas F. de Moratín




Domingos

Juan a Domingo reñía 
porque nunca trabajaba; 
y mientras Juan se enfadaba 
el buen Domingo decía:
-Yo no debo trabajar; 
estoy, Juan, en mi derecho, 
pues los Domingos se han hecho 
sólo para descansar.

Vital Aza




Consejo a un mal pintor

La casita que compre
dice un pintor chapucero-
la he de hacer blanquear primero, 
y después la pintaré.
- Al revés debes obrar 
-respondió un crítico adusto
; píntala antes a tu gusto 
y luego la haces blanquear.

F. A.  De   Figueroa

Importancia de la vida - Por Carlos Araujo

La vida es seria: cada día
verás en tu camino, a cada lado,
al prójimo infeliz, necesitado
de consejo, de pan o de alegría.

Rayo de luz serás en noche umbría,
si calmas la aflicción del desgraciado,
si das pan al hambriento, y con agrado
al ignorante das sabiduría.

Al prodigar consuelo a los que gimen,
o al conceder socorro a la indigencia,
evitas mucho mal, tal vez el crimen.

Y verás de tu vida la excelencia,
a pesar de los males que la oprimen,
cumpliendo tus deberes a conciencia.

Extraído del libro “Versos para niños”, año 1928

El niño y la noria - Por Manuel Osorio y Bernard

Si no aprendes bien la historia
le dijo a un niño su abuela-
te sacaré de la escuela
para tirar de una noria.

No sé si atendió a la riña;
pero el domingo siguiente
paseando el niño inocente
por una fértil campiña,

vio por una valla o puerta
que una mula trabajaba
en una noria, y sacaba
el riego para una huerta.

Quedóse  con atención
mirando el rudo trabajo
y se dijo por lo bajo:
- No ha sabido la lección.

El ratón dentro del queso - Por Pablo de Jérica

(Poesía para niños aunque no lo parece) Extraída del libro “Cielo Sereno” De Luis Arena


Incluido en la sección "Ronda Florida"



I

Mientras en guerra se destrozaban 
los animales con justa causa, 
un ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
estaba siempre dentro de un queso.

II

Juntaban gente, buscaban armas, 
formaban tropas, daban batallas; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!
Siempre metido dentro del queso.

III

Pasaban hambres en las jornadas, 
y malas noches en malas camas; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
siempre metido dentro del queso.

IV

Ya el enemigo se ve en campaña; 
al arma todos, todos al arma; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
siempre metido dentro del queso.

V

A uno lo hieren, a otro lo atrapan, 
a otro lo dejan en la estacada; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
siempre metido dentro del queso.

VI

Por fin lograron con la constancia 
sin enemigos ver la comarca; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
metido siempre dentro del queso.

VII

- Mas, ¿quién, entonces 
lograr alcanza 
el premio y fruto 
de tanta hazaña? 
- El ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
que siempre estuvo 
dentro del queso.

Los barateros, o el desafío y la pena de muerte Por Mariano José de Larra

Debiendo sufrir en este día... la pena de muerte en garrote vil... Ignacio Argumañes, por la muerte violenta dada el 7 de marzo último a Gregorio Cané...

Diario de Madrid del 15 de abril de 1836     


La sociedad se ve forzada a defenderse, ni más ni menos que el individuo, cuando se ve acometida; en esta verdad se funda la definición del delito y del crimen; en ella también el derecho que se adjudica a la sociedad de declararlos tales y de aplicarles una pena. Pero la sociedad, al reconocer en una acción el delito o el crimen, y al sentirse por ella ofendida, no trata de vengarse, sino de prevenirse; no es tanto su objeto castigar simplemente como escarmentar; no se propone por fin destruir al criminal, sino el crimen; hacer desaparecer al agresor, sino hacer desaparecer la posibilidad de nuevas agresiones; su objeto no es diezmar la sociedad, sino mejorarla. Y al ejecutar su defensa ¿qué derecho usa? El derecho del más fuerte. Apoderada del sospechado agresor, les es fuerza, antes de aplicarle la pena, verificar su agresión, convencerse a sí misma y convencerle a él. Para esto comienza por atentar a la libertad del sospechado, mal grave, pero inevitable; la detención previa es una contribución corporal que todo ciudadano debe pagar, cuando por su desgracia le toque; la sociedad, en cambio, tiene la obligación de aligerarla, de reducirla a los términos de indispensabilidad, porque pasados éstos comienza la detención a ser un castigo, y, lo que es peor, un castigo injusto y arbitrario, supuesto que no es resultado de un juicio y de una condenación; en el intervalo que transcurre desde la acusación o sospecha hasta la aseveración del delito, la sociedad tiene, no derecho, pero necesidad de detener al acusado; y supuesto que impone esta contribución corporal por su bien, ella es la que está obligada a hacer de modo que la cárcel no sea una pena ya para el acusado, inocente o culpable; la cárcel no debe acarrear sufrimiento alguno, ni privación que no sea indispensable, ni mucho menos influir moralmente en la opinión del detenido.
De aquí la sagrada obligación que tiene la sociedad de mantener buenas casas de detención, bien montadas y bien cuidadas, y la más sagrada todavía de no estancar en ellas al acusado.
Cualquiera de nuestros lectores que haya estado en la cárcel, cosa que le habrá sucedido por poco liberal que haya sido, se habrá convencido de que en este punto la sociedad a que pertenecemos conoce estas verdades y su importancia, y en nada las contradice. Nuestras cárceles son un modelo.
Era uno de los días del mes de marzo; multitud de acusados llenaban los calabozos; los patios de la cárcel se devolvían las estrepitosas carcajadas, desquite de la desgracia, o máscara violenta de la conciencia; las soeces maldiciones y blasfemias, desahogo de la impotencia, y los sarcásticos estribillos de torpes cantares, regocijo del crimen y del impudor. El juego, alimento de corazones ociosos y ávidos de acción, devoraba la existencia de los corrillos; el juego, nutrición terrible de las pasiones vehementes, cuyo desenlace fatídico y misterioso se presenta halagüeño, más que en ninguna parte, en la cárcel, donde tanta influencia tiene lo que se llama vulgarmente destino en la suerte de los detenidos; el juego, símbolo de la solución misteriosa y de la verdad incierta que el hombre busca incesantemente desde que ve la luz hasta que es devuelto a la nada.
En aquellos días existían en esa cárcel dos hombres: Ignacio Argumañes y Gregorio Cané. Los hombres no pueden vivir sino en sociedad, y desde el momento en que aquella a que pertenecen parece segregarlos de sí, ellos se forman otra fácilmente, con sus leyes, no escritas, pero frecuentemente notificadas por la mano del más fuerte sobre la frente del más débil. He aquí lo que sucede en la cárcel. Y tienen derecho a hacerlo. Desde el momento en que la sociedad retira sus beneficios a sus asociados; desde el momento en que, olvidando la protección que les debe, los deja al arbitrio de un cómitre despótico; desde el momento en que el preso, al sentar el pie en el patio de la cárcel, se ve insultado, acometido, robado por los seres que van a ser sus compañeros, sin que sus quejas puedan salir de aquel recinto, el detenido exclama: «Estoy fuera de la sociedad; desde hoy mi ley es mi fuerza, o la que yo me forje aquí». He aquí el resultado del desorden de las cárceles. ¿Con qué derecho la sociedad exige nada de los encarcelados, a quienes retira su protección? ¿Con qué derecho se sigue erigiendo en juez suyo, siendo los delitos cometidos dentro de aquel Argel efecto de su mismo abandono?
Pero dos hombres existían allí: dos barateros; dos seres que se creían con derechos a imponer leyes a los demás y a retirar del juego de sus compañeros un fondo piratesco; dos hombres que cobraban el barato. Cruzáronse estos hombres de palabras, y uno de ellos fue metido en un calabozo por el alcalde, ley de aquella colonia. A su salida, el castigado encuentra injusto que su compañero haya cobrado él solo el barato durante su ausencia, y reclama una parte en el tráfico. El baratero advenedizo quiere quitar del puesto al baratero en posesión; éste defiende su derecho, y sacando de la faltriquera dos navajas: «¿Quieres parte?», le dice, «pues gánala». He aquí al hombre fuera de la sociedad, al hombre primitivo que confía su derecho a su brazo.
El día va a expirar, y los detenidos acaban de pasar al patio inmediato, donde entonan diariamente una Salve a la Madre del Redentor, Salve sublime desde fuera, impudente y burlesca sobre el labio del que la entona, y que por bajo la parodia. Al son del religioso cántico los dos hombres defienden su derecho, y en leal pelea se acometen y se estrechan. Uno de ellos no debía oír acabar la Salve: un segundo transcurre apenas, y con el último acento del cántico, llega a los pies del Altísimo el alma de un baratero.
La sociedad entonces acude, y dice al baratero vivo:
-Yo te lancé de mi seno, yo te retiré mi amparo, yo te castigo antes de juzgarte con esa cárcel inmunda que te doy; ahí tolero tu juego y tu barato, porque tu juego y tu barato no molestan mi sueño; pero de resultas de ese juego y ese barato, tienes una disputa que yo no puedo ni quiero dirimir, y me vienen a despertar con el ruido de un cuerpo que has derribado al suelo; me avisan de que ese cuerpo, de que en vida yo no hice más caso que de ti, puede contagiarme con su putrefacción; y por ende mando que el cuerpo se entierre, y el tuyo con él, porque infringiste mis leyes, matando a otro hombre, aun entonces que mis leyes no te protegían. Porque mis leyes, baratero, alcanzan con la pena hasta a aquellos a quienes no alcanzan con la protección. Ellas renuncian a amparar, pero no a vengar; lo bueno de ellas, baratero, es para mí, lo malo para ti; porque yo tengo jueces para ti, y tú no los tienes para mí; yo tengo alguaciles para ti, y tú no los tienes para mí; yo tengo, en fin, cárceles, y tengo un verdugo para ti, y tú no los tienes para mí. Por eso yo castigo tu homicidio, y tú no puedes castigar mi negligencia y mi falta de amparo, que solos fueron de él ocasión.
Y el baratero:
-¿Hasta qué punto, sociedad, tienes derecho sobre mí? Ignoro si mi vida es mía; han dicho hombres entendidos que mi vida no es mía, y por la religión no puedo disponer de ella; pero si no es mía siquiera, ¿cómo será tuya? Y si es más mía que tuya, ¿en qué pude ofender a la sociedad disponiendo de ella, como otro hombre de la suya, de común acuerdo los dos, sin perjuicio de tercero, y sin llamar a nadie en nuestra común cuestión?
Y la sociedad:
-Algún día, baratero, tendrás razón; pero por el pronto te ahorcaré, porque no es llegado ese día en que tendrás razón y en que queden el suicidio y el duelo fuera de mi jurisdicción; en el día la sociedad a que perteneces no puede regirse sino por la ley vigente; ¿por qué no has aguardado para batirte en duelo a que la ley estuviese derogada? Por ahora, muere, baratero, porque tengo establecida una pragmática que así lo dispone. Una luna no ha transcurrido todavía que ha visto sofocado por mi mano a otro hombre por haber vengado un honor que la ley no alcanzaba a vengar...
Y el baratero:
-¿Y cuántas lunas transcurren, sociedad, que ven paseando en el Prado a otros hombres que incurrieron en igual error que ese que me citas, y yo?...
Y la sociedad:
-Esto te enseñará que ya que no pudieses aguardar para batirte a que yo derogase mi ley, cesando de intervenir en las disidencias individuales que no atacan a la corporación, debiste aguardar a lo menos a ser opulento o siquiera caballero... o aprender en tanto a eludir mi ley.
Y el baratero:
-¿Y la igualdad ante la ley, sociedad?...
Y la sociedad:
-Hombre del pueblo, la igualdad ante la ley existirá cuando tú y tus semejantes la conquistéis; cuando yo sea la verdadera sociedad y entre en mi composición el elemento popular; llámanme ahora sociedad y cuerpo, pero soy un cuerpo truncado: ¿No ves que me falta el pueblo? ¿No ves que ando sobre él, en vez de andar con él? ¿No ves que me falta el alma, que es la inteligencia del ser, y que sólo puede resultar del completo y armonía de lo que tengo, y de lo que me falta, cuando lo llegue a reunir todo? ¿No ves que no soy la sociedad, sino un monstruo de sociedad? ¿Y de qué te quejas, pueblo? ¿No renuncias a tus derechos en el acto de no reclamarlos? ¿No lo autorizas todo sufriéndolo todo?
Y el baratero:
-Porque no sé todavía que hago parte de ti, oh sociedad; porque no comprendo...
Y la sociedad:
-Pues date prisa a comprender, y a saber quién eres y lo que puedes, y entretanto date prisa a dejarte ahogar, y en garrote vil, porque eres pueblo y porque no comprendes.
Y el baratero:
-Mi día llegará, oh falsa sociedad, oh sociedad incompleta y usurpadora, y llegará más pronto por tu culpa; porque mi cadáver será un libro, y un libro ese garrote vil, donde los míos, que ahora le miran estúpidamente sin comprenderle, aprenderán a leer. ¡Hágase, en el ínterin, la voluntad de la fuerza: ahorca a los plebeyos que se baten en duelo, colma de honores a los señores que se baten en duelo, y, en tanto que el pueblo cobra su barato, cobra tú el tuyo, y date prisa!
Y el baratero debía morir, porque la ley es terminante, y con el baratero cuantos barateros se baten en duelo, porque la ley es vigente, y quien infringe la ley merece la pena; ¡y quien tal hizo que tal pague!
Y el baratero murió, y en cuanto a él, satisfizo la vindicta pública. Pero el pueblo no ve, el pueblo no sabe ver; el pueblo no comprende, el pueblo no sabe comprender, y como su día no es llegado, el silencio del pueblo acató con respeto a la justicia de la que se llama su sociedad, y la sociedad siguió, y siguieron con ella los duelos, y siguió vigente la ley, y barateros la burlarán, porque no serán barateros de la cárcel, ni barateros del pueblo, aunque cobren el barato del pueblo.


El Español, n.º 171, 19 de abril de 1836. Firmado: Fígaro.

sábado, 5 de octubre de 2013

En el mar - Por Vicente Blasco Ibañez

A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.
-¡Antonio! ¡Antonio!
Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse a la mar.
Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama, hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el anterior, los atunes habían corrido el mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.
El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.
Las redes sólo sacaban algas o pez menudo, morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.
Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa: debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, los amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que le había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.
Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.
-A ver si hoy tenéis más fortuna -murmuró la mujer desde la cama-. En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor, y qué oficio tan perro!
-Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron ayer algunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa más de treinta arrobas, Figúrate si lo cogiéramos... Lo menos sesenta duros.
Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, un solitario que, separado de su manada, volvía, por la fuerza de la costumbre, a las mismas aguas del año anterior.
Antoñico, estaba ya en pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provisiones y en una mano la canasta de los roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerlos.
Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al muelle de los pescadores. El compadre los esperaba en la barca preparando la vela.
La flotilla removíase en la oscuridad, agitando su empalizada de mástiles. Corrían sobre ellas las negras siluetas de los tripulantes, rasgaba el silencio el miedo de los palos cayendo sobre cubierta, el chirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas desplegábanse en la oscuridad como enormes sábanas.
El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes del interior en busca del mar. Cerca del muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos, trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas.
Era el casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio. ¡Cómo trasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el dinero... ¡Si tuvieran que madrugar para ganarse el pan!...
-¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.
El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontó la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.
La barca se arrastró, primero, mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía;
después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas, en el mar
libre.
  Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas, que se alejaban como puntiagudos fantasmas, resbalando sobre las olas.
El compadre miraba el horizonte.
-Antonio, cambia el viento.
-Ya lo noto.
-Tendremos mar gruesa.
-Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar
adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un triángulo de fuego, y las aguas hervían como si reflejasen un incendio.
Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil, y el chicuelo, en la popa, explorando el mar. De la popa y las bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De cuando en cuando, tirón, y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño animado. Pero eran piezas menudas..., nada.
Y así pasaron las horas. La barca, siempre adelante, tan pronto acostada sobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua metido en la estrecha cala.
A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la parte de popa
las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces blancos.
-Pero, Antonio -exclamó el compadre-, ¿es que vamos a Orán? Cuando la pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.
Viró Antonio, y la barca comenzó a correr bordadas, pero sin dirigirse a tierra.
-Ahora -dijo alegremente - tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.
Para cada uno, un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada a puñetazos sobre la borda.
El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas, de larga y profunda ondulación.
-¡Pae! -gritó Antoñico desde la proa-, un pez grande, mu grande... ¡Un atún!
Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse a la borda.
Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi a flor de agua un negro lomo de terciopelo; el solitario, tal vez, de que tanto hablaban los pescadores. Flotaba poderosamente; pero, con una ligera contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado a otro de la barca y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantáneamente.
Antonio enrojeció de emoción, y apresuradamente echó al mar el aparejo con un anzuelo grueso como un dedo.
Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien, con fuerza colosal, tirase de ella, deteniéndola en su marcha e intentando hacerla zozobrar. La cubierta se bamboleaba como si huyese bajo los pies de los tripulantes, y el mástil crujía a impulsos de la hinchada vela. Pero, de pronto, el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió a emprender su marcha.
El aparejo, antes rígido y tirante, pendía flojo y desmayado. Tiraron de él y salió a la superficie el anzuelo, pero roto, partido por la mitad, a pesar de su tamaño.
El compadre meneó tristemente la cabeza.
-Antonio, ese animal puede más que nosotros. Que se vaya, y demos gracias porque ha roto el anzuelo. Por poco más vamos al fondo.
-¿Dejarlo? -gritó el patrón-. ¡Un demonio! ¿Sabes cuánto vale esa pieza? No está el tiempo para escrúpulos ni miedos. ¡A él, a él!
Y, haciendo virar la barca, volvió a las mismas aguas donde se había verificado el
encuentro.
Puso un anzuelo nuevo, un enorme gancho, en el que ensartó varios noveles, y sin soltar el timón agarró un agudo bichero. ¡Flojo golpe iba a soltarle a aquella bestia estúpida y fornida como se pusiera a su alcance!
El aparejo pendía de la popa casi recto. La barca volvió a estremecerse, pero esta vez de un modo horrible. El atún estaba bien agarrado y tiraba del sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar locamente sobre las olas.
El agua parecía hervir; subían a la superficie espumas y burbujas en turbio remolino, cual si en la profundidad se desarrollase una lucha de gigantes, y de pronto la barca, como agarrada pon mano oculta, se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.
Aquel tirón derribó a los tripulantes. Antonio, soltando el timón, se vio casi en las olas; pero sonó un crujido y la barca recobró su posición normal. Se había roto el aparejo, y en el mismo instante apareció el atún, junto a la borda, casi a flor de agua, levantando enormes espumarajos con su cola poderosa. ¡Ah ladrón! ¡Pon fin se ponía a tiro! Y rabiosamente, como si se tratara de un enemigo implacable, Antonio le tiró varios golpes con el bichero, hundiendo el hierro en aquella piel viscosa. Las aguas se tiñeron de sangre y el animal se hundió en un rojo remolino.
Antonio respiró al fin. De buena se habían librado. Todo duró algunos segundos; pero un poco más, y se hubieran ido al fondo.
Miró la mojada cubierta y vio al compadre, al pie del mástil, agarrado a él, pálido, pero con inalterable tranquilidad.
-Creí que nos ahogábamos, Antonio. Hasta he tragado agua. ¡Maldito animal! Pero buenos golpes le has atizado. Pero ya verás cómo no tarda en salir a flote.
-¿Y el chico?
Esto lo preguntó el padre con inquietud, con zozobra, como si temiera la respuesta. No estaba sobre cubierta. Antonio se deslizó pon la escotilla, esperando encontrarle en la cala. Se hundió en el agua hasta la rodilla; el mar la había inundado. Pero ¿quién pensaba en esto? Buscó a tientas en el reducido y oscuro espacio, sin encontrar más que el tonel del agua y los aparejos de repuesto.
Volvió a cubierta como un loco.
-¡El chico! ¡El chico!... ¡Mi Antoñico!
El compadre torció el gesto tristemente. ¿No estuvieron ellos próximos a ir al agua? Atolondrado por algún golpe, se habría ido al fondo como una bala. Pero el compañero, aunque pensó todo esto, nada dijo.
Lejos, en el sitio donde la barca había estado próxima a zozobrar, flotaba un objeto negro sobre las aguas.
-¡Allá está!
Y el padre se arrojó al agua, nadando vigorosamente, mientras el compañero amainaba la vela.
Nadó y nadó; pero sus fuerzas casi le abandonaron al convencerse de que el objeto era un remo, un despojo de su barca.
Cuando las olas le levantaban, sacaba el cuerpo fuera para ver más lejos. Agua por todas partes. Sobre el mar sólo estaban él, la barca que se aproximaba y una curva negra que acababa de surgir y que se contraía espantosamente sobre una gran mancha de sangre.
El atún había muerto... ¡Valiente cosa le importaba! ¡La vida de su hijo único, de su Antoñico, a cambio de la de aquella bestia! ¡Dios! ¿Era esto manera de ganarse el pan?
Nadó más de una hora, creyendo a cada rozamiento que el cuerpo de su hijo iba a surgir bajo sus piernas, imaginándose que las sombras de las olas eran el cadáver del niño que flotaba entre dos aguas.
Allí se hubiera quedado; allí habría muerto con su hijo. El compadre tuvo que pescarle y meterle en la barca como un niño rebelde.
-Qué hacemos, Antonio?
Él no contestó.
-No hay que tomarlo así. Son cosas de la vida. El chico ha muerto donde murieron todos nuestros parientes, donde moriremos nosotros. Todo es cuestión de más pronto o más tarde... Pero, ahora, a lo que estamos: a pensar que somos unos pobres.
Y, preparando dos nudos corredizos, apresó el cuerpo del atún y lo llevó a remolque de la barca, tiñendo con sangre las espumas de las olas.
El viento los favorecía; pero la barca estaba inundada, navegaba mal, y los dos hombres, marineros ante todo, olvidaron la catástrofe, y, con los achicadores en la mano, encorvándose dentro de la cala, arrojando paletadas de agua al mar.
Así pasaron las horas. Aquella ruda faena embrutecía a Antonio, le impedía pensar;
pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que, mezclándose con el agua de la
cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo.
La barca navegaba con creciente rapidez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas. El puertecillo estaba a la vista, con sus masas de blancas casitas donadas pon el sol de la tarde.
La vista de tierra despertó en Antonio el dolor y el espanto adormecidos.
-¿Qué dirá mi mujer? ¿Qué dirá mi Rufina? -gemía el infeliz.
Y temblaba, como todos los hombres enérgicos y audaces, que en el hogar son esclavos de la familia.
Sobre el mar deslizábase como una caricia el ritmo de alegres valses. El viento de tierra saludaba a la barca con melodías vivas y alegres. Era la música que tocaba en el paseo, frente al casino. Pon debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de veraneo.
Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras sus juguetes, o formaban alegres corros, girando como ruedas de colores.
En el muelle se agolpaban los del oficio: su vista, acostumbrada a las inmensidades del mar, había reconocido lo que remolcaba la barca. Peno Antonio sólo miraba, al extremo de la escollera, a una mujer alta, escueta y negruzca, erguida sobre un peñasco, y cuyas faldas arremolinaba el viento.
Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! Todos querían ver de cenca el enorme animal.Los pescadores, desde sus botes, lanzaban envidiosas miradas; los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua para tocarle la enorme cola.
Rufina se abrió paso ante la gente, llegando hasta su marido, que, con la cabeza baja y una expresión estúpida, oía las felicitaciones de los amigos.
-¿Y el chico? ¿Dónde está el chico?
El pobre hombre bajó aún más su cabeza. La hundió entre los hombros, como si
quisiera hacerla desaparecen para no oír, para no ver nada.
-Pero ¿dónde está Antoñico?
Y Rufina, con los ojos ardientes, como si fuera a devorar a su marido, le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente a aquel hombrón. Peno no tardó en soltarle, y, levantando los brazos, prorrumpió en espantosos alaridos.
-¡Ay Señor!... ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñico se ha ahogado! ¡Está en el mar!
-Sí, mujer -dijo el marido lentamente, con torpeza, balbuciendo y como si le ahogaran las lágrimas-. Somos muy desgraciados. El chico ha muerto; está donde su abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del mar comemos y el mar ha de tragarnos... ¡Qué remedio! No todos nacen para obispos.
Pero su mujer no le oía. Estaba en el suelo, agitada pon una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándose el rostro.
-¡Mi hijo!... ¡Mi Antoñito!...
Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabían lo que era aquello; casi todas habían pasado pon trances iguales. La levantaron sosteniéndola con sus poderosos brazos y emprendieron la marcha hacia su casa.
Unos pescadores dieron un vaso de vino a Antonio, que no cesaba de llorar. Y, mientras tanto, el compadre, dominado pon el egoísmo brutal de la vida, regateaba bravamente con los compradores de pescado que querían adquirir la hermosa pieza.
Terminaba la tarde. Las aguas, ondeando suavemente, tomaban reflejos de oro. A intervalos sonaba cada vez más lejos el grito desesperado de aquella pobre mujer, desgreñada y loca, que las amigas empujaban a casa:
-¡Antoñito! ¡Hijo mío!
Y bajo las palmeras seguían desfilando los vistosos trajes, los rostros felices y sonrientes, todo un mundo que no había sentido pasar la desgracia junto a él, que no
había lanzado una mirada sobre el drama de la miseria; y el vals elegante, rítmico y
voluptuoso, himno de la alegre locura, deslizábase armonioso sobre las aguas, acariciando con un soplo la eterna hermosura del mar.