miércoles, 24 de julio de 2013

PÁJARO HERIDO - Por JUAN BURGHI

En la mañana azul de primavera,
al pie del árbol donde hacía el nido,
hallé un pequeño cimarrón herido
por el golpe brutal de una gomera.

Lo tomé entre mis manos. Sólo era
un manojo de plumas desvaído,
un ojo turbio de dolor transido
y un pico abierto en ansiedad postrera.

Lo contemplé angustiado... Hace un momento,
nido, vuelo, canción, luz, sentimiento;
vida plena y feliz tronchada en vano...

Y en ese pajarillo moribundo
vi todas las tragedias que en el mundo
pueden herir a cada ser humano.



                                                                 De La Prensa. B. Aires, 14-10-1956.


Escribió entre otros libros: Luz en la sierra, Oro de otoño, Emociones, etc., Juan Burghi — el poeta del árbol y las aves — compuso Pájaros nuestros, el más celebrado y difundido. Toda su obra se resume en un poema de amor a la naturaleza y las cosas sencillas, dichas con tierno acento e infinita bondad. Es poeta obligado de casi todas las antologías escolares.

LA ANÉCDOTA EN EL MUNDO ANTIGUO – Por FERNANDO HUGUET

Docente de larga actuación en el magisterio y el profesorado argentino. Su labor, la mayor parte de ella ensayos sobre temas de la enseñanza, la historia y el lenguaje, se halla dispersa en diarios y revistas del país.



La sabiduría popular ha encontrado en las formas de expresión de las ideas — el verso y la prosa — su más genuina representación en el cantar, el epigrama, el refrán y la anécdota.
Liberada de las leyes que al verso imponen la cadencia y la métrica, la anécdota cobra el vuelo ágil de la improvisación. Ello no obstante, para que la anécdota alcance el grado de perfeccionamiento que la torne perdurable, ha de madurarse con la presencia de tres elementos que, aunque imponderables, nutran el episodio que le da forma.
Parafraseando los clásicos versos con que Triarte lo definió:


A la abeja semejante
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce, punzante.


La anécdota, como el epigrama, para ser buena debe observar tres condiciones: brevedad, final imprevisto, reflexión ejemplificadora.
La anécdota clásica, por eso, corresponde siempre a seres y pueblos de frases lacónicas, como que precisamente fueron los habitantes de Laconia — la patria de los espartanos — quienes se caracterizaron por la rigurosa parquedad de sus expresiones.





I

Los lidios — habitantes de una comarca del Asia Menor, frente a la isla griega de Sanios, del mar Egeo -— despacharon un representante para solicitar alimentos a los espartanos. El enviado, después de reclamar la ayuda, pronunció un extensísimo discurso, lleno de elogios. Oído pacientemente, un espartano le contestó:
—Tu discurso ha sido tan largo y florido, que ya hemos olvidado el principio.
Un nuevo enviado de Lidia llegó hasta Esparta. Recibido en asamblea, después de una breve cortesía, mostró una bolsa, la dio vuelta por su interior y exclamó:
—¡ Está vacía! ¡ Necesitamos que llenéis muchas como ésta para saciar nuestra hambre!
Satisfecho su deseo, agradeció a los espartanos la ayuda, reconociendo, para congratularse aún más, la simpatía de los espartanos, el exceso verbal de su antecesor Entonces uno de los asambleístas le contestó-
—Ha sido vuestra necesidad la que nos convenció, y no vuestra palabra. Si nos hubierais mostrado nada más que la bolsa vacía, ya os hubiéramos comprendido.


II

Cuando el ejército de Jerjes, rey de Persia, después de invadir a Grecia, se acercaba a Esparta, un parlamentario se acercó al general Leónidas (528-480 a. J, C.) para intimarle, en nombre de su rey, la entrega de las armas. Leónidas contestó a Jerjes:
—Ven a tomarlas.
—Mis flechas cubrirán el sol— añadió Jerjes.
—Mejor — replicó Leónidas —, así pelearemos a la sombra.
Y como un persa le advirtiera que los soldados enemigos se hallaban cerca de sus tropas, le respondió:
—-Di más bien que nosotros estamos cerca de ellos.


III

El general Euribíades, disgustado porque su aliado el general ateniense Temístocles (527-460 a. J. C.) le formulaba reparos a sus planes de lucha contra los persas de Jerjes, en un arrebato de cólera levantó su bastón de mando para castigarlo. Temístocles, sin perder la calma, lo contuvo con estas palabras:
—¡Pega, pero escucha!


IV

Bias (570-510 a. J. C.), uno de los siete sabios de Grecia, fue famoso porque jamás se prestó a usar su talento en provecho de la injusticia. Preguntáronle en cierta ocasión cuál era, en su concepto, el más peligroso de los animales.
—De los salvajes — respondió Bias —, el más peligroso es el tirano, de los mansos, el adulador.


V

Sócrates (468-400 a. J. C.), el filósofo griego, saludó en cierta oportunidad a un hombre, y como éste siguiera orgullosamente su camino sin contestarle, sus amigos le expresaron su sorpresa por su indiferencia ante tales muestras de grosería.
—¿De qué os extrañáis? — les advirtió —. Si yo viese pasar a alguien que fuese más feo y de peor traza que yo, ¿debería por eso enfadarme? ¿Pues, por qué me voy a enojar con ese individuo si está peor educado que yo?


VI

Platón (429-347 a. J. C.), el filósofo griego discípulo de Sócrates, demostró siempre saber dominar su carácter. A un esclavo autor de una grave falta, dijo una vez:
—No te castigo porque me siento muy enojado.
En otra ocasión, dándose cuenta que llevado de la impaciencia iba a golpear a uno de sus esclavos, quedóse inmóvil con el brazo levantado en alto. Para explicar su actitud a un amigo que en ese momento entraba en su casa, y lo sorprendiera en tan extraña postura, expresó:
—Me he impuesto este castigo por haberme encolerizado.


VII

Zeuxis (464-398 a. J. C-.), uno de los más grandes artistas de la antigua Grecia, pintó un cuadro en el que figuraba un joven con un racimo de uvas en la mano.
El cuadro suscitó muchísimos elogios. Más aún, porque unos pájaros, engañados por el realismo de las uvas, intentaron picotearlas.
Como Zeuxis no se convenciera del valor de su tela, los amigos le inquirieron la causa, a lo que él contestó:
—Si el cuadro fuera realmente bueno, los pájaros no se hubieran acercado a las uvas por temor al joven.


VIII

Celoso de su gloria, dos compatriotas condenaron al general tebano Epaminondas (420-362 a. J. C.) a desempeñar el oficio de barrendero. Epaminondas, lejos de considerar su nueva ocupación como una ofensa, tomó la pala, la escoba y comenzó a trabajar, poniendo todo su celo en el fiel cumplimiento de sus deberes. Para satisfacer el asombro de sus admiradores, explicó:
—Estas nuevas tareas, en nada me ofenden. Es el hombre el que hace el oficio, y no el oficio el que hace al hombre.


IX

Un compatriota censuraba al filósofo Diógenes (413-362 a. J. C.) porque de continuo derramaba el vino que le servían. A lo que el griego respondió:
—Derramándolo, sólo pierdo el vino. Bebiéndolo, me pierdo yo.


X

Filipo (382-336 a. J. C.), rey de Macedonia — y padre de Alejandro Magno —, fue una vez aconsejado para que desterrara a un noble que hablaba mal de él.
—Vale más — observó el monarca — que tal hombre hable donde se nos conoce a los dos, que no en un lugar donde no somos conocidos, ni él ni yo.


XI

Dionisio el Antiguo, tirano de Siracusa, dispuso que el poeta griego Filoxeno (405-368 a. J. C.) fuera encerrado en las latomías — canteras abandonadas que servían de prisión — por haber expresado una opinión desfavorable a unos versos que aquél compusiera.
Llamado poco después para ser consultado acerca de otros versos de Dionisio, manifestó por todo comentario:
—¡ Llevadme de nuevo a las canteras!

XII

Epitecto (54-98 ?) filósofo de Frigia — Asia Menor —, servía en Roma como esclavo de Epafrodito, liberto del emperador Nerón.
En cierta ocasión, su enfurecido amo le retorcía una pierna con un instrumento de tortura.
—¡La vas a romper! — le advirtió el filósofo.
Y como se cumpliera su predicción, añadió Epitecto con admirable estoicismo:
—¿No te lo dije?


De Páginas antológicas. Inédita.





SABIOS Y SEMISABIOS - Por G. J. GlBRÁN (1883-1931)

Gibrán Jalil Gibrán inició su obra poética en Líbano — su tierra natal — en idioma árabe. Al establecerse definitivamente en Nueva York, en 1912, reanudó su labor literaria en inglés. Esta circunstancia permitió conocer y difundir sus poemas en el mundo occidental. A esta etapa pertenecen sus libros El loco, El precursor, El profeta, Jesús el hijo del hombre, El jardín del profeta.


Cuatro ranas sentáronse sobre un leño que flotaba en la orilla de un río. De pronto, el leño fue alcanzado por la corriente y deslizado aguas abajo. Las ranas quedaron gozosas y absortas, pues jamás habían navegado hasta entonces.
Al fin habló la primera y dijo:
—En realidad, este es un leño maravilloso. Se mueve como si tuviera vida. Nunca se ha conocido un leño igual.
Luego habló la segunda y dijo:
—No, mi amiga, el leño es idéntico a los demás leños y no se mueve. Es. el río que camina hacia el mar, el que nos lleva a nosotras y al leño.
Y la tercera habló, y dijo:
—No son ni el leño ni el río los que se mueven. El movimiento está en nuestro pensamiento. Porque fuera del pensamiento nada se mueve.
Y las tres ranas empezaron a disputar acerca de qué era lo que en realidad se movía. La discusión se agrió y subió de tono sin que llegaran a ponerse de acuerdo.
Entonces se volvieron a la cuarta rana, que hasta ese momento había escuchado atentamente, pero conservando su calma, y le pidieron su opinión.
Y la cuarta rana dijo:
—Cada una de ustedes tiene razón, y ninguna está en error. El movimiento está en el leño, en el agua y también en nuestro pensamiento.
Y las tres ranas se pusieron furiosas, porque ninguna quería admitir que no tuviera toda la razón y que no estuvieran las otras en total error. Y al cabo, sucedió algo singular: Las tres ranas se unieron y del leño, arrojaron al río, a la cuarta rana.



De Poemas escogidos. Selección de Norberto Pini-lia, según las versiones de T. de la Barra y M. Mussa. Edit. Nascimento. Santiago de Chile, 1937.

EL CABALLO - Por ENRIQUE BANCHS

 Cuatro libros de versos escribió Enrique Banchs entre 1907 y 1911: Las Barcas, El libro de los Elogios, El cascabel del halcón y La Urna. Revelación de una sensibilidad excepcional, significan para la poesía lírica castellana, inapreciable aporte. 



Con admirable regularidad pasaba al amanecer. Era un carro pesado, de las quintas; y el caballo robusto, ceniciento, de cabeza gacha: caballo viejo probablemente. El ritmo era siempre el mismo, el paso el mismo; el chirriar de las ruedas, embarradas, el mismo.
Por el medio de la calle — la calle solitaria y gris a esa hora— carro y caballo adelantaban dejando a ambos lados distancia igual hasta las hileras de árboles tranquilos. Por fin se perdían en el fondo de la calle y el último farol brillaba, en lo alto, exactamente sobre el eje longitudinal del vehículo.
Y siempre así.
En lo alto del carro, tendido sobre los lienzos de primicias hortelanas, como la esfinge echada que escudriña la lejanía, iba el hombre. Yo murmuraba, alguna vez, con cierto acento de poema:
"¿Acaso el carro no es un símbolo? La fuerza atada y puesta en una dirección que la cabeza tenebrosa del irracional no concebiría; y arriba, el hombre, la luz, la pupila que ve lejos, la mente que reflexiona y ordena, la mano que guía".
Y todo hubiera ido lo más bien, dentro de ese acento poemático, si esa mañana no hubiese acontecido algo inusitado, que es la piedra de toque de las verdades.
Había en medio de la calle, exactamente en medio de la calle, una paloma herida. Muy de madrugada suele haber palomas heridas en las calles solitarias, palomas cansadas, que en las tinieblas tropezaron con una pared y cayeron.
Al llegar el caballo al sitio donde yacía el ave herida, se detuvo, alargó el pescuezo y la olfateó, trémulo el belfo; luego, sin dejar de mirarla, caminó de lado hasta formar un ángulo recto, y carro y caballo se desviaron a la izquierda, prosiguieron andando y pasaron a un lado de la paloma, no sobre ella, como hubieran pasado a seguir como de costumbre.
El carro iba tan lentamente que creí posible alcanzarlo y hablar a la pupila que veía lejos y a la mano que guiaba segura, aprobándoles el acto que acababan de realizar.
Ya cerca, advertí dos cosas estupendas: las riendas estaban sueltas, caídas sobre la grupa del animal y el hombre, silencioso e inmóvil corno una esfinge, dormía. . . ¡ Dormía!
—j Eh! — grité, y extrañamente resonaba la voz en la soledad de la madrugada—. ¿Duerme? ¿Quién guía el carro?
En su perfumado lecho de albahaca y romero, el hombre se incorporó. Me miró con ese asombro de los que despiertan, que es un asombro igual a aquél con que los que yacen en profunda angustia miran al que trae una buena noticia, y repuso, corno recordando, estas palabras que me revelaron súbitamente una teoría y practica del gobierno:
—¡ Bah!, el caballo sabe su camino.
—Pero — insistí —, si usted estuviera despierto, vería el camino; vería, por ejemplo una piedra grande que «podría ser un peligro. Hay que ver dónde se va.
A todo esto el caballo caminaba.
El hombre, ajustándose la faja, pronunció este resumen admirable u horrible, como se quiera, del arte de gobernar :
—¿Una piedra? Jamás he visto una piedra en el camino; jamás miro el camino para saber si hay en él algo de extraño o de peligroso.
Y bostezando, agregó:    ,
—Me basta mirar las orejas del caballo.


De Lecturas. Ediciones Selectas América, N° 26. B. Aires, 1920.