sábado, 2 de noviembre de 2013

La cosecha de la fruta. Por Rabindranath Tagore

Rezaba Sanatán el rosario, cerca del Ganges, cuando un brahmín haraposo se acercó a él y le dijo:
Ayúdame, que soy pobre.
Mi escudilla de las limosnas es lo único que poseo  dijole Sanatán. He dado todo lo que tenía.
Es que Shiva, mí señor, se me apareció en sueños  dijo el brahmín  y me aconsejó que viniera a verte.
De repente se acordó Sanatán que había encontrado una piedra de inapreciable valor entre los guijarros de la playa y, pensando que alguno pudiera necesitarla, la había escondido en la arena.
Señaló el lugar donde la escondiera al brahmín, que asombrado desenterró la piedra.
Sentóse el brahmín en el suelo y púsose a cavilar, hasta que el sol se hundió detrás de los árboles, y los vaqueros tornaron a sus hogares junto con el ganado.
Entonces se levantó, y lentamente, se acercó a Sanatán y le dijo:
Maestro: Dame la más ínfima fracción de esa riqueza que desdeña toda la riqueza del mundo. Y arrojó la piedra preciosa al agua.

EL PAJARO HERIDO Por Francisco Isernia.

Asomó la cabeza entre la fronda
para iniciar su vuelo matutino;
pero aquel niño hirióle con la honda
y fue a caer el pájaro al camino.

Aleteaba en el pasto. Al descubrirme
se picoteó la herida sobre el pecho.
El ser alado parecía decirme
con su mirada- ¡Mira qué me han hecho

con la cabeza triste sobre el pecho!
¡cruzó en mi sueño el pajarillo herido,
entre las mantas del humilde lecho,
Cuando a la noche habíame dormido.

Nocturno - Por Conrado Nalé Roxlo


El bosque se duerme y sueña,
el río no duerme, canta.
Por entre las sombras verdes
el agua sonora pasa,

dejando en la orilla oscura
manojos de espuma blanca
Llenos los ojos de estrellas,
en el fondo de una barca,

yo voy como una emoción
por la música del agua;
y llevo el río en los labios
y llevo el bosque en el alma.

El Califa Por Joao Ribero



En Bagdad, otro tiempo, Almanzor, el Califa.
un palacio construía de oro. La alcatifa
de jaspe y columnata de pórfido: el frontal
todo de pedrería riquísima, oriental.
Y enfrente de esta joya, en piscina de lujo
cantaba de oro y plata, el agua su reflujo;
pero cerca, ¡oh destino!, del triunfal monumento
una cabaña mezquina había abierta al viento;
cayente, desolada,, miseranda mansión
que habitaba un mendigo enfermo y ochentón.
Esa sucia vivienda por cierto que afeaba
la impresión de la joya monumental. Causaba
verla, dolor y asco. Era desagradable
ver ante tanta gloria, ruindad tan miserable.
Había que destruirla... Al pobre tejedor
le ofrecieron dinero por su casa. Favor
era del potentado no sacarle de ella.
No lo aceptó: Esta casa es para mí tan bella
cual su palacio de oro para Almanzor decía
aquí murió mi padre... y además, ella es mía.
Si la arrasan, con ello nada se ha de invertir,
aquí murió mi padre y aquí me harán morir.
Del viejo la respuesta reflexiona Almanzor...
arrasar esa choza! ¿Qué puede deteneros?
¿Un tejedor? Él debe volando obedeceros.
El Califa sombrío dijo: Obligar no quiero.
La cabaña asquerosa estuvo aquí primero.
Cual ejemplo a mis hijos y al reino que se expande,
quiero dejar un símbolo de mi poder augusto.
Ante el palacio dígase: "Almanzor era grande"
Y ante la choza, agréguese: "Pero fue más, fue justo".

LINYERA. - B. Fernández Moreno.

El cielo está pálido
bajo el sol de fuego.
Cada nube blanca
es un reverbero.

Los trigos maduros,
amarillos, secos,
ondulando en lomas
piérdense a lo lejos.

Contra el horizonte,
verde, casi negro,
un monte se pinta,
oasis en desierto.

Largo es el camino
entre pueblo y pueblo.
Tosca, sal, arena
volando y ardiendo.

Con los pies desnudos,
hambriento y sediento,
el pobre linyera
marcha a pasos lentos.

Pasa un tren sonoro,
un auto violento,
un sulky liviano,
un caballo esbelto,

y el pobre linyera
marcha a pasos lentos.
Ninguno le dice:
- Sube, compañero.

Él no tiene nada
sobre el campo ubérrimo:
ni un mal ternerillo,
ni un grano pequeño.

Sólo tiene leguas
que andar en silencio.

ESTO SUCEDIÓ EN 1806... Por HERMINIA C. BRUMANA


Entre las tropas británicas que, buscando puertos para el comercio del imperio llegaron a Buenos Aires, vino como cabo del ejército, el irlandés Miguel   Skennon. Él, como los demás invasores, presencia la reacción de una población pacífica que, a pesar de su pobreza., no consiente en aceptar nuevos amos.
Como Miguel Skennon, muchos de los soldados invasores debieron adivinar en estos habitantes pacíficos y generosos, altivos y conscientes de sus derechos, las dos virtudes máximas que enaltecen a un pueblo: el coraje y la ternura, lo que motivó que el general inglés Beresford, para que los integrantes de su tropa no simpatizaran demasiado con los vencidos, dictara el bando con aquella amenaza: "Pena de muerte al nativo que se encuentre en compañía de un soldado inglés".
Pero es difícil evitar con bandos lo que la sangre reclama, y he aquí que el cabo Skennon no puede sofocar el sentimiento que esta población le inspira. Para llenar su tiempo, goza caminando por las calles de la ciudad. Y va conociendo las aceras mal enladrilladas, donde los palenques para atar los caballos ponen su nota pintoresca; las carretas de la Plaza de Toros, colmadas de cueros y frutos del país; los portales del Cabildo, repletos de vendedores; las iglesias gratas a su fe... y le gusta cruzarse con los vecinos de mirar honesto y bondadoso.  Lo cierto es que, a menos de un mes de su desembarco, cuando los nativos, deciden arrojar de sus playas al invasor, ocurre que...
Es la llamada "Chacra de Perdriel", donde Pueyrredón sin esperar refuerzos, a la cabeza de un grupo de jinetes embiste a la infantería inglesa, presentando combate. Sucede lo lógico: desbandada total de las fuerzas criollas.
Cuando el general inglés, dueño del campo de batalla, manda avanzar a sus tropas, observa que desde una tapia semiderruída alguien continúa haciendo fuego contra ellos. Beresford ordena rodear el muro, donde su obstinado enemigo sigue resistiéndose hasta agotar sus proyectiles, y encuentra que el absurdo defensor de Buenos Aires es nada menos que su súbdito, el cabo Miguel Skennon, que lucha junto a los criollos.
Al avanzar hacia la ciudad con los trofeos de la victoria, lleva amarrado a la cureña de un cañoncito criollo al cabo Skennon. Las calles por donde cruza, el prisionero le son familiares, y trata de retener en sus pupilas, por última vez, las imágenes de una tierra que él amó porque defendía su libertad. Por última vez... porque nueve días más tarde, Miguel Skennon fue fusilado.
Así pagó con la vida su amor a este suelo, el primer arraigado.
Entre tanto, a Buenos Aires le falta la calle "Miguel Skennon".

(Educadora y destacada prosista Argentina [1901-1954]. Este fragmento pertenece a su libro "A Buenos Aires le falta una calle", Edit. Losada, Buenos Aires, 1953.) Publicado en el libro "Voces de América", Ed. Kapelusz, año 1967