miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA CUESTIÓN - Por Jorge A. Dágata

             Era la media tarde de verano. Del cielo llovían llamaradas de infierno y hacían subir desde el asfalto fantasmas resplandecientes que huían a medida que nos acercábamos. Cada tanto, el humo oscuro del escape de un camión refrescaba un poco el aire y alentaba a alguna cigüeña perezosa a seguir su sospechoso derrotero. La única nube de esa mañana ya había abandonado el campo, disuelta en el azul quemante, sin dejar otro rastro que un hilito blanco que apuntaba al sur su derrota.
            En esa dirección iba nuestro auto, bendito motor, bendita tracción en las cuatro ruedas, bendito aire acondicionado, lleno el baúl de bultos, el asiento trasero atosigado de ropa y el techo con la canoa rebosante de artículos de pesca y enseres de cocina, hacia el primer charco que encontráramos, con un par de árboles donde tender la hamaca paraguaya y armar la carpa.
            Cuatro horas para salir de los semáforos tan sincronizados como siempre, las vueltas obligadas en los cortes por reparaciones y otra, más larga, por una protesta. Los quince días de vacaciones me costaban una discusión áspera con mi jefe, el rojo de la tarjeta y el ruego interminable a mi suegro para que nos cuidara la casa, después de aprovisionarla como para una invernada en el polo.
            ¡Pero ahí estábamos! Allá al frente, toda la inmensa Patagonia para nosotros solos, con sus ríos de cristal, sus blanquedales helados, sus historias y leyendas. ¡Tierra sin tantas pequeñeces, tierra de gigantes! Tres años de casados sin darnos el gusto. Bien valía decirnos, como lo hacíamos riendo, ¡al fin solos!
            El primer suspiro de mi mujer, ni bien tomamos la ruta, fue contundente. El mapa había quedado entre las cosas que descartó para limpiar la gaveta. No importa, mi amor, le dije, antes de que termine este asfalto estaremos retozando como ciervos saltarines en un campo de tréboles de cuatro hojas.
            Me acomodé la visera, con su gesto de acuerdo, y seguí pisando el acelerador.  Los rastrojos dorados, los maizales desfallecientes, parecían exclamar ¡Buenos Aires, Buenos Aires! Poca cosa era la falta del mapa, apenas una excusa para relajar el espíritu al cruzar la frontera imaginaria.  
            Ya empezábamos a preguntarnos si no andaríamos por el inmenso sur, o cuánto nos faltaría recorrer. El segundo suspiro acompañó la inclinación del termo sobre el mate recién renovado. Dos, tres gotas. Casi tan seco como el campo. Tampoco importaba. El primer parador, la próxima estación de servicios y listo. Más fácil, más rápido, más práctico que revolver todo para encontrar el bidón y la cocina portátil.  Le despejé la frente de un mechón rebelde sin perder de vista el camino: el velocímetro se acercaba a doscientos.
            Levanté un poco el pie por un letrero, de los pocos que habíamos visto, que en trazos desprolijos daba acceso a un camino lateral de tierra, hacia un poblado de diez o doce casas dispuestas alrededor de una construcción más amplia. Era lo que el cartel anunciaba: “Pulpería La Fusta”. Allá fuimos. Unos pocos centenares de metros de desvío y problema mate solucionado.
            La típica enramada resguardaba una moto, tres bicicletas y dos matungos que sesteaban resignados, atados a una argolla sujeta a un mojón de piedra. Qué lindo, amorcito, me dijo ella, es como en los tiempos de Hormiga Negra.  Si ya creíamos que en cualquier momento nos saldría al encuentro alguno de aquellos personajes inolvidables: Juan Moreira, los hermanos Barriento o el bravo Fierro volviendo del desierto con la cautiva liberada. El auto quedó al sol por falta de espacio para resguardarlo. Ya vuelvo, anticipé, y entré decidido.
            Todavía deslumbrado por tanta luz, distinguí el mostrador con el dueño inclinado sobre una libreta muy manoseada. Un joven delgado le daba la espalda apoyado en los codos y miraba atento hacia una mesa con seis jugadores inmóviles, uno de ellos blandiendo una carta, a punto de dejarla caer sobre la mesa.
            Un vaho de verano pampa me pegó en las narices, como si resumiera siglos de historia desde los cueros colgados más atrás, las limetas y los vidrios con sus licores misteriosos y unos chacinados incógnitos que colgaban de un gancho, solidarios con los parroquianos en la aparente pasividad de transpirar esa parte infernal de la media tarde de verano.
            El pulpero se acomodó la gorra vasca, me dirigió una mirada fugaz y siguió recorriendo, lápiz en mano, sus complicadas cuentas. Lo saludé haciéndome el paisano, le acerqué el termo con un ¿puede ser? entre dudoso y rogado. ¡Cómo no!, fue su respuesta inmediata, pero es norma de la casa no despachar hasta que la cuestión quede resuelta, ¿comprende? La… cuestión… repetí como un tonto, mientras él seguía repasando sus anotaciones. Con la mirada señaló a la mesa, donde los seis truqueros parecían congelados, mientras “la cuestión” les chorreaba en espesas gotas de sudor amarillento. Es por seguridad, agregó conciliador, ningún trago ni que sea de agua caliente hasta que se calmen los ánimos.
            Y debían estar bastante alterados, porque las tres parejas se miraban sin pestañear. El que esgrimía la última carta sin jugar, el más corpulento de todos, se había tanteado ya varias veces un cuchillo que llevaba envainado a la espalda. El que tenía enfrente, un hombre de mediana edad con camisa y bombachas muy amplias, había plantado una de sus alpargatas sobre la mesa como para asegurar los maíces de los tantos, mientras su compañero de la derecha murmuraba entre dientes …y es como yo digo, nomás, ¿o no? ¿O no? repitió el del facón, esta vez dirigiéndose al pulpero, o tal vez a mí, que estaba entre los dos.
            Alguno que no supe quién fue,  refiriéndose a otro que no nombró pero debió acusar el golpe, opinó entre tanto que  mejor haría alguno en sujetar un poco a su mujer y no andar provocando discusiones al ñudo.
            Ganas no me faltaban de preguntar de una buena vez cuál era la famosa cuestión, pero los que todavía no habían abierto la boca se trenzaron en unos se puede no se puede, quién lo dice y yo me acuerdo de una vez que por ésta le cobraron un punto al Pampa Eleuterio y otras frases por el estilo.
            La última carta jugada era un cuatro de bastos. Me acordé de mi licenciatura en política internacional, después que abandoné un curso avanzado de matemática trascendente, recorrí de una ojeada las otras cartas y deduje veloz cuál era la cuestión que demoraba mi termo de agua caliente. El del facón era pie y esa mano jugaban de punta. Su adversario había deslizado con modestia el cuatro de bastos, y se trataba de establecer científicamente si correspondía o no cantar truco a esa pobre carta.
            El pulpero ya se había adelantado a todos y esperaba el único pedido que estaba dispuesto a atender y no se hizo esperar, de ¡mazo nuevo! De sus manos fue a las del flaco acodado en el mostrador, que lo tomó deliciosamente con dos dedos y lo dejó sobre la mesa.
            ¡Ajá! exclamó uno y los demás acompañaron ajá, ajá, ajá, ajá, ajá. Ajá, dije yo, pensando que sería la fórmula mágica para dilucidar “la cuestión”. Pero no. El mazo tenía un reglamento de truco estampado en la cubierta. Dio toda la vuelta y volvió a manos del flaco, que lo ojeó con aire de entendido y sentenció: ni una palabra, amables señores, queda a criterio de los que participan del juego. Cayate vo, tape roñoso, gruño el gaucho corpulento, si tampoco sabrás leer. ¿Tape yo? ¿Yo, tape? Para que lo sepan, yo desciendo de los pueblos originarios, los dueños de toda esta tierra, yo desciendo del mismísimo Calfucurá, para que lo sepan. El gaucho se tapó las narices con un pañuelo punzó y no le perdonó la agrandada: ¡Y mirá si habrás decendido que ya ni te bañás! El flaco meneó el cuerpo un poco demasiado para la costumbre campera, desentendido de tan poca cosa, y volvió a acodarse en el mostrador, olfateando melancólicamente la ristra de chorizos que tenía cerca. Por algunos rasgos comunes y el trato cariñoso que se daban, se me ocurrió pensar que debían ser padre e hijo.  Mientras, el pulpero cauteloso corría una reja que quién sabe de dónde salió, para quedar separado del resto. El que había depositado la alpargata se descalzó la otra, sin demasiado perjuicio para la atmósfera del lugar, y empezó a aplaudir con ellas no sin enturbiar el aire de un polvo arenoso mezclado con pasto seco, como si hubiera desatado al tan mentado como ausente viento Pampero.
            El de camisa y bombachas amplias me señaló durante un rato con el índice medio curvado, demorándose intencionadamente, y propuso que fuera yo juez de “la cuestión”, por ser forastero probadamente imparcial, aunque en realidad lo resumió diciendo algo así como éste, éste que opine. Otro que hasta el momento no había hablado más que su correspondiente ajá, asintió ostentoso, balanceándose a los lados con los brazos largos pivoteando sobre las manos apoyadas en la mesa. A ver… a ver… Me rodearon los a ver… y las miradas. Yo reclamé con la mía el auxilio del pulpero, que andaba perdido en sus hojas grasientas, sin dejar de acomodarse entre las piernas una escopeta de dos caños que sobresalía del mostrador.
            Comprendí que no tenía escapatoria y que “la cuestión”, aparte de su insignificancia, no debió ser resuelta jamás, ya que definirse acerca de ella carecía de sentido. Si el que cantaba truco a un cuatro en la última jugada, tenía ganada la primera, aún con otro cuatro vencía en ésta, y el rival le respondería un no. Si la primera no era suya, cantaría solamente si tuviera una carta mayor, a no ser que arriesgara el punto mintiendo.
            Mientras pensaba todo esto, vino a mis manos el reglamento. Se los leí en voz alta, para certificar mi capacidad al respecto, por si estuviera en duda. Y, en verdad, no decía una palabra sobre “la cuestión”.
            Es que “la cuestión”, medité en el tiempo infinito que transcurrió mientras la pulpería entera pendía de mi sentencia y mi mujer, a pleno sol, ya me habría sentenciado varias veces, es que “la cuestión” solamente regía si se convenía de antemano. De lo contrario, había que atenerse al reglamento, que ni siquiera la mencionaba y por lo tanto dejaba libre de cantar truco, una vidala o lo que más atinadamente entonara el que estaba en turno, en este caso el gaucho del hijo flaco y el pañuelo punzó.
            Se los expliqué lo mejor que pude y agregué, de mi cosecha, que un hombre de ley no debía cantarlo, porque se rebajaría humillando a un rival ya vencido.
            Unos rezongaron, otros aprobaron. El de las alpargatas volvió a calzárselas, no sin otro aplauso tipo pampero. El pulpero descorrió la reja, como dando por terminada la emergencia, se barajó y circuló otra mano en la mesa.
            Me invitaron con un trago que tenía el color de los sudores compartidos. No pude rehusarlo y juro que debía provenir del mismo sol que requemaba el campo, porque al segundo sorbo creí que mis más entrañables intimidades se prendían fuego.
            ¿Factura A, B o C?, escuché medio mareado y no sé lo que dije. Pagué como si me costara toda la rueda y algo más, pero salí de la pulpería muy seguro de que, aún sin mapa, podíamos andar todavía un buen tramo hasta cruzar el límite de la provincia de Buenos Aires.
           

           
           


La fuente de Antares - Por Ezequiel Feito

Y ella dijo: "Ulalume, Ulalume.
¡Es la tumba de tu perdida Ulalume!"

Edgar Allan Poe
I

Refulge, venerable estrella, con la lejanía de tu gloria
en el casto cielo, en el infatigable espacio
donde sólo la eternidad es permitida.
Refleja tu brillo sobre las aguas del Leteo
para volver a recordar tu sagrado nombre
y el de ese extraño bosque y la oculta fuente
de tu propia carne.

Mírala con tus compasivos ojos y alégrate.
Porque sus mansas aguas dan a beber la misma linfa fresca que bebieron los gigantes
a los tristes de la tierra. A los que sin saciarse beben
tu brillante cuerpo en las aguas del abismo.


II

Nadie nos habló de ella hasta que un ángel
señaló tu radiante luz cuando estábamos dormidos.
Y era el incienso de nuestras sombras el fragante aroma
de un sacrificio casto.

El viento nos llevó a la ribera
de la perdida fuente hecha con tu carne,
y un susurro invadió los enloquecidos rosedales,
los pálidos nenúfares y el severo lirio
que guardaba tus orillas.

Nunca hubo hacia ti, un caminar más leve
mientras danzaban gravemente las estrellas
en tu cuerpo exacto.
Porque los pasos del amor en el amanecer cercano
son tan profundos como tumbas.


III

Por las estrechas sendas del bosque vamos,
callados nuestros pechos,
hacia donde los nenúfares repiten antiguas canciones
y los lirios acechan las sombras
de aquellos que vivir pueden, mas no sin ser amados.

-“Beberemos el agua más pura del sagrado pozo,
cuando dormidos estén los pálidos nenúfares
el severo lirio y las estrellas”-

Y era nuestro mutuo aliento
una sonrisa que se abrió ante la profunda fuente.

  
IV

Me dio a beber su mano
una tristeza que aún no conocía
-“¿Cómo podremos beber esta pureza
y continuar siendo dignos?”
- decía -  y su rostro se hacía más hermoso
a la luz de las estrellas más severas.

Hablábamos de amor junto a la muerte;
porque sólo la muerte hace eterno
el corazón y la distancia.
Hablábamos apasionadamente hasta que nuestra voz era
un susurro capaz de atravesar los pechos
como la hoja de un puñal de lágrimas.

Pero sólo ella descendió a la fuente
para apagar mi sed y mi fatiga por amarla

Antares:
Vivir puedo, mas no sin ser amado.
Sácame ahora el corazón y ponlo junto a ella
para que ardan juntos, para que estallen
en un mismo fuego
e incendien el fragante y oculto bosque;
y que nuestros cuerpos se pudran en sus perfumadas maderas
junto a la fuente,
en un abrazo inevitable, en el abismo
de una sola carne.

¡Que giren con vértigo las estrellas
y surja un lamento del agua corrompida
que quiebre tu fuente, y sus restos
formen estrellas que recuerden nuestro nombre
en la inmensa oscuridad, que es el olvido!

¿No es esta la hora más sagrada?
Porque es el momento de estar juntos para siempre
y hallar la eternidad del ángel.


V

Y tu, Antares, construirás tu fuente.
La recogerás del inmenso espacio

bajo el dulce incienso del amor antiguo.

El hombre del geriátrico - Por Ezequiel Feito

Estábamos junto al mar esa cálida tarde de enero, atiborrándonos de conversaciones ociosas, cuando algún conocido de los dueños de casa, levantando su mano como pidiéndonos silencio, comenzó a decir:

- Voy a contarles algo que quizás valga la pena. Seguramente algunos detalles se me van a escapar. Cosas menores, como la ubicación de la casa o el nombre de las personas. De todas formas esas cuestiones no vienen al caso. Lo cierto es que, hace un tiempo, al igual que en la famosa novela de James, estaba junto al fuego en una obligada ronda de mates, gracias a un aguacero que me había dejado varado casi a media noche en un pequeño pueblo de la provincia. Éramos un grupo de seis o siete personas que de puro aburridas comenzamos a contar historias de aparecidos y otras macanas. Nos entretuvimos así hasta muy cerca de la madrugada y ya estábamos por irnos cuando de repente aquel hombre anónimo disparó el último relato:

“Hace algunos años tuve que dejar a mi suegro en un hogar de ancianos que estaba a tres cuadras de mi casa. Era una ganga, y además podía ir a visitarlo cuando me diera la gana. Iba y charlábamos del tiempo, de los dolores, del reuma, de la comida, de la familia, de los años y de qué sé yo. Lo cierto es que en medio de una de esas conversaciones mi suegro se quedó dormido.
“Al principio pensé en quedarme hasta que se despertara para saludarlo e irme, pero viendo que se me hacía la hora, amagué a levantarme. En eso estaba cuando un hombre se acercó amablemente y me preguntó si necesitaba algo.

“-No, gracias. Dejo que siga durmiendo nomás – le contesté mientras me levantaba-
“Y alzándome, vi cerca de mí a un viejo prolijamente vestido que, si bien podía pasar como un típico abuelo de geriátrico, por alguna razón no me cerraba que estuviera en ese lugar.
“Intercambiando algunas palabras de cortesía, me acompañó a la puerta y nos despedimos. A partir de ese día, cada vez que iba de visita y me sentaba junto a mi suegro, no sé de dónde, pero venía a juntarse con nosotros. Generalmente traía la pava y el mate o un juego de dominó.
“Siempre charlábamos los tres de pavadas pero cuando me levantaba para irme, era fijo que iba conmigo hacia la puerta para sacarme algunas palabras más.
“Con el tiempo fuimos haciéndonos amigos gracias a las confidencias sociales de rigor pasando la visita de mi suegro a un segundo plano. Ya saben cómo es esto: Un saludo, un par de preguntas para luego arrimarlo a la televisión o llevarlo a que tome la leche tranquilo. De esa forma me enteré de que mi nuevo amigo no había llegado como un interno cualquiera, sino que estaba por propia voluntad.
“Eso despertó en mí cierta admiración. Confieso que las primeras veces lo había tratado casi como a un pobre diablo que de puro aburrido pasaba las horas con nosotros, pero a medida que fui conociéndolo, empecé a reunir como en un rompecabezas, su conversación, su voz, su porte casi marcial y ese carácter tan particular que tenía cuando estábamos solos. Aún así, tenía miedo de preguntarle el porqué había adoptado ese modesto retiro.
“ Cierta vez, y gracias a un favor que me habían hecho, le pregunté a una de las empleadas de aquel hogar cómo hacían para que todo estuviera tan limpio y ordenado y los abuelos tan bien atendidos.
“Para mi sorpresa me contestó que cuando todas las visitas se retiraban, él comenzaba a ayudarlas. Se la pasaba lavando pisos, ropa o vajilla;  cocinando o dándole de comer a los que estaban muy enfermos. Muchas veces cambiaba pañales, hacía de sereno y otras cosas más. Le pregunté si era el dueño. Me dijo que no, que no sabía quien era. Sencillamente un día apareció y se quedó a vivir. No recordaba muy bien cuándo, pero cree que fue hace más o menos 30 años.
“A la semana siguiente, por sacar algún tema, hablé de política. Me extrañó mucho que ese hombre que conversaba de tantas cosas no abriera la boca. Al primer silencio de mi monólogo, elegantemente cambió de tema, pero viendo lo evidente de la situación me dijo:

-“Perdonará usted que me niegue a hablar de esto. No sólo no me agrada, sino que tengo verdadero asco por ese tema. Algún día le diré por qué. Por ahora le pido disculpas por cambiar tan abruptamente de conversación”

“Una tarde, mientras estábamos tomando mate junto con mi suegro en el patio interior de la casona, se volvió hacia mí diciéndome:

“-¿Recuerda lo que hablamos hace más de un año?”

“Yo en realidad lo había olvidado, pero de puro curioso por saber en qué iba a parar lo que me quería decir, asentí con la cabeza.

“-¡Me parecía! ¡Cómo no se iba a acordar! Usted estaba hablando de lo que pasó en una época en la que yo era un buen oficial al que el entusiasmo por su carrera y el grupo donde estaba, lo habían llevado a ser alguien importante. Es notable ver con qué facilidad se arraigan en el hombre ciertas ideas de lo que es correcto o incorrecto.
Quiero que sepa que yo fui uno de esos tantos indultados por leyes y amnistías, encubiertas o no, que se fueron sucediendo. Al tiempo, pedí la baja, cambié de pueblo y disfrutaba de una buena renta cuando repentinamente dejé de sentir alegría por cómo estaba viviendo. Comencé a dudar de lo que había hecho y a mirar mi pasado de otra manera. Hubo momentos en que me dieron ganas de entregarme y confesarlo todo. Pero, ¿confesar qué? Toda evidencia era borrada una vez que.....

 “Ese hombre debe haber leído en mi cara el resultado de lo que había dicho. Estoy seguro de que si tenía alma, en ese momento yo era el espejo donde la reflejaba. Mientras mi suegro dormía, fuimos pasándonos el silencio de mate a mate, hasta que después de un buen rato continuó su monólogo con los ojos fijos en un  cuartucho que daba al pasillo y los dedos de las manos como entretejidos.

“-¿Se da cuenta? ¿Qué ganaría la justicia con veinte o treinta años en una cárcel? ¿Haciendo qué? ¡Si eso fuera todo! ¿Cree que así recuperaríamos una sola de aquellas personas?¿Sabe por qué empecé a pensar así? No fue mirando ni oyendo lo que cada sobreviviente decía. Yo eso lo sabía muy bien y mucho más detalladamente que cualquier otra persona. Pero cuando todo terminó, no sé por qué todas las caras que veía me recordaban a alguien: el quiosquero, aquella mujer que una vez subió al colectivo, un muchacho que ocasionalmente encontré en la panadería. Todos tenían exactamente el mismo rostro de los que torturé. Ya no eran los muertos los que me preocupaban, sino la continuación de los muertos en los vivos.
Pasaron los años, y cuando vi la sociedad que formamos, comprendí lo terrible de mi equivocación. Es por eso que estoy acá, tratando de dar vuelta mi vida: antes herí, ahora curo; maté, y ahora hasta el más débil de los ancianos me parece valioso; negué comida, y hoy el sólo arrimar a un abuelo frente a su tazón de leche, me llena de lágrimas. Aún así, mi conciencia no siempre me deja en paz, pero estoy seguro que algún día lo hará.
Por todo eso es que decidí devolverle a la sociedad una muy pequeña parte de lo mucho que le quité. Me quedaré hasta el fin de mi vida ayudando a esta gente.

“Volvió a mirarme. Creo que tenía la cara en blanco o quizás se decepcionó porque no le dije nada. Juro que en aquel momento no llegué a entender todo lo que me dijo. Es más, aún no sé si quería una palabra de condena o de aplauso. Lo cierto es que desde allí en adelante, no se volvió a acercar a nosotros. A veces, cuando no le quedaba otra, saludaba cortésmente como de refilón.
“Cuando mi suegro murió, dejé de ir al hogar. Me mudé y casi olvidé el asunto. Ahora, vaya a saber por que vueltas de la vida, vengo con este relato al mismo tiempo en que comienzo a entenderlo”

Esto, que me contaron hace tiempo, dijo finalmente mientras íbamos preparándonos para abandonar la playa, fue tal como lo digo ahora. Nunca volví a ver a quien me lo contó, ni tampoco tuve el deseo de visitar aquella ciudad para saber si todo lo que dijo era verdad.