domingo, 29 de diciembre de 2013

Una noche de Enero - Por Jorge Dágata

Aunque me cueste, voy a contar lo que vivimos Alicia y yo aquella vez, sólo porque no soporto callarlo por más tiempo. Es como un tumor que llevo adentro. Año tras año se ha ido pudriendo y yo con él: a veces lo siento en la boca del estómago y ando días enteros sin probar comida; otras se me sube a los pulmones, el aire me parece apestado y se me hace imposible respirar; me tortura durante noches enteras y al día siguiente voy a mis cosas tan agotado como si volviera de una guerra.
            Creo que a Alicia le está pasando algo similar, porque al cruzarme con ella la noté lánguida, triste, como si la vida ya le pesara a los cuarenta.
            Fue una noche a mediados de enero, cuando éramos novios y la pasaba a buscar por la quinta de sus padres, que todavía está en pie aunque cambió de dueños. Dábamos una vuelta por el centro, tomábamos un helado, mirábamos vidrieras y si encontrábamos amigos nos quedábamos a charlar bajo los tilos, en un banco de la plaza.
            En aquellos tiempos las calles parecían tranquilas. Casi todos nos conocíamos y se podía andar a cualquier hora y hasta dejar las puertas de la casa sin llave, como costará creerlo ahora.
            Nos preparábamos para el gran festival, el que desde hacía unos años ocupaba tres o cuatro noches de las primeras de febrero. Se iluminaba un espacio del cerro abierto al cielo, una antigua cantera, y desfilaban por su escenario los artistas más renombrados de la época, hasta clarear y más también. La Negra Sosa, bien enraizada en la tierra, los Indios Tacunau, con esa Marcha de San Lorenzo que nos hacía vibrar las cuerdas del corazón, Horacio Guarany, que amanecía de pie sobre una mesa cantándole a un vaso, Larralde, consagrado ahí mismo con su Quimey-Neuquén...   Una multitud llenaba las piedras con sus mantas y el mate infaltable. Desde ese hueco que hacía de caja, la música y el canto resonaban a muchas cuadras de distancia. Sólo los cubrían de vez en cuando los aplausos y aclamaciones con que se premiaba una buena actuación. Hasta recibíamos turistas que se surtían de golosinas en una confitería en cuyo frente habían escrito, en grandes letras, debajo del nombre del pueblo:


                                                ¿Quién no te quiere?
                                                ¡Sólo quien no te conoce..!


            Y así era.
            Habían pasado los festejos de fin de año, Reyes, y se acercaba el otro, el que esperábamos disfrutar plenamente porque el verano, de tan tranquilo, se volvía un poco bastante aburrido.
            Por suerte la tenía a Alicia. Era alegre, tan fresca con sus dieciséis años, con esas ganas de salir a bailar y su facilidad para soltarse cuando encontrábamos la oportunidad de estar solos.
            Allá íbamos, subiendo por la calle lateral al cerro, hacia el tanque de agua que abastecía al pueblo. Era una mole poligonal de cemento, gris, que interrumpía el cerco alto de alambre con que se impedía entrar durante las noches de fiesta. O se intentaba impedir, porque doy fe que muchos traviesos de entonces se avergonzarían hoy de confesar que asistieron más veces de las que pagaron la entrada. Para el resto del año los vecinos abríamos huecos, pero el celo de los organizadores ya los había clausurado con alambres de púas.
            Así que nos quedamos bajo una planta de laurel muy desarrollada que nos ocultaba por completo. Era mejor entre las piedras del cerro, más íntimo, pero no estaba nada mal el colchón de césped abajo y arriba el cielo despejado, el aire tibio sobre la piel. Alicia me transportaba a otro mundo y yo a ella, a un tiempo que no era tiempo y pasaba sin darnos cuenta hasta que ella recordaba que debía volver a su casa.
            Al costado de la calle se abría un zanjón con el piso de tosca dura, por el que solía correr el agua noches y aún días enteros, cuando las bombas sin control seguían funcionando y el tanque desbordaba. Era nuestro balneario de chicos y esa vez el murmullo del torrente agregaba un encanto más al sitio perfecto de nuestro amor.
            Nos disponíamos para salir, pero vimos que un auto con las luces apagadas se detenía cerca del tanque. Nos escondimos detrás del laurel, pensando que era otra pareja detenida por el cerco. Pero no. Era un Falcon oscuro y bajaron de él tres hombres. Uno daba órdenes y los otros dos abrieron el baúl y arrastraron un bulto hasta la escalinata de hierro que conducía a una claraboya cuadrada, cerrada por una chapa, por la que se accedía al interior del tanque. Estábamos tan cerca que nos dimos cuenta de que se trataba de un cuerpo humano. Uno de los hombres lo cargó al hombro, trepó con bastante esfuerzo, descorrió la chapa y lo arrojó al agua. Hicieron lo mismo con otro bulto que sacaron del baúl, mientras el que daba las órdenes se quedó sentado en una piedra enfrente de nosotros y se puso a fumar tranquilamente. El que había subido al segundo muerto, agitado, se paró ante él y le preguntó:
            -¿Qué hacemos con ese, teniente? -mientras señalaba al auto.    Levantó la cabeza, exhaló una bocanada y se sonrió de una manera muy extraña, pasándose la lengua por los labios.
            -Mándenlo adentro, también. ¡Que se refresquen todos estos! –creo que al decirlo señalaba aguas abajo.
            -¿Así nomás, teniente?
            -¿Y qué te parece, pelotudo? ¿Ya te cansaste? –se había levantado, amenazante.
            El que no había intervenido en la conversación fue al auto, abrió la puerta trasera y se colgó al hombro un joven que parecía adormecido. No debía tener más de veinte años. Lo llevó caminando hasta el pie de la escalera. Cuando pasaron a nuestro lado pude sentir que el muchacho respiraba con dificultad y se quejaba débilmente. Tenía la cara amoratada, el torso desnudo y los pantalones ensangrentados.
            El teniente extrajo un arma, lo sostuvo de los pelos mirándolo de frente y le disparó un tiro en el pecho. El que había discutido con él lo subió hasta el agujero y lo arrojó al agua. Los tres volvieron al auto y se alejaron. Unos metros más allá encendieron las luces y desaparecieron.
            Alicia temblaba entre mis brazos. Creo que tenía convulsiones. Bajamos la cuesta a los tropezones y antes de llegar a la esquina tuvimos que detenernos porque comenzó a hacer arcadas y vomitó el helado. No supimos qué decirnos, ni esa noche ni los días que siguieron.
            Todo parecía igual: la gente, los preparativos. Nosotros estábamos cambiados. Nos hablábamos poco; cada uno sabía lo que el otro pensaba, pero no pasábamos de esos diálogos tontos que no llevan a nada:
            -¿Qué te parece?
            -No sé...
            Por primera vez desde que éramos novios dejamos de vernos algunos días, como si nos tuviéramos miedo.
            Lo mío, además de eso, era curiosidad. Daba rodeos para evitar el tanque, lo que me obligaba a caminar unas diez cuadras de más cada noche. Pero no podía eludir un impulso que me atraía a esa abertura siniestra de nuestro secreto. Una tarde me compré una linterna de bolsillo, dejé a Alicia cuando caía el sol y enfilé para el cerro. Debí disimular tan mal que cualquiera que me viera caminar, apretando la linterna en una mano y mirando al suelo, hubiese sospechado que estaba por cometer un crimen.
            Llegué al pie de la escalera y después de mirar varias veces alrededor trepé como lo había hecho otras veces, aunque de día, años atrás. Descubrí el cuadrado negro por el que salía el ruido característico del remolino de agua cuando cargaban las bombas. La luz de la linterna era escasa, pero pude ver claramente los tres cuerpos flotando, hinchados, girando y girando en la prisión de cemento. Dos de ellos estaban de espaldas y el otro, semidesnudo, miraba a la bóveda del techo como si esperara que alguien llegara para cerrarle los ojos. Era el que habían bajado vivo y se me ocurrió que aún lo estaría, aunque era imposible porque ya había pasado una semana. Descendí trastabillando y me alejé corriendo y sin mirar atrás. Perdí la linterna y no recuerdo si alcancé a cerrar la abertura con la chapa.
            Esa fue la primera noche que no pude dormir y muchas más sufrí después, por el resto de mi vida, este insomnio maldito que me arruina los días.
            En el pueblo empezaron a notar algo. El agua salía de las canillas con un gusto raro. Dos semanas después, algunas cañerías se obstruyeron y al destaparlas aparecían pedazos de piel inflada y coágulos. El líquido exhalaba un olor dulzón, pegajoso.
            El diario local se hizo eco de la situación y los encargados de mantener el tanque fueron a ver de qué se trataba. Aunque oficialmente no se dijo nada más sino que se tenía previsto desinfectarlo, corrió la voz de que en el agua corriente nadaban tres cadáveres descompuestos.
            La manera en que el interventor militar solucionó el problema pude conocerla, en parte, gracias a un ordenanza de la municipalidad. Me contó una conversación telefónica de la que él, mientras servía café, sólo podía escuchar una parte:
            -Entienda, mi coronel, que se están pudriendo ahí.
            -...
            -¡Y claro que tendrían que pudrirse todos, carajo! ¿Pero adónde los mandamos? Ya no se puede... Sí, entiendo. Entonces le encargo lo de los buzos tácticos. Yo... Sí, sí... La policía está ahora mismo. ¿Cómo que pasado mañana? ¿No puede ser antes? Ah, entiendo, entiendo, mi coronel...
            La policía cortó la calle y las entradas al cerro. Los buzos llegaron en una camioneta y a plena mañana hicieron su trabajo. La noche anterior habían desagotado el tanque y el zanjón estaba repleto. Esa tarde calurosa fue una fiesta para los chicos del balneario. La profundidad les permitía zambullirse en clavado desde la parte más alta y nadar sin estorbos en el agua renovada aunque el lugar se hubiera poblado más que de costumbre. Hasta que se hizo un curioso silencio y se agolparon todos en un recodo: habían encontrado flotando entre los pastos un pedazo de mano que apenas podía reconocerse, con los huesos asomando entre la piel desgajada por los hongos. El padre de uno de los chicos era policía, así que el patrullero no tardó en llegar. Desalojaron el zanjón y se llevaron el insólito hallazgo en una bolsa de plástico. Como siempre en estos casos, no hubo más información que la que circuló boca a boca.
            Se hizo el festival, pero ese año fue distinto, o por lo menos a mí me lo pareció.
            El despliegue de luces y sonidos era el de siempre. La gente me parecía cambiada. Apática, desentendida del escenario, como si cada uno estuviese concentrado en sí mismo. Los aplausos sonaban más apagados y no llegaban a tapar la música de los parlantes, cada vez más potente y mejor diseñada por los ingenieros de sonido.
            ¿Era yo o eran los demás? Me preguntaba a cada momento qué había cambiado en esas bocas después de tomarse el agua de los muertos, si las sonrisas tenían algo de diabólicas o besarían igual cuando besaran a los vivos, impregnadas como yo las veía de ese gusto dulzón que bien conocíamos aunque no pudiéramos confesarlo. Notaba que las palabras se vaporizaban, inconsistentes, pura apariencia después de conocer la realidad sin aceptarla, pero no podía distinguir si era así o sólo se trataba de mi imaginación.
            Mi relación con Alicia se deterioró rápidamente. Creo que temíamos encontrarnos, porque aunque no dijéramos nada la noche fatídica estaba ahí, entre nosotros, como una muralla que ensombrecía el amor. Poco después decidimos cortar el noviazgo y quedamos como amigos, aunque esa fue sólo una fórmula que en la práctica significó un saludo lejano o un beso frío al cruzarnos.
            No pasaron grandes cosas en todos estos años. Por lo menos, nada que nos distinguiera de otros lugares: una tras otra llegaron las crisis económicas y mientras muchos se encerraban en sus exigencias diarias otros optaron por aparentar lo que ya no eran. Perdimos esas noches de verano con música y canto y hasta me parece que más se fue aguas abajo, aunque no sé, también cambié lo suficiente como para no animarme a juzgarlo.
            Del teniente no supe nada hasta dos años más tarde. Resultó el yerno de un colectivero muy conocido y querido en el pueblo que un día empezó a contar a los pasajeros el drama de su hija, casada con un militar que se envanecía de las hazañas con que se venía ganando un ascenso. Comenzó a hablar de pronto, sin que le preguntaran y muy contra su costumbre, de cómo se habían trastornado sus vidas. El teniente detallaba los operativos en que participaba de madrugada. La destrucción de familias indefensas a las que les secuestraban los hijos y les desvalijaban la casa. Las mujeres embarazadas que hacían desaparecer y la entrega de criaturas recién nacidas a familias de bien, como él remarcaba. Hablaba después de unos vasos de vino, en la mesa del domingo, sin consideración a nada ni a nadie. Una vez, con la cara roja de satisfacción, contó enfervorizado una sesión de tortura. La actuaba como si sus víctimas fueran los demás comensales. Ese mismo domingo su mujer, la hija del colectivero, se descerrajó un tiro en la boca que le destrozó el cerebro. Supongo que el arma sería la misma de aquella noche, junto al tanque. Al viudo, poco después, lo ascendieron.
            Y bueno... No encuentro más que poner, o no se me ocurre cómo. Yo seguí mi vida y Alicia la suya, cada uno tuvo sus hijos, como tantos en el pueblo, que prospera pero no crece.
            No sé por qué al dueño de la confitería se le ocurrió cubrir con pintura la leyenda de la fachada, con la que recibía a los turistas. A veces me sonrío cuando paso y alcanzo a leerla, aunque borrosa, como si quisiera recordarme un tiempo de ingenuidad que no volverá:


                                                ¿Quién no te quiere?

                                                ¡Sólo quien no te conoce..!   

Impromptu a la manera de Stevenson - Por Ezequiel Feito


Mientras que aquel delgado y pálido hombre
corre presuroso tras un negocio casi inalcanzable
que consumiendo va su propia carne.
Mientras que aquella sana mujer
a comprar va con hacendosas manos
sin tiempo para ella misma.
Mientras que esos chiquillos revoltosos
sin ton ni son, por puro movimiento
van tras la golosina del avisado comercio,
y mientras que en una moto o en un auto
un joven alocado corre tras una nada sin donde
para llenar el vacío de su vida con el vacío del vértigo;
yo estoy cómodamente en mi casa
gozando de una serena quietud,
escuchando música amable, o con mi pensamiento
visitando la delicada tierra de la fantasía
tras un mate humeante o una cena bien dispuesta
y gozando así del inmenso placer de sentirme vivo.


La historia del perro González - Por E. Raider


Hace ya algún tiempo que lo había encontrado en un húmedo y terroso rincón del sótano: Estaba prácticamente desintegrado, con su tela completamente podrida y caída en jirones por la tierra; quedando solo un esqueleto de plástico gris y enmohecido, adherido a una caja de engranajes y resortes que en antaño fueron la cuerda mediante la cual se movía, saltaba, corría y hacía piruetas por todos los rincones de la casa.
Tomé con mis manos lo que quedaba de él. Mientras lo alzaba, iba quebrándose de a poco y cayendo al ávido suelo que parecía devorarlo de inmediato. Contemplé los restos de lo que fuera un perro de juguete con el que jugábamos todos los de la casa, y de inmediato subió a mi alma su recuerdo.
No se por que razón lo llamábamos “El perro González”. Quizás porque cuando lo compramos era uno de los cientos que había en la vidriera y por eso decidimos llamarlo con un apellido corriente.
No lo elegimos entre los que estaban, el vendedor sacó uno, lo probó para ver si funcionaba correctamente y envolviéndolo como si se tratase de ponerle pañales, nos lo entregó y lo llevamos a casa.
En un principio, el perro González era nuestra nueva estrella. Iba de un lado para otro sin necesidad de darle demasiada cuerda, ya que lo teníamos en brazos casi todo el tiempo como si fuera un recién nacido. A medida que pasó el tiempo comenzamos a darle cuerda y disfrutar con sus monigotadas. Siempre iba hacia donde queríamos. Aún teníamos la paciencia de dejarlo llegar o esperar hasta que le se agotara la cuerda para dársela nuevamente. A medida que el perro González “iba creciendo” para nosotros, le obligábamos hacer más cosas exigiendo al máximo su cuerda sin importarnos mucho si se rompería o no.
Lo atábamos de una cuerda y dándole cuerda una y mil veces, lo llevábamos de paseo. ¡Pobre perro González! Siempre debía someterse a caprichos y deseos cada vez mas extravagantes. Hacía todo lo que nuestra imaginación quería, independientemente le agradase o no, porque al fin y al cabo sólo era un juguete.
Lo poníamos en las posiciones mas ridículas y dándole cuerda, nos burlábamos de él. Vez tras vez inventábamos cosas nuevas y luego de comprimir el muelle al máximo nos lo lanzábamos unos a otros con cierta crueldad y violencia. Así fue pasando el tiempo y del pobre perro González iban quedando pocas cosas sanas. En muchas partes del cuerpo llevaba las huellas de nuestro trato salvaje a tal punto que en vez de verlo con cierta piedad, lo veíamos con ironía, con sorna y cierto aire de futura prescindencia. A pesar de ello, el pobre seguía haciendo nuestra tiránica voluntad, aún cuando oíamos el chirrido agudo de su caja de engranajes  anunciándonos que un día no muy lejano todo iba a acabar.
Y así fue. Una tarde su mecanismo estalló y el perro González se detuvo en seco para siempre.
Enojados por habernos dejado en la mitad de la diversión, lo pateamos de un lado a otro de la pieza hasta que cansados del juego y del pobre perro González, fuimos a jugar afuera, dejándolo dentro de una caja de madera.

Al otro día, sin que supiésemos cómo, desapareció por completo de la casa. Manos piadosas, conscientes de su inutilidad, lo habían depositado en el sótano donde hoy y por pura casualidad o como una tremenda ironía del destino, la visión de aquellos restos despertó en mi una tardía piedad por el que una vez fuera el “perro González”.

El ave de los dioses - Leyenda oriental


Había una vez una ciudad. Ni muy grande ni muy chica, ni muy linda ni muy fea, ni muy rica ni muy pobre, que adoraba varios dioses, tan simples y poderosos como ellos. Esa ciudad tenía de todo lo que pudiese agradar a sus habitantes de tal modo que, con el pasar del tiempo, los hombres comenzaron a volverse fríos e indiferentes unos con otros. Ya casi nadie se saludaba, los niños jugaban solos y aislados de los demás, los jóvenes se detenían a soñar sus propios sueños, los adultos iban y venían abstraídos en sus propios problemas y los viejos yacían en confortables y cómodas celdas individuales.
Semejante situación llevó a que pronto, casi imperceptiblemente, también fueran olvidándose de su nacionalidad, de su lengua, de sus costumbres y finalmente, de sus dioses.
Fue allí cuando éstos, reunidos en consejo, determinaron destruir a tamaños impíos. La discusión fue acalorada y finalmente se acordó destruirles por agua, de tal modo que pereciesen ahogados todos los habitantes de aquella ciudad. Todos estuvieron de acuerdo, excepto quien con buenas razones (que no son muy diferentes que las que usan las buenas personas) logró que se les diese otra oportunidad. Pidió crear un pájaro para que cuando los demás dioses determinaran destruir la ciudad, su canto les recordase que la lluvia no debía prevalecer.
Así lo acordaron y cuando los demás dioses desataban la tempestad, el ave graznaba y ellos se acordaban de no destruir la ciudad.
Así fue durante años hasta que un día, los habitantes pasaron de la indiferencia al mas profundo de los egoísmos. Pronto se volvieron perversos, violentos y codiciosos, y su tierra estaba llena de maldad e injusticia, entonces alguien que ocasionalmente pasaba bajo la lluvia divisó al cantor divino y, determinado a hacer lo que le venía en gana, le arrojó una piedra de tal modo que le dio de lleno.

El ave cayó fuertemente al suelo y a partir de ese momento las aguas no cesaron de fluir hasta que toda la gente pereció ahogada.