sábado, 31 de enero de 2015

MÉDIUM - Por PÍO BAROJA

        Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
        Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin sueños; al menos, cuando despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco. La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
        Pero mi cerebro no piensa, y sin embargo está en tensión; podría pensar, pero no piensa... Ah, os sonreís, ¿dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
        ¿Es hermosa la infancia, verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson, su padre era inglés y su madre española. Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico, muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
        A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos. La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia.
        La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.
Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un techado ancho con losas que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.
         Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados, y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba. Bajamos del terrado, y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón, estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
         La madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara. . .
        -Hay que estudiar -dijo a modo de conclusión la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.
        Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío al verlas.
        Cuando concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré en la cama 11 orando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...
        Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.
        -¿Qué tienes? -le pregunté, y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró:
         -Ha sido mi hermana. -¡Ah! Ella... -No sabes la fuerza que tiene, rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo. Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
         Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta ... llamaban ...abríamos... nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... llamaban... nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó... y los dos nos miramos estremecidos de terror.
        -Es mi hermana, mi hermana -dijo Román, y convencidos de esto buscamos los dos  amuletos por todas partes y pusimos en su cuarto una herradura, un pentágono, y varias inscripciones triangulares con la palabra Abrakadabra. Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
        Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.
        Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
       Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas. Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.
       Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró la fotografía, y sonrió, sonrió. Esto era lo grave. Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre...
        ¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo ... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací todavía no he despertado

SEGUNDO PASEO AL ACANTILADO ROJO Por SU CHE, literato chino de la dinastía de los Song (siglo XI) , pertenece a los llamados "ocho grandes autores" de la época clásica.

          El día quince del décimo mes salí a pie de mi casa para encaminarme al pabellón Lin-kao. Me acompañaban dos amigos. El rocío se había convertido ya en escarcha y los árboles estaban desnudos. Se percibía en el suelo la sombra de los hombres y, alzando la cabeza, se veía la luna brillante. Mirábamos a nuestro alrededor gozando del paisaje, mientras avanzábamos cantando y llamándonos unos a otros. Por fin dije con un suspiro:
          -Tengo amigos que me acompañan, mas no tenemos vino. Y aun cuando lo tuviésemos, carecemos de viandas para acompañarlo. La luna es blanca, la brisa es suave. ¿Qué haremos en una noche tan bella?
Uno de mis amigos dijo:
          -Hoy, al atardecer, levanté la red y cogí peces de grandes bocas y finas escamas. Parecen percas. ¿Mas dónde hallaremos vino?
Volvimos a la casa para consultar a mi esposa. quien dijo:
          -Tengo un celemín de vino que hace mucho tiempo puse aparte, por si me lo pedías de improviso.
Entonces llevamos el vino y los peces, y fuimos a pasearnos nuevamente bajo el acantilado rojo.
           El río se deslizaba tumultuoso; sus orillas escarpadas ascendían a mil pies de altura. Las montañas eran altas y la luna parecía muy pequeña; el río había bajado, asomaban las rocas de su lecho. Pero, ¿cuántos días y meses habían transcurrido desde que visité por última vez el río y las montañas?
          Recogiéndome la túnica, comencé a trepar la rocosa orilla. Avancé sobre abruptos peñascos, apartando a mi paso los matorrales; me senté sobre piedras con forma de tigres; atravesé montecillos de plantas semejantes a dragones con cuernos. Encaramándome, intenté alcanzar las inestables guaridas de los buitres, posados para pasar la noche; descendiendo, traté de vislumbrar el palacio solitario del dios de las aguas.
Mis dos amigos no pudieron seguirme. Entonces lancé un grito prolongado y penetrante. Las hierbas y los árboles se conmovieron y temblaron; resonó la montaña y el valle devolvió el eco. Levantóse el viento, haciendo ondular el agua. Me asaltó la inquietud, me sentí triste y temeroso. Me estremecí, no atreviéndome a permanecer en la orilla.
        Volví sobre mis pasos, subí a nuestra barca y la dejé seguir el centro de la corriente, para que se detuviese donde ella quisiera.
        Era casi medianoche. Todo estaba silencioso y calmo. Una grulla solitaria, que venía del este, rayó el cielo sobrevolando el río. Sus alas eran anchas como las ruedas de un carro. Blanca por arriba, negra por debajo, lanzaba largos gritos discordantes. Pasó sobre la barca, casi rozándola, y se dirigió al oeste. Poco más tarde se marcharon mis amigos, y en seguida me quedé dormido. Soñé que un monje taoísta, vestido con una ondulante túnica de plumas, pasaba bajo el pabellón. Me saludó y me dijo:
        -¿Ha sido agradable tu paseo al Acantilado Rojo?
Le pregunté cómo se llamaba. Tornó a saludarme, sin responder.
        -¡Ah! -exclamé-. ¡Ahora te reconozco! ¿No eres tú quien sobrevoló anoche mi barca?
        El monje me miró riendo. Tuve miedo y me desperté. Al abrir la puerta miré hacia afuera, pero ya el paisaje era otro.

domingo, 25 de enero de 2015

Lo inacabable Por Alfonsina Storni

No tienes tú la culpa si en tus manos
mi amor se deshojó como una rosa:
Vendrá la primavera y habrá flores...
El tronco seco dará nuevas hojas.

Las lágrimas vertidas se harán perlas
de un collar nuevo; romperá la sombra
un sol precioso que dará a las venas
la savia fresca, loca y bullidora.

Tú seguirás tu ruta; yo la mía
y ambos, libertos, como mariposas
perderemos el polen de las alas
y hallaremos más polen en la flora.

Las palabras se secan como ríos
y los besos se secan como rosas,
pero por cada muerte siete vidas
buscan los labios demandando aurora.

Mas... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera!
¡Y toda primavera que se esboza
es un cadáver más que adquiere vida
y es un capullo más que se deshoja!

Crónica de la columna vertebral Por Joaquín Giannuzzi

Para levantar las pirámides
doscientos mil hombres, a lo largo
de tres generaciones, cargaron y arrastraron
millones de toneladas de piedra.
Dos imágenes de restos óseos
revelan el costo de las obras:
la columna vertebral de los obreros
aparece curvada en dos secciones,
muestra fisuras, bordes corroídos,
luxaciones, agobio eterno.
La de los faraones, sacerdotes y altos
funcionarios, se ven erguidas
y frescas como recién nacidas.
Después de 4.000 años,
vértebra sobre vértebra, crujido a crujido,
el espinazo innumerable
sigue cargando el peso
del sueño y la podredumbre de los señores.

Los mandatos ocultos Por Carlos Mastronardi

Trabajo para un hombre insospechado
oculto en algún siglo venidero.
Sin saber quién lo manda, está llamado
a ser mi realidad y mi heredero.

Mi paso y el de todos los mortales
oigo en una desierta edad futura.
Causando estoy las dichas y los males
que aguardan a una incógnita criatura.

Heredará mi sombra y será suyo
el dulce afán que mueve aquí mi mano,
-más habrá de ignorarlo. Quizá influyo

sobre un sirviente, un juez o un asesino
cuyo puñal esgrimo yo, el arcano.
Esa oscura maraña es el destino.

Los álamos están como soñando Por Enrique Banchs

Los álamos están como soñando,
quietos en la dulzura vespertina;
bajo la rutilancia mortecina
del sol la fronda muda está soñando.

Todo está mudo como siempre cuando
la ilusión de las formas se termina;
y el aire, hecho silencio, disemina
la paz letal de los que están soñando…

¡Otro día que pasa y no la viste!
Ayer tampoco y así siempre. El día
como una hoja seca cae del cielo.

El día pasa y caminante triste
todo se lleva en triste compañía
qué triste compañía es mi consuelo.

La Torre Más Alta Por Baldomero Fernández Moreno

“La torre, madre, más alta
es la torre de aquel pueblo,
la torre de aquella iglesia
hunde su cruz en el cielo.

Dime, madre, ¿hay otra torre
más alta en el mundo entero?”
Esa torre sólo es alta,
hijo mío, en tu recuerdo.

La casa Por Manuel J. Castilla


A María Angélica de la Paz Lezcano
y a Juan Antonio Medel

Ese que va por esa casa muerta
y que en la noche por la galería
recuerda aquella tarde en que llovía
mientras empuja la pesada puerta,

ese que ve por la ventana abierta
llegar en gris como hace mucho el día
y que no ve que su melancolía
hace la casa mucho más desierta,

ese que amanecido, con el vino,
se arrima alucinado al mandarino
y con su corazón lo va tanteando,

ese ya no es, aunque parezca cierto,
es un Manuel Castilla que se ha muerto
y en esa casa está resucitando.

Penumbra Por Baldomero F. Moreno

Nunca podrás ver nada claramente:
todo es zarzal, espinas y maraña.
En vano gastarás toda tu maña
contra el dorado pájaro latente.

Errado el tiro, vuelves bruscamente
el arma hacia otro lado, mas te engaña
la jugada de sol que el árbol baña.
Te vuelves loco y lloras tristemente.

Todo del tonel sale de la vida
tosco, deforme y dando tropezones.
Dejas pasar los años y su herida,

y cuando quieras darte explicaciones
ni te sirvió la espuela ni la brida:
un pétalo fue más que tus razones.

Sin apuro Por Ana María Broglio

Hacia el norte, mi barco siempre al norte,
viento en popa, cruzando la tormenta.
Detrás de la alta estrella que me orienta
sigo pidiendo al cielo pasaporte.

Si hago de cada sueño mi soporte
no es más que suma y resta y en la cuenta,
todo lo que hice ayer hoy me alimenta.
Porque siempre mi barco va hacia el norte

tengo las manos plenas, ya conforme
la proa ha de virar hacia el poniente.
Navegaré del claro hacia el oscuro

dejando atrás este Universo enorme.
Siguiendo como sigo la corriente,
a su debido tiempo y sin apuro.

La calandria Por Luis Franco

Silencio de diamante. En el campo ni un eco.
De pronto la calandria que halla en la luz su alpiste
desciende melodiosa sobre un gajito seco
como buena noticia sobre un corazón triste.

Algo erótico Por Belkys Larcher de Tejeda

"La noche que hoy araña mi piel
tirita / con predisposición apenas contenida
y se sienta/
mariposa lúdica y audaz /
en el vientre tembloroso de mis sábanas.."

sábado, 17 de enero de 2015

El viajero - Por Ezequiel Feito

                         I

Viaje y viajero son una misma cosa.

Cuando el paisaje entra en los ojos del que viaja,
florecen los árboles en su retina,
y los ríos surcan sus entrañas.

Entonces se abre paso entre las nubes y la tierra,
atravesando enormes caminos trazados en la nada.
devorando con su corazón todo el momento.

Viajero y viaje se confunden en una misma cosa
como las aguas, el viento, la tierra y el cielo.


                          II

Me contaron que debajo de aquel árbol
donde la luz es sólo un mal recuerdo
vive un hombre. Un hombre simple.
que se alimenta sólo del agua
de un río
subterráneo.

Cuentan los viejos
que para él no hay amaneceres
ni nadie que turbe su secreto.

Vive allí sin nombre ni palabra
que pueda sacarlo de su encierro.

¿Qué es la primavera o el verano;
el frío o la furia de los vientos
para aquel que en su profunda oscuridad aún no ha muerto?

¡Malditos sean los viejos! ¡Esos viejos
en cuya memoria todo vive y siempre es tiempo!


                         III


- Viajero, ¿qué miras?
- Los cielos.
- ¿Los cielos y sus nubes, o el cielo del alma,
que es más bello?
Y respondió:
- Los cielos.


          IV

Cuando llegue a mi destino me esperarán los cuervos
y un dulce pan horneado, de asfalto y de cemento.
Una mujer que no conozco, un árbol y una calle
que no recuerdo.

Entraré a una casa que no es la mía,
y mi equipaje, entre polvo y suelo,
descansará por fin un largo tiempo.

Me sentaré junto a una mesa sin saciarme nunca
y descansaré de la fatiga de mi viaje.
Y eso, sólo eso, será cierto.


                           V

Llevo varias lunas sobre mi cabeza
y una larga fila de estrellas disonantes
encendiéndose y apagándose al compás de nuestra marcha.
Todo es tan rápido. La noche cuelga
espejos de plata, de plata delgada
y el viento resuena
en nuestra cabeza.

Mientras el cuerpo viaja
tan sólo la noche, la noche serena
nos ve recorrer los caminos sin pausa.


                            VI

Te traeré un trozo de estrella
que le robaré al cielo
al cielo que pasa.
Y tú me darás por él, cuando vuelva
un beso.
Aquél que da sólo
la mujer que ama.

Consejos de Martín Fierro a sus hijos (Fragmentos)- por José Hernández

Un padre que da consejos
Más que padre es un amigo;
Ansi, como tales digo
Que vivan con precaución:
Naides sabe en qué rincón
Se oculta el que es su enemigo.

Yo nunca tuve otra escuela
Que una vida desgraciada;
No estrafien si en la jugada
Alguna vez me equivoco
Pues debe saber muy poco
Aquel que no aprendió nada.

Hay hombres que de su cencia
Tienen la cabeza llena;
Hay sabios de todas menas,
Mas digo, sin ser muy ducho:
Es mejor que aprender mucho
El aprender cosas buenas.

No aprovechan los trabajos
Si no han de enseñarnos nada;
El hombre, de una mirada
Todo ha de verlo al momento:
El primer, conocimiento
Es conocer cuándo enfada.

Su esperanza no la cifren
Nunca en corazón alguno;
En el mayor infortunio
Pongan su confianza en Dios;
Los hombres, sólo en uno,
Con gran precaución, en dos.

Las faltas no tienen límites
Como tienen los terrenos,
Se encuentran en los más
 buenos,
Y es justo que les prevenga:
Aquel que defetos tenga
Disimule los ajenos.
Al que es amigo, jamás
Lo dejen en la estacada;
Pero no le pidan nada
Ni lo aguarden todo de él:
Siempre el amigo más fiel
Es una conduta honrada.

Ni el miedo ni la codicia
Es bueno que a uno lo asalten,
Ansí, no se sobresalten
Por los bienes que perezcan,
Al rico nunca le ofrezcan
Y al pobre jamás le falten.

Bien lo pasa hasta entre pampas
El que respeta a la gente;
El hombre ha de ser prudente
Para librarse de enojos;
Cauteloso entre los flojos,
Moderado entre valientes.

El trabajar es la ley,
Porque es preciso alquirir;
No se espongan a sufrir
Una triste situación:
Sangra mucho el corazón
Del que tiene que pedir.

Debe trabajar el hombre
Para ganarse su pan;
Pues la miseria, en su afán
De perseguir de mil modos,
Llama en la puerta de todos
Y entra en la del haragán.

A ningún hombre amenacen
Porque naides se acobarda,
Poco en conocerlo tarda
Quien amenaza imprudente,
Que hay un peligro presente
Y otro peligro se aguarda.

Nace el hombre con la astucia
Que ha de servirle de guía,
Sin ella sucumbiría,
Pero, sigún mi esperencia,
Se vuelve en unos prudencia
Y en los otros picardía.

Muchas cosas pierde el hombre
Que a veces las vuelve a hallar;
Pero les debo enseñar,
Y es bueno que lo recuerden:
Si la vergüenza se pierde
Jamás se vuelve a encontrar.

Los hermanos sean unidos,
Porque ésa es la ley primera;
Tengan unión verdadera
En cualquier tiempo que sea,
Porque si entre ellos pelean
Los devoran los de ajuera.

Respeten a los ancianos,
El burlarlos no es hazaña;
Si andan entre gente estraña
Deben ser muy precavidos,
Pues por igual es tenido
Quien con malos se acompaña.

El hombre no mate al hombre
Ni pelée por fantasía;
Tiene en la desgracia mía
Un espejo en que mirarse:
Saber el hombre guardarse
Es la gran sabiduría.

Es siempre, en toda ocasión,
El trago el pior enemigo;
Con cariño se los digo, 
Recuérdenló con cuidado: 
Aquel que ofiende embriagado 
Merece doble castigo.

Si se arna algún revolutis
Siempre han de ser los primeros;
No se muestren altaneros 
Aunque la razón les sobre: 
En la barba de los pobres 
Aprienden pa ser barberos.

Si entregan su corazón
A alguna mujer querida, 
No le hagan una partida 
Que la ofienda a la mujer:
Siempre los ha de perder
Una mujer ofendida.

Procuren, si son cantores,
El cantar con sentimiento, 
No tiemplen el estrumento 
Por solo el gusto de hablar, 
Y acostúmbrense a cantar 
En cosas de jundarnento.

Y les doy estos consejos
Que me ha costao alquirirlos,
Porque deseo dirijirlos;
Pero no alcanza mi cencia
Hasta darles la prudencia
Que precisan pa seguirlos.

lunes, 12 de enero de 2015

Domingo de enero Por María Neder

Veo a mi vecino silencioso
caminar detrás de los álamos
al Norte,
sombrero carmín de ala ancha
su cabeza atiende iniciales
verdes del sembrado
y suave el viento al mediodía
cuando arde el sol en Maimará.

Casi un brisa el viento de altura,
el andar entre los surcos
de mi vecino al Norte,
como un duende,
casi imitando al centinela cardón
arriba,
más alto que los colores de la montaña,
más silencioso que la voz del viento,
más cotidiano que el sol y la luna
en Maimará, con las calandrias.



sábado, 10 de enero de 2015

Basura espacial - Por Ana María Broglio

        Artemio Poblete, viajero incansable del espacio aunque, por lo que se sabía, nunca había salido del perímetro del Cottolengo, se preciaba de conocer de punta a punta el Universo.
Cada mañana, pasaba la enfermera para quitar los amasijos de caca que se le pegaban en las nalgas durante la noche y limpiarlo de babas y de olores. Mientras la mujer le ayudaba para que el té con leche no se derramara sobre la colcha de la cama, Artemio le contaba de sus viajes, por fuera de la atmósfera terrestre.
La enfermera había aprendido a escucharlo como quien oye llover y de vez en cuando, para conformarlo, le respondía, como al pasar, con un escaso monosílabo. Atenta a sus tareas le tomaba el pulso, la presión, le acomodaba la almohada y se dirigía al próximo paciente y Artemio, volvía a quedar solo hasta el horario en que regresaban a cambiar sus pañales, a tomarle el pulso y a darle de comer. Mientras tanto, sus pensamientos navegaban por los cuatro rincones de las galaxias, feliz, despreocupado y divertido, como solo los niños pueden hacerlo.
"El loco del espacio" le habían dado en llamar en el hospital.
Cuando murió, encontraron envuelta en una vieja y mugrienta hoja de diario, restos de lo que parecía basura espacial. Después de todo, nadie se enteraba de sus actividades fuera del horario, en que el turno del personal del loquero, pasaba a visitarlo.

sábado, 3 de enero de 2015

La luna con gatillo - De “Los caprichos de Juancito caminador” - Por Raúl González Tuñón

Es preciso que nos entendamos.
Yo hablo de algo seguro,
y de algo posible.

Seguro es que todos coman
y vivan dignamente.
Y es posible saber algún día
muchas cosas que hoy ignoramos.

Entonces, es necesario que esto cambie.

El carpintero ha hecho esta mesa,
verdaderamente perfecta,
donde se inclina la niña dorada
y el celeste padre rezonga.
Un ebanista,
un albañil,
un herrero,
un zapatero,
también saben lo suyo.

El minero baja a la mina,
al fondo de la estrella muerta,
el campesino siembra, y siega,
la estrella ya resucitada.
Todo sería maravilloso
si cada cual viviera dignamente.

Un poema no es una mesa,
ni un pan,
ni un muro,
ni una silla,
ni una bota.
Un poema es un poema,
y ya está todo dicho.

Con un pan,
con una mesa,
con un muro,
con una silla,
no se puede cambiar el mundo.

Con una carabina,
con un libro,
eso es posible.
¿Comprendéis por qué
el poeta y el soldado
pueden ser una misma cosa?

He marchado detrás de los obreros lúcidos
y no me arrepiento.
Ellos saben lo que quieren
y yo quiero lo que ellos quieren:
la Libertad, bien entendida.

El poeta es siempre poeta, pero es bueno que el poeta comprenda,
de una manera alegre y terrible,
cuánto mejor sería para todos
que esto cambiara.

Yo les seguí
y ellos me siguieron.
¡Ahí está la cosa!

Cuando haya que lanzar la pólvora
el hombre lanzará la pólvora.
Cuando haya que lanzar el libro
el hombre lanzará el libro.

De la unión de la pólvora y el libro
puede brotar la rosa más pura.

Digo al pequeño cura
y al ateo de rebotica,
y al ensayista,
al neutral,
al solemne
y al frívolo,
al notario y a la corista,
al buen enterrador,
al silencioso vecino del tercero,
a mi amiga que toca el acordeón:
-Mirad la mosca aplastada
bajo la campana de vidrio.

No quiero ser la mosca aplastada.
Tampoco tengo nada que ver con una mosca.
No quiero ser abeja,
no quiero ser hormiga,
no quiero ser únicamente cigarra,
tampoco tengo nada que ver con el mono.
Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre,
y no quiero ser, no, jamás,
una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.

Ni colmena, ni hormiguero.
No comparéis a los hombres
nada más que con los hombres.

Dadle al hombre todo lo que necesita.
Las pesas para pesar,
las medidas para medir,
el pan ganado altivamente,
la rosa del aire,
el dolor auténtico,
la alegría sin una mancha.

Tengo derecho al vino,
al aceite, al Museo,
a la Enciclopedia Británica,
a un lugar en el ómnibus,
a un parque abandonado,
a un muelle, a una azucena,
a salir, a quedarme,
a bailar sobre la piel del Ultimo Hombre Antiguo,
con mi esqueleto nuevo,
cubierto por una piel nueva,
de hombre flamante.

No puedo cruzarme de brazos
o interrogar ahora al vacío.
Me rodean la indignidad                      
y el desprecio,                                  

me amenazan,
la cárcel y el hambre.
No me dejaré sobornar.

No, no se puede ser libre, enteramente,
ni estrictamente digno ahora,
cuando el chacal está a la puerta,
esperando,
que nuestra carne caiga, podrida.

Subiré al cielo,
le pondré gatillo a la luna
y desde arriba fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto cambie de una vez.

LOS OJOS DEL NIÑO - Por Juan Parrotti

Hace de esto algún tiempo, el doctor Florencio Escardó me dijo: los únicos que no tienen delegados que los defiendan son los niños; todo el mundo se agremia entonces tiene quien los proteja. A los niños, solamente les quedan los adultos de buen corazón, que no son tantos.

Con el discurrir del tiempo, han aparecido muchas organizaciones que, bien o mal, con tendencia a esto último, defienden a los niños, también a las mujeres. Estas últimas han conseguido defensores en profusión: mujeres maltratadas, mujeres desdeñadas, mujeres engañadas, todas son defendidas y los medios de difusión les dedican costosos espacios.
Y eso es justo, nadie tiene derecho a maltratar a nadie, sea su mujer, su hijo o cualquier persona sin parentesco alguno. Para ellos la justicia y la cárcel, si se los encuentra culpables, las disculpas y el sobreseimiento, si son inocentes.
Lo que uno sigue esperando es un poco de igualdad, o mejor aún, que esta justiciera actitud se haga extensiva a los hombres maltratados, por sus jefes, por los empresarios del transporte de pasajeros que lo obligan a soportar largas esperas. ¿Qué derecho, me pregunto como ciudadano, tienen de obstruir la llegada de uno al hogar?
¿Es constitucional hacer eso? No, no lo es. Y cuál es la razón entonces de que se lo haga con irritante frecuencia, frecuencia tan irritante como la impunidad de que gozan?
En el lugar en que trabaja es una tarjeta, en el ómnibus, un pasajero, en la casa de comercio donde entra para comprar algo, es un cliente y así hasta el infinito. Solamente en su casa es un señor; pobre, miserable, vuelve a ser un hombre, vale decir que empieza a recobrar su identidad.
Y esa identidad se muestra en su verdadera plenitud y esplendor; cuando los ojos límpidos y asombrados de su pequeño hijo, lo miran y en esa mirada se mezclan los interrogantes y también la admiración.
Es el momento en que uno empieza a movilizar viejas imágenes que ya estaban integradas a los bellos paisajes de su alma; quizá ha retrocedido cuarenta años o más y se ha visto niño, mirándose a los ojos de su padre, con parecido asombro.
Pero las imágenes se han liberado y ahora corretean pasando fugazmente por las retinas. Y uno sigue siendo un niño, un niño afiebrado y mira para encontrarse con los ojos preocupados de su padre, que, ansioso, espera que la enfermedad ceda, que, como dijo el doctor, no es nada grave y que pronto el niño estará jugando, pero es que ese pronto no llega con la rapidez que él quisiera que lo hiciera, por eso su rostro es todo preocupación.
Las imágenes siguen pasando fugazmente y ahora uno es un adolescente lleno de dudas que necesita tomar coraje para contárselas al padre que escuchará y sonriente, con una palmada en la espalda o una caricia, le hará ver que lo que le ocurre no es tan grave, con palabras suaves y sensatas, primero, sonriendo mientras habla, después, lo irá convenciendo que muchas cosas como esas le ocurrirán en la vida y que lo realmente grave, sería que no le ocurrieran y esa noche, usted recuerda que tuvo un sueño sereno, sin fantasmas, sin preocupaciones.
Todo este recorrido hasta el pasado puede realizar Ud., mientras algunos señores resuelven si Ud. llegará o no a su casa, para encontrarse con la mirada llena de misterio de su hijo, el menor.