sábado, 16 de mayo de 2015

EL SASTRE EN EL CIELO Por los hermanos Grimm

        Un día, en que el tiempo era muy hermoso, Dios Nuestro Señor quiso dar un paseo por los jardines celestiales y se hizo acompañar de todos los apóstoles y los santos, por lo que en el Cielo sólo quedó San Pedro. El Señor le había encomendado que no permitiese entrar a nadie durante su ausencia y, así, Pedro no se movió de la puerta, vigilando.
Al cabo de poco llamaron, y Pedro preguntó quién era y qué quería.
  -Soy un pobre y honrado sastre respondió una vocecita suave que os ruega lo dejéis entrar.
-¡Sí refunfuñó Pedro, honrado como el ladrón que cuelga de la horca! ¡No habrás hecho tú correr los dedos, hurtando el paño a tus clientes! No entrarás en el Cielo; Nuestro Señor me ha prohibido que deje pasar a nadie mientras él esté fuera.
-¡Un poco de compasión! suplicó el sastre. ¡Por un retalito que cae de la mesa! Eso no es robar. Ni merece la pena hablar de esto. Mirad, soy cojo, y con esta caminata me han salido ampollas en los pies. No tengo ánimos para volverme atrás. Dejadme sólo entrar; cuidaré de todas las faenas pesadas: llevar los niños, lavar pañales, limpiar y secar los bancos en que juegan, remendaré sus ropitas…
San Pedro se compadeció del sastre cojo y entreabrió la puerta del Paraíso, lo justito para que su escuálido cuerpo pudiese deslizarse por el resquicio. Luego mandó al hombre que se sentase en un rincón, detrás de la puerta, y se estuviese allí bien quieto y callado, para que el Señor, al volver, no lo viera y se enojara. El sastre obedeció.
Al cabo de poco, San Pedro salió un momento; el sastre se levantó y, aprovechando la oportunidad se dedicó a curiosear por todos los rincones del Cielo.
Llegó, finalmente, a un lugar donde había unas sillas preciosísimas y, en el centro, un trono todo de oro adornado de reluciente pedrería, mucho más alto que las sillas, que tenía delante un escabel también de oro. Era el sillón donde se sienta Nuestro Señor cuando está en casa, y desde el cual puede ver cuanto ocurre en la Tierra. El sastre contempló atónito aquel sillón durante un buen rato, pues le gustaba mucho más que todo lo que había visto.
Al fin, impertinente como era, no pudo dominarse más: se subió al trono y se sentó. Entonces vio todo lo que estaba ocurriendo en la Tierra y, así, pudo observar cómo una vieja muy fea que lavaba en un arroyo, apartaba disimuladamente dos pañuelos.
El sastre, al verlo, se enfureció de tal modo que empuñó el escabel de oro y lo arrojó, cielo a través, contra la vieja ladrona. Pero luego se dio cuenta de que no podría recuperar el escabel, y se bajó con disimulo del trono y volvió a su sitio detrás de la puerta, con el aire de quien nunca ha roto un plato.
Al regresar Nuestro Señor con su séquito celestial, no reparó en el sastre sentado en la portería; pero al querer ocupar su asiento habitual, echó a faltar el escabel. Preguntó a San Pedro dónde lo había metido, mas el santo no le supo responder. Volvióle a preguntar entonces si había permitido entrar a alguien.
-No sé de nadie que haya estado aquí contestó San Pedro, excepto un sastre cojo que está sentado detrás de la puerta.
Nuestro Señor mandó comparecer al sastre, y le preguntó si se había llevado el escabel y qué había hecho con él.
-¡Oh, Señor! respondió el sastre, alborozado. Me he enfadado mucho, porque en la Tierra he visto a una vieja lavandera que robaba dos pañuelos, y le arrojé el escabel a la cabeza.
-¡Gran pícaro! increpólo Nuestro Señor. Si yo juzgase como tú haces, ¿qué sería de ti hace mucho tiempo? No tendría ni sillas, ni bancos, ni trono, ni siquiera atizador del horno, porque todo lo habría arrojado contra los pecadores. Desde este momento no seguirás en el Cielo, sino que te quedarás afuera, en la puerta. ¡Así que, mira adónde vas! Aquí nadie debe castigar sino yo, el Señor.
San Pedro hubo de echar del Cielo al sastre el cual, como tenía rotos los zapatos y los pies llenos de ampollas, empuñando un bastón se dirigió al limbo, donde residen los soldados piadosos y lo pasan lo mejor posible.

El zagalillo Por los hermanos Grimm

          Érase un zagalillo, famoso en muchas leguas a la redonda por sus respuestas atinadas y discretas. Su fama llegó a oídos del Rey el cual, no dando crédito a lo que le contaban del chiquillo, mandó llamarlo a su presencia. Díjole:
-Si eres capaz de responder acertadamente a tres preguntas que voy a hacerte, vivirás conmigo en palacio como si fueras mi propio hijo.
-¿Cuáles son las preguntas? dijo el muchacho.
-En primer lugar dijo el Rey. Dime cuántas gotas de agua hay en el océano.
A lo que respondió el zagal:
-Señor Rey, ordenad que detengan todos los ríos de la tierra, para que no entre en el mar ni una gota de agua más hasta que yo las haya contado, y entonces os diré las que contiene el océano.
He aquí la segunda pregunta prosiguió el Rey:
-¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
-Dadme un pliego grande de papel respondió el pastorcillo. Y trazó en él con una pluma tantos puntitos y tan apretados, que apenas se distinguían unos de otros; era imposible contarlos, y se le nublaba la vista a quien los miraba fijamente.
Luego dijo:
-Hay en el cielo tantas estrellas como puntitos en este papel. ¡Contadlos, y lo sabréis!
Pero nadie fue capaz de hacerlo. Y el Rey continuó:
-Va la tercera pregunta: ¿Cuántos segundos tiene la eternidad?
-En Pomerania contestó el muchacho hay una montaña de diamantes; tiene una legua de alto, otra de ancho y otra de fondo. Desde hace cien años se posa en ella un avecilla y afila en ella su pico.
Pues cuando haya desgastado toda la montaña, habrá transcurrido el primer segundo de la eternidad.
Entonces dijo el Rey: Has contestado a las tres preguntas como un verdadero sabio. En adelante vivirás en mi palacio y te consideraré como a mi propio hijo.

El abuelo y el nieto Por los hermanos Grimm

       Érase un hombre muy viejo; sus ojos se habían enturbiado, estaba sordo y le temblaban las rodillas. Cuando se sentaba a la mesa, como apenas podía sostener la cuchara, derramaba la sopa sobre el mantel y se le caía por la barba.
A su hijo y a la mujer de éste les repugnaba verlo, y acabaron haciendo sentar al abuelo en un rincón detrás de la estufa, donde tomaba su mísera comida en una escudilla de barro. El pobre viejo miraba tristemente la mesa, y los ojos se le humedecían.
Un día, sus manos temblorosas, incapaces de sostener la escudilla, la dejaron caer al suelo y se rompió. Riñóle la nuera, pero él se limitó a suspirar, sin contestar una palabra. Entonces la mujer le compró, por unos céntimos, una escudilla de madera, y desde entonces se sirvió la comida en ella.
Estando una vez sentados a la mesa, observaron que el nietecito, que era un niño de cuatro años, se entretenía reuniendo y acoplando trocitos de madera.
-¿Qué haces? le preguntó el padre.
-Hago un cuenco de madera respondió el pequeño para dar de comer a papá y a mamá cuando yo sea mayor.
Marido y mujer se miraron un momento sin decir nada y, echándose a llorar, restituyeron al abuelo en su puesto a la mesa. Y en lo sucesivo lo hicieron siempre comer con ellos, sin refunfuñar cuando vertía
algo del plato.

La zorra y el gato Por los hermanos Grimm

        Ocurrió una vez que el gato se encontró en un bosque con la señora zorra, y pensando: «Es lista, experimentada y muy considerada en el mundo», dirigiósele amablemente en estos términos:
-Buenos días, mi estimada señora zorra. ¿Qué tal está su señoría? ¿Cómo le va en estos tiempos difíciles?
La zorra, henchida de orgullo, miró al gato despectivamente de pies a cabeza, y estuvo un buen rato meditando si valía la pena contestarle; pero, al fin, dijo:
-¡Oh!, mísero lamebigotes, necio abigarrado, muerto de hambre, cazarratones, ¿qué te ha pasado por la cabeza? ¿Cómo te atreves a preguntarme si lo paso bien o mal? ¿Qué has aprendido tú, vamos a ver? ¿Cuántas artes conoces?
-No conozco más que una respondió el gato modestamente.
-¿Y cuál es esta arte tuya? inquirió la zorra.
-Cuando los perros me persiguen, sé subirme de un brinco a un árbol y, de este modo, me salvo de ellos.
-¿Y es eso todo lo que sabes? dijo la zorra. Pues yo domino más de cien tretas, y aún me queda un saco lleno de ellas. Me das lástima; vente conmigo y te enseñaré la manera de escapar de los perros.
En aquel momento se presentó un cazador con cuatro lebreles. El gato, veloz, saltó a un árbol y sentóse en la copa, bien oculto por las ramas y el follaje.
-¡Abrid el saco, señora zorra, abrid el saco! gritó desde arriba; pero los canes habían hecho ya presa en la zorra y no la soltaban.
-¡Ay!, señora zorra prosiguió el gato, con vuestras cien tretas os han cogido. ¡Si hubieseis sabido trepar como yo, habríais salvado la vida!