sábado, 27 de febrero de 2016

Cuento para un príncipe (o princesa) Por Ezequiel Feito

Para Delicia, mi esposa, a quien le gustaban este tipo de cuentos

Había una vez...
Había una vez...
... me parece que este cuento
muchas veces lo conté...

            Hay tantos cuentos de princesas y príncipes que no sé cuál elegir para ustedes: Con hadas, sin hadas; altas, petisas;  rubias de ojos azules y de las otras; de cabellos largos y piel como las rosas; con castillos de chiquicientas torres o mas o menos; en fin, como me tengo que decidir por alguno, les voy a contar uno que sucedió hace muy poco en un lugar no muy lejos de donde ustedes están leyendo o escuchando este cuento.
Había una vez una princesa que no era ni linda un fea pero era muy simpática y sabía bien lo que quería en la vida. Además, sus padres la amaban muchísimo; tanto es así que no le regalaban ni joyas ni vestidos caros ni celulares, ni ninguna de esas pavadas, sino libros, y la dejaban pasear por todo el bosque y jugar con quien ella se le diera la gana, porque en vez de hada madrina o magos y magas, gnomos, trolls o elfos, tenía muchos amigos como ella.
Cuando creció, el rey y la reina fueron a su cuarto. Palabra va, palabra viene, en medio de unos riquísimos mates le dijeron que ya era tiempo que eligiera un novio y se casara. El rey estaba cansado de ser rey y quería, con la reina, volver a ser una persona común y corriente, viajar de cuando en cuando, tomarse unas largas vacaciones y ser abuelo de una vez por todas.
La princesa los escuchó y no le pareció nada mala la idea, así que lo único que puso como condición es que le permitieran elegir a ella quién iba a ser su futuro marido. “Al fin y al cabo, yo soy la que me lo voy a tener que aguantar” –les dijo-.
Los padres, como confiaban mucho en su princesita, le dijeron: “Elegí como más te guste” y dándole un beso, se fueron.
Deliana (como se llamaba nuestra princesa) puso un aviso en los diarios de todo el reino y por las dudas también en los de sus vecinos. El aviso, además de una foto de ella, decía más o menos así: “Princesa de un reino muy lindo busca un príncipe que sea bueno para casarse. Nota importante: No hay dragones ni ogros ni gigantes de dos o tres cabezas, tampoco hay brujas ni sirenas que canten. Los espero dentro de una semana en el castillo del rey: avenida tal, a tres cuadras de la estación de servicio”
A la semana se presentaron como mil caballeros en el castillo de los padres de Deliana. Todos estaban vestidos de rigurosa armadura, algunas más relucientes y aceitadas que otras, cabalgando en hermosos caballos adornados con toda clase de insignias.
-Estos locos me van a estropear el jardín y el pasto – dijo la reina- ¿Por qué no se vendrán vestidos con remera y zapatillas como lo hace la gente normal?
-Será un poco difícil elegir entre tanta lata de sardina –le dijo el rey a Deliana.
-Lo veremos –le contestó a su padre como si no tuviera miedo de toda aquella chatarra cabalgante.
Una vez ubicados en el parque, comenzaron a entrar de a uno a la vez. El primero era un tal Sir Nosecuanto, quien sin sacarse la armadura ni levantarse la visera del casco, colocó una rodilla en el suelo y le dijo a la princesa:
-Despide a todos los demás. Yo soy el único hombre indicado para ser tu esposo: Tengo un reino enorme con un gran ejército; treinta magos y veinte astrólogos a mi servicio, todo el oro que desees y además soy muy valiente pues he matado ya quince ogros y diecisiete dragones.
-Vaya, vaya –le contestó la princesa- Y dígame Sir Nosecuanto, ¿sabe usted cambiar el pañal de un bebé?
La pregunta de Deliana debió haber desconcertado mucho al caballero, el cual repitió nuevamente todo lo que había dicho antes sin olvidarse ni siquiera de una coma.
-¡El que sigue! –ordenó la princesa, mientras el príncipe iba retirándose a medida que recitaba “Tengo un reino enorme ...treinta magos y veinte astrólogos... además soy muy valiente...”
Al siguiente candidato no le fue mejor: desplegó ante la princesa una alfombra donde volcó todas las monedas de oro que contenía un enorme cofre llevado, por supuesto, por seis esclavos.
-Y, ¿qué le parece princesa? –le dijo con un gesto bastante sobrador.
Deliana miró las monedas que parecían relucientes como estrellas y le dijo:
-Dígame, ¿de dónde sacó todo esta fortuna?
-De los impuestos que pagan mis súbditos, claro, y ¡ay del que no pague!... ¡Le corto las orejas, le corto!
-¿Y usted cree que una princesa como yo va a tomar una sola de estas monedas sabiendo que usted las juntó haciéndole pasar hambre y miseria a todo su pueblo? ¡Acá no queremos personas como usted! ¡Que pase el que sigue!
-¿Lo qué?
-¡Dije que pase el que sigue!
El tercer enlatado corrió hacia donde estaban los reyes y la princesa, pero antes de que pudiera abrir la boca Deliana le dijo:
-Dígame señor caballero o príncipe, ¿sería tan amable de lavar los platos que están en la cocina?
-¿Eh? – dijo el asombrado príncipe- Pero yo quería decirle que la amo y que...
-Ah, mejor que mejor. Lo tomaré muy en cuenta, pero por favor, láveme los platos que están en la cocina. Tenemos una persona que hace eso, pero en este momento está de vacaciones y alguien tiene que hacerlo, ¿no le parece?
-Pues... si... claro, estoy de acuerdo... Pero con esta armadura, yo....
-Por eso no se preocupe. Mis guardias tendrán la amabilidad de ayudarle a sacársela.
La princesa hizo un gesto y de repente aparecieron cuatro fornidos guardias que “desarmaduraron” al príncipe, quien quedó delante de la princesa, vestido con una camisa a cuadros, pantalón y alpargatas no muy de marca que digamos.
-Así está mejor –dijo ella- Aunque me parece que llevás una ropa demasiado barata para la armadura que tenías.
-La armadura la alquilé –dijo el príncipe poniéndose coloradísimo de vergüenza- No soy pobre pero tampoco tengo dinero suficiente para tener armadura propia.
La princesa lo miró detenidamente y de inmediato hizo que se acercara la cocinera del palacio.
-Este buen príncipe ha tenido la gentileza de ayudar con el lavado de los platos. Acompáñalo a la pileta de la cocina y dile donde está la esponja, el detergente y los repasadores.
El joven siguió mansamente a la cocinera  mientras Deliana volvió a decir: “¡El que sigue!”
Ante ella, con caballo y todo, se presentó un hombre con una armadura que parecía hecha de acero inoxidable. Detuvo su caballo frente al trono y sacando su espada dijo:
-¡Aquí estoy, amada princesa, junto con mi infaltable y nunca vencida espada para matar a todos los dragones, serpientes, dinosaurios, chivos o leones que quedan, o para luchar con todos los gigantes de tu reino y así poder conquistar tu amor, tu adoración, tu veneración, tu...
Deliana lo interrumpió bruscamente y como siguiendo la conversación dijo:
-¿Tú qué sabes hacer?
-Pues matar todo tipo de bestias y hombres; conquistar reinos, mares, islas... en fin, soy un hombre muy valiente y no tengo miedo a nada... ¡Ni a los suegros!
-¿Sabes cocinar?
-¡Eso es tarea de mujeres o de sirvientas! Mira, mi espada sola pesa 40 kilos...
-O sea, no servís ni para hacer un huevo frito...
-Y, no. Eso lo tienen que hacer los otros. ¡Por algo uno es príncipe, che!... Además, mi caballo....
¡Que pase el que sigue! –gritó la princesa sin siquiera saludar al caballero.
En eso vuelve la cocinera con el lavaplatoso príncipe y, dirigiéndose hacia la princesa, le dice un par de cosas al oído para luego quedarse muy quietecita a su lado.
-¡Perfecto! –dijo para sí.
-¿Sabés hacer tortas fritas?
-Si, mi princesa, pero no veo a que viene tanto pedido... ¿Dónde está mi armadura?
-Quedate tranquilo. Mis guardias la pusieron en una piecita. Bueno, a ver... cuatro o cinco por cada uno de nosotros y... además... Eehhhh, traete tres docenas de tortas fritas.
-Pero princesa, ¿y la cocinera?
-¡Ella no tiene ni idea de cómo se hacen!
-¡Qué remedio! –dijo suspirando el príncipe.
Y acompañando nuevamente a la cocinera, bajó la cabeza y la volvió a seguir a la cocina.
Mientras desaparecían de la sala entró otro caballero junto a un enorme séquito de cortesanos vestidos de lujo. La mitad lo escoltaban por la derecha y la otra por la izquierda.
El caballero se detuvo mientras que sus acompañantes, con la cabeza erguida y rígidos como estatuas, miraban sin pestañear al que estaba enfrente.
Padre, madre e hija se miraron, sorprendidos ante tanto despliegue de pavada.
-Princesa. Como ve usted, vengo a pedirle que sea mi esposa. Esto que usted ve, es sólo una pequeña muestra de lo que hay en mi reino. Le puedo jurar que si yo lo desease, podría hacerlos venir a todos, de rodillas y sin chistar.
-¿Vendrían por su propia voluntad? –preguntó Deliana.
-Por supuesto que no. Ellos no la tienen. Vienen por la mía y punto. ¡El que manda, manda!
-O sea que usted les ordena cuándo deben hacer una cosa y cuando otra; cuando deben ser felices y cuando no...
-¡Exacto!
-¿Y vos te crees que me voy a casar con alguien que después va a decirme lo que tengo o no que hacer? Pero, ¿qué te pasa? ¿Me viste cara de estúpida? ¡El que sigue!
Y así pasaron otros dos o tres más o menos iguales o peores que los anteriores. “¡El que sigue! ¡El que sigue!” iba diciendo la princesa, harta de escuchar tantas gansadas, cuando de repente se presentó el príncipe Felipe con una fuente repleta de tortas fritas.
La princesa se acercó a él y tomando la bandeja le habló así:
-Veo que cocinás bien. Están impecables, como a mí me gustan. Te voy a pedir un último favor antes de dejarte libre. Supongo que sabrás cebar mate.
-Y... si... pero, ¿qué tiene que ver con todo esto? Aún no he podido decirle nada.
-Todo a su tiempo, pero vos sabés que el mate y las tortas fritas son inseparables. Andá, prepará el mate y traelo junto con la pava más grande que encuentres en la cocina. Es lo último que te pido. Después agarrás tu armadura y te vas.
-Si es así... ya veo... Bueno...
No pasaron más que otros dos o tres aburridísimos y ensardinados príncipes, tan iguales a los que se leen en los libros de cuentos o en las películas y tan tontos como ellos, cuando llegó Felipe junto a la cocinera trayendo una pava de ésas que se usan en la cocina para cebarle a todo un regimiento y un mate de calabaza “con yuyitos”, como le gustaba a la princesa, según le había dicho la cocinera.
Entonces Deliana le dijo a los guardias que les dijeran a los príncipes, a sus caballos y a las otras yerbas que quedaban por ahí, que se fueran nomás y que si los necesitaba los volvería a llamar.
Luego trajo una mesita y la puso en medio de todos, cocinera incluida. Colocó servilletas de papel para las tortas fritas y por último le dijo a su padre:
-Papá, ¿podrías levantarte y dejarlo sentarse a Felipe para que se ponga a cebar?
-Por supuesto hija –dijo sonriéndole el rey .
Felipe se sentó donde estaba el padre de Deliana, y el rey, trayendo dos sillas más, se colocó junto a la reina para disfrutar de las tortas fritas y los mates que cebaba Felipe.
Iban por la décima ronda cuando medio tímidamente el príncipe, sin dejar de enviar, recibir, llenar y nuevamente enviar mates la miró a Deliana y le dijo:
-Pero princesa, yo sólo quería decirte que ...
-¿Si, mi rey? ¿Qué querías decirme? ah, claro, la boda. Bueno, algo sencillo. Nada de embajadores ni monarcas de ésos que vienen a comer de arriba. En vez de fiestas, vestidos e interminables preparativos, salgamos un tiempo a caminar por el bosque para conocernos más, porque ya somos novios, ¿no?
-¡Querido yerno! – exclamó entusiasmadísimo el rey.
-¡Hijo mío! – dijo emocionada la reina.
-¡Lo felicito, mi señor! - dijo alegre la cocinera.
-¡Churrrruuuupppp! – se le oyó decir a la princesa mientras terminaba el mate y que quería decir todo eso y mucho más.
Cuando terminó lo miró como sólo una princesa puede mirar a un príncipe: con los ojos. Pero esta vez le habló con la amabilidad  de los que se aman:
-Bueno Felipe , volvé a tu reino cuando quieras. Eso sí, tomá todo lo que necesitás y regresá lo más pronto posible. Te quiero mucho, ¿sabés? Vos fuiste el único que demostraste que me querías.
No voy a describir todo lo que pasó antes, durante y después de la boda.
Hoy Deliana y Felipe son mucho más felices que antes; quizás sea por eso que su reino es temido por todas las demás superpotencias con o sin corona.
La cocinera sigue cocinando todavía, interrumpida algunas veces por Felipe que se pone a preparar las tortas fritas y los mates para Deliana, mientras que los abuelos, chochos,  corren a jugar con sus nietos por el parque.
Eso si, en todo el reino no van a encontrar una sola armadura; ni siquiera la de Felipe, que aún debe estar en ese cuartito (vaya a saber dónde queda)  donde la dejaron para siempre los soldados de la princesa.


sábado, 20 de febrero de 2016

Escuela Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez” - Concurso literario “Contate un Cuento VIII” Mención de Honor de la Categoría D: Camila Wanda Landeyro - Lobería

El silencio

       En el norte del país, en donde predominan las llamas  y en donde la tierra es de color rojiza, las historias abundan como las estrellas del cielo y como los granos de arena en el mar. Siempre hay algún anciano que se encuentran presto a contarlas, ya sea en los bancos de plaza, al lado de un fogón o simplemente en el patio, e invitan a todos aquellos que quieran escuchar historias de viejos brujos, de indios heroicos, de niños traviesos y de viejas curanderas que hechizan a los enamorados, que ayudan a los héroes aterrados o que hieren con gualichos a los bandidos.
En un pequeño pueblo de Salta, en Orán, debajo de la sombra de un enorme sauce, yacía un viejo, un poco arrugado por los años y marcado por los vientos de la vida. Con su mirada penetrante en el horizonte, trataba de recordar aquellas historias que su abuelo le había contado cuando él, apenas era un muchachito, flaco como un escuerzo, pero valiente como un puma, libre como un águila y torpe como cachorro recién nacido. Así era él de chico, ¿Cómo todos no? Orejudo, peludo, dientudo y “negro”, como todos les decían, “el negrito”, así lo apodaba su madre y le gritaba desde la cocina cuando ella cocinaba las tradicionales empanadas salteñas en aquellos hornos de barro.
Según cuenta la memoria de este viejo, cuando los caminos no habían sentido la pisada de las botas del hombre blanco, los indios reunidos en fogatas nocturnas charlaban de la diosa Kun. Elevaban sus cantos y rezos a ella, para que no abandonara el sauce sagrado, el lugar donde ella residía.
Kun, era la diosa del habla, era tan alta que su cabeza se chocaba con la luna de vez en cuando, y esto era algo que la hacía enojar tanto que lloraba produciendo así  la lluvia. Su piel era del color del agua, su mirada era profunda y triste, sus pisadas dejaban charcos de agua más que huellas en el suelo. Raras veces ella venía a la Tierra, ya que su hogar como dijimos eran las copas de los árboles, donde  se sentaba y miraba la vida diaria de las personas, protegiendo a las palabras, para que éstas nunca se olvidaran, nunca se extinguiesen. Su función era muy importante, porque   a cada recién nacido le otorgaba la fustun riu que significa “la acción de hablar”.
Todos en el pueblo hablaban, cantaban y gritaban como personas felices y agradecidas a la vida. Las enfermedades no existían, los viejos cojos y las viejas ciegas eran una especie desconocida.
La diosa Kun, día y noche estaba sentada en la copa del mismo árbol.
-¿Por qué no puede bajar un ratito a cantar y a bailar con nosotros? preguntaban los niños cada vez que la veían.
Siempre algún adulto que estaba por allí les recordaba que alrededor del pueblo merodeaba Jafur, un ser vestido de negro, que con su lanza acechaba a los pueblos haciendo estragos, causando llantos, heridas de corazón y más que nada provocando el silencio. Él era el dios del zagil y de la niutum fer (es decir del silencio y de la muerte) Por eso era tan importante que no bajara del árbol la diosa, y que estuviese tan atenta como un águila que cuida a sus crías.
Cuando ella sentía que Jafur andaba muy cerca de los límites del pueblo, como si fuese una manta extendida en una cama, así ella colocaba su cuerpo por encima de  todos los habitantes, haciendo que se formaran arcos de colores en el cielo, por el efecto del sol  sobre su cuerpo de agua. Así ella protegía la vida de cada uno de los habitantes del lugar contra Jafur, el cual, no se animaba a enfrentarla porque su poder  era superior al de él, algo que alimentaba más el odio de este, haciendo que pasara largas horas pensando en cómo él podría derrotarla.
Cierto día mientras ella estaba sentada en su morada, pasó un joven que despertó el interés de la diosa. Este muchacho era Kimpú, un indio valiente y luchador, de espaldas anchas y fuertes, con una gran melena de color negra como la noche y con una mirada profunda, como la de un lobo furioso. La diosa jamás había visto a un hombre como este, que más que un hombre parecía un dios.
Ella continuó mirándolo por varios días, por varias noches, y por varias tardes. Aunque ella sabía que era incorrecto bajar del árbol, ella bajó, pensando que Jafur no andaba cerca de los límites. Cuando descendió a la tierra cobró la forma humana, nadie sabía quién era, nadie la había visto jamás en el pueblo, por lo que las viejas se preguntaban quién sería esa joven tan hermosa que acechaba por el lugar.
-Mi nombres es Waniní, vengo de un pueblo un poco lejano, buscando un lugar a donde quedarme para vivir porque han matado a mi familia en una guerra.- respondía ella a las preguntas que le hacían.
Las viejas susurraban y decían:
-Pobrecita ella, tan joven y linda pero tan huerfanita.
La diosa solo quería verlo a él, pero no lo podía encontrar, por lo que caminó y caminó pero no lo halló. Entonces decidió sentarse en el pasto para ver a los niños como corrían y disfrutaban de los juegos. Pero era tanto el cansancio y tan largos sus bostezos que terminó durmiéndose, quedando indefensa.
-¿Estás bien? -La despertó una voz algo áspera.
Después de un largo y reconfortante bostezo dijo que sí, que estaba bien. Cuando supo de quien era esa voz, su corazón comenzó a palpitar tan fuerte como el trote de un caballo, parecía que iba  a explotar… porque… era él.
Él le acercó a ella un recipiente con agua fresca para que se refrescara, porque hacía mucho calor. Cuando bebió el agua, comenzó a sentirse mal, a perder el equilibrio. En realidad el joven, era Jafur su cruel  y astuto enemigo, y el agua era veneno. Jafur tras largas horas observándola supo que la forma más fácil de poder atacarla era entrampando a su corazón, el cual deseaba encontrar un amor… Amor que la embaucó  y engañó.
El pueblo y las viejitas lloraban amargamente
-Era tan joven y tan huerfanita decían entre sollozos las viejitas y curanderas.
Nunca nadie supo quién era ella, pero las pruebas evidenciaban que la muerte de esa joven tenía algo que ver con la diosa. Porque el pueblo desde ese momento comenzó a ser custodiado por Jafur, por el silencio, por las muertes y por las enfermedades. Los niños se convirtieron en viejos cojos, y las niñas en viejas ciegas.

Escuela Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez” - Concurso literario “Contate un Cuento VIII” Mención de Honor de la Categoría C: Gladys Aguilar Balcarce

         Noah


     Noah y  Laira habían sido amigos desde que su mente les permitía recordar. Se conocieron un día antes de comenzar el jardín, a sus cortos 3 años de edad, cuando ambos acompañaban a sus respectivas madres a realizar las compras diarias.  Noah era un pequeño niño rubio de ojos verdes, bastante amigable y risueño, acompañó a su madre al mercado y mientras ella buscaba lo necesario para el hogar, él se dirigió al sector de los juguetes para elegir el regalo que iba a pedir para  el próximo día del niño, para el cual faltaban unos cuantos meses aún. Al acercarse a la góndola correspondiente, pudo observar a una adorable niña de cabello castaño claro, y unos adorables ojos grises, que iba caminando de la mano  de su madre, una señora perteneciente a una de las clases sociales más altas de la ciudad.  Cuando Noah se decidió a saludar a la pequeña, observó que ella se estaba por retirar del lugar  y le llamó la atención una mochila de Bob Esponja que aparentemente, acababa de comprar.
Al día siguiente, había llegado el momento de comenzar el jardín, su madre le puso  su guardapolvo nuevo y lo llevó en su auto para que llegara  temprano el primer día.  Noah vio claramente que la niña que había estado observando el día anterior estaba allí, ingresando al establecimiento de la mano de su mamá, con la mochila de  Bob Esponja. Se despidió de su madre, bajó contento del auto, y corrió a intentar establecer su primera amistad con la dulce pequeña que tanto había observado
A partir de ese día  Laira y Noah cultivaron una gran amistad,  se conocían perfectamente, se contaban todo, y confiaban ciegamente el uno en el otro. Pronto se convirtieron en  dos adolescentes  en busca de su futuro .Noah estaba perdidamente enamorado  de Laira desde aquel día en que la vio con la mochila de Bob Esponja, y ella, había leído que a los 16 años todos conocíamos al hombre con el que pasaríamos el resto de nuestras vidas, asique estaba decidida a encontrarlo, aunque dejara de lado su amistad con Noah, quien no se atrevía a confesarle su amor.
Laira iba a fiestas todos los fines de semana, sola o con Noah, pero siempre se iba con algún chico que le gustara porque no iba a perder la oportunidad de encontrar al dichoso “hombre de su vida”, Noah quedaba solo en los boliches, y al verla partir se sentía deprimido y triste, pero pronto recuperaba su alegría viendo la sonrisa en el rostro de su amiga, estaba convencido de que ella nunca iba a ser para él, porque una de sus más conocidas creencias, era que los mejores amigos no servían para ser novios porque se conocían demasiado.
  Pasadas unas semanas, Laira había encontrado  a su “hombre ideal”, dejó completamente de lado a Noah para que su nuevo novio no se pusiera celoso. Noah entró en una gran depresión al ver que su amada amiga no quería saber nada con él, estaba triste,  faltaba seguido al colegio y bajó sus calificaciones notablemente.  Sin embargo, la relación de Laira duró solo dos meses,  porque resultó que el exnovio, encontró a su “mujer ideal” en su prima, el mismo día en que ella lo llevó a su casa para presentarlo a sus padres. Al sentirse sola y traicionada,  la joven, corrió desesperada a buscar consuelo con en su amigo incondicional,  quien la recibió dispuesto a ayudarla y retomar su amistad de tantos años.
Laira no se rendía, pasado unos días encontró a su segundo “hombre ideal” y volvió a abandonar a Noah, quien se sintió nuevamente muy decepcionado
 La mala suerte de Laira en el amor se vio cuando a las dos semanas de relación, su nuevo novio decidió cortar con ella, y por supuesto nuevamente volvió a los brazos de Noah, salvo que esta vez, él le dijo que  no podía  ser su amiga cada vez que los novios la dejaran y después irse y dejarlo solo como si no fuese nadie en su vida. No podía permitir eso porque sufría mucho con esa situación, Laira  le prometió una y mil veces que nunca más lo iba a dejar pasara  lo que pasara, pero su promesa le duró poco, al mes, se puso de novia con un hombre un  poco  más grande para ella,  y volvió a abandonar al pobre Noah, que juró no consolarla más.
Cuando la relación de la joven Laira parecía que iba a ser duradera, el hombre, se dio cuenta que era muy chica para él, y que prefería una mujer más grande para poder formar una familia y casarse, y sí, como todos estamos imaginando, Laira corrió desesperada a la casa de Noah, quien al abrirle, esta vez no se mostró dispuesto a ayudarla como  las veces anteriores. Le dijo que si había vuelto porque estaba nuevamente soltera, era mejor que se fuera pues no estaba dispuesto a servirle solo de pañuelo cuando ella estuviera triste porque él la amaba, la había amado desde el día que la vio con la mochila de Bob Esponja, y  quería ser su “hombre ideal”. Laira se dio vuelta y mirándolo con asco le dijo que jamás iba a ser su novio, que se olvidara de ella para siempre y se fue corriendo a su casa, con una sensación nueva y extraña en su pecho, a buscar su vieja mochila de Bob Esponja.
Aquella amistad había terminado para siempre, en el colegio se sentaban lejos,  no se miraban, parecía que jamás hubiesen sido los amigos que eran antes, sus compañeros no podían entender qué había pasado entre ellos, para que incluso hayan cambiado tanto de un día para otro, Noah no hablaba con nadie, se lo veía triste,  a veces parecía estar llorando, no participaba en las clases como siempre lo había hecho, no entregaba a tiempo las tareas, y daba vueltas solo por todo el colegio y se quedaba sentado bajo un árbol que había en un rincón del patio, mientras dibujaba en el tronco la imagen de Bob Esponja que tantas veces vio en la mochila de su amiga.
Laira, en cambio, pasó de ser la chica dulce y amigable que era siempre,  a una joven soberbia, creída, que jugaba con los sentimientos de la gente. Se volvió fría, manipuladora, era otra persona totalmente distinta a la que habían conocido todos, solo se preocupaba por salir a fiestas y encontrar a su “hombre ideal”. En los 4 meses que quedaban de clases,  tuvo más de 5  novios, y todos creían que había tenido más pero que no se habían enterado.
Terminaron las clases, y había llegado el tan ansiado baile de egresados. Todos terminaban una etapa y comenzaban una totalmente nueva, entraban todos a su vida de adultos, iban a irse a estudiar para poder trabajar y merecer un buen futuro, quizá no iban a verse nunca más, o iban a irse a vivir con sus nuevas familias a distintos lugares del mundo, siempre habían sido un grupo muy “soñador” todos querían vivir en lugares distintos. Noah bajó con su hermana, y  Laira con el novio  de ese momento, pero  esa noche él la dejó porque no quería tener más novia. Con Noah no se dirigieron la palabra en ningún momento.
Noah se alejó caminando muy despacio bajo la llovizna que comenzaba a caer, mientras que  Laira se fue en la moto con un nuevo amigo que acababa de conocer en la fiesta. Parecía ser un adorable y amistoso joven dispuesto a ofrecerle amistad, sin embargo  era un pequeño ladrón que solo quería aprovecharse de la pobre e inocente Laira. La llevó en su moto hasta una plaza alejada, bajaron ahí y él le comenzó a gritar que le diera todo lo que tenía, que sino la iba a matar y comenzó a forcejear con ella, sacó un revólver que llevaba escondido en la mochila, pero quedó enganchado de una rama de un árbol y Laira pudo escaparse y comenzar a correr.  Se  frenó en seco al escuchar el disparo del arma de fuego, esperaba que la  bala llegara a su cuerpo… al ver que no pasaba nada, se dio vuelta, y vio que su amigo de toda la vida, Noah, llegó a tiempo para salvarla, como había hecho siempre, cada vez que ella iba desconsolada porque la había dejado su novio, o porque no le salía un dibujito de plástica.  El chico que siempre dijo que iba a estar para ella, y que ella había tratado como una  basura, se había interpuesto entre el arma y ella, y él había recibido la bala que desde que salió del arma estaba dirigida a ella, su amigo de toda la vida, estaba ahí, tirado en el piso con un disparo en el pecho, el que le había sido  siempre sincero, incluso para decirle que la amaba, sabiendo que ella no creía en el amor entre amigos, el amigo que ella misma había dejado solo, abandonado como algo viejo que no sirvía. Se decía a gritos que si ella no hubiese hecho todo lo que hizo durante este último año, nada de esto hubiese pasado. Se acercó a duras penas hacia donde estaba Noah, apenas consciente. Lo miró y se dio cuenta de algo, demasiado tarde. Su “hombre ideal”, el que siempre había buscado, estaba ahí, a su lado, lo amaba con todas sus fuerzas. Siempre lo había tenido con ella, y ahí estaba, muerto en sus brazos. Su hombre ideal había dado su vida por ella. Su hombre ideal tenía recién tatuado en su brazo, la imagen de Bob Esponja que tenía en la mochila que compró el día que se conocieron.
Luego de tanto buscarlo, Laira había encontrado a su hombre ideal, en el mismo momento en que lo perdió.

martes, 16 de febrero de 2016

LA INTELIGENCIA - Por León Tolstoi

I

Rugió el leoncillo, y al sentirse fuerte,
Sacudiendo orgulloso la melena,
Se despidió de su achacosa madre
Queriendo altivo recorrer la selva.
La madre, entristecida,
Con arrogancia y con amor de fiera,
Acarició sí cachorro que por siempre
Dejaba ingrato la tranquila cueva.
Y al mirarlo alejarse,
Con el cariño de las madres buenas,
La vetusta leona
Le dijo entre rugidos de tristeza:

II

- Sé cauto y receloso,
Que del valor no es mancha la cautela;
Sé audaz, y tu bravura
Te dará la victoria más completa
Y verás que en el mundo
Tiene siempre razón quien tiene fuerza;
Desprecia a los cobardes que se arrastran,
Ampara a los que tiemblan,
Destroza sin piedad a los traidores
Y extrema la prudencia
Cuando encuentres al hombre en tu camino;
Huye del hombre, esquiva la pelea,
Porque el hombre es más fuerte y más temible
Que todo lo temible de la tierra.

III

Despreciando consejos maternales
Saltó el leoncillo, y al cruzar la selva
Encontró a un elefante gigantesco
Que caminaba por oculta senda.
- ¿Eres el hombre? - preguntó el cachorro.
- Su esclavo soy -le respondió el atleta;-
Y como esclavo dócil
Voy cargado de leña
Para que mi señor en el invierno
En su hogar,  que es mi  cárcel, lumbre tenga.-

Asombrado el leoncillo siguió andando,
Y en la llanura inmensa
Encontró a un alazán gallardo y noble
De largas crines y gentil cabeza.
- ¿Eres   tú   el   hombre? - preguntó el cachorro
- Su esclavo soy,  le sirvo en sus empresas-
Dijo el corcel.- El freno me esclaviza,
Me aguijan las espuelas,
Y, dócil a mi dueño,
Con él combato en la sañuda guerra
Y en la bendita paz labro los campos
Y convierto en vergeles las estepas.

IV

Atónito el leoncillo volvió al bosque
Y entre robustos troncos y malezas
Escuchó de un lebrel fuertes ladridos.
- ¿Eres el hombre? -preguntó la fiera.
- Soy su esclavo más fiel, su leal amigo-
Dijo ladrando el perro,- y tu presencia
Le advierto cuando ladro de este modo.-
. . . . 

Al pie de unas palmeras
Vio el leoncillo agitarse una figura,
Muy débil,  muy mezquina, muy pequeña:
-¿Sabes dónde habrá un hombre?
-Preguntó sacudiendo la cabeza
El leoncillo irritado.
Y aquella figurilla tan pequeña
Le contesto sereno: - Aquí me tienes,
El hombre soy, monarca de la tierra.
- Prepárate a morir si eres el hombre -
Rugió el cachorro.- ¡Miserable, tiembla!
¿Cómo tú, tan pequeño y tan mezquino,
Arrancaste a mi padre la existencia?...

V

Tranquilo   el   hombre   se   alejó   unos pasos;
Y al saltar el león buscando presa,
Sintió herida su zarpa por un hierro
Y vencido rodó sobre la arena.
Prisionero quedó, robustos lazos
Le encadenaron, y en su jaula estrecha
Rugiendo de pesar lloró el leoncillo,
Lloró por vez primera.
- Ya lo ves, soy el hombre - dijo el hombre.-
Y el cachorro, moviendo la melena,
Le preguntó asombrado:- ¿Cómo vences;
Teniendo yo razón, pues tengo fuerza?
- Venzo porque mi fuerza es un destello

Emanado de Dios... ¡la inteligencia!

sábado, 13 de febrero de 2016

Líos y Malandanzas de Napoleón Verdadero Por César Bruto (Seudónimo de Carlos Warnes)

POR METERME A REDENTOR


Veintiséis personas presenciamos aquel accidente, ocurrido en el Boulevard des Etíopes, en la república, de Lío Traslío. El hecho se produjo de la siguiente manera: un pasajero que viajaba sentado sobre el guardabarros de un ómnibus fue despedido con violencia y cayó bajo las ruedas de un colectivo. Chirridos de frenos, gritos, desmayos, un hombre magullado en el suelo y un agente de policía que llegó al lugar, abriéndose paso con su estridente característica:
- A ver, despejen, despejen...  ¡Abran paso, les digo!
Los veintiséis testigos permanecimos en el lugar, con ese gesto de superioridad que adatan los que han visto un ensayo en privado o asistieron a una "premíere" de gala.
- A ver, a ver. . . - el agente paseó su policial  mirada  por la  multitud y,  finalmente,  la detuvo en nuestro grupo.  ¿Quién ha visto algo de lo ocurrido?
Mis Veinticinco co-espectadores del accidenta tomaron otras tantas actitudes de indiferencia, desde la minuciosa elección de un cigarrillo hasta la búsqueda de una pelusa en el traje. ¡Y aquello ocurría en medio de la calle y bajo un letrero que decía: "¡Secunde a la policía de Lío Traslío!"
- Vea,  agente,  este,.,   yo...   - empecé a decir, pero un fuerte codazo  recibido en e! riñón flotante derecho me obligó a callar.
- ¡No sea infeliz, hombre! - dijo una voz en mi oído. - ¡Hágase el burro!
- ¿Quién habló ahí? - vociferó el astuto defensor del orden. - A ver, a ver, ¡hablen pronto o procedo con todos!
Miré otra vez al cartelíto que invitaba amablemente a colaborar con las autoridades, y adelantando un paso exclamé:
- Yo fui, agente: he presenciado el hecho con sus menores detalles.
En ocho cuadras a la redonda se produjo un silencio tal que se habría podido oír la respiración de un bacilo de Koch.
- ¿Cómo? - explotó al fin el agente.
- ¿Usted presenció todo y todavía lo declara con tanta frescura?
- Sí amigo mío: el destino se dignó elegirme para mostrarme una de sus obras maestras, y no hay nada más.
- Así que usted confiesa todo, ¿eh?
- Mi propósito  es  secundarle en su  labor, estimado agente, y...
- ¡Bueno, basta! ¡Arriba las manos! Marcha, marcha para la comisaría...! Y no te hagas el loco porque te estoy  apuntando con la automática y la fulana esta es muy celosa! Camina, te digo...
A tres cuadras del lugar estaba la comisaría, y durante el trayecto recogí distintas impresiones del público que me veía pasar con las manos en alto y seguí lo por el vigilante. En la primera cuadra, la gente decía:
- Dicen que presenció un accidente y se ofreció corno testigo del   lecho.
- Pobre   hombre, debe ser  extranjero, seguramente.
Cien metros más allá, mis acciones habían sufrido una considerable baja:
- Dicen   que   el   tipo   ese   fue   sorprendido cuando intentaba huir,  después de haber provocado un accidente que produjo una mortandad en el Boulevard des Etíopes.
- ¡Canalla! Las madres de los hombres como ése no deberían venir al mundo, así no tendrían la vergüenza de tener semejantes hijos...
Traté de reunir toda ¡a materia gris para resolver aquel jeroglífico, pero a los cincuenta metros oí algo más importante:
- Dicen  que este salvaje arrojó a  un hombre debajo de un colectivo y después  atentó contra la policía.
- Así es: yo lo vi.. Si no lo desarman a tiempo, no deja un ser viviente en la ciudad...
Como no podía ser de otra manera, fui conducido al Departamento Centra! de Policía, donde quedé rigurosamente incomunicado y a disposición del juez de turno De los diarios, de la fecha conservo algunos recortes, uno de los cuales reproduzco: "Después de una espectacular persecución, el agente Primitivo Caverna consiguió detener al sujeto Napoleón V.,  causante   de   la   terrible tragedia ocurrida en el Boulevard des Etíopes.
El  detenido despertó las  sospechas del agente cuando se ofreció como testigo de un accidente. Importancia, torpe ardid puesto en práctica para eludir al dedo acusador de la Ley, dedo que le  estaba  señalando  desde la profundidad de todos los códigos.
"El malhechor incurrió en un error fatal: olvidó o ignoraba que en nuestro país la gente prefiere morir antes de secundar a la policía. Un hombre que declara haber sido testigo de cualquier casa, como lo hizo el tal Napoleón V., por fuerza debe ser un simulador peligroso."
Mi primera entrevista con una comisión de empleados, produjo esta lamentable conversación:
- Confesa, maula: ¿vos pertenecías a la banda del Lampeao?
- ¡No, no y no!  ¡Yo vi cuando el  hombre cayó del ómnibus y lo aplastó el colectivo!
- No mientas, malevo. ¿Qué hiciste durante la tarde del 11 de mayo de 1917?
- ¡Qué sé yo! Estaría en la escuela...   No olviden que entonces yo tenía 12 años de edad.
- ¡Mientes, canejo! Aquel día fue feriado y no hubo clase!
- ¡Cómo quieren que recuerde lo que ocurrió hace 21  años! Lo único  que yo sé es  que  el hombre fue a parar debajo del colectivo cuando cayó del ómnibus.
- ¡Todos dicen lo mismo!... ¿Crees que nos vas a engañar con ese cuento? Aquí nadie se ofrece como testigo... ¡No sabes en la que te has metido!
Me levantaron la incomunicación y me condujeron a un calabozo destinado a los testigos espontáneos. Seis o siete tipas, a cual con más aspecto de infeliz, ocupaban aquel lugar. El movimiento de terror fue general cuando me vieron entrar, pero después de un rato y habiendo constatado que yo era tanto o más infeliz que ellos, el más audaz se acercó y me dijo:
- Buenas  noches,  señor:  pierda   usted  toda clase de recelos y póngase cómodo como en su casa.
- Gracias,   caballeros, estoy bien  así...
-¿El  señor también ha  sido arrestado por meterse a testigo?
- Sí, caballero: yo soy el del accidente en el Boulevard des Etíopes.
Un estremecimiento de espanto sacudió a mis compañeros de calabozo, y varios ensayaron un movimiento de protección, colocándose un brazo delante de la cabeza.
- ¡El testigo del Boulevard des Etíopes! -exclamaron los más valientes.
- ¡Pero yo no soy un criminal, señores! Yo presencié un accidente y nada más!
- Lo creo, señor, pero su caso es tremendo... Usted, en medio de un millar de personas y en plena  calle,  tuvo la osadía de declarar que lo había visto todo. ¡Y ahora quién sabe la que le espera!
- Protestaré,   me   quejaré...   ¡No   hay derecho!
- El error está en pisar el palito y ofrecerse como testigo de cualquier hecho. Yo, estimado señor,  estaba  presente  cuando  un  vecino  mío le propinó una  feroz  paliza a  su mujer,  hace de esto ocho meses...    la mujer se restableció y declaró que se había caído de  una escalera, produciéndose aquellas Heridas. ¡Y ahora el matrimonio es más feliz que nunca y yo estoy detenido por falso testimonio!
- Y yo - dijo un tercero, deseando desahogarse con el relato de sus desgracias, - yo presencié la fuga del gerente del "Chop Doble Bank of the Chuquisaca", cuando se llevaba dos millones de pesos. Ahora el tipo está en París divirtiéndose, el nuevo gerente espera que hayan otros dos millones para reunirse con él, y yo..., bueno ¡alguno debe estar en la cárcel!
-¡No, no puede ser! Esto es espantoso... ¡Siento que voy a enloquecer, Dios mío!
...
Afortunadamente, diez meses después el asunto se arregló a satisfacción de todos. Pagué sendas indemnizaciones al colectivero, a la compañía de ómnibus y al accidentado. Publiqué varias declaraciones negando haber presenciado jamás accidente alguno, y mucho menos en el Boulevard des Etíopes... y un buen día recobré la libertad, aquella preciosa libertad que tan tontamente había pignorado por seguir el mefistofélico consejo del cartelito: "Secunde a la Policía"
¡Y así vea llover barriles de dinamita, no me pescan en otra, no!

El método Schartz. Metterklume Por Saki (Hector Hugh Munro)

Lady Carlotta alcanzó el andén de la pequeña estación situada al costado de la vía, y dio una o dos vueltas recorriendo de un extremo a otro su riada interesante extensión, para matar el tiempo hasta que el tren se dignara proseguir su camino. Entonces vio, en la ruta paralela, un caballo que luchaba con una carga más que abundante y uno de esos carreteros que parecen profesar un odio sombrío hacia el animal que los ayuda a ganarse la vida. Lady Carlotta se trasladó con prontitud a la cita para poner las cosas en su sitio. Algunos de sus conocidos solían amonestarla insistentemente porque creían que no era conveniente intervenir en favor de un animal maltratado, y sostenían que tal interferencia "no era asunto suyo". Una sola vez ella había puesto en práctica la doctrina de la no intervención: fue cuando una de sus más elocuentes defensoras estuvo sitiada durante casi tres horas por un cerdo furioso en un pequeño espino, sumamente incómodo, mientras lady Carlotta, al otro lado de la cerca, proseguía con la acuarela a la que estaba dedicada y se negaba a interferir entre el cerdo y su prisionera. Es muy probable que haya perdido la amistad de la dama, finalmente rescatada. En esta ocasión solo perdió el tren, que dio por primera vez en todo el trayecto una señal de impaciencia y partió sin ella. Lady Carlotta soportó la deserción con una indiferencia filosófica; sus amigos y parientes ya estaban acostumbrados al hecho de que el equipaje arribara sin su dueña. Telegrafió un vago y evasivo mensaje a su lugar de destino para decir que llegaría "en otro tren". Antes de que tuviera tiempo para pensar cuál podría ser su próximo paso, se encontró frente a una dama de imponente atavío que parecía estar haciendo un detenido inventario mental de su vestimenta y su apariencia.
- Seguramente usted es la señorita Hope, la institutriz que he venido a buscar -dijo la aparición, en un tono que no admitía demasiados cuestionamientos.
"Muy bien, si debo serlo, lo seré", se dijo lady Carlotta con peligrosa mansedumbre.
- Soy la señora Quabarl  -prosiguió la dama-. ¿Y dónde está su equipaje?
- Se ha extraviado  -dijo la supuesta institutriz, apelando a esa excelente ley de la vida que consiste en echar siempre la culpa a los ausentes; a decir verdad, el equipaje se había comportado con perfecta corrección-. He telegrafiado hace un momento al respecto -añadió, aproximándose más a la verdad.
- ¡Qué irritante!  -dijo la señora Quabarl-. ¡Estas compañías ferroviarias son tan descuidadas! No obstante, mi criada puede prestarle lo que necesite para la noche -e inició la marcha hacia su automóvil.
Durante el trayecto a la mansión de los Quabarl, lady Carlotta fue admirablemente instruida sobre la naturaleza del cargo que se le había confiado; se enteró de que Claude y Wilfrid eran criaturas delicadas y sensibles, de que Irene poseía un temperamento artístico sumamente desarrollado y de que la personalidad de Viola era, de algún modo, muy común entre los niños de su clase y estilo en el siglo xx.
-Deseo no solo que se les enseñe -dijo la señora Quabarl-, sino que se interesen por lo que aprenden. En las lecciones de historia, por ejemplo, debe usted procurar que sientan que están conociendo la experiencia vital de hombres y mujeres que vivieron en realidad, y no simplemente aprendiendo de memoria un cúmulo de nombres y de fechas. Desde luego, espero que les hable usted en francés, a la hora de las comidas, varias veces a la semana.
- Hablaré en francés cuatro días a la semana, y en ruso los otros tres.
-¿Ruso? Mi querida señorita Hope, nadie en la casa habla ni entiende ruso.
- Eso no me molestará en lo más mínimo  -dijo fríamente lady Carlotta.
A la señora Quabarl -por usar una expresión coloquial se le bajaron los humos. Era una de esas personas falsamente seguras de sí, que se manifiestan soberbias y despóticas mientras no encuentran una oposición seria. EÍ menor signo de inesperada resistencia contribuye mucho a dejarlas intimidadas y avergonzadas. Cuando la nueva institutriz prescindió de expresar una pasmada admiración ante el lujoso automóvil, recién adquirido, e hizo alusión de paso a las superiores ventajas de una o dos marcas que acababan de ser lanzadas al mercado, el desconcierto de su patrona resultó casi degradante.
Sus sentimientos fueron similares a los que podía haber experimentado un general de la Antigüedad  al ver corno los guerreros con hondas y jabalinas eliminaban del terreno al más pesado de sus elefantes de batalla.
Esa noche, durante la cena, y aun contando con el refuerzo de su esposo, que por lo general compartía sus opiniones y le prestaba  incondicionalmente su apoyo  moral, la  señora  Quabarl no recuperó nada del terreno perdido. La institutriz no solo se sirvió vino a su gusto, sino que se expresó con muestras de considerable conocimiento crítico acerca de diversas materias vinícolas, sobre las cuales los Quabarl sabían poco y nada. Las institutrices anteriores habían limitado su conversación sobre el tema de los vinos a una preferencia por el agua, respetuosa e indudablemente sincera. Cuando la actual llegó al extremo de recomendar una firma de vinos en cuya calidad se podía confiar sin miedo a equivocarse demasiado, la señora Quabarl consideró que era tiempo de encauzar la conversación hacia cuestiones más comunes.
-Hemos recibido muy buenas referencias suyas por parte de Canon Teep -apuntó-; un hombre excelente, en verdad.
-Se emborracha a diario y le pega a su mujer; por lo demás, es una persona muy querible - dijo la institutriz, imperturbable.
- ¡Mi querida señorita Hope! Sin duda está usted exagerando - exclamaron al unísono los Quabarl.
-Hay que admitir que existe un cierto grado de provocación prosiguió la comediante. La señora Teep es la jugadora de bridge más irritante con la que me ha tocado jugar; sus marcas de palo y sus apuestas harían perdonar un cierto grado de brutalidad en su pareja, pero verter sobre ella el contenido del único sifón existente en la casa un domingo por la tarde, cuando es imposible conseguir otro, indica una indiferencia por el bienestar de los demás que no puedo de ninguna manera pasar por alto. Tal vez se rué impute apresuramiento en mis juicios, pero en realidad los abandoné debido al incidente del sifón.                                      
- Hablaremos de esto en alguna otra ocasión -dijo precipitadamente la señora Quabarl.
- Jamas volveré a mencionar el tema -dijo la institutriz con decisión.
El sector Quabarl efectuó una oportuna maniobra preguntando qué tema de estudio se proponía iniciar la nueva institutriz a la mañana siguiente. -Historia, para empezar le informó ella. ¡Ah, historia! -observó él con tono sabio-. En su enseñanza de la historia debe usted procurar que ellos se interesen por lo que aprenden. Debe hacerles sentir que están conociendo la experiencia vital de hombres y mujeres que vivieron en realidad...
-Ya le he dicho todo eso -intervino la señora Quabarl.
-Yo enseño historia por el método Schartz-Metterklume dijo la institutriz con altanería.
- ¡Ah, sí! dijeron sus oyentes, considerando adecuado mostrar que conocían, por lo menos, el nombre.
-Niñas: ¿qué están haciendo aquí afuera? -inquirió la señora Quabarl a la mañana siguiente, al encontrar a Irene con cara de pocos amigos sentada en lo alto de las escaleras, mientras su hermana, casi cubierta por una alfombra de piel de lobo, permanecía atrás, encaramada "sobre el asiento interior del ventanal en actitud de abatida contrariedad.
- Tenemos una lección de historia fue la inesperada respuesta-. Se supone que yo soy Roma, y Viola ahí arriba es la loba; no una loba de veras, sino la imagen de una a la que los romanos solían dar importancia... Me he olvidado por qué. Claude y Wilfrid han ido a buscar a las sabelinas. - ¿Las sabinas?'
- Sí, tienen que raptarlas. Ellos no querían, pero la señorita Hope tomó una de las raquetas de papá y dijo que les daría una buena paliza si no lo hacían; así que allá fueron.
Un estridente y furioso griterío que llegaba desde el prado atrajo hacia allí, a toda prisa, a la señora Quabarl, temerosa de que en ese mismo momento pudieran estar recibiendo el castigo. El alboroto, sin embargo, provenía sobre todo de las dos pequeñas hijas del jardinero, arrastradas y empujadas hacia la casa por los jadeantes y desaliñados Claude y Wilfrid, cuya tarea resultaba aún más ardua debido a los ataques incesantes, aunque no muy eficaces, del hermanito de las vírgenes cautivas. La institutriz, raqueta en mano, permanecía inconmovible, sentada sobre la balaustrada de piedra, presidiendo la escena con la fría imparcialidad de una diosa de las batallas. Un furioso y repetido coro de "se lo contaré a mamá" surgía de las hijas del jardinero, pero la mamá-jardinera, que no oía bien, estaba por el momento concentrada en su palangana. Tras haber echado una mirada aprensiva en dirección a la cabaña del jardinero -la buena mujer estaba dotada del temperamento sumamente belicoso que es a veces el privilegio de la sordera-, la señora Quabarl se dirigió con indignación a rescatar a las cautivas, que seguían forcejeando.
- ¡Wilfrid! ¡Claude! Suelten inmediatamente a esas niñas. Señorita Hope, ¿qué demonios significa esta escena?
-Historia romana primitiva; las sabinas, ¿comprende? Es el método Schartz-Metterklume para que los ' niños entiendan la historia protagonizándola; la fija en su memoria, ya sabe. Desde luego, si gracias a su interferencia los chicos van por la vida creyendo que las sabinas finalmente se escaparon, no se me puede hacer responsable.
- Puede que sea usted muy lista y muy moderna, señorita Hope -dijo con firmeza la señora Quabarl -, pero querría que se fuera usted de aquí en el próximo tren. Se le enviará su equipaje tan pronto como llegue.
- No sé muy bien dónde estaré durante los próximos días -dijo la ex instructora de la juventud-; conserve usted mi equipaje hasta que le telegrafíe mi dirección. No es más que un par de baúles y algunos palos de golf, y un cachorro de leopardo.
-¡Un cachorro de leopardo! -exclamó sofocada la señora Quabarl. Hasta en el momento de su partida, aquella persona extraordinaria parecía destinada a dejar tras de sí una estela perturbadora.
-Bueno, ya ha dejado más bien de ser cachorro; está bastante crecidito, ¿sabe usted? Un ave por día y un conejo los domingos es lo que suele comer. La carne cruda lo excita mucho. No se preocupe de disponer el auto para mí; tengo muchas ganas de caminar.
Y lady Carlotta se alejó a grandes pasos de! horizonte de los Quabarl.
La llegada de la genuina señorita Hope, que se había equivocado en cuanto al día que debía presentarse, ocasionó un alboroto que la buena señora no estaba en absoluto acostumbrada a provocar. Evidentemente, la familia Quabarl había sido lastimosamente burlada, pero sintió cierto alivio al saberlo.
-¡Qué fastidio para ti, querida Carlotta! -exclamó su anfitriona cuando la retrasada huésped finalmente arribó-. ¡Qué gran fastidio perder el tren y tener que pasar la noche en un sitio extraño!
-¡Oh, no, querida! -dijo lady Carlotta-, ningún fastidio... ¡para mí!

sábado, 6 de febrero de 2016

Escuela Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez” - Concurso literario “Contate un Cuento VIII” Mención de Honor de la Categoría D: Uberlinda Arabiej - Balcarce

Mi Diario


    Nací en un lugar llamado “El Maitén”, pequeño  pueblo de la provincia de Chubut, en ese bello lugar pasé los primeros años de mi infancia, abundaban los cerros, la nieve y el viento que siempre soplaba tan fuerte que me parecía escuchar una melodía, recuerdo que había un hospital, una estación de ferrocarril, y claro, no podían faltar los bomberos, cuánto trabajaban esos hombres desinteresadamente sólo por el bienestar de los ciudadanos.
  Al bajar del tren, salía de la estación y caminaba por un largo camino muy solitario, que al final terminaba en mi viejo ranchito de barro cubierto de palos prolijamente ensamblados que lo mantenían erguido ante el fuerte viento, recuerdo un viejo aljibe y  que a escasos metros corría un arroyo… el paisaje era hermoso, había tantos cerros, que parecían una gran cadena que adornaba el lugar.
  Mi madre trabajaba en una añeja fonda que era visitada por una cantidad considerable de personas para comer deliciosos platos tradicionales, por lo general, eran los trabajadores del ferrocarril. Mi  padre era empleado ferroviario, eso hacía que a veces lo trasladaran de un lugar a otro. Uno de los siguientes lugares fue Zapala, una ciudad sureña donde había mucha nieve y el frío penetraba en mi cuerpo y  me hacía tiritar. Allí comencé primer grado , a la escuelita íbamos con mi hermana mayor, al salir las dos jugábamos con la nieve, hacíamos muñecos, éramos muy felices simplemente disfrutando del paisaje. Pero llegó el momento en que otra vez trasladaron a mi padre, tenía que viajar, y una vez más subí al tren y al llegar a Ñorquincó, me esperaba lo desconocido: nueva escuela, nuevos compañeros.
Pero este lugar, logró deslumbrarme aún más con su belleza natural, aunque duró muy poco, porque nuevamente mi padre tenía que irse. Comenzó el recorrido, pasando por el Bolsón llegué a Ojo de Agua, estaba tan cerca de la Cordillera de los Andes, que no podía creer que fuera real, tan imponente. En esta zona el clima es muy frío, la nieve cae constantemente, el viento no deja de soplar, y mi madre que siempre trabajaba tanto, criaba cabras para el consumo de nuestra familia, recuerdo que tomaba esa leche y comía riquísimos quesos caseros.
Las casas eran todas muy similares, siempre que había una escuela, había una estación de tren, justo por ahí pasaba la famosa “Trocha Angosta”. Había un solo almacén, donde la gente hacía sus compras. Mi casa estaba muy próxima a las vías, nunca podré olvidar esos lugares  donde me críe, la Cordillera rodeaba la casa, de noche veía cómo corrían los gatos montes ¡Qué hermoso era vivir en esa zona!, hasta disfrutaba cuando mi madre me mandaba a buscar las cabras al cerro, tenía que cruzar las vías, y si mi hermana me acompañaba, jugábamos con esos animalitos, nos reíamos tanto, ¡sí que sabían cómo saltar las piedras!, yo estaba llena de marcas en mi cuerpo y eso era por querer imitar el salto y el brinco de las cabritas.
Todo pasó tan rápido, de nuevo  trasladaban a mi padre, pero por fin fue el último destino, se trataba de un viejo paraje llamado “Bosch” que corresponde al partido de Balcarce, provincia de Buenos Aires, pasaron los años, y crecí en una familia que aumentaba de año en año, llegué a tener 10 hermanos.
Por fin me instalé definitivamente y  ya no tenía que mudarme, esos  miedos a conocer nuevos compañeros, ya no iban a existir más; con mis hermanas hicimos nuevas amigas, con las cuales viví hermosas experiencias, compartíamos la merienda, caminábamos y corríamos por los angostos caminos rurales que unían nuestros hogares. ¡Qué momentos de felicidad que quedaron sellados en mi corazón!
Hay otros recuerdos no tan alegres, me angustian de sólo pensarlos, con tan solo diez años de edad mi hermano, preparó sus pertenencias, tomó su poca ropa y salió a caballo, decidió ir a trabajar al campo de la familia Mianovich, él nunca tuvo buena relación con nuestro padre; el mayordomo llamado Montan llegó a quererlo como a un hijo, se aseguró de que fuera a la escuela y le enseñó a trabajar, su vida cambió completamente, aprendió otra forma de vivir. Llegó a ser un hombre de bien, con buen pasar económico y formó una gran familia.
A una de mis hermanas, la llevó una señora que vivía en la ciudad para que trabajara en su casa, sólo tenía trece años y  yo que tenía doce también tuve que ir a trabajar en una casa lejos de mis padres; me sentía muy sola sin mi familia, ansiaba verlos, pero eso sólo sucedía cada quince días.
Logré convencer a  mi madre de que no me agradaba vivir en la ciudad, y ella decidió llevarme al campo, para que trabajara en la casa de una condesa dueña del lugar. Tuve que aprender muchas cosas: como cocinar, planchar, servir la mesa, atender a los patrones, etc., aunque la condesa siempre fue muy buena conmigo. Ese verano, le pidieron permiso a mi papá  para llevarme a Punta del Este para que cuidara a su beba. Fue tan emocionante, primero llegamos a Buenos Aires, fuimos al departamento de la madre de la condesa, y aunque era tan lujoso y atractivo, yo me sentía angustiada, muy sola lejos de mis seres queridos; pero no podía expresar mis sentimientos; todos me trataban muy bien, con mucho respeto, y había una señora que se encargaba de las tareas de la casa, yo solo cuidada a la beba.
Estuvimos dos días en Buenos Aireas, fuimos al puerto y nos embarcamos, era la primera vez que yo subía a un barco, ¡qué gran experiencia! Viajábamos rumbo a Colonia,  la amable condesa me llevó a conocer el barco por dentro y por fuera, yo tenía tanto miedo que ella se dio cuenta y entonces me tomó de la mano, nunca olvidaré esos gestos de cariño y compasión.
Llegamos a Colonia, desembarcamos , nos fuimos en auto  a Punta del Este, era muy lejos, pasamos por un restaurante , almorzamos y seguimos viaje. Por fin llegamos a una casa tan enorme que parecía un palacio, con jardines preciosos, la naturaleza era admirable, me parecía que todo era un sueño, pero para mi alegría, era la realidad, esto hacía que no me sintiera tan sola lejos de mis padres y hermanos. Había muchos empleados más, pero yo sólo cuidaba a la beba.
Tan sólo a unos metros podía ver el mar, por los alrededores había muchos médanos, caminaba por ahí todos los días después de almorzar. ¡Qué momentos tan agradables!, me hice muy amiga de otra empleada.
Por las tardes, salíamos con los patrones, y así pude conocer Punta Ballena, teníamos que cruzar un puente colgante, yo me asusté tanto que causó mucha risa, ellos hablaban mucho conmigo, me apreciaban y yo a ellos, era lo más cercano a una familia que tenía en ese entonces.
Solía ver el atardecer eso nunca me cansaba, cuando el sol caía, parecía que se lo tragaba el mar, también caminábamos por las calles de aquella cálida ciudad. Conocí otra ciudad, San Carlos, muy bello, con gente de toda raza, nunca había visto africanos, las calles llenas de adoquines, veredas muy angostas, casa antiguas. ¡Qué lindos años de mi vida!, ahora que ya pasaron muchos años, sé que marcó mi vida, aunque no me crié con mis padres y tuve que trabajar de pequeña, estas personas me educaron, yo no parecía una empleada, nunca los voy a olvidar.
Al cabo de mucho tiempo, volví a ver a mis padres, me di cuenta de que estaban disgustados, pero no pude saber qué pasó. Cuando cumplí dieciséis años tomé la decisión de no ver más a mi familia, me di cuenta que yo ya no pertenecía ahí, mis principios y valores habían tomado otro rumbo, no puedo describir la profundidad de la pena.
Continué trabajando, casi no salía de la casa, y claro mucho menos sin pedir permiso o avisar. Conocí a un hombre, el que sería mi esposo, tuve a mi primera hija y después a otra pequeñita, luego decidí no tener más hijos porque no quería que pasaran por mis contrariedades.
Tenía que continuar trabajando, vivíamos en Mar del Plata , después de trece años volvimos a Balcarce porque mi esposo consiguió comprar una casita en un barrio. Cambié de trabajo, ahora era con la familia Roza, ayudé a criar a sus tres hijos, veintidós años estuve en ese hogar. En ese lapso de tiempo, mi hija mayor se casó, me dio nietos, y también llegué a ver dos bisnietos. Mi hija menor también se casó y me dio dos nietos.
Tenía una tarea pendiente: terminar mis estudios primarios, así que decidí inscribirme y allí me encuentro aprendiendo y estudiando.
Y ahora pienso: - ¿Qué más le puedo pedir a la vida? Disfruto de mi casa, mis hijas, mis nietos, mis bisnietos, y aunque al principio la vida me quitó, siento que ahora me dio el doble, doy gracias porque soy feliz.

Escuela Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez” - Concurso literario “Contate un Cuento VIII” Mención de Honor de la Categoría D: Rodrigo Torres Quezada Santiago de Chile

Tatuajes



 En seis días, Dios creó el cielo y la tierra. Al séptimo día, se suicidó.
                                                                                      -Der todesking.

         Sobre una mesa y frente a sí, hay una pistola colt 45. Sus ojos, abiertos y fijos, se pasean en esta tanteando cada detalle. Está sentado sobre un sillón cuyo brazo es acariciado por su mano con movimientos toscos. Alarga una extremidad. Su mano abierta, está a punto de caer sobre el arma. Cierra un puño. Se arrepiente. Retrae el brazo. Ladea el rostro y observa por la ventana. Allá afuera los vehículos pasan y apenas dejan una estela como recuerdo. De súbito, una vez más, su brazo se alarga. Su mano se expande. Cae encima de la pistola. La toma. Tiembla. La levanta y la lleva hasta colocar el cañón en la sien. Sus ojos grandes, se cierran de a poco. La luz que entra por la ventana desaparece con lentitud. Traga saliva. Su última cena. Coloca un dedo en el gatillo. Suda. En cualquier momento una simple bala borrará un mundo. Su mente lo sabe y los recuerdos llegan en tropel.

         “De niño con el balón. Gambeteo. El guatón Ramírez me mira desde la “banca”. Pasa un ave. Era enorme. Negra, con trazos blancos y rojos. Se esconde en un árbol. La pelota cae en la casa de una vecina. El día es hermoso. Soleado. ¿Qué sucedió después? ¿Por qué no entregué la tarea? ¿Por qué me fugué de clases? Hay un baile. Mamá pisa a papá. Él reclama y ríe. Me abrazan. El tío Enrique sonríe, me pasa una mano por la cabeza. Nos sacan fotografías. La vecina reclama, lanza la pelota lejos. Los chicos le tiran piedras a la casa. Miguel busca la pelota. En la esquina había un negocio. Lo atendía un buen hombre. Ahí está, me mira, me saluda. Le pregunto si me puede fiar un chocolate, no quiere. El cartero deja una cuenta. Mamá despotrica porque no es algo más importante. Las nubes pasan sobre el cielo. Levanto la mano e indico una, parece un ovni. Mi padre observa con extrañeza, me abraza. Luego, su mirada se pasea en una mujer que sale de una casa. Estoy llorando, mi tía me retó. ¿Qué hice? ¿Fue por la tetera que boté? ¿Fue porque le pegué al perro? Hubo un partido. Salimos campeones. El guatón Ramírez le hace otra zancadilla a un amigo. Este le da un puñetazo. La vecina no quiere que le volvamos a lanzar el balón. Andrea es hermosa, un ángel. La quiero así, intacta, para que pueda sanar mis heridas. Pero es un amor imposible. A medida que crezco todo es más difícil. “Nada es imposible”, dice alguien. Muchos. Corro. Debo limpiar mis pulmones. Mucho cigarro. “Tú puedes”. Sigo corriendo. “Eres un inútil”. Me despiden de la tienda retail. No es mi culpa que alguien haya robado en caja. Los compañeros saben lo honrado que soy. No me defienden. El pirigüin escapa. Ya no está. Me siento solo. Los árboles avanzan. “El ser humano está condenado a seguir el mismo derrotero bajo distintos disfraces, explica Adrián, porque está en nosotros buscar problemáticas a algo tan sencillo que es tragar, coger, cagar y respirar”. “Para mí la vida es mucho más que eso, le respondo, es la mejor forma en que se puede demostrar a ese inmenso vacío oscuro que nos rodea, que se puede plantar cara a lo desconocido”. “Ojalá fuera tan optimista como tú”, dice Adrián. En el puente Malleco atraviesa un camión. Lo observo con el mismo miedo que tenía cuando era niño. Le saco una fotografía. Recuerdo cuando con mis papás nos paseamos ahí y nos sacamos una foto. Repito el ritual. Eso sí, ahora en soledad. Camino hacia el río y un enorme bosque se me cruza. Esta vez los árboles no avanzan. Alguien saca una pistola en medio de la marcha. Un disparo. Los camarógrafos enfocan las llamas. ¿Dónde se metió Adrián? En la boda saco a bailar a la novia de Sebastián, me dice algo al oído. No lo comprendo, no lo entiendo. Me voy a la mesa a comer. No le digo nada a Sebastián. ¿Habrá vida en el espacio exterior? ¿Existirán los duendes? Cuando niño vi una figura extraña asomarse por la puerta. Era de un color rojo. Sé que Allison también le vio pero ahora niega todo. En la atmósfera se huele la primavera. Me siento enfermo. Creo que debo operarme. “El cáncer de su padre no tiene vuelta”, explica el doctor. En el bar me emborracho, un tipo se burla de mi rostro, me levanto, lo golpeo, sus amigos lo ayudan. Sangro. Alguien me levanta. “¡Toda la vida es una enorme borrachera!”, exclama Adrián con una botella en su mano, “¡Las cosas suceden en una serie de fotografías, cuál de todas más claras”. “¡Borremos todo!”, grito. Vomito en el suelo. “No se puede, contesta Adrián, tenemos tatuados los recuerdos en una parte del cerebro”. “El Alzheimer es la respuesta”, digo. Reímos. El guatón Ramírez se para de la banca. Hace el cambio por Agustín. No pensaba que jugaba tan bien. Andrea, cuando miro a tus ojos veo la verdad. Hay estrellas más grandes que el sol. No somos nada. Con los punks vamos a la tocata del grupo de Maida. La fiesta se convierte en peleas, botellas desquebrajadas y un montón de policías a la salida. “Muchas gracias”, digo, “Recibir este título es coronar una etapa repleta de sacrificios”. La moto se me acerca. Acelero. Queda poca gasolina. Me pasan adelante. “Ya habrá otras oportunidades para ganar”, dice alguien. El bosque avanza, los árboles hablan. Existen seres mágicos que se esconden tras las cosas. Papá tiene razón. En cada piedra vive un ser diminuto que nos observa y se ríe de nuestras tonterías pero aplaude nuestros logros. “¡Papá! ¡No te vayas!”, grito. “Ya se fue”, contesta alguien. “No puedes rendirte”, la señora Zapata me observa con dulzura. “El amor es así. Tendrás ochenta años pero sucederá así, tal cual, de la misma manera”. En el incendio murió un bombero. Yo lo conocía. “Las tarjetas de crédito son una estafa”, “¿Qué cosa no lo es?”, respondo. La celebración duró hasta el otro día. Tomo del rostro a Fabiola y le doy un beso. El pirigüin se aleja. El guatón Ramírez se ríe. ¡Gol! “¿Cuál es la idea de estructurar el mundo?”, pregunta Adrián, “si cada vez que se complejiza, la estructura cede, se rompe, dejándonos sólo los fragmentos de algo que quizás nunca fue. De algo que, querámoslo o no, demuestra que nada de esto será recordado por las generaciones posteriores”, “¿Y a quién le importa ser recordado?”, pregunto. “A mí”, contesta Adrián. Toma una piedra. La lanza al agua. Un pez aparece. Desaparece. Un bosque avanza. Una bandada de aves. Papá que juega conmigo a la pelota. Mamá que me abraza. El mundo en problemas. La gente que huye. Hacer canopyng es lo mejor. Sandra es experta en deportes extremos. Hacemos el amor en medio del bosque, resguardados por el sonido del río que golpea las rocas. “Fabiola, le escribo, cierra la ventana que el niño se va a resfriar”. “Yo ya me resfrié”, dice. “Lo siento”, contesto. El espacio que me separa de las cosas, ¿tendrá algo de mí? El cielo, a través de la ventana del bus luce extraño. Los misterios que jamás resolveré son los que mantienen con vida. “Asómbrate”. Un café, por favor. ¡Qué mujer la que va ahí! ¿Dónde? Cuando la muerte llegue será como un simple trámite. Por mientras, vive. Pero que vivir no sea también otro trámite. Sebastián saca la liga de su novia. Me meto a la laguna, ahora más viejo, y busco al sapito en el que debió convertirse el pirigüin. Sin embargo, sólo veo otro renacuajo. Estoy de terno, adulto, dentro de un recuerdo de infancia. Corro hacia ese niño que fui y va en bicicleta, y le grito que disfrute cada etapa. Me levanta un dedo del medio. Adrián, César y yo, estamos sentados al borde. “Caminar por el borde, lo justo y necesario, sin la común idea de lanzarse al vacío como suele hacer la gente”, dice Adrián, “¿Qué tipo de gente?”, pregunto yo. “Gente como nosotros”, responde Adrián. César ríe. Fuma. Tose. Fabiola, no te olvidaré. Ella se lleva al niño. Toma el avión. Una fiesta. De nuevo prueba. Los exámenes fueron fáciles. El profesor habla del futuro. Todos los profesores hablan del futuro. Tomo un instrumento, lo toco. Mi idea de película es la siguiente: un grupo de personajes disfrazados entra a un edificio abandonado y ahí viven como si fuesen los sobrevivientes de una hecatombe. Se aman, se quieren y por sobre todo, se comprenden. “Había una vez, la historia de una vida…”, relata Adrián. “¡Cállate!”, le digo. Adrián se calla. Estoy tan arrepentido de haberlo hecho callar. La laguna y el pirigüin que salta sobre mi examen, el hombre de terno que trabaja en el bosque, la mujer que amo vestida de novia, mis padres convertidos en nubes. El agua, el bosque, las aves, ellos y yo. La vida y la muerte. Mis pensamientos y mis latidos. El polvo que se encuentra en las rendijas de la madera una vez también fue vida. Está soleado. El arma. Está fría. Duele.”
         Baja la mano que sostiene el arma. Deposita esta en la mesa. Está arrepentido. Suspira. Toma el arma. la lleva hasta un mueble y ahí la esconde. Sale a la calle. Respira. Levanta los brazos. Sonríe. Observa a un ave que se posa en un edificio. Al frente está la calle. Cruza el paso peatonal. Desde una esquina aparece un conductor imprudente. Lo atropella. Muere. Su último pensamiento fue: “Menos mal que no lo hice…”.