sábado, 16 de abril de 2016

SONETO Por José Cadalso

Todo lo muda el tiempo, Filis mía;
Todo cede al rigor de sus guadañas:
Ya transforma los valles en montañas,
Ya pone campo donde mar había.

El muda en noche opaca al claro día,
En fábulas pueriles las hazañas,
Alcázares soberbios en cabañas,
Y el juvenil ardor en vejez fría.

Doma el tiempo al caballo desbocado,
Detiene el mar y viento enfurecido,
Postra al león y rinde al bravo toro.

Sola una cosa al tiempo denodado
Ni cederá, ni cede, ni ha cedido,
Y es el constante amor con que te adoro.

SONETO Por José Cadalso

Ya veis cuál viene, amantes, mi pastora,
De bulliciosos céfiros cercada,
La rubia trenza suelta, y adornada
Por sacras manos de la misma Plora.

Ya veis su blanco rostro, que enamora;
Su vista alegre y sonreír que agrada;
Su hermoso pecho, celestial morada
Del corazón á quien el mío adora.

Oís su voz y el halagüeño acento,
Y al ver y oír que sólo á mí me quiere
Con envidia miráis la suerte mía.

Mas si vierais el mísero tormento
Con que mil veces su rigor me hiere,
La envidia en compasión se trocaría.

GEÓRGICA Por Ramón del Valle Inclán

Húmeda de la aurora, despierta la campana
En el azul cristal de la paz aldeana,
Y por las viejas sendas van a las sementeras
Los viejos labradores, camino de las eras,
En tanto que su vuelo alza la cotovía
A la luna, espectral en el alba del día.

Molinos picarescos, telares campesinos,
Cantan el viejo salmo del pan y de los linos,
Y el agua que en la presa platea sus cristales
Murmura una oración entre los maizales,
Y  las  ruedas  temblonas, como  abuelas cansadas,
Loan del tiempo antiguo virtudes olvidadas:
Dice la lanzadera el olor del ropero,
Donde  se  guarda  el  lino,   el  buen  lino casero;
Y el molino, que esconde bajo la vid su entrada,
Dice el áureo   recuerdo   de   una   historia sagrada:
Bajo la parra canta el esponsal divino
De la sangre y la carne, de la hostia y el vino.
El aire se embalsama con aromas de heno,
Y los surcos abiertos esperan el centeno,
Y en el húmedo fondo de los verdes herbales
Pacen vacas bermejas entre niños zagales,
Cuando en la santidad azul de la mañana,
Canta húmeda de aurora la campana aldeana.

SALOMÓN Y EL LABRADOR Por FEDERICO RUCKERT

En mitad de la llanura,
Del rey Salomón se advierte
En un trono que luz vierte,
La grave y digna figura.

Echar con afán prolijo
Notó el monarca sapiente
Por doquier su simiente
A un labrador, y le dijo:

-¿Qué haces tú?  Siembras en vano.
Tu trabajo ¿a qué conduce?
Renuncia a él: no produce
Esa tierra un solo grano.

Paróse el buen labrador,
Su frente a la vez bajando;
Reflexionó, y retornando
A su siembra con ardor,

-Sólo este campo poseo,
Responde al rey: lo cultivo
Cuanto afanoso y activo
Veis le es dado a mi deseo.

A trabajar me limito
Mis tierras como un deber.
¿Y qué más puedo yo hacer?
Las siembro, y Dios sea bendito.

EL DESPECHO DE ELISA Por Pablo de Jérica

Orillas del Abendaño
Quejábase el otro día
De su zagal inconstante
La bella zagala Elisa.
Suelto el hermoso cabello,
De triste luto vestida,
Entre suspiros ardientes,
Así llorosa decía:
“Después de tantas promesas,
Tan repetidas caricias,
¿Romper, ingrato, pudiste
El lazo que nos unía?
¿Adonde está la firmeza
Jurada, fiero homicida?
¿El amor, la fe, el cariño?
¡Pérfido! ¿cómo mentías?
Libre ya de aquella llama
En que por mi amor ardías,
¿Pudiste, cruel, dejarme
Burlada y escarnecida?
La que en los hombres se fía!
Mas de tan funesto engaño
Sabré vengarme en mí misma.
Y pues la muerte es tan dulce
Para quien odia la vida,
Las aguas del Abendaño
Ahogarán las penas mías.”
En esto a precipitarse
Presurosa se encamina;
Mas la idea de la muerte
La contiene, la horroriza.
“Por cierto que soy muy loca,
-Dijo dejando la orilla-.
¡Hay tantos zagales! ¡tantos!
Y sólo tengo una vida.”

UNA MIRADA QUE CONFORTÓ A UN AMIGO EN DESGRACIA


He aquí el relato de una obra sencillísima de amor, que consoló a un mísero prisionero, dándole fuerzas para resistir a la desesperación durante los largos y penosos años que debía pasar en la soledad de la prisión.
Hace algún tiempo, un joven de esmerada educación vio caer el oprobio sobre su limpio nombre, a causa de cuantiosas deudas que había contraído.
Condenado a un largo encarcelamiento, pasó aún por la amargura de saber que todos sus antiguos compañeros habían formado el propósito de no volver a hablarle, cuando cumplida la condena fuese puesto en libertad.
Al cabo de unos meses, se le llamó ante el Tribunal, para responder a las preguntas del juez referentes a sus deudas. Un antiguo amigo se enteró por los periódicos de la mañana, que al día siguiente había de verse aquella causa ante la Audiencia de lo criminal.
La historia entera de su antigua amistad se le representó ahora conmoviéndole profundamente; la imagen de su amigo en desgracia le hizo olvidar los prejuicios que hasta entonces le habían retenido. Así, pues, acudió al Palacio de Justicia y se detuvo en el corredor que conducía a la Sala en que había de celebrarse la vista.
Escoltado por dos alguaciles, el infeliz prisionero avanzó por el pasillo, bajo los ojos por la vergüenza de ser visto, y al pasar junto al amigo de sus días dichosos, éste se descubrió con respeto. El desventurado prisionero vio aquel noble gesto y jamás lo echó en olvido Aquel porvenir suyo, que tan desesperado le pareciera, desde entonces se aclaró para él con un rayo de luz. Aun le quedaba un amigo, que en la desgracia no se avergonzaba de él.

ASTUCIA DE UN VIAJERO


Un viajero llegó a una posada en una noche de las más frías de diciembre, y al pasar por la cocina vio que todos los asientos estaban ocupados por la mucha gente que había alrededor del fuego, causándole la mayor pena el no poder acercarse a calentar las uñas.
« Mozo », dijo en voz alta al criado; «darás al momento a mi caballo dos docenas de ostras
El mozo obedeció; y todas las personas que estaban en posesión de la lumbre, no pudieron resistir al deseo de ver un animal tan extraordinario: se levantaron y marcharon en tropel a la caballeriza.
Entretanto el viajero tomó el mejor asiento al fuego, y un instante después llegó el mozo a decirle, seguido de los curiosos, que el caballo no quería comer las ostras.
« ¡Cómo! ¿no las quiere? » pregunta muy serio el viajero;« Pues, ponme aquí la mesa, y me las comeré yo a su salud ».

La carta perdida - Por Héctor Fuentes

        Todos los fuegos, el fuego", de Julio Cortázar, dijo con voz impaciente Alberto Lagos. La bibliotecaria buscó el libro en la computadora y le pidió a Alberto el número de socio. Luego se retiró
hacia los estantes para volver con el libro solicitado. Concluido el procedimiento el muchacho se marchó a su casa.
El día elegido para la lectura había sido un Viernes, "nada mejor que desplomarse en el sillón del living y disfrutar de un buen libro", se dijo en voz alta Alberto. Y parecía que en verdad todo estaba en orden: el trabajo esperaría hasta el Lunes; las compras ya estaban hechas y la mujer que se encargaba de la limpieza había dejado todo en su perfecto lugar. Luego de cenar, decidió abrir el libro. Y allí algo estaba fuera de lugar. Lo notó porque el espesor de las páginas desentonaba con una especie de apéndice misterioso que nada tenía que ver con la constitución del libro. Lo batió con curiosidad hasta que algo saltó al suelo. Primero lo miró con asombro, pero después pensó que el lector anterior había olvidado seguramente un señalador. Aunque eso era otra cosa, se trataba de una carta. No tuvo más remedio que abrirla y empezar a leerla: "No estoy dispuesta a soportar mas tus maltratos, prefiero morir en un instante antes que sufrir al lado tuyo toda la vida". Los trazos eran los de alguien que está
desesperado y arroja palabras en un papel, como otro arroja una botella al mar. Luego leyó: "el día del casamiento de tu hermana, dentro de exactamente una semana, voy a tirarme al vacío desde la terraza del edificio de la fiesta. Ese día luciré mi vestido de noche preferido, aquel dorado con breteles negros que me compré con mi primer sueldo de cajera. Será un estreno inusual, pues ese día conoceremos juntas la muerte". Luego de leer ese párrafo Alberto se estremeció. El día elegido para el suicidio coincidía con el que Alberto había elegido para olvidarse del mundo y de sus problemas "¿Es que ni siquiera en los libros encuentro un poco de paz?", pensó. La carta terminaba con las siguientes palabras: "cuando te conocí Rubén, creí haber encontrado el amor. Cuando nos casamos y finalmente descubrí que tu verdadero placer era pegarme, sentí que había encontrado a la muerte". Firma: Karina Herrera. En un rincón del sobre se encontraba la tarjeta de invitación con el lugar y la hora de la fiesta. Sin querer y sin buscarlo Alberto Lagos estaba metido en medio de una historia que no le pertenecía, pero de la cual no podía ya quedar indiferente. Pensó en su ex mujer y en porqué estaba solo. Pensó en sus treinta y cinco años y en lo mucho que le costaba poder comunicarse con las personas luego de que la separación lo dejase al borde de una depresión enfermiza. Pero había algo allí en esa carta que lograba conmoverlo. Se imaginó por un instante como sería Karina, la pensó hermosa y la dibujó con trazos invisibles en la quietud de su departamento.
Buscó otra vez la tarjeta y miró el reloj. Eran las nueve de la noche y la fiesta empezaba a las nueve y media y a sólo quince cuadras de su departamento, en un edificio que él ya conocía por haber ido a la despedida de soltero de un amigo de la secundaria.
En aquella celebración se había encontrado con sus viejos compinches de aventuras. Una y mil veces se había preguntado ¿por qué uno se va quedando cada vez más solo a medida que va creciendo? Existe en el adulto un mecanismo extraño. La falta de tiempo nos vuelve mezquinos, como si no perdiésemos definitivamente el tiempo al perdernos a nosotros mismos...
La hora se venía encima y la decisión de ir a buscarla e impedir el suicidio empezó a rondar su cabeza. Hasta que inmerso ya en una loca marcha se encaminó hacia la fiesta con el mejor traje que tenía.
La noche estaba calma, pero el viento traía el olor de la tierra mojada. La lluvia se agazapaba amenazante. Decidió tomar un taxi. Al entrar al vehículo escuchó en la radio el tango “Por una cabeza” y en un lapsus de recuerdos y añoranzas, se acordó de su infancia. El taxista rompió el idilio al decir:
- ¡Mejor que llueva! (y golpeó enérgico el volante) ¿Usted vio como está cambiando el clima? Yo trabajo doce horas por día metido adentro de esta caja, y le puedo afirmar que cuando me empiezan a doler los huesos, es seguro que se viene el aguacero.
- El dolor de huesos y el bicherío traen agua, decía mi tía.
- Y no se equivocaba, para colmo esta ciudad de La Plata está cada vez más calurosa. Los diarios dicen que dentro de unos años el clima de la Argentina va a cambiar por completo. Los expertos aseguran que nos encaminamos hacia un clima tropical.
- Cambia, todo cambia... ¿Cuánto le debo jefe?
Cuando llegó a la fiesta tropezó con la gente que controlaba la entrada, pero logró sortear el obstáculo al mentir, argumentando que trabajaba en el armado de las luces. Acto seguido sacó del bolsillo una extraña tarjeta membretada. El grandote de la puerta la miró de reojo y ante la duda y la confusión, prefirió dejarlo pasar. Tomó el ascensor con prisa y llegó rápido a la terraza. Miró desesperado hacia todos los rincones, hasta que encontró el vestido dorado de breteles negros vistiendo a una muchacha sola que miraba las estrellas con una copa en la mano.  Se acercó hasta ella y la miró por un momento de espaldas. El hechizo se rompió cuando Karina en un movimiento brusco giró y volcó el champagne sobre el traje de Alberto. Se rieron. Se miraron con curiosidad. Hasta que él preguntó:
- ¿En qué pensabas?
- En las estrellas, sólo miraba su luz.
-Leí tu carta, la encontré en un libro de Cortázar.
Karina sintió algo muy fuerte y se largó a llorar. Él la abrazó hasta sentirla muy profundamente, hasta verle los ojos grandes y negros mirándolo fijo y balbuceando algo en voz baja. Ella le dijo "gracias". Él la abrazó de nuevo y juntos se escaparon de la fiesta. Cuando llegaron a la calle se largó a llover. Decidieron entrar en un bar para tomar un café. El primer cigarrillo lo prendió ella, él la siguió y con el de ella prendió el suyo.  Eran dos almas que ardían con un fuego de tabaco y papel, a las que la muerte, tan acostumbrada a llevarse lo que quiere y cuando quiere, tuvo que conformarse con mirarlos desde una impotencia que la ridiculiza cuando se enfrenta al amor.