sábado, 28 de mayo de 2016

SONETO Por Arriaza

¿Qué hace   vuestra   merced   que  no arremete,
¡Oh Don Quijote!, y con sin par bravura
Rompe la envejecida sepultura
En que os dejó tendido Cide-Hamete?

Embrace adarga, vista el coselete,
Y blandiendo en la diestra lanza dura,
Embista la canalla sin ventura
De sandios que a eruditos se nos mete.

Mas ya os oigo decir hacia mí vuelto:
«No mi quietud con voces alborotes,
Ni demandes mi ayuda asaz resuelto,

« Pues te hago saber, y es bien lo notes,
Que si anda ahora el mundo tan revuelto,
Es sólo porque en él sobran quijotes,»

MAXIMAS DE ROCHEFOUCAULD

-Es tal el hábito que tenemos de ocultar a los otros lo que somos, que al fin acabamos por engañarnos a nosotros mismos.

-Es más fácil parecer digno de los cargos que no poseemos, que de los que desempeñamos.

- Nos gusta mucho más que nos imiten, que no que procuren igualarnos. La imitación es señal de estima, pero la competencia lo es de envidia.

VEJECES Por José Asunción Silva.

Las cosas viejas, tristes, desteñidas,
Sin voz y sin color, saben secretos
De las épocas muertas, de las vidas
Que ya nadie conserva en la memoria,
Y a veces a los hombres, cuando inquietos
Las miran y las palpan, con extrañas
Voces de agonizantes, dicen, paso,
Casi al oído, alguna rara historia
Que tiene oscuridad de telarañas,
Son de laúd y suavidad de raso.
Colores de anticuada miniatura,
Hoy, de algún mueble en el cajón, dormida,
Cincelado puñal, carta borrosa,
Tabla en que se deshace la pintura
Por el tiempo y el polvo ennegrecida,
Histórico blasón, donde se pierde
La divisa latina, presuntuosa,
Medio borrada por el liquen verde,
Misales de las viejas sacristías,
De otros siglos fantásticos espejos
Que en el azogue de las lunas frías
Guardáis de lo pasado los reflejos;
Arca, en un tiempo de ducados llena,
Crucifijo que tanto moribundo
Humedeció con lágrimas de pena
Y besó con amor grave y profundo;
Negro sillón de Córdoba, alacena
Que guardaba un tesoro peregrino
Y donde anida la polilla sola,
Sortija que adornaste el dedo fino
De algún hidalgo de espadín y gola,
Mayúsculas del viejo pergamino,
Batista tenue que a vainilla hueles,
Seda que te deshaces en la trama
Confusa de los ricos brocateles,
Arpa olvidada que al sonar, te quejas;
Barrotes que formáis un monograma
Incomprensible en las antiguas rejas,
¡El vulgo os huye, el soñador os ama,
Y en vuestra muda sociedad reclama
Las confidencias de las cosas viejas!

El pasado perfuma los ensueños
Con esencias fantásticas y añejas,
Y nos lleva a lugares halagüeños
En épocas distantes y mejores;
¡Por eso a los poetas soñadores
Les son dulces, gratísimas y caras,
Las crónicas, historias y consejas,
Las formas, los estilos, los colores,
Las sugestiones místicas y raras
Y los perfumes de las cosas viejas!

La cita Por Estanislao del Campo

Era noche, cándidas, flotantes,
las nubes discurrían por los cielos
salpicados de estrellas, como velos
 bordados de topacios y diamantes.

Los rayos de la luna, fulgurantes,
plateaban las lagunas y arroyuelos
que entre pliegues de verdes terciopelos
movían sus caudales murmurantes.

Crucé el jardín con paso cauteloso
hollando margaritas, que un quejido
exhalaban, heridas en su tallo.

Distinguí su vestido vagaroso,
me acerqué, me abrazó, lanzó un gemido
porque al besarla yo le pisé un callo.

CANCIÓN A UNA MUCHACHA MUERTA Por Vicente Aleixandre

Dime, dime el secreto de tu corazón virgen,
dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra,
quiero saber por qué ahora eres un agua,
esas orillas frescas donde unos pies desnudos se bañan con espuma.

Dime por qué sobre tu pelo suelto,
sobre tu dulce hierba acariciada,
cae, resbala, acaricia, se va,
un sol ardiente o reposado, que te toca
como un viento que lleva sólo un pájaro o mano.

Dime por qué tu corazón, como una selva diminuta,
espera bajo tierra los imposibles pájaros,
esa canción total que por encima de los ojos
hacen los sueños cuando pasan sin ruido.

Oh, tú, canción que a un cuerpo muerto o vivo,
que a un ser hermoso que bajo el suelo duerme,
cantas color de piedra, color de beso o labio,
cantas como si el nácar durmiera o respirara.

Esa cintura, ese débil volumen de un pecho triste,
ese rizo voluble que ignora el viento,
esos ojos por donde sólo boga el silencio,
esos dientes que son de marfil resguardado,
ese aire que no mueve unas hojas no verdes . . .

¡Oh, tú cielo riente que pasas como nube;
oh pájaro feliz que sobre un hombro ríes;
fuente que, chorro fresco, te enredas con la
luna; césped blando que pisan unos pies adorados!

Apuntes para una historia del disparate: La teoría de las piedras vivas Por L.M.

       Durante el siglo XVI varios científicos europeos se dedicaron con paciencia al estudio y a la observación de las piedras. Y algunos de ellos llegaron a conclusiones completamente disparatadas, o por lo menos, que hoy parecen disparatadas. El médico y filósofo italiano Girolamo Cardano (1501-1576) dedicó buena parte de su vida a examinar minuciosamente distintas piedras. Y una de las cosas que más le llamaron la atención fue que muchas de ellas tenían diminutas cavidades, poros, finos túneles y rayas borrosas. ¿Y a qué conclusión llegó? Bueno, dijo que esos detalles revelaban formas muy simples de aparatos digestivos. A partir de esa observación, podían deducirse tres cosas: que las piedras eran seres vivos, que comían y que crecían.

LAS "PIEDRAS VIVAS"

Cardano y sus seguidores pensaban que la vida y la estructura de las piedras era parecida a la de las plantas: las piedras crecían gracias a la absorción de nutrientes a través de poros y su distribución por conductos; mientras que en los vegetales los nutrientes circulaban por un sistema de canales y cavidades.
El naturalista francés Jean Baptiste Robinet (1735-1820) no sólo compartía las ideas de Cardano, sino que iba mucho más allá: aseguraba que las piedras tenían un complejo sistema de órganos vitales internos que les permitía filtrar, destilar y transportar el alimento a todas las partes de su "cuerpo". Y eso no es iodo: Robinet llegó a decir que cuando las piedras no comían, "se debilita ban y sufrían mucho".
En realidad, Cardano no fue el primero al que se le ocurrió el asunto de las "piedras vivas". Muchos autores de ia antigüedad también decían que las piedras eran seres vivos, muy primitivos, y que nacían de semillas o de los relámpagos. E incluso, y tal como lo planteaba el filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C), muchos creían que las piedras nacían en la superficie de la Tierra, o en su interior, a partir del calor o de la influencia del Sol y los demás astros.

EL SEXO DE LAS PIEDRAS

Si las piedras eran seres vivos, también podía pensarse que debían reproducirse de algún modo. Al fin de cuentas, si los animales y las plantas se reproducían, ¿por qué no las piedras? Y que por lo tanto, tenía que haber piedras masculinas y piedras femeninas. Así pensaba, hace 2300 años, el filósofo griego Teofrasto (327-287 a.C), y así lo escribió en su voluminosa obra "Historia de las piedras". Lo mismo sostuvo Plinio, un escritor romano que vivió durante el siglo I, y que se dedicó con gran entusiasmo al estudio de la naturaleza: según él, las piedras "masculinas" se distinguían porque tenían una raya que las atravesaba, más gruesa que las piedras "femeninas".
Mucho más cerca en el tiempo, encontramos la opinión del naturalista inglés John Mandeville, que vivió durante el siglo XVI. Para él, "la unión de los dos sexos en los minerales lleva a la creación de nuevos individuos, al menos en el caso de los diamantes".

CONFUSIÓN CON FÓSILES

Algunas veces no sólo se trataba de interpretaciones apresuradas y bastante fantasiosas, sino de simples confusiones: muchas de las "piedras" a las que se referían los autores de la antigüedad, eran fósiles. Así, por ejemplo, los antiguos pensaban que las Glossopetras, unas supuestas piedras chatas y triangulares, crecían en el aire y caían a tierra durante las tormentas. Hoy en día sabemos que, en realidad, las Glossopetras son simples dientes fosilizados de tiburones. En esta línea de confusión cayó también Plinio: lo que él creyó que eran "piedras masculinas y .femeninas", eran simples restos fósiles de distintos crustáceos.


Extraído de la revista Cabal, febrero de 1999