sábado, 12 de noviembre de 2016

MAXIMAS DE ROCHEFOUCAULD

El hombre que nunca se haya visto en peligro, no puede responder de su valor.

El hombre prudente haría mejor en evitar un combate que en vencer.

Nuestra propia vanidad hace intolerable la ajena.

La vanidad nos obliga a hacer muchas más cosas contrarias a nuestras propias inclinaciones, que la razón misma.

El perfecto valor consiste en hacer sin testigos todo lo que seríamos capaces de hacer ante el mundo entero.

Antes que dejar de hablar de nosotros mismos, preferimos hacerlo mal.

El Linyera - Por Ada Gil

          Nunca supo porqué la casa de su amigo se fue abarrotando de tan variados y disímiles objetos. Los muchachos de la barra los llamaban despectivamente “cachivaches”. Creo que adquirió la pasión por juntar cosas un atardecer lluvioso, desapacible. Sí, ahora lo recuerdo bien, todo empezó esa tarde, cuando él cruzaba la Placita López.
Debajo de un banco, percibió un brillo fugitivo, justo al lado de la calesita. Pensó que sería algún juguete, purpurina barata, o alguna otra bagatela, ésas que logran hacer felices a los niños. Iba a seguir, pero no, un impulso optimista lo acercó al lugar. Tomó asiento en el banco de maderitas lustrosas y comenzó a observar el objeto brilloso con penetrante atención. Lo desconcertó el hallazgo, era un pequeño puñal, con prensil plateado. ¿Qué haría ese objeto, asociado al tajo, sangre, duelo criollo, en esa apacible plazoleta, justo al lado de una calesita, enredando su chispeo con las risas infantiles? Lo tomó, miró con sigilo a ambos lados y hacia atrás, estaba seguro que la persona que lo había perdido, regresaría a buscarlo. Era muy bello. Esperó dos horas, nunca pudo explicarse esa rara obsesión de esperar semejante cantidad de tiempo a una persona anónima, ajena a su vida. Habíamos quedado en encontrarnos alrededor de las diecinueve, recuerdo que llegó tarde y quisquilloso. Comenzó a hablar sin parar. Me contó todo con lujo de detalles. Que se había quedado como clavado en el banco, que su cuerpo no respondía a los mandatos de su mente, que estaba invadido por una terquedad turbadora, pasmosa, sorprendente, que esas dos horas insólitas se habían deslizado como un suspiro y que al comprobar que nadie venía a buscar el arma, guardó el puñal y se fue caminando hacia mi casa. Cuando me mostró el arma blanca, quedé deslumbrado, era una pieza soberbia. A la mañana siguiente me llamó por teléfono. Agitado me preguntó: ¿compraste el diario? Bueno, dale, apurate, leé las noticias policiales, después hablamos. Tomé el diario, lo hojeé, sorprendido y nervioso leí el copete de una noticia: “Extraño crimen en la Plaza López, una mujer murió apuñalada. Se estima que estaba sentada en un banco, cuando alguien, desde atrás le asestó un profundo tajo en la garganta. Así lo determinaron las pericias forenses. No se presentó ningún testigo y el arma no fue hallada”.
Quedé sacudido. Enseguida le hablé, le pregunté que iba a hacer. Sereno me contestó: “Te soy franco, en un principio, pero sólo por unos instantes, me  sentí partícipe del asesinato, pero poco a poco la intranquilidad fue cediendo y me serené. Yo no vi manchas de sangre, el puñal estaba sucio sólo de arena y barro. Con seguridad nadie lo advirtió  semienterrado debajo del asiento. Pensé en llevarlo a la comisaría, a lo mejor el arma daba una pista del asesino. Luego recapacité, no, mejor no. Las huellas dactilares, si las hubiera tenido, ya habían desaparecido, porque ni bien llegué a mi casa lo lustré con limpia metal hasta dejarlo resplandeciente. Recapacité, si voy quizás sospechen de mí, mejor me quedo y no pienso más en el asunto. La mujer ya está muerta y al asesino que lo busque la policía, para eso les pagan, para que cumplan con su deber”
Sí, ahora lo recuerdo bien, fue desde ese día en que se convirtió en un obsesivo buscador de objetos. Siempre repetía lo mismo: “El que busca encuentra”. Y vaya si encontró, desde cosas banales a piezas de arte. Sí, halló de todo, y los fue acumulando en su casa de dos ambientes estrechos. Una lámpara como la de Aladino, a la que frotaba tanto que parecía de oro puro; un candelabro judío, macizo, compacto, como sus tradiciones; un jarrón cuarteado, con un asa ausente, que reconstruyó con la habilidad del mejor de los artesanos; una escupidera enlozada de color beige, que le hacía recordar a la de su padre, siempre acomodada como un florero debajo de la cama, a la que recordaba con asco porque había tropezado con ella muchas veces armando un chiquero en el dormitorio. Esa escupidera le hacía pensar en la vagancia del viejo, porque el baño estaba justo al lado de la habitación y al utensilio siempre lo tenía que lavar su madre. Siempre le pasa lo mismo, cuando los pensamientos vuelan hacia su infancia, se pierde en ellos. Al padre también le gustaba juntar chirimbolos, pero realmente no tenían la prosapia de los suyos. Sólo juntaba basura.
Como ellos vivían en la misma cuadra, yo frecuentaba la casa. Muchas veces nos íbamos al fondo a curiosear los trastos que el viejo alineaba en un estante desvencijado por el peso, en la pieza del fondo.
El paso de los días, de los años, convirtió la casa de mi amigo en un receptáculo donde convivían un montón de piezas a las que las emparentaba una extraña noción de magia, estilo, linaje, y que se fueron acomodando aleatoriamente en la vivienda. Cuando llenó el hall, fue acumulándolas en el dormitorio. A veces se le hacía difícil circular por la casa con tanto amontonamiento, eso no le importaba, él se sentía millonario, dueño acaudalado, poseedor de un gran tesoro. Al principio podía encontrarse cierto cuidado en la ubicación de las piezas, en general caótica, pero con una vaga noción de estética. La cantidad fue borrando esa sensación y todo aparecía como compactado en un friso único. Me contaba que cada noche, al acostarse, se quedaba extasiado mirando la decoración, hasta quedarse dormido. Muchas veces pensé que se estaba volviendo loco. Sus escépticos amigos, amantes de la mesa del café, pegada a la vidriera, donde la discusión por un gol de algún equipo favorito, era interrumpida por el paso de las formas de una mujer, sin demasiadas exigencias de armonía, comenzaron a llamarlo “El linyera”.
Desde entonces él no los invitó más a su casa. Manifestaba que no lo entendían, que él estaba construyendo su propia Torre de Babel, y que como la mítica construida en la región de Senaar, ésta también transmitía un mensaje divino. Sabía que a la otra un pueblo unido la había construido para luego abandonarla, pero a él no le iba a pasar lo mismo, la construiría hasta el final. Y así siguió su vida, acumulando objetos alucinantes. Cuando no encontraba nada, para él era un día perdido. Le aconsejé consultar con un psicólogo, porque lo que a él le pasaba era una enfermedad llamada “linyerismo”, padecida generalmente por personas de edad avanzada. Le conté la historia de Juan. Cuando su vieja murió y fueron a limpiar la casa, se encontraron  con un sinfín de bolsas repletas de envoltorios de caramelos, corchos, tapitas de gaseosas, cáscaras de miles de naranjas, cientos de huesitos de pollo, un verdadero revoltijo y en ese caos, había convivido compartiendo la abultada maraña con ratas y cucarachas. Los médicos le habían dicho que la senilidad a veces viene acompañada del linyerismo. Traté de convencerlo y le dije con cierta dureza: “No podés seguir así, arrinconado entre objetos, aislado de tus amigos, tenés cincuenta años, si seguís así a los sesenta tu famosa Torre de Babel se te cae encima y te sepulta.
Eso lo impresionó, se quedó pensativo, luego me contestó con convencimiento:
“¿Cómo el ser supremo podría cometer semejante acción? No, imposible amigo, vos nunca entendiste los mandatos divinos”.
En ese momento comprendí que estaba chiflado. Se fue alejando de sus viejos afectos y a mí sólo me veía de vez en cuando. Se la pasaba del trabajo a la casa, y de la casa al trabajo, argumentando que era obediente a las palabras del General. Caminaba con un andar detectivesco, avizorando, escudriñando, recolectando objetos que se convertían en acompañantes fieles. Comprendí que para él, esa maraña confusa era su mejor compañía.
Nosotros nos habíamos convertido en recuerdos remotos. El día 24 de enero una noticia apareció en el diario “La Capital”. Se anunciaba un extraño hecho: “Un señor de apellido Miranda, al no tener noticias de su mejor amigo se dirigió a su casa sita en la calle Maipú al 2300, tocó el timbre con insistencia, al no obtener contestación, sondeó el picaporte, comprobando que la puerta cedía. Expresó que el lugar, atestado de objetos diversos, no le permitían la entrada, que corriendo algunos objetos, con gran dificultad y sorteando obstáculos, se dirigió hacia la puerta del dormitorio de su amigo, que la misma estaba entornada, que lo llamó con fuerza, que nadie le contestó, que no pudo entrar porque la puerta estaba atascada, que asomó la cabeza, que vio una gran cantidad de cosas esparcidas por todos lados, como si
un efecto dominó las hubiera hecho caer, formando una gran torre, que un olor rancio lo mareó, entonces se dirigió a la comisaría más cercana a denunciar el hecho” Yo, José Miranda, avisé a la policía y ayudé a buscar infructuosamente el cuerpo de mi amigo. En la calle se fueron acumulando sus valiosos cacharros, de él ni noticias, se esfumó, se lo tragó la tierra.
Más de seis meses lo buscó la policía, luego abandonaron el caso. Otra desaparición misteriosa en los anales de la justicia. Llegué a pensar que quizás habría llegado al cielo trepando por su torre de Babel o que al derrumbarse la montaña empinada y no permitirle entrar a su propia casa, enloquecido huyó. Necesito que esto se aclare, no puedo vivir con esta incógnita. Mientras tanto y en busca de su rastro, he comenzado a recorrer las calles, hocicando la presencia de objetos emparentados con una extraña noción de magia, estilo y linaje. Los llevo a mi casa. Los voy acomodando aleatoriamente en el hall.