sábado, 28 de enero de 2017

El árbol del olvido Por Fernán Silva Valdés

En mis pagos hay un árbol,
que del olvido se llama,
al que van a despenarse, vidalitay,
los moribundos del alma.

Para no pensar en vos,
bajo el árbol del olvido,
me acosté una nochecita, vidalitay,
y me quedé bien dormido.

Al despertar de aquel sueño
pensaba en vos otra vez,
pues me olvidé de olvidarte, vidalitay,
en cuantito me acosté.

El tiempo y la lluvia - Por Ángeles Rocato

Penetra suave la humedad de la brisa
como el roce tierno de una mano amiga
abre en su andar la senda emotiva
que experimenta y derriba la frontera interna
y permite abrir el reconfortante fluir del alma.

La lluvia en caravana de transparente hilado
baja pertinaz desde el plomizo cielo
siento en mi piel el tic-tac de su goteo pausado
inserto en la bruma de tu espacio- tiempo.

Me refugio y me conmuevo
donde las pisadas se acallan junto al verbo
es la manifestación divina que enternecida bebo
es el todo y la nada, en un tapiz que arropa mi sueño.

Ha vuelto el orden afuera y adentro…
respiro, me nutro y me permito sembrarme
de juncos y lirios en flor.

Mi mirar es nuevo
mi latido recién estrenado
el tapiz violeta del sendero
es la señal indiscutible del paso del tiempo
tiempo fértil para abandonar lo añejo
y amoroso para emprender cristalino vuelo.

La Oración de Guerra - Por Mark Twain

Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allí abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas los vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas. En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes.
De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida recibían un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.
Llegó el domingo por la mañana. Al día siguiente los batallones partirían hacia el frente; la iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. ¡El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles. El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!».
Después vino la oración larga. Nadie recordaba algo semejante por lo apasionado de la súplica y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En esencia, la oración pedía al Padre de todos nosotros, benigno y siempre misericordioso, que velara por nuestros nobles y jóvenes soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y ánimo en el afán de su patriótica tarea; que los bendijera y protegiera con Su poderosa mano en la batalla; que los fortaleciera y les diera confianza para que fueran invencibles en el ataque sangriento; que les ayudara a aplastar al enemigo y les concediera, tanto a ellos como a su patria y su bandera, la gloria y el honor imperecederos.
Un anciano extraño entró y con paso lento y callado avanzó por el pasillo, con los ojos clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e iba vestido con una túnica que le llegaba a los pies, llevaba la cabeza descubierta, una vaporosa cascada de cabello cano le caía sobre los hombros y tenía la cara arrugada y exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos de asombro, todos le seguían con la mirada mientras se encaminaba al altar en silencio y sin pausa, hasta que se detuvo a la par del clérigo y se quedó allí esperando de pie.
El clérigo, con los ojos cerrados, no se había percatado de la presencia del extraño y prosiguió con su oración conmovedora hasta terminar con las siguientes palabras, pronunciadas con gran fervor: «¡Bendice nuestras almas, concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y nuestra bandera!».
El extraño le tocó el brazo y le hizo señas para que se apartara -a lo que accedió el desconcertado clérigo- y ocupó su lugar. Durante unos momentos, con ojos solemnes que emanaban una luz extraordinaria, contempló detenidamente a la audiencia embelesada. Entonces con una voz profunda dijo: «Vengo del Trono. Soy portador de un mensaje de Dios Todopoderoso». Las palabras golpearon a la congregación como en un seísmo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso. «El ha escuchado la oración de Su siervo, vuestro pastor, y se concederán sus peticiones si ése es vuestro deseo después que yo, Su mensajero, os haya explicado su significado, es decir, todo su significado. Pues sucede lo que en la mayoría de las oraciones de los hombres; el que las pronuncia pide mucho más de lo que es consciente, salvo que se detenga y se ponga a meditar».
«Vuestro Siervo de Dios ha rezado su plegaria. ¿Ha reflexionado sobre lo que ha dicho? ¿Es acaso una sola oración? No; son dos -una pronunciada y la otra no-. Ambas han llegado a los oídos de Aquel que escucha todas las súplicas, tanto las anunciadas como las guardadas en silencio. Ponderad esto y guardadlo en la memoria. Si rezas una plegaria en tu beneficio ¡ten cuidado! no sea que sin querer invoques al mismo tiempo una maldición sobre el vecino. Si rezas una oración para que llueva sobre tu cosecha, mediante ese acto quizá estés implorando que caiga una maldición sobre la cosecha de alguno de tus vecinos que probablemente no necesite agua y resulte así dañada».
«Han escuchado la oración de vuestro siervo -la parte enunciada-.Yo he sido encargado por Dios para poner en palabras la otra parte, aquélla que el pastor -al igual que ustedes en sus corazones- rezaron en silencio. ¿Con ignorancia y sin reflexionar? ¡Dios asegura que así fue! Oísteis estas palabras: “Concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro Dios”. Eso es suficiente. La oración pronunciada está íntimamente ligada a esas palabras fecundas. No han sido necesarias las explicaciones. Cuando habéis rezado por la victoria, habéis rezado por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de la victoria -debe ser así y no se puede evitar-.El espíritu atento de Dios Padre acogió también la parte no pronunciada de la oración. Me encargó que la expresara con palabras. ¡Escuchad!».
«Oh Señor, nuestro Padre, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos partimos también nosotros -en espíritu- dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo. ¡Oh Señor nuestro Dios, ayúdanos a destrozar a sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos; ayúdanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de sus patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor, ayúdanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de sus viudas inofensivas con aflicción inconsolable; ayúdanos a echarlas de sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos, hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu, agotados por las penurias, te imploramos que tengan por refugio la tumba que se les niega -por el bien de nosotros que te adoramos, Señor-, acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su camino con sus lágrimas, tiñe la nieve blanca con la sangre de las heridas de sus pies! Se lo pedimos, animados por el amor, a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y amigo de todos aquellos que padecen. A El, humildes y contritos, pedimos Su ayuda. Amén».
(Después de una pausa)
«Así es como lo habéis rezado. ¡Si todavía lo deseáis, hablad! El mensajero del Altísimo aguarda».
Más tarde se creyó que el hombre era un lunático porque no tenía sentido nada de lo que había dicho.

martes, 17 de enero de 2017

Invitación a vivir Por Ardis Wihtman – Publicado en Litton Educacional Puhlishing, Inc.

Sucedió cuando era yo niña, en un pueblecito de Nueva Escocia (Canadá). La madre de una familia que vivía no muy lejos de nosotros murió, y el padre, con frecuencia ebrio, era incapaz de cuidar de sus hijos; así, una mujer del lugar se había llevado a uno de los chicos a vivir con ella. Viuda, pobre y sin educación, tuvo sin embargo amor y energía suficientes para atender al niño, que tiritaba y se mostraba huraño. Casi de la noche a la mañana el niño comenzó a cambiar, a crecer y embellecer. Pero una cosa lo cohibía: como nos era extraño, ninguno de nosotros quería jugar con él.
Un día su madre adoptiva nos sorprendió retozando mientras el niño permanecía a un lado, llorando y sintiéndose rechazado. Lo envió a su casa y se volvió a nosotros. "¡No voy a tolerar esto!" nos gritó con cólera. "Este niño debe importarnos. A esta edad justamente se está decidiendo si ha de hacer algo en el mundo, y cada vez que logro que adelante un poquito, vosotros, niños, lo empujáis hacia atrás. ¿No queréis que viva?"
Han pasado muchos años, pero no he olvidado aquel incidente. Fue mi primer contacto con el hecho penoso y significativo de que hay personas que alientan y personas que destruyen a otras. Nos ayudamos o estorbamos unos a otros, nos invitamos unos a otros a ser y crecer, o a rendirnos y retirarnos, influyendo unos en otros como el sol y la escarcha "influyen" en un prado.
En “El yo transparente”, el sicoterapeuta Sidney Jourard sostiene que este proceso está ocurriendo permanentemente, que todos nosotros hacemos sin cesar singulares y potentes invitaciones a los demás a que vivan o mueran, a que triunfen o se rindan.
Y tiene razón, sin duda. Cuando estoy con alguien, crezco o disminuyo según corno ese alguien me haga sentir. Y, a mi vez, lo invito a vivir o morir simplemente por el hecho de existir yo en su presencia, por pasear con él o retirarme por tenderle o no mi mano, por abrirle mi corazón o mantenerlo cerrado. Frederick Buechner compara a la humanidad con una tela de araña. “A nuestro paso por este mundo", escribe en “The Hungering Dark”, "y al conducirnos con amabilidad, quizá, o con indiferencia u hostilidad hacia las personas con quienes .nos encontramos, hacemos temblar la gran telaraña que todos constituimos. La vida con que entro en contacto, para bien o para mal, afectará a otra vida, y esta,- a su vez a una tercera, hasta que los hilos cesen de temblar, quién sabe dónde, o mi contacto se haga sentir en quién sabe qué lejano lugar".
Es evidente que nuestra influencia individual puede ser profunda. ¿Cómo la empleamos? Algunas personas, escribe Jourard, "tienen una comprobada capacidad para trasmitir a otros potentes invitaciones a que consideren la vida como algo insustancial y sin esperanza. Están dotadas para lograr que otros desistan, se rindan, cedan". Tales personas quizá sufran adversidades de las que no se les puede culpar, o tal vez se han visto frustradas por padres que se sustrajeron a la vida. Cualquiera que sea la razón, son personas rígidas y frías; aniquilan los sueños, paralizan la esperanza, apagan la alegría. Bajo su fija mirada critica, los dones menguan, disminuyen los logros, se desvanece la confianza y deja su plaza al temor.
Todos conocemos personas así y nos sentimos anulados en su presencia. He aquí, por ejemplo, un hombre castrado por una esposa escarnecedora. Tú dices- que eres un hombre?" le grita porque él se muestra sexualmente débil o incapaz de ganar tanto como ella quisiera. O pensemos en una joven esposa que lucha para aprender a cocinar, mientras su marido recompensa sus esfuerzos con observaciones como estas: "Nunca aprenderás" o "¿Por qué no desistes de una vez?" He aquí también a un maestro que a un relato brillante y original responde con censuras sobre la caligrafía o la ortografía del alumno.
Cuando nos hallamos en compañía de personas semejantes, nos sentimos incapaces de hacer frente a la vida, creemos valer menos, de algún modo real, de lo que pensábamos valer, nos vemos empujados a cometer actos estúpidos, a la belicosidad o al terror. Y no sólo cuando estamos con ellas nos destruyen. Pues si nos invitan a morir, su invitación pasa, a través de nosotros, a otras personas. Como sofocan en nosotros el impulso de vivir, también nosotros lo sofocamos al vernos en presencia de la persona que encontramos a continuación. Derrotados, llevamos con nosotros nuestro frustrado yo a todas las personas nuevas que nos tropezamos.
En cambio, ¿qué decir de esas espléndidas e inolvidables personas «.que nos invitan a vivir”. Con ellos, crecemos espiritualmente y nos renovamos. Trasmiten una onda de energía con que seguir adelante, nos instan a cultivar todo lo que somos o podemos ser.
Cuando era una adolescente, tuve una maravillosa maestra que enseñaba con tal pasión y amor que ninguno de sus alumnos la olvidó nunca. Cuando leía en clase nuestras. elementales composiciones, veíamos cómo le resplandecía el rostro, la oíamos exclamar con deleite, reír, con regocijo, y aun la veíamos llorar. Lo mejor de todo era que alentaba en nosotros incluso la más pequeña chispa de originalidad. Y cuando llegaba la crítica, era en forma vivificante, pues decía: "Podemos hacerlo mejor todavía. Podemos profundizar todavía más".
El poeta inglés Robert Browning era una de estas personas; invitó a Elizabeth Barrett a vivir, en el verdadero sentido de la palabra. La madre de Elizabeth había- muerto cuando sus 11 hijos eran todavía jóvenes, y el padre asumió sobre la familia una autoridad despótica, tiránica. Elizabeth, delicada la mayor parte cíe su vida, se convirtió a la postre en una inválida, aceptando el diagnostico del medico de que ella estaba "tísica" y aferrándose a los síntomas que arruinaban su gran talento natural para vivir. Quizá, inconscientemente, ella lo quería así, pues estando enferma recibía cuidado especial, un cuarto para ella sola y una relativa liberación de los' accesos de ira de su padre.
Sin embargo, cuando frisaba ya en los 40 años de edad conoció a Robert Browning, quien se enamoró tan locamente de ella que, un día o dos después de su primer encuentro, le escribió una carta apasionada. El poeta la hizo sobreponerse a sus temores, la arrancó de su cuarto de enferma y la llevó al matrimonio olvidando todos los síntomas de ella por considerarlos como otras tantas telarañas. A los 41 años de edad Elizabeth viajó mucho, y a los 43 dio a luz a un niño perfectamente sano. Durante el resto de su vida escribió poesías que le valieron un "elevado sitial en la literatura inglesa y que sólo pudo haber creado una persona llena de vitalidad.
El dramaturgo Edward Sheldon, figura fabulosa de la escena de Nueva York a fines del siglo pasado y comienzos del actual, fue otra de esas perdonas dotadas de poder vivificante. A los 30 años de edad enfermó de una artritis progresiva tan devastadora que llegó a quedar completamente paralítico y, finalmente, ciego. Reaccionó invitando a otros (a las muchas personas que había conocido y amado) a vivir más plenamente de lo que .habían vivido nunca antes. Gran número de ellos iban a estarse a la cabecera de su lecho; todos partían de allí con más vida que la que tenían cuando llegaron. Escuchándoles con gran atención, les reprendía cuando era necesario, compartía su pesar cuando estaban tristes, se regocijaba con sus más pequeñas alegrías y siempre les pedía que se esforzaran en dar de sí lo más que pudieran. La autora Anne Morrow Lindbergh escribió: "Salía uno de allí renovado, y a la vez estimulado por un centenar de ideas nuevas que le bullían en el pensamiento, y con la tranquila certidumbre de que había tiempo de sobra para llevarlas a cabo. El mundo se abría entre aquellas cuatro paredes".
¿Cómo denominamos a un don semejante? Jourard dice que tales personas nos "inspiran"; nos salvan de nuestro escepticismo, de nuestro hastío, de nuestra indiferencia. Nos hacen superar la apatía que va apoderándose de nosotros a medida que la vida pasa. Hacen que todo cobre realidad; la alegría, la tragedia, incluso la muerte. Son sin duda seres elegidos.
¿No querríamos todos ser, como ellos, fuentes de vida? La cuestión es: ¿ Cómo ? ¿ Cómo adquirir este preciosísimo don?
Lo más importante que podemos hacer es expresar claramente nuestro propio amor a la vida, pues damos vida sólo cuando nosotros mismos la tenemos; cuando, en vez de sentirnos muy poseídos de nuestro entusiasmo, en vez de tratar de ocultarlo, lo usamos para comunicarles a otros la facultad de maravillarse.
Buechner recuerda una tarde de invierno en la que entró en su clase precisamente cuando una ígnea puesta de Sol incendiaba el cielo sobre lo;, árboles negros como el hollín. En súbito impulso, Buechner apagó las luces y presentó a sus alumnos, que charlaban, "todo el cielo en llamas, como en el final o el principio del mundo". Ninguno se rió, ninguno gastó una broma, ni siquiera hubo nadie que le preguntara por qué había hecho eso. Todos permanecieron inmóviles, fascinados hasta que la luz se extinguió .., al cabo de más de 20 minutos. Fue aquella, comenta Buechner, una gran clase, una lección de profunda comunión
Otro modo de invitar a vivir es manifestar con nuestra propia valentía el poder de la' vida sobre la muerte. Recuerdo cuando mi padre murió de repente, hace más de 20 años. Fui a nuestra aldea de Nueva Escocia, a los funerales, y después rogué a mi madre que viniera a vivir conmigo. Se negó, amablemente, pero con firmeza. Luego se estuvo a mi lado, en medio de una furiosa tormenta, mientras esperaba yo mi tren. Mujer de un metro y medio de estatura, cubierta con un abrigo negro, parecía pequeñita contra el fondo de los campos nevados. Pero no había nada de pequeño en la doctrina con que me despidió. "Quiero que sepas", me dijo con ardoroso orgullo, "que aunque os perdiera a todos vosotros, me labraré mi propia vida, y será una vida buena". Por supuesto, esto lo dijo para mi consuelo, pero yo sabía que cumpliría su palabra tan bien como el que más.
El Dr. Albert Schweitzer solía decir que debamos tributar a toda voluntad de vivir la misma reverencia por la vida que otorgamos a la propia. Si invitarnos a una persona a vivir, debemos aceptar el hecho de que esa persona es otro ser humano. Debemos escuchar atentamente sus sueños, no descartarlos con negativas. Sobre todo, debemos ver qué es lo mejor que hay en ella y permitirle ser y madurar, pues el crecimiento es la esencia-de toda criatura viviente, el corazón del proceso de la vida: la vida es un árbol que crece, no una estatua.
La invitación a vivir es, pues, invitación a crecer, a ser el que se es, a gozar. Pero es también invitación a esperar. "Una persona vive", escribió Jourard, "mientras siente que su vida tiene significación y valor, y mientras tiene algo por lo cual vivir. Tan pronto como la significación, el valor y la esperanza desaparecen de la vida de una persona, esa persona comienza a dejar de vivir, comienza a morir".
Nuestros tiempos son peligrosos, cierto. Pero son también abiertos, estimulantes, llenos de posibilidades. Las personas que nos invitan a la esperanza y a la vida, no se sientan en casa a lamentarse. Votan, enseñan a niños que tienen dificultades para aprender, derriban las barreras raciales o de clase que encuentran a su paso.
Una vez hablé con una mujer de endeble aspecto que, ayudada sólo por dos jóvenes, luchó contra el ayuntamiento de su localidad por la posesión de una vivienda destinada a ser derruida, situada en un distrito miserable, y la limpió fregándola, con sus propias manos, de rodillas; se la abrió luego a los chicos de la vecindad como “ ..un sitio donde refugiarse del frío y como lugar para jugar y aprender. "No nos detuvimos a preguntar si serviría de algo nuestro esfuerzo", dice. "Era una cosa que podíamos hacer, y la hicimos".
Vivimos realmente cuando somos sinceros con nosotros mismos, honrados en nuestros sentimientos, y cuando obramos de acuerdo con nuestras convicciones; vivimos cuando amamos, cuando participamos en la vida de otros, cuando estamos entregados con dedicación a alguna labor y preocupados por la vida que nos rodea; vivimos cuando construimos y creamos, cuando esperamos, sufrimos y nos regocijamos.

Estimemos como un tesoro la vida que tenemos; así se la trasmitiremos a otros; y trasmitiéndola a otros, volverá a nosotros, pues la vida, como el amor, no puede prosperar dentro de su propio ser, y en cambio se renueva cuando hace don de sí misma. La vida se acrecienta cuando se gasta.

sábado, 14 de enero de 2017

Por la casa antigua Por Pablo Mauricio Barrattini Vidal-Chile

Hoy he vuelto a pasar por la casa antigua,
por la antigua calle donde las acacias
visten con su aroma triste de nostalgia
la que fue mi casa cuando yo estudiaba
la filosofía de los Hermeneutas,
donde Diógenes y su vieja lámpara,
donde Maquiavelo y sus enseñanzas,
poblaron de sueños, la razón y el alma.
Hoy está cambiado todo en esa casa,
un candado añoso custodia la entrada
para que nunca nadie borre los recuerdos
que cuelgan y se mecen como una telaraña.
¿Qué duendecillo inquieto subirá la escala,
habitará mi cuarto y dormirá en mi cama?,
¿Qué mariposa vestida de fiesta
llegará en las tardes hasta mi ventana?
¿Qué será de Rosa, de Don Pedro Aranda,
de Torrijos y de Jaime Vargas
y de la coneja que partió a Francia
en busca del amor que nunca le llegara?.
Todo quedó allí, en esa vieja casa,
los años felices y la remembranza,
todo como antes, sólo está en el alma.
Ya no hay almacén en la esquina blanca,
pintaron de gris hasta sus ventanas,
como si supieran que hay una tristeza
que está rondando por aquella casa.
Me detuve enfrente...y seguí mi paso,
dando así, ¡la última mirada!
y se volcó el pasado, todo en una lágrima,
como si mi corazón fuese aquella casa
habitado sólo por viejos fantasmas.
Por eso, fue triste verla abandonada.
Me perdí en la noche y me fui silbando,
y me fui silbando...
como si nada
por la noche triste
por la noche mala.

.

El sueño de conocer a la Luna - Por Lucía Bianchini, alumna de la EP Nº 13


En un pueblito  llamado Pomuran vivía un niño llamad Quim, el tenia  8 años y decidió que cuando él sea grande iba a llegar a la luna, porque el creía que allí se escondía el mayor tesoro que en la tierra no se encontraba Quim cuando iba a la escuela contaba que el de grande iba a llegar a la luna y encontrar el tesoro, pero sus compañeros no le creían y el les decía muy seguro
-En muchos años van a ver en el diario mi nombre y una foto en la luna
Cuando volvió de la escuela le mostró a su mamá un dibujo
-mamá, mamá mirá este es el diseño de mi cohete-dijo Quim muy contento por su trabajo
-y… ¿A dónde vas a ir con ese cohete?
-a la luna mamá y te voy a mandar una foto
La mamá no lo entendía mucho pero Quim se fue corriendo a su habitación y siguió diseñando y planeando todo, no pasaron ni 5 minutos que la mama entro al cuarto y se puso a charlar con el
-¿Quim por qué querés ir a la luna?
-Porque quiero conocerla y encontrar el tesoro más valioso
- Quim sos muy chico pero te juro que cuando seas más grande yo te dejaré ir…
-Mamé, yo tarde o temprano voy a conocer a la luna- dijo Quim muy seguro de sí mismo .
-Por supuesto respondió la mamá y se retiró del cuarto .
Luego Quim anotó en su dibujo “algún día lo haré”. Pasaron años ,tantos años que faltaban 3 meses  para su boda, se iba a casar con una muchacha llamada Adalis, pero todos le decían Adis que tenía 25 años y él 28 años . Ella había recorrido todo el mundo y él la había acompañado en los últimos 7 que fueron  África, Italia ,Roma ,China, Rusia, India y Turquía. Quim no le había contado cuál era su sueño pero luego de la boda se lo iba a preguntar .
-¿Querés  ir al único lugar que te falta visitar?
-No sé….¿cuál es?-le dice con cara de pensativa…
-La luna, ¡es el único lugar que nunca has ido!.
-¡Obvio que sí!-con gusto te acompaño….
Quim fue a su antigua casa loco por encontrar ese plano para poder  comenzar a realizar el cohete. Luego de buscar lo encontró y estaba como nuevo. Tardó muchos años en armar todo pero…como decía é l más vale tarde que nunca  porque ya tenía 41 años y al cohete solo le faltaban detalles que los iba a hacer Adis .
Ya terminado todo iniciaron su largo viaje .En el camino solo e veían estrellas y estrellas, aunque a Quim  le gustaba entretenerse  buscándole una forma y encontraba muchas mientras que Adis  solo unas pocas. Quim  en todo el viaje se preguntaba dónde podía estar escondido el tesoro. Pero se sorprendió cuando aterrizaron porque que encontró un papel que decía :
“EL TESORO ERES TÚ, POR ESO CUÍDATE ,VALÓRATE,QUIÉRETE, ,PROTÉGETE Y LO MÁS IMPORTANTE  CUMPLE TUS SUEÑOS “
Quim y Adis muy contentos y emocionados comenzaron a tomarse fotos y fotos pero en ese momento recordaron a las personas que quieren mucho y por eso les agradecieron por haberlos convertido en dos personas  fuertes  y que sobre todas las cosas sean capaces de cumplir sus sueños , ya sea ir a la luna o viajar por el mundo.
Luego cuando estaban por aterrizar toda la familia de Quim y Adis los estaban esperando   para celebrar  la Navidad  en familia  y  después de comer  dieron la gran noticia de que pronto iba a llegar un integrante nuevo a la familia se iba a llamar Luna y el nombre lo decidieron  en el camino de llegada.
Pasaron años y ya eran una familia ¡ya eran abuelos! Y todas las tardes le contaban a sus nietos  las aventuras que pasaron recorriendo el mundo y en especial  cumpliendo su sueño: el de conocer la Luna…. Todo es posible si uno se lo propone.

“Llegó la hora de escribir un cuento” Edición 2016 - El oso polar Por Agostina Soledad Larregain, alumna de la EP Nº 24

En un viejo y horrible castillo de una montaña helada, se ocultaba un viejo y enorme oso polar. Se decía que antes de ocultarse era amigable y amoroso con la gente del pueblo cercano. Era muy grande, como tres osos juntos y todos decían que era el protector del pueblo. Hasta que un viernes de luna llena, un grupo de jóvenes lo atormentaron con insultos, burlas y tirándoles piedras, sólo por diversión, hasta dejarlo casi ciego y con cicatrices en todo su cuerpo. La demás gente del pueblo nunca supo de esto. Entonces, el oso se entristeció primero y se enojó mucho después. Nunca más quiso acercarse a las personas y se ocultó en el castillo.
Los viernes de luna llena, el oso recordaba lo que le habían hecho y, como venganza, salía a los caminos y se divertía asustando a las personas y causando accidentes, corriéndolas y haciendo gruñidos horribles llenos de venganza. La gente nunca entendió que le había pasado.
Un día, cuando la luna llena estaba tapada por grandes nubarrones de tormenta, la gente decidió salir al camino y enfrentar al oso, porque no podían seguir así. Cuando el oso vio a la multitud, descubrió también a los jóvenes que lo habían atacado, entonces, con una furia que nunca nadie había visto, corrió como loco y amenazó a los jóvenes que cayeron al suelo suplicándole perdón y relatándoles a las personas lo que ellos le habían hecho al oso. El oso, a punto de arrancarles la cabeza, se contuvo y salió corriendo hacia el castillo rugiendo enfurecido y triste a la vez.
La gente del pueblo, comprendió por fin por qué había cambiado tanto el comportamiento amigable y amoroso de su oso protector, entonces el jefe del pueblo, echó a los jóvenes para que nunca jamás volvieran al pueblo.
El oso llegó muy mal al castillo. Ya era viejo y ese disgusto le había causado un gran dolor en el corazón, entonces  cayó en la entrada, sin poder levantarse. De sus ojos cansados y tristes salían lágrimas que se congelaban al rodar por su hocico. Sentía mucho mucho frío. Sabía que ese sería su final y se lamentaba de estar lejos de las personas que tanto lo habían querido alguna vez.
Pasadas las horas, cuando ya la nieve casi había cubierto su viejo cuerpo y apenas un poco de vapor salía de su boca, escuchó voces y sintió que lo levantaban con sogas y lo ponían en un carro…
A los dos días, cuando despertó se vio rodeado de la gente del pueblo, que lo habían cuidado, alimentado y lo acariciaban con ternura. Todos le pidieron disculpas por lo que los jóvenes le habían hecho y le pidieron por favor que volviera a ser el protector del pueblo. El oso lloraba de alegría y ahora hacía gruñiditos de amor. Sus últimos años serían de mucha felicidad junto a las personas que tanto quería.

sábado, 7 de enero de 2017

MAXIMAS DE ROCHEFOUCAULD

- La salud del alma es tan precaria como la del cuerpo; pues cuando nos parece estar más precavidos contra las pasiones, corremos el mismo peligro de sufrir su infección, que de caer enfermos cuando disfrutamos de salud.

- El excesivo placer que nos causa el hablar de nosotros mismos, debía hacernos comprender que no les ocurre otro tanto a los que nos escuchan.

- Prescindimos mejor de nuestro interés, que de nuestro gusto.

- Las faltas del alma son comparables a las heridas del cuerpo; queda siempre la cicatriz y jamás desaparece el peligro de que puedan abrirse de nuevo.

“Contate un Cuento IX” - Ganador de la Categoría D “La nena y los globos” por Alexandro Arana Ontiveros de México

         La nena corre alegre por el parque. Lleva un vestido hermoso holgado, un oso de peluche en los brazos, seis años encima. Las parejas que amorosas se abrazan, la observan pasar y sonríen. Ella es pura energía y regocijo en esa tarde espléndida de primavera.
Da tres vueltas a la fuente cantarina y se enfila por la avenida principal del frondoso parque. A medio recorrido del camino, un globero le corta el paso. Su inmensa carga de globos navega el suave aire de la tarde bamboleándose.
  La nena cambia ligeramente de dirección para evitar al señor y sus inflados, sin embargo, la casualidad de un cambio de dirección del viento, avienta el voluminoso conjunto de globos hacia donde la nena se dirige. De nuevo ve obstruido su paso.
  Es una tarde tan bella que un obstáculo tan nimio como este no hace que nadie se moleste, por lo que la dulce nena se detiene completamente, rehace el camino tres pasos atrás y cambia la dirección.
 A punto de pasar al globero, los globos vuelven a cambiar de dirección y se le van encima…
 La primera vez fue coincidencia, la segunda, ya parece burla. Por lo que, luego de cambiar la dirección a la trayectoria inicial y enfilarse por donde iba para encontrar de nuevo que los globos le vuelven a cerrar el paso, esta tercera ocasión ya pareciera algo personal. La nena comienza a perder la paciencia. Pero niña al fin y al cabo, al menos los intentará un par de veces antes de hartarse y decidirse por otro camino del parque.
  Dos, tres veces más sucede lo mismo: cada que la nena recompone el camino, los globos raudos se interponen a sus deseos de pasar y le cortan el gusto. Incluso aunque el globero camine hacia el lado contrario, los malditos globos se las ingenian para evitar su paso.
  Al contrario de lo que todos pensamos, la nena no decide irse por otro rumbo: ahora está terca en querer pasar justo por ese camino. Con globos o sin ellos, lo logrará. De eso está segura.
  La nena enfila la avenida con decisión y, como siempre, recibe un puñado de globos en la cara. El globero parece no darse cuenta de nada. Todos los globos se le enciman y le impiden siquiera ver el camino. Un manotazo, otro, otros más, empujando globos a cada instante, pero son tantos que es imposible quitárselos de encima y saber hacia dónde se dirige. Hasta siente que ya no va en la misma dirección en que iba. Llega un momento que son más globos que nena. Incluso usa su oso como empuñadura y escudo mientras su figura se pierde entre las formas lustrosas destellando al sol del atardecer. Y llega el punto en que ni sus piececitos se alcanzan a ver pues los globos la han rodeado por completo debido a que el globero se ha agachado para atender a otro niño.
 La nena pelea con furia; los globos atacan sin descanso. Y el oso va y viene en todas direcciones. Así prosigue en enfrentamiento hasta que una ráfaga de aire levanta los globos. Los hilos vuelven a erguirse y el globero se retira caminando. De la nena: ni el vestido ni el oso, mucho menos el recuerdo de sus seis tiernos años.
 Unos pasos más adelante, una pareja muy enamorada se acercará al globero y comprará justo ese globo tan curioso con forma de una pequeña niña de seis años que lleva en la mano un oso de peluche.

“Contate un Cuento IX” - Ganadora de la Categoría D- “ El cementerio de chalecos” Por Silvia Graciela Franco de la ciudad de Castelar

        Llegaron los operarios con la orden de levantarlo todo. Miraban exhaustos antes de comenzar. Se movían con lentitud esquivando piedras y ecos de llantos que ya no se escuchaban. Los medios estaban trasmitiendo desde muchos rincones del planeta para documentar lo que en realidad eran esas montañas de coloridos restos, con sabor a sal y a desgracia humana, esparcidas por toda la playa.
Ante cada desembarco a distintos tiempos, con todos los climas, a cualquier hora y sin destino concreto, quedaban diseminados los botes que no regresarían y las pertenencias abandonadas por aquellos que llegaban enfermos de cuerpo y alma, destinadas a dormir su sueño eterno en otra tierra, la que recibía a los refugiados.
Recorrieron la zona sin ponerse de acuerdo por dónde empezar. Debían hacerse cargo, borrar los vestigios del sufrimiento y el horror, limpiar la costa. En eso estaban, cuando desesperados gritos de dolor y desamparo brotaron de las telas, del nylon, del plástico. Los operarios se asustaron. No comprendían si esos sonidos eran humanos o sólo una impresión, algo que estaba en sus cabezas, una idea. Estaban confundidos. Cumplían órdenes y no se cuestionaban si era o no justo lo que estaba sucediendo, o normal, si pasaba en otros lugares del mundo o por qué sucedía. Si eran ellos  quienes debían actuar o alguien más. O, tal vez, nadie debía hacerlo, para que todos pudieran saber y oír, comentar y reclamar, rebelarse y condenar.
No se cuestionaban porque estaban acostumbrados .Sabían que quienes habían bajado de las balsas sobrecargadas eran desamparados, familias incompletas, mujeres embarazadas o con sus bebés; que quienes no habían sobrevivido, yacían en el fondo del mar; y no importaba si algunos niños habían quedado huérfanos, si sus padres permanecían aún en la patria herida de muerte y, tal vez, los habían embarcado solos porque no tenían dinero suficiente para huir todos juntos. No se cuestionaban si esos padres huérfanos de hijos rogaban a su Dios, o a quien quisiera escucharlos, que sobrevivieran, sin pensar qué podría ser de ellos cuando cruzaran a Lesbos, quién podría socorrerlos si la guardia costera los interceptaba antes de llegar y los obligaba a regresar.  No querían saber si algunos en la balsa, antes de ser posiblemente repatriados, podían preferir la muerte y arrojarse al mar delante de todos esperando, quizás, sólo una oportunidad, un par de ángeles que  pudieran ayudarlos a pisar tierra y refugiarse en sus alas en busca de paz.
No, no pensaban en nada de esto. Sólo debían limpiar la playa.
Prestaron atención. De las montañas de chalecos brotaban gritos, no podía negarse, no era sólo una idea. Eran gritos humanos. Se acercaron y vieron los colores de las telas, el estado de los trozos de eso que antes, había sido algo. La mayoría de los chalecos no había sobrevivido al viaje. Piezas rasgadas, destrozadas, desgarradas, descosidas, con la entretela desintegrada, imposible que pudieran haber flotado en caso de necesidad durante el trayecto.
Pero no todos eran chalecos salvavidas. Tenían formas variadas, parecían lo que no eran y se asemejaban a algo que alguna vez podrían haber sido. Algunos eran simples brazaletes desinflados, como los usados por los niños para jugar en el agua. Otros, redondos y pinchados, con cara de patos o tortugas. Como si el océano fuera una gran piscina, y quienes los habían portado, los viajeros, hubieran sido engañosamente invitados a refrescarse y disfrutar. Entremezclados, pantalones, camperas, chupetes, mamaderas, ropa de niños, inservible y manchada, algunos juguetes y un osito de peluche mojado, con la nariz partida y la estopa al aire. Uno de los operarios lo alzó. Tenía los ojos de vidrio brillosos. En ese momento, se acallaron las voces invisibles y los gritos que se habían oído provenientes de las telas mojadas, cesaron.
El hombre miró el horizonte y, en una alucinación, creyó descubrir la embarcación precaria que se acercaba con su carga humana. Cuando estuvo más cerca, vio al niño con su osito en la mano, los ojos negros buscando el cielo. Alaridos y llantos lo espantaban. El niño se volvió a acurrucar en posición fetal y se cubrió la cabeza con las manos, como para desaparecer. El agua salada le brotaba por los ojos; el olor y el vaivén del mar lo enfermaban.
Muchos rostros, pero ninguno conocido, ¿y su mamá?, “¿dónde está mamá?”, repetía inconsolable.
Ni podía imaginar en qué pesadilla estaba.
Unos brazos fuertes y helados rodearon su piel morena; intentaron, sin éxito, contener su hambre, frío, sed, desesperación y llanto.
Pensó que tal vez vendría una ballena, se tragaría el bote con todo y gente; después,  Pepe Grillo lo salvaría. ¿Acaso, como Pinocho, este era su castigo porque él también había dicho mentiras?
Un sacudón más, y se sostuvo como pudo, pero su osito cayó al agua…
Quiso retenerlo, le fue imposible.
Más tarde, el mar se encargó de guiarlo, de mecerlo y acercarlo a la costa para que fuera parte incongruente, deshecho involuntario, testigo presente y juguete perdido en el cementerio de chalecos.