domingo, 5 de febrero de 2017

La carta perdida (Cuento de “El pez remoto”) Por Héctor Fuentes

"Todos los fuegos, el fuego", de Julio Cortázar, dijo con voz impaciente Alberto Lagos. La bibliotecaria buscó el libro en la computadora y le pidió a Alberto el número de socio. Luego se retiró hacia los estantes para volver con el libro solicitado. Concluido el procedimiento el muchacho se marchó a su casa.
El día elegido para la lectura había sido un Viernes, "nada mejor que desplomarse en el sillón del living y disfrutar de un buen libro", se dijo en voz alta Alberto. Y parecía que en verdad todo estaba en orden: el trabajo esperaría hasta el Lunes; las compras ya estaban hechas y la mujer que se encargaba de la limpieza había dejado todo en su perfecto lugar. Luego de cenar, decidió abrir el libro. Y allí algo estaba fuera de lugar. Lo notó porque el espesor de las páginas desentonaba con una especie de apéndice misterioso que nada tenía que ver con la constitución del libro. Lo batió con curiosidad hasta que algo saltó al suelo. Primero lo miró con asombro, pero después pensó que el lector anterior había olvidado seguramente un señalador. Aunque eso era otra cosa, se trataba de una carta. No tuvo más remedio que abrirla y empezar a leerla:
  "No estoy dispuesta a soportar mas tus maltratos, prefiero morir en un instante antes que sufrir al lado tuyo toda la vida".
Los trazos eran los de alguien que está desesperado y arroja palabras en un papel, como otro arroja una botella al mar. Luego leyó: "el día del casamiento de tu hermana, dentro de exactamente una semana, voy a tirarme al vacío desde la terraza del edificio de la fiesta. Ese día luciré mi vestido de noche preferido, aquel dorado con breteles negros que me compré con mi primer sueldo de Cajera. Será un estreno inusual, pues ese día conoceremos juntas la muerte".
  Luego de leer ese párrafo Alberto se estremeció. El día elegido para el suicidio coincidía con el que Alberto había elegido para olvidarse del mundo y de sus problemas "¿Es que ni siquiera en los libros encuentro un poco de paz?", pensó. La carta terminaba con las siguientes palabras: "Cuando te conocí Rubén, creí haber encontrado el amor. Cuando nos casamos y finalmente descubrí que tu verdadero placer era pegarme, sentí que había encontrado a la muerte". Firma: Karina Herrera.
En un rincón del sobre se encontraba la tarjeta de invitación con el lugar y la hora de la fiesta. Sin querer y sin buscarlo Alberto Lagos estaba metido en medio de una historia que no le pertenecía, pero de la cual no podía ya quedar indiferente. Pensó en su ex mujer y en porqué estaba solo. Pensó en sus treinta y cinco años y en lo mucho que le costaba poder comunicarse con las personas luego de que la separación lo dejase al borde de una depresión enfermiza. Pero había algo allí en esa carta que lograba conmoverlo. Se imaginó por un instante como sería Karina, la pensó hermosa y la dibujó con trazos invisibles en la quietud de su departamento.
Buscó otra vez la tarjeta y miró el reloj. Eran las nueve de la noche y la fiesta empezaba a las nueve y media y a sólo quince cuadras de su departamento, en un edificio que él ya conocía por haber ido a la despedida de soltero de un amigo de la Secundaria.
En aquella celebración se había encontrado con sus viejos compinches de aventuras. Una y mil veces se había preguntado ¿por qué uno se va atrincherando en una zanja de combatiente solitario? Existe en el adulto un mecanismo extraño. La falta de tiempo nos vuelve mezquinos, como si no perdiésemos definitivamente el tiempo al perdernos a nosotros mismos...
  La hora se venía encima y la decisión de ir a buscarla e impedir el suicidio empezó a rondar su cabeza. Hasta que inmerso ya en una loca marcha se encaminó hacia la fiesta con el mejor traje que tenía.
La noche estaba calma, pero el viento traía el olor de la tierra mojada. La lluvia se agazapaba amenazante. Decidió tomar un taxi. Al entrar al vehículo escuchó en la radio el tango “Por una cabeza” y en un lapsus de recuerdos y añoranzas, se acordó de su infancia. El taxista rompió el encantamiento al decir:
-¡Mejor que llueva! (y golpeó enérgico el volante) ¿Usted vio como está cambiando el clima? Yo me paso doce horas metido adentro de esta caja, y le puedo asegurar que cuando me empiezan a doler los huesos, es seguro que se viene el aguacero.
-El dolor de huesos y el bicherío traen agua, decía mi tía.
-Y no se equivocaba, para colmo esta ciudad de La Plata está cada vez más calurosa. Los diarios dicen que dentro de unos años el clima de la Argentina va a cambiar por completo. Los expertos aseguran que nos encaminamos hacia un clima tropical.
-Cambia, todo cambia... ¿Qué le debo jefe?
Cuando llegó a la fiesta tropezó con la gente que controlaba la entrada, pero logró sortear el obstáculo al mentir, argumentando que trabajaba en el armado de las luces. Acto seguido sacó del bolsillo una extraña tarjeta membretada. El grandote de la puerta la miró de reojo y ante la duda y la confusión, prefirió dejarlo pasar. Tomó el ascensor con prisa y llegó rápido a la terraza. Miró desesperado hacia todos los rincones, hasta que encontró el vestido dorado de breteles negros vistiendo a una muchacha sola que miraba las estrellas con una copa en la mano.  Se acercó hasta ella y la miró por un momento de espaldas. El hechizo se rompió cuando Karina en un movimiento brusco giró y volcó el champagne sobre el traje de Alberto. Se rieron. Se miraron con curiosidad. Hasta que él preguntó:
-¿En qué pensabas?
-En las estrellas, sólo miraba su luz.
-Leí tu carta, la encontré en un libro de Cortázar.
Karina sintió un temblor y se largó a llorar. Él la abrazó hasta sentirla muy profundamente, hasta verle los ojos grandes y negros mirándolo fijo y balbuceando algo en voz baja. Ella le dijo "gracias". Él la abrazó de nuevo y juntos se escaparon de la fiesta. Cuando llegaron a la calle se largó a llover. Decidieron entrar en un bar para tomar un café. El primer cigarrillo lo prendió ella, él la siguió y con el de ella prendió el suyo.  Eran dos almas que ardían con un fuego de tabaco y papel, a las que la muerte, tan acostumbrada a llevarse lo que quiere y cuando quiere, tuvo que conformarse con observarlos desde una impotencia que la ridiculiza cuando se enfrenta al amor.  

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