sábado, 27 de mayo de 2017

El hombre que leía el diario - Por Héctor Fuentes

         Mi padre me enseñó a leer el diario. Recuerdo sus manos enormes doblando el papel por la mitad, repasando con el dedo la línea exacta del doblez. Luego lo golpeaba contra la mesa alistando las hojas como si fueran soldados obedientes. El esqueleto invisible hacía sonar sus huesos de celulosa. Ahí había un orden, una forma de atrapar el mundo. El rompecabezas de la realidad arrinconado entre tapa y contratapa.
El ritual se iniciaba en silencio, y nada podía perturbar el momento en el que se calzaba los anteojos y se hundía en la lomada del papel impreso.
Las costumbres se transmiten naturalmente. Porque yo podía pasar horas mirándolo, escuchando el ruido de las  hojas mientras pasaba de una sección a otra. En el aire se respiraba una calma que venía de un hombre que lee el diario, y de un niño que lo observa. Eso era todo. Y sin embargo alcanzaba para cifrar en el espacio un entendimiento mutuo, un lazo de olores y complicidades imposible de explicar.
Cada tanto zamarreaba el periódico y me hacía un comentario. Podía ser una noticia estrambótica, el chiste de Olaf el Vikingo o la tabla de posiciones. Todas cosas mágicas arrancadas de los sucesos del día. Después, cuando la tarde caía y ya no quedaba resquicio por leer, le doblaba la panza con el antebrazo, y lo ponía debajo de la mesa del televisor. Allí crecía la pila, día tras día. Una montaña de papel que ya no significaba nada. Solo el paso del tiempo. Porque eso era para mi el tiempo: el diario abandonado a su suerte. Alguien lo usaría después para enrollar cualquier objeto. El periódico era papel de envoltorio, y mientras tanto, la vida de dos personas se había entretejido gracias a sus páginas. Gracias a su gracia, que ahora volvía a morir en las manos indiferentes que se limpiaban la tinta después de usarlo.
O en los días de lluvia que se lo colocaba en el piso, y se lo rebajaba al indigno oficio de papel secante. De gramaje inútil que servía para no ensuciar la casa con los zapatos. Una tarea para la que no fue creado. Porque las rotativas trabajaban como hormigas en talleres subterráneos. Porque los canillitas partían el aire con sus voces de trueno.
Tabloide suena a tobogán, a tabla de salvación, atalaya de lectores solitarios.

El diario era un aeroplano o un barco. Servía para calentarse el cuerpo; para empaquetar un vaso roto; para leer en voz alta los avisos clasificados.
Sobre la piel rugosa de su textura, la vida se me hacía una aventura. Allí podría leer algún día el encantamiento de las palabras. Una clave escondida entre recetas de cocina y números de quiniela. La dicha que se deshace sobre la tinta corrida. El oráculo de los astros abriendo a machetazos la jornada.

Mi padre doblaba las hojas y sus manos sostenían el prodigio. Rozaban apenas el acontecer del mundo, la noticia destacada o el titular amarillo. ¿Qué importa? Toda esa fuerza se mueve como una marea. Y juega a favor de la vida.
Mi padre me enseño a leer el diario. La palma de sus manos era una carretera por donde viajaba el futuro. La increíble línea sinfín del camino abierto. El escenario de la vida, donde el telón se sube para admirar el conflicto humano.
Pero vuelvo a sus manos. Vuelvo al hechizo del ruido rompiendo el silencio como una música magnífica. Vuelvo a escuchar las inflexiones de su voz, las pausas de la puntuación. Y veo al hombre que lee el diario y al niño que lo observa. Una alianza natural. Una forma de atrapar aquello que se nos escapa. La vida entrelazada por la tinta borrosa del tiempo. El hogar que habito en alguna parte, mientras escucho el zumbido del papel barato.
Aquella voz desgarrada que vuelve a pregonar titulares  estruendosos sobre los paredones de la noche.

Tarde ventosa Por Ezequiel Feito

Se ha secado la tarde, y un murmullo de voces
de inmediato me avisa
que el viento  ha llegado
corriendo deprisa.
El paisaje se nubla, el sol borroneado
inmóvil se eclipsa.
El viento toma un sonido prestado,
cuando se desliza
por las cuerdas vocales de algarrobos y pinos,
de eucaliptos, de álamos, y de la humilde brizna
de hierba que pace en la vía.
Persignándose están los árboles altos
o saludando al ave que esforzada esquiva
el implacable puño de algún genio invisible.
La tarde gira
y con loco remolino de hojas muertas y vivas
de ramas, de piedras, de polvo y ceniza
va escribiendo en la tierra profanas palabras
sin pausa ni prisa.

Delirio Oscuro Por Clotilde Roman

Con unos labios de amor se hizo fruto
y con un negro adiós quedó marcado,
negro punzón clavado en el costado
marcó a fuego agonía de mi luto.

No apruebo, ni lo otorgo, ni disputo,
más, gritó corazón desesperado,
porque el beso que diste enamorado
se ha quedado en tus labios diminuto.

Oscura con insomnio es mi castigo,
por amarte tanto, estoy castigada
que aún matándome, no eres enemigo.

En negro delirio sigo, y consigo,
de sueño estoy cada más desvelada,
aún despierta a luz, yo te persigo.

Entrega - Por Rafael Serrano Ruiz

Cuando tus delicadas manos posas
Sobre tu cuerpo
En las noches placenteras
De vuestra mutua entrega,
No solamente compartís el tiempo y el espacio
Sino la profundidad de vuestros sentimientos;
Rayo eterno de esperanza,
Ungüento para el fatigado espíritu
De eternos enamorados.

Amar Por Santiago Webster

Ojalá pueda, como en el pasado,
amar lo suficiente y lo debido.
Amar también a aquellos que han sufrido
con un peso mayor al esperado.

Ojalá pueda amar como he amado,
abierto el corazón y bendecido,
para poder amar al más perdido
y así cumplir el mandamiento dado.

Y nada recibir, como es la suerte
del que quiere por sólo conveniencia.
Quisiera aquel amor, profundo y fuerte,
capaz de revivir el pecho inerte,
pues ni oro, ni poder, ni toda ciencia
podrán, como el amor, vencer la muerte.

Locura mansa Por Jorge Amado Serrano

En la locura mansa de tu belleza diáfana,
se deshojo errante y prolifera tu voz,
y encallo en la criba de mi llanura extensa,
en bebida de luna y diapasón.
Me disocié de tiempos que inútiles jugaban,
abrí mis brazos en posesión de ti,
y entre la gama de afines diversos,
te fui queriendo y amándote así.
Atrevida a mis ruegos, sumisa de antojos,
alzaste vuelo al igual que el colibrí,
y en las mañanas verdes, adulzadas de trinos,
canturreaste aquel verso, compuesto para mi.
Con la locura mansa de tu belleza diáfana,
le diste a mi vida…razón de vivir.

Al sol Por Franz Webert

Por el cielo infinito que a su figura toma
majestuoso se eleva a la plenitud del día.
Es la sabia simiente que al suelo corona.
Es la torre en que aguardan las horas y días,
y es marítima fragua que en oro se amplía.

Su sayal misterioso de áureos colores
a las sombras disuelve con su luz divina,
y expandiendo su reino, se eleva en los montes
bendiciendo los frutos que la tierra prodiga.

Se aburre en su altura en el crepúsculo bajo,
y con una memoria que eterna es su guía,
siniestra, entre sombras, vuelve a su palacio
su colosal amplitud sedienta de vida.

sábado, 20 de mayo de 2017

Las tres preguntas - Por León Tolstoi

Cierto emperador pensó un día que si se conociera la respuesta a las siguientes tres preguntas, nunca fallaría en ninguna cuestión. Las tres preguntas eran:
- ¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?
- ¿Cuál es la gente más importante con la que trabajar?
- ¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?
El emperador publicó un edicto a través de todo su reino anunciando que cualquiera que pudiera responder a estas tres preguntas recibiría una gran recompensa, y muchos de los que leyeron el edicto emprendieron el camino al palacio; cada uno llevaba una respuesta diferente al emperador.
Como respuesta a la primera pregunta, una persona le aconsejó proyectar minuciosamente su tiempo, consagrando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir el programa al pie de la letra. Sólo de esta manera podría esperar realizar cada cosa en su momento. Otra persona le dijo que era imposible planear de antemano y que el emperador debería desechar toda distracción inútil y permanecer atento a todo para saber qué hacer en todo momento. Alguien insistió en que el emperador, por sí mismo, nunca podría esperar tener la previsión y competencia necesaria para decidir cada momento cuándo hacer cada cosa y que lo que realmente necesitaba era establecer un «Consejo de Sabios» y actuar conforme a su consejo.
Alguien afirmó que ciertas materias exigen una decisión inmediata y no pueden esperar los resultados de una consulta, pero que si él quería saber de antemano lo que iba a suceder debía consultar a magos y adivinos.
Las respuestas a la segunda pregunta tampoco eran acordes. Una persona dijo que el emperador necesitaba depositar toda su confianza en administradores; otro le animaba a depositar su confianza en sacerdotes y monjes, mientras algunos recomendaban a los médicos. Otros que depositaban su fe en guerreros.
La tercera pregunta trajo también una variedad similar de respuestas. Algunos decían que la ciencia es el empeño más importante; otros insistían en la religión e incluso algunos clamaban por el cuerpo militar como lo más importante.
Y puesto que las respuestas eran todas distintas, el emperador no se sintió complacido con ninguna y la recompensa no fue otorgada.
Después de varias noches de reflexión, el emperador resolvió visitar a un ermitaño que vivía en la montaña y del que se decía era un hombre iluminado. El emperador deseó encontrar al ermitaño y preguntarle las tres cosas, aunque sabía que él nunca dejaba la montaña y se sabía que sólo recibía a los pobres, rehusando tener algo que ver con los ricos y poderosos. Así pues el emperador se vistió de simple campesino y ordenó a sus servidores que le aguardaran al pie de la montaña mientras él subía solo a buscar al ermitaño.
Al llegar al lugar donde habitaba el hombre santo, el emperador le halló cavando en el jardín frente a su pequeña cabaña. Cuando el ermitaño vio al extraño, movió su cabeza en señal de saludo y siguió con su trabajo. La labor, obviamente, era dura para él, pues se trataba de un hombre anciano, y cada vez que introducía la pala en la tierra para removerla, la empujaba pesadamente.
El emperador se aproximó a él y le dijo:
 -He venido a pedir tu ayuda para tres cuestiones:
¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?
¿Cuál es la gente más importante con la que trabajar?
¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?
El ermitaño le escuchó atentamente pero no respondió. Solamente posó su mano sobre su hombro y luego continuó cavando. El emperador le dijo:
-Debes estar cansado, déjame que te eche una mano.
El eremita le dio las gracias, le pasó la pala al emperador y se sentó en el suelo a descansar.
Después de haber acabado dos cuadros, el emperador paró, se volvió al eremita y repitió sus preguntas. El eremita tampoco contestó sino que se levantó y señalando la pala y dijo:
-¿Por qué no descansas ahora? Yo puedo hacerlo de nuevo.
Pero el emperador no le dio la pala y continuó cavando. Pasó una hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El emperador dejó la pala y dijo al ermitaño:
-Vine a ver si podías responder a mis tres preguntas, pero si no puedes darme una respuesta, dímelo, para que pueda volverme a mi palacio.
El eremita levantó la cabeza y preguntó al emperador:
-¿Has oído a alguien corriendo por allí?
El emperador volvió la cabeza y de repente ambos vieron a un hombre con una larga barba blanca que salía del bosque. Corría enloquecidamente presionando sus manos contra una herida sangrante en su estómago. El hombre corrió hacia el emperador antes de caer inconsciente al suelo, dónde yació gimiendo. Al rasgar los vestidos del hombre, emperador y ermitaño vieron que el hombre había recibido una profunda cuchillada. El emperador limpió la herida cuidadosamente y luego usó su propia camisa para vendarle, pero la sangre empapó totalmente la venda en unos minutos. Aclaró la camisa y le vendó por segunda vez y continuó haciéndolo hasta que la herida cesó de sangrar.
El herido recuperó la conciencia y pidió un vaso de agua. El emperador corrió hacia el arroyo y trajo un jarro de agua fresca. Mientras tanto se había puesto el sol y el aire de la noche había comenzado a refrescar. El eremita ayudó al emperador a llevar al hombre hasta la cabaña donde le acostaron sobre la cama del ermitaño. El hombre cerró los ojos y se quedó tranquilo. El emperador estaba rendido tras un largo día de subir la montaña y cavar en el jardín y tras apoyarse contra la puerta se quedó dormido. Cuando despertó, el sol asomaba ya sobre las montañas.
Durante un momento olvidó donde estaba y lo que había venido a hacer. Miró hacia la cama y vio al herido, que también miraba confuso a su alrededor; cuando vio al emperador, le miró fijamente y le dijo en un leve suspiro:
- Por favor, perdóneme.
- Pero ¿qué has hecho para que yo deba perdonarte? preguntó el emperador.
- Tú no me conoces, Majestad, pero yo te conozco a ti. Yo era tu implacable enemigo y había jurado vengarme de ti, porque durante la pasada guerra tú mataste a mi hermano y embargaste mi propiedad. Cuando me informaron de que ibas a venir solo a la montaña para ver al ermitaño decidí sorprenderte en el camino de vuelta para matarte. Pero tras esperar largo rato sin ver signos de ti, dejé mi emboscada para salir a buscarte. Pero en lugar de dar contigo, topé con tus servidores y me reconocieron y me atraparon, haciéndome esta herida. Afortunadamente pude escapar y corrí hasta aquí. Si no te hubiera encontrado seguramente ahora estaría muerto. ¡Yo había intentado matarte, pero en lugar de ello tú has salvado mi vida! Me siento más avergonzado y agradecido de lo que mis palabras pueden expresar. Si vivo, juro que seré tu servidor el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y a mis nietos que hagan lo mismo. Por favor, Majestad, concédeme tu perdón.
El emperador se alegró muchísimo al ver que se había reconciliado fácilmente con su acérrimo enemigo, y no sólo le perdonó sino que le prometió devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para que le atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.
Tras ordenar a sus sirvientes que llevaran al hombre a su casa, el emperador volvió a ver al ermitaño. Antes de volver al palacio el emperador quería repetir sus preguntas por última vez; encontró al ermitaño sembrando el terreno que ambos habían cavado el día anterior.
El ermitaño se incorporó y miró al emperador.
- Tus preguntas ya han sido contestadas.
- Pero, ¿cómo? preguntó el emperador confuso.
- Ayer, si su Majestad no se hubiera compadecido de mi edad y me hubiera ayudado a cavar estos cuadros, habría sido atacado por ese hombre en su camino de vuelta. Entonces habría lamentado no haberse quedado conmigo. Por lo tanto el tiempo más importante es el tiempo que pasaste cavando los cuadros, la persona más importante era yo mismo y el empeño más importante era el ayudarme a mí...
Más tarde, cuando el herido corría hacia aquí, el momento más oportuno fue el tiempo que pasaste curando su herida, porque si no le hubieses cuidado habría muerto y habrías perdido la oportunidad de reconciliarte con él. De esta manera, la persona más importante fue él y el objetivo más importante fue curar su herida...
Recuerda que sólo hay un momento importante y es ahora. El momento actual es el único sobre el que tenemos dominio. La persona más importante es siempre con la persona con la que estás, la que está delante de ti, porque quién sabe si tendrás trato con otra persona en el futuro. El propósito más importante es hacer que esa persona, la que está junto a ti, sea feliz, porque es el único propósito de la vida.

sábado, 13 de mayo de 2017

Los melocotones - Por León Tolstói

El campesino Tikhom Kuzmitch, al regresar de la ciudad, llamó a sus hijos.
- Mirad -les dijo- el regalo que el tío Ephim os envía.
Los niños acudieron: el padre deshizo un paquete.
- ¡Qué lindas manzanas! -exclamó Vania, muchacho de seis años-. ¡Mira, María, qué rojas son!
- No, probable es que no sean manzanas -dijo Serguei, el hijo mayor-. Mira la corteza, que parece cubierta de vello.
 - Son melocotones -dijo el padre-. No habíais visto antes fruta como ésta. El tío Ephim los ha cultivado en su invernadero, porque se dice que los melocotones sólo prosperan en los países cálidos, y que por aquí sólo pueden lograrse en invernaderos.
- ¿Y qué es un invernadero? -dijo Volodia, el tercer hijo de Tikhon.
- Un invernadero es una casa cuyas paredes y techo son de vidrio.
El tío Ephim me ha dicho que se construyen de este modo, para que el sol pueda calentar las plantas. En invierno, por medio de una estufa especial, se mantiene allí la misma temperatura.
He ahí para ti, mujer, el melocotón más grande; y estos cuatro para vosotros, hijos míos.
- Bueno -dijo Tikhon, por la noche-. ¿Cómo halláis aquella fruta?
- Tiene un gusto tan fino, tan sabroso -dijo Serguei-, que quiero plantar el hueso en un tiesto; quizá salga un árbol que se desarrollará en la isba.
- Probablemente serás un gran jardinero; ya piensas en hacer crecer los árboles --añadió el padre.
- Yo -prosiguió el pequeño Vania- hallé tan bueno el melocotón, que he pedido a mamá la mitad del suyo; ¡pero tiré el hueso!
-Tú eres aún muy joven -murmuró el padre.
- Vania tiró el hueso -dijo Vassili, el segundo hijo-, pero yo lo recogí y le rompí. Estaba muy duro, y dentro tenía una cosa cuyo sabor se asemejaba al de la nuez, pero más amargo. En cuanto a mi melocotón, lo vendí en diez kopeks; no podía valer más.
Tikhon movió la cabeza.
-Pronto empiezas a negociar. ¿Quieres ser comerciante? ¡Y tú, Volodia, no dices nada! ¿Por qué? -preguntó Tikhon a su tercer hijo, que permanecía aparte-. ¿Tenía buen gusto tu melocotón?
- ¡No sé! -respondió Volodia.
- ¿Cómo que no lo sabes? -replicó el padre-. ¿Acaso no lo comiste?
- Lo he llevado a Gricha -respondió Volodia-. Está enfermo, le conté lo que nos dijiste acerca de la fruta aquella, y no hacía más que contemplar mi melocotón; se lo di, pero él no quería tomarlo; entonces lo dejé junto a él y me marché.
El padre puso una mano sobre la cabeza de aquel niño, y dijo:
- Dios te lo devolverá.

EL POZO - Por Ricardo Güiraldes

         Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple.
Todo una historia trágica.
Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar su
cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel.
Allí le sorprendieron: el cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba; el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente. Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz.
Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por pesa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas. Más de una vez, la tierra insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas. Sin embargo, un mundo insospechado de energías nacía a cada paso, y como por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios. Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante suyo la forma de un Aguaribay como cosa irreal... Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito.
El infeliz comprendió, hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra. Ahora, todo el pago conoce el pozo maldito; y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.

Epigramas Por Oscar Wilde

-Hay que evitar las discusiones, siempre son vulgares y a menudo convincentes.

-Es importante no asistir a una cita de negocios si se desea conservar el sentido de la belleza de la vida.

- Siempre que tiene que decirse algo desagradable, uno debería ser muy sincero.

EL FUGITIVO Por Pablo Neruda

Por la alta noche, por la vida entera,
de lágrima a papel, de ropa en ropa,
anduve en estos días abrumados.
Fui el fugitivo de la policía:
y en la hora de cristal, en la espesura
de estrellas solitarias,
crucé ciudades, bosques,
chacarerías, puertos,
de la puerta de un ser humano a otro,
de la mano de un ser a otro ser, a otro ser,
Grave es la noche, pero el hombre
ha dispuesto sus signos fraternales,
y a ciegas por caminos y por sombras
llegué a la puerta iluminada, al pequeño
punto de estrella que era mío,
al fragmento de pan que en el bosque los lobos
no habían devorado.

Una vez, a una casa, en la campiña,
llegué de noche, a nadie
antes de aquella noche había visto,
ni adivinado aquellas existencias.
Cuanto hacían, sus horas
eran nuevas en mi conocimiento.
Entré, eran cinco de familia:
todos como en la noche de un incendio
se habían levantado.
Estreché una
y otra mano, vi un rostro y otro rostro,
que nada me decían: eran puertas
que antes no vi en la calle,
ojos que no conocían mi rostro,
y en la alta noche, apenas
recibido, me tendí al cansancio,
a dormir la congoja de mi patria.

Mientras venía el sueño,
el eco innumerable de la tierra
con sus roncos ladridos y sus hebras
de soledad, continuaba la noche,
y yo pensaba: «Dónde estoy? Quiénes
son? Por qué me guardan hoy?
Por qué ellos, que hasta hoy no me vieron,
abren sus puertas y defienden mi canto?».
Y nadie respondía
sino un rumor de noche deshojada,
un tejido de grillos construyéndose:
la noche entera apenas
parecía temblar en el follaje.
Tierra nocturna, a mi ventana
llegabas con tus labios,
para que yo durmiera dulcemente
como cayendo sobre miles de hojas,
de estación a estación, de nido a nido,
de rama en rama, hasta quedar de pronto
dormido como un muerto en tus raíces.

sábado, 6 de mayo de 2017

Donde está el amor, allí está Dios Por León Tolstoi (Versión breve)

       En cierta ciudad vivía un zapatero remendón que se llamaba Martín Avdéich. Su morada era un cuarto minúsculo en un sótano, cuya única ventana daba a la calle. A través de ella, sólo veía los pies de las personas que pasaban por ahí.
Martín reconocía a muchos transeúntes al ver sus botas, que él había reparado. Tenía mucho trabajo, pues se esmeraba en hacerlo bien; utilizaba buenos materiales y no cobraba en demasía.
Su esposa e hijos habían muerto varios años atrás, y eran tan grandes su dolor y desesperación que llegó a reprochar a Dios por su tragedia. Pero cierto día, un anciano que había nacido en la misma aldea de Martín y que se había vuelto peregrino y un hombre religioso, visitó al zapatero, y éste le abrió su corazón.
-Ya no deseo seguir viviendo, le confió. He perdido toda esperanza. El anciano respondió:
-Estás desesperado porque sólo piensas en ti y en tu propia felicidad. Lee el Evangelio: allí verás cómo quiere Dios que vivas.
Martín compró una Biblia. Al principio la leía únicamente los domingos y los días de guardar, pero una vez que comenzó la lectura sintió tal felicidad en su corazón que empezó a hacerlo a diario.
Y así sucedió que una noche, ya tarde, al leer el Evangelio según San Lucas, llegó al pasaje donde el fariseo rico invita al Señor a su casa. Una pecadora se presentó ante Jesús, le limpió y ungió los pies, y luego los enjugó con sus lágrimas. El Señor le dijo al fariseo:
-”¿Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me diste agua con qué lavar mis pies; sin embargo, ésta ha lavado mis pies con sus cabellos. Tú no has ungido con óleo mi cabeza; y ésta ha derramado sus perfumes sobre mis pies”.
Martín reflexionó: Ese fariseo debió ser un ignorante, como yo. Si el Señor viniera a mi, ¿me comportaría de esa manera?
Luego, apoyó la cabeza en sus brazos y se quedó dormido.
De pronto, escuchó una voz y despertó. No había nadie ahí, pero oyó que le decían claramente: “Martín, asómate a la calle mañana, porque vendré a verte!”.
El zapatero remendón se levantó antes del alba, encendió el fuego y preparó una sopa de col y avena con leche. A continuación se puso el delantal y se sentó a trabajar frente a la ventana.
Mientras recordaba lo que había sucedido la noche anterior, miraba hacia la calle más que hacia su labor. Cuando pasaba alguien con unas botas que él desconocía, miraba hacia arriba para verle la cara. Pasó un portero. Luego, un aguador. Un anciano llamado Stepánich, que trabajaba para un comerciante vecino, empezó a quitar con una pala la nieve acumulada frente a la ventana; Martin lo miró y prosiguió su tarea.
Después de hacer una decena de puntadas, miró de nuevo por la ventana. Stepánich había apoyado la pala en la pared; estaba descansando o tratando de entrar en calor. El zapatero se asomó a la puerta y lo llamó.
-Entra; pasa y caliéntate. Debes estar helado.
-¡Que Dios te bendiga! le agradeció Stepánich.
El hombre entró, se sacudió la nieve y empezó a limpiarse los zapatos. Al hacerlo, se tambaleó y estuvo a punto de caer. -¡Cuidado!- le dijo Martín-. Siéntate; tomemos un poco de té. Y llenando dos vasos, dio uno al visitante, que lo bebió en seguida. Se veía que deseaba más. El anfitrión volvió a llenar el vaso. Mientras bebían, Martín seguía mirando a la calle.
-¿Espera a alguien? preguntó el anciano.
-Anoche- respondió Martín-, estaba leyendo cómo Cristo visitó la casa de un fariseo que no lo recibió dignamente. Me dije: ¿Y si eso me pasara a mí? ¿Qué no haría para recibirlo como se merece! Entonces me venció el sueño y escuché a alguien decir: “Busca en la calle mañana, porque vendré”.
Al escuchar esto, a Stepánich se le arrasaron los ojos y dijo:
-Gracias, Martín Avdéich. Me has reconfortado el cuerpo y el alma.
A continuación se despidió y salió.
El zapatero se sentó a la mesa de trabajo a coser una bota. Al observar por la ventana, vio que una mujer que calzaba zuecos pasó y se detuvo cerca de la pared. Martín advirtió que iba pobremente vestida y con un niño en brazos. De espalda al cierzo, trataba de proteger a su pequeño con sus delgados andrajos. Martín salió y la invitó a pasar.
Sirvió sopa caliente y algo de pan.
-Come, buena mujer, y entra en calor- le indicó cordialmente.
Mientras comía, la campesina le contó quién era:
-Soy esposa de un soldado. Hace ocho meses lo enviaron lejos de aquí y no he sabido nada de él. No he podido encontrar trabajo; tuve que vender todo lo que poseía para comprar comida. Ayer empeñé mi último chal.
Martín revolvió sus estantes y regresó con una vieja capa.
-Tome- le dijo-. Está raída, pero le servirá para arropar al pequeño.
Al tomar la prenda, la campesina rompió en llanto y exclamó:
-¡Que Dios lo bendiga!
Martín sonrió y le contó sobre su sueño y la visita prometida.
-Quién sabe; todo es posible- comentó la mujer. Luego, se puso de pie y envolvió a su hijo con la capa.
-Tome esto- añadió Martín, mientras daba un poco de dinero a la mujer para que recuperara su chal. Por último, la acompañó hasta la puerta.
El zapatero volvió a sentarse y reanudó su tarea. Cada vez que notaba una sombra en la ventana, alzaba los ojos para ver quién era. Al poco rato avistó a una mujer que vendía manzanas en un cesto. Llevaba sobre la espalda un pesado costal, que intentaba acomodar. Al apoyar el cesto en un poste, un mozalbete tomó una manzana e intentó huir corriendo. Pero la anciana lo asió del pelo. El muchacho gritaba y ella lo insultaba.
Martín corrió a la calle. La vendedora amenazaba con entregar al chico a la policía. “Déjalo ir, madrecita”, le suplicó Martín. “Perdónalo, en nombre de Dios”. La mujer lo soltó. “Ahora, tú pídele perdón a la abuela”, ordenó el zapatero al muchacho, quien empezó a llorar y a ofrecer disculpas.
Martín tomó una manzana del cesto y se la dio al ladrón.
-Te la pagaré yo, madrecita- se apresuró a decir.
-¡Este pillo merece una buena paliza! refunfuñó la vendedora.
-¡Ay abuela!- exclamó Martín. Si él merece que lo azoten por haber robado una manzana, ¿qué no merecemos todos por nuestros pecados? Dios nos invita a perdonar o no seremos perdonados. Debemos perdonar, sobre todo a un jovencito irreflexivo.
-Muy cierto. Pero los jóvenes de hoy se están echando a perder.
Cuando la mujer iba a cargar el costal en la espalda, el joven dijo: “Permítame cargarlo yo. Voy por el mismo camino”.
La vendedora acomodó el costal en la espalda del muchacho, y ambos se alejaron por la calle.
Martín regresó al trabajo. Al cabo de un tiempo, la escasa luz ya no le permitía ensartar la aguja en el cuero. Recogió su herramienta, sacudió los recortes de cuero y colocó la lámpara en la mesa. Por último, cogió la Biblia del estante.
Quería abrir el libro en la página señalada, pero lo abrió en otro sitio. En eso, oyó unas pisadas y volvió la cabeza. Una voz le susurró al oído:
-Martín, ¿no me reconoces?
-¿Quién eres?- musitó el zapatero.
-Soy yo- dijo la voz. Y del oscuro rincón surgió Stepánich; sonrió y como una nube, se desvaneció.
-Soy yo- dijo la voz. Y de las sombras salió la mujer con el niño en brazos. La madre sonrió, y el niño rió, poco a poco ellos también se esfumaron.
-Soy yo- dijo la voz, una vez más. La anciana y el muchacho de la manzana emergieron de las sombras, sonrieron y se diluyeron en la penumbra.
Martín sintió una gran alegría. Empezó a leer donde la Biblia se había abierto sola. Al principio de la página, decía: “Porque yo tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era peregrino y me hospedaste”.
En la parte inferior de la página, leyó: “Siempre que lo hiciste con uno de mis más pequeños hermanos, lo hiciste conmigo”.
El zapatero comprendió que Dios en verdad lo había visitado aquel día, y que él lo había recibido dignamente.