sábado, 27 de mayo de 2017

El hombre que leía el diario - Por Héctor Fuentes

         Mi padre me enseñó a leer el diario. Recuerdo sus manos enormes doblando el papel por la mitad, repasando con el dedo la línea exacta del doblez. Luego lo golpeaba contra la mesa alistando las hojas como si fueran soldados obedientes. El esqueleto invisible hacía sonar sus huesos de celulosa. Ahí había un orden, una forma de atrapar el mundo. El rompecabezas de la realidad arrinconado entre tapa y contratapa.
El ritual se iniciaba en silencio, y nada podía perturbar el momento en el que se calzaba los anteojos y se hundía en la lomada del papel impreso.
Las costumbres se transmiten naturalmente. Porque yo podía pasar horas mirándolo, escuchando el ruido de las  hojas mientras pasaba de una sección a otra. En el aire se respiraba una calma que venía de un hombre que lee el diario, y de un niño que lo observa. Eso era todo. Y sin embargo alcanzaba para cifrar en el espacio un entendimiento mutuo, un lazo de olores y complicidades imposible de explicar.
Cada tanto zamarreaba el periódico y me hacía un comentario. Podía ser una noticia estrambótica, el chiste de Olaf el Vikingo o la tabla de posiciones. Todas cosas mágicas arrancadas de los sucesos del día. Después, cuando la tarde caía y ya no quedaba resquicio por leer, le doblaba la panza con el antebrazo, y lo ponía debajo de la mesa del televisor. Allí crecía la pila, día tras día. Una montaña de papel que ya no significaba nada. Solo el paso del tiempo. Porque eso era para mi el tiempo: el diario abandonado a su suerte. Alguien lo usaría después para enrollar cualquier objeto. El periódico era papel de envoltorio, y mientras tanto, la vida de dos personas se había entretejido gracias a sus páginas. Gracias a su gracia, que ahora volvía a morir en las manos indiferentes que se limpiaban la tinta después de usarlo.
O en los días de lluvia que se lo colocaba en el piso, y se lo rebajaba al indigno oficio de papel secante. De gramaje inútil que servía para no ensuciar la casa con los zapatos. Una tarea para la que no fue creado. Porque las rotativas trabajaban como hormigas en talleres subterráneos. Porque los canillitas partían el aire con sus voces de trueno.
Tabloide suena a tobogán, a tabla de salvación, atalaya de lectores solitarios.

El diario era un aeroplano o un barco. Servía para calentarse el cuerpo; para empaquetar un vaso roto; para leer en voz alta los avisos clasificados.
Sobre la piel rugosa de su textura, la vida se me hacía una aventura. Allí podría leer algún día el encantamiento de las palabras. Una clave escondida entre recetas de cocina y números de quiniela. La dicha que se deshace sobre la tinta corrida. El oráculo de los astros abriendo a machetazos la jornada.

Mi padre doblaba las hojas y sus manos sostenían el prodigio. Rozaban apenas el acontecer del mundo, la noticia destacada o el titular amarillo. ¿Qué importa? Toda esa fuerza se mueve como una marea. Y juega a favor de la vida.
Mi padre me enseño a leer el diario. La palma de sus manos era una carretera por donde viajaba el futuro. La increíble línea sinfín del camino abierto. El escenario de la vida, donde el telón se sube para admirar el conflicto humano.
Pero vuelvo a sus manos. Vuelvo al hechizo del ruido rompiendo el silencio como una música magnífica. Vuelvo a escuchar las inflexiones de su voz, las pausas de la puntuación. Y veo al hombre que lee el diario y al niño que lo observa. Una alianza natural. Una forma de atrapar aquello que se nos escapa. La vida entrelazada por la tinta borrosa del tiempo. El hogar que habito en alguna parte, mientras escucho el zumbido del papel barato.
Aquella voz desgarrada que vuelve a pregonar titulares  estruendosos sobre los paredones de la noche.

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