sábado, 11 de noviembre de 2017

Tres relatos de Enrique Spinelli

Bingo

Nunca había entrado a un bingo. Me impresionó, me impresioné. Primera impresión: sentí que estaba en una película de ciencia ficción. En segundos pasé de un paisaje gris de zona estación de trenes a uno que estalla en colores y sonidos. Estalla y estalla continuamente. Es todo muy raro, toda la gente está conectada a una máquina de colores, tranquila, ida de si pero hacia dentro de la máquina. La sala está llena de tipos de seguridad que cuidan de ó a esta gente ¿?
Cada máquina tiene un cuerpo conectado, sospecho que esto debe ser una especie de terapia intensiva. Estas máquinas dan soporte de vida. Espero que no se corte la luz. Acá, como en los criaderos de gallinas, no es de día ni de noche. Siempre es buen momento para apostar aquí y para comer en el criadero aviar.
Recorro las salas, todas están llenas de gente conectadas a máquinas. Su actividad es apretar unos botones, para indicar que están vivos. Cada tanto alguno se distrae o se muere y suena una alarma. Estos eventos se festejan. Sigo recorriendo y veo más y más gente conectada a máquinas. La situación me angustia. Yo me siento cada vez peor, pero la gente conectada parece estar al menos estable. Estable puede ser mucho.
¿Quién  tiene razón? Yo me la doy de pensador, pero la angustia me achata el pecho. Esta gente tiki tiki el botoncito, pueden pasar días así… ¡Ma sí! me siento frente a una máquina. Saco toda la plata que tengo en el bolsillo y llamo a la piba que ayuda a los viejos conectados (debe ser enfermera): -Señorita, no sé como es, pero por favor cárgeme todo esto en esa máquina. Me apoltrono y empiezo a apretar botonitos, decidido a darme máquina hasta que viva, hasta que ame o hasta que muera.



Dietética

A unas cuadras de mi casa hay una dietética donde atiende una pelirroja que me ha enamorado. Para llegar a su negocio debo cruzar una avenida. La senda peatonal es muy cruel, mi pie no entra en el ancho de la línea y la distancia que las separa corresponde a un paso largo, que dificulta cualquier maniobra. Si piso cada línea, mi pie sobresale de lo blanco, toca algo de asfalto y llego al otro lado sin ninguna posibilidad.
La colorada me trata displicentemente. Compro arroz Yamani. Voy en puntitas de pie, la gente lo advierte, y la colorada no me da ni bola. Compro arvejas partidas. Si camino de costado, poniendo totalmente mi pisada sobre la senda, me miran aún más y claro… la piba me trata como a un extraño. Compro harina de mandioca. Con zapatos de taco alto, la pisada entra perfectamente, pero no son mis zapatos. Me trata peor que nunca. Preparo unos zapatos de salón a los cuales les saco los tacos. Entrené caminando ligeramente inclinado hacia adelante, pisando casi plano pero sin apoyar el talón y llego al otro lado sin pisar asfalto y sin ser observado. Al arribar al terreno divino todo cambia.
De pronto todos los locales, todas las casas, son dietéticas con la colorada esperándome sonriente en la puerta. No hay más personas que yo y muchas pelirrojas, cada una en su dietética. Así no. Regreso aturdido, caminando calles de dietéticas, cruzando en esquinas de dietéticas, mirándome en vidrieras de dietéticas. Llego a mi casa que ahora linda con una dietética atendida por la pelirroja que me sonríe y sonríe como una cajera china. Busco mis llaves; doy una última mirada a mi barrio de dietéticas y advierto que del otro lado, pegada a mi casa, entre todas las dietéticas, hay una verdulería que atiende una bella morocha. Entro a mi casa y cierro puertas y ventanas.


Sueños con Katheryn 

El viejo Solís sostiene que somos el sueño de otro. Algunos son soñados por un dios, otros por una gorda tetona, o una viejita mala onda. Todo va en suerte. En Balcarce todos son soñados ahí mismo. Soñadores y soñados van cambiando para evitar el aburrimiento, que es la única muerte posible. Todos desean ser soñados por Alcoyana, quien inclusive despierto tiene sueños preciosos. El infierno es ser soñado por el usurero Juan T Garchau. Alcoyana dice que puede ser que seamos solo sueños, pero además soñamos (ver su Poema a Olga: "Soñé que estaba dormido, soñando contigo en un sueño…”)

En el barrio del Alas Balcarceñas, todos tenemos siempre el mismo sueño. Vamos caminando por la 20, todo está en gris menos Katheryn que tiene su vestido rojo.
Llegamos a su portal, nos saluda, nos da un beso, nos toma de la mano y nos lleva dentro de su casa, alcanzamos a ver la galería y puf, ahí todos nos despertamos. Todos tenemos el mismo sueño, pero todos soñamos cosas distintas. Cuando me despierto estoy convencido de que Katheryn me lleva para la quinta y me da unos besos entre los tomates. Elena afirma que es su hija, que se fue con un circo, que la lleva a la cocina a tomar unos mates. Pipo está seguro que es su mamá, que no conoció, que lo lleva al patio para ponerlo en una hamaca de mimbre. Soguita despierta siempre con una sonrisa; Katheryn lo lleva al fondo y le dice al oído el número que saldrá en la nocturna de Provincia. El número nunca sale, y Soguita sonríe porque tendrá que volver por otro…

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