sábado, 7 de enero de 2017

MAXIMAS DE ROCHEFOUCAULD

- La salud del alma es tan precaria como la del cuerpo; pues cuando nos parece estar más precavidos contra las pasiones, corremos el mismo peligro de sufrir su infección, que de caer enfermos cuando disfrutamos de salud.

- El excesivo placer que nos causa el hablar de nosotros mismos, debía hacernos comprender que no les ocurre otro tanto a los que nos escuchan.

- Prescindimos mejor de nuestro interés, que de nuestro gusto.

- Las faltas del alma son comparables a las heridas del cuerpo; queda siempre la cicatriz y jamás desaparece el peligro de que puedan abrirse de nuevo.

“Contate un Cuento IX” - Ganador de la Categoría D “La nena y los globos” por Alexandro Arana Ontiveros de México

         La nena corre alegre por el parque. Lleva un vestido hermoso holgado, un oso de peluche en los brazos, seis años encima. Las parejas que amorosas se abrazan, la observan pasar y sonríen. Ella es pura energía y regocijo en esa tarde espléndida de primavera.
Da tres vueltas a la fuente cantarina y se enfila por la avenida principal del frondoso parque. A medio recorrido del camino, un globero le corta el paso. Su inmensa carga de globos navega el suave aire de la tarde bamboleándose.
  La nena cambia ligeramente de dirección para evitar al señor y sus inflados, sin embargo, la casualidad de un cambio de dirección del viento, avienta el voluminoso conjunto de globos hacia donde la nena se dirige. De nuevo ve obstruido su paso.
  Es una tarde tan bella que un obstáculo tan nimio como este no hace que nadie se moleste, por lo que la dulce nena se detiene completamente, rehace el camino tres pasos atrás y cambia la dirección.
 A punto de pasar al globero, los globos vuelven a cambiar de dirección y se le van encima…
 La primera vez fue coincidencia, la segunda, ya parece burla. Por lo que, luego de cambiar la dirección a la trayectoria inicial y enfilarse por donde iba para encontrar de nuevo que los globos le vuelven a cerrar el paso, esta tercera ocasión ya pareciera algo personal. La nena comienza a perder la paciencia. Pero niña al fin y al cabo, al menos los intentará un par de veces antes de hartarse y decidirse por otro camino del parque.
  Dos, tres veces más sucede lo mismo: cada que la nena recompone el camino, los globos raudos se interponen a sus deseos de pasar y le cortan el gusto. Incluso aunque el globero camine hacia el lado contrario, los malditos globos se las ingenian para evitar su paso.
  Al contrario de lo que todos pensamos, la nena no decide irse por otro rumbo: ahora está terca en querer pasar justo por ese camino. Con globos o sin ellos, lo logrará. De eso está segura.
  La nena enfila la avenida con decisión y, como siempre, recibe un puñado de globos en la cara. El globero parece no darse cuenta de nada. Todos los globos se le enciman y le impiden siquiera ver el camino. Un manotazo, otro, otros más, empujando globos a cada instante, pero son tantos que es imposible quitárselos de encima y saber hacia dónde se dirige. Hasta siente que ya no va en la misma dirección en que iba. Llega un momento que son más globos que nena. Incluso usa su oso como empuñadura y escudo mientras su figura se pierde entre las formas lustrosas destellando al sol del atardecer. Y llega el punto en que ni sus piececitos se alcanzan a ver pues los globos la han rodeado por completo debido a que el globero se ha agachado para atender a otro niño.
 La nena pelea con furia; los globos atacan sin descanso. Y el oso va y viene en todas direcciones. Así prosigue en enfrentamiento hasta que una ráfaga de aire levanta los globos. Los hilos vuelven a erguirse y el globero se retira caminando. De la nena: ni el vestido ni el oso, mucho menos el recuerdo de sus seis tiernos años.
 Unos pasos más adelante, una pareja muy enamorada se acercará al globero y comprará justo ese globo tan curioso con forma de una pequeña niña de seis años que lleva en la mano un oso de peluche.

“Contate un Cuento IX” - Ganadora de la Categoría D- “ El cementerio de chalecos” Por Silvia Graciela Franco de la ciudad de Castelar

        Llegaron los operarios con la orden de levantarlo todo. Miraban exhaustos antes de comenzar. Se movían con lentitud esquivando piedras y ecos de llantos que ya no se escuchaban. Los medios estaban trasmitiendo desde muchos rincones del planeta para documentar lo que en realidad eran esas montañas de coloridos restos, con sabor a sal y a desgracia humana, esparcidas por toda la playa.
Ante cada desembarco a distintos tiempos, con todos los climas, a cualquier hora y sin destino concreto, quedaban diseminados los botes que no regresarían y las pertenencias abandonadas por aquellos que llegaban enfermos de cuerpo y alma, destinadas a dormir su sueño eterno en otra tierra, la que recibía a los refugiados.
Recorrieron la zona sin ponerse de acuerdo por dónde empezar. Debían hacerse cargo, borrar los vestigios del sufrimiento y el horror, limpiar la costa. En eso estaban, cuando desesperados gritos de dolor y desamparo brotaron de las telas, del nylon, del plástico. Los operarios se asustaron. No comprendían si esos sonidos eran humanos o sólo una impresión, algo que estaba en sus cabezas, una idea. Estaban confundidos. Cumplían órdenes y no se cuestionaban si era o no justo lo que estaba sucediendo, o normal, si pasaba en otros lugares del mundo o por qué sucedía. Si eran ellos  quienes debían actuar o alguien más. O, tal vez, nadie debía hacerlo, para que todos pudieran saber y oír, comentar y reclamar, rebelarse y condenar.
No se cuestionaban porque estaban acostumbrados .Sabían que quienes habían bajado de las balsas sobrecargadas eran desamparados, familias incompletas, mujeres embarazadas o con sus bebés; que quienes no habían sobrevivido, yacían en el fondo del mar; y no importaba si algunos niños habían quedado huérfanos, si sus padres permanecían aún en la patria herida de muerte y, tal vez, los habían embarcado solos porque no tenían dinero suficiente para huir todos juntos. No se cuestionaban si esos padres huérfanos de hijos rogaban a su Dios, o a quien quisiera escucharlos, que sobrevivieran, sin pensar qué podría ser de ellos cuando cruzaran a Lesbos, quién podría socorrerlos si la guardia costera los interceptaba antes de llegar y los obligaba a regresar.  No querían saber si algunos en la balsa, antes de ser posiblemente repatriados, podían preferir la muerte y arrojarse al mar delante de todos esperando, quizás, sólo una oportunidad, un par de ángeles que  pudieran ayudarlos a pisar tierra y refugiarse en sus alas en busca de paz.
No, no pensaban en nada de esto. Sólo debían limpiar la playa.
Prestaron atención. De las montañas de chalecos brotaban gritos, no podía negarse, no era sólo una idea. Eran gritos humanos. Se acercaron y vieron los colores de las telas, el estado de los trozos de eso que antes, había sido algo. La mayoría de los chalecos no había sobrevivido al viaje. Piezas rasgadas, destrozadas, desgarradas, descosidas, con la entretela desintegrada, imposible que pudieran haber flotado en caso de necesidad durante el trayecto.
Pero no todos eran chalecos salvavidas. Tenían formas variadas, parecían lo que no eran y se asemejaban a algo que alguna vez podrían haber sido. Algunos eran simples brazaletes desinflados, como los usados por los niños para jugar en el agua. Otros, redondos y pinchados, con cara de patos o tortugas. Como si el océano fuera una gran piscina, y quienes los habían portado, los viajeros, hubieran sido engañosamente invitados a refrescarse y disfrutar. Entremezclados, pantalones, camperas, chupetes, mamaderas, ropa de niños, inservible y manchada, algunos juguetes y un osito de peluche mojado, con la nariz partida y la estopa al aire. Uno de los operarios lo alzó. Tenía los ojos de vidrio brillosos. En ese momento, se acallaron las voces invisibles y los gritos que se habían oído provenientes de las telas mojadas, cesaron.
El hombre miró el horizonte y, en una alucinación, creyó descubrir la embarcación precaria que se acercaba con su carga humana. Cuando estuvo más cerca, vio al niño con su osito en la mano, los ojos negros buscando el cielo. Alaridos y llantos lo espantaban. El niño se volvió a acurrucar en posición fetal y se cubrió la cabeza con las manos, como para desaparecer. El agua salada le brotaba por los ojos; el olor y el vaivén del mar lo enfermaban.
Muchos rostros, pero ninguno conocido, ¿y su mamá?, “¿dónde está mamá?”, repetía inconsolable.
Ni podía imaginar en qué pesadilla estaba.
Unos brazos fuertes y helados rodearon su piel morena; intentaron, sin éxito, contener su hambre, frío, sed, desesperación y llanto.
Pensó que tal vez vendría una ballena, se tragaría el bote con todo y gente; después,  Pepe Grillo lo salvaría. ¿Acaso, como Pinocho, este era su castigo porque él también había dicho mentiras?
Un sacudón más, y se sostuvo como pudo, pero su osito cayó al agua…
Quiso retenerlo, le fue imposible.
Más tarde, el mar se encargó de guiarlo, de mecerlo y acercarlo a la costa para que fuera parte incongruente, deshecho involuntario, testigo presente y juguete perdido en el cementerio de chalecos.