sábado, 25 de marzo de 2017

CONTATE UN CUENTO IX - Mención de Honor de Categoría B - El universo en tus ojos- Por Lucia Gauto, alumna de la E.S. Nº 3 de San Manuel

         Les contaré una linda experiencia de mi vida. Si tuviera que definirla y ubicarla en mi historia, lo correcto sería decirles que la considero como un respiro enviado por el universo luego de una mala racha, que había sido lo suficientemente extensa como para dejarme vacío…
El invierno se había apoderado de la ciudad, una de esas en las que sus habitantes se levantan junto al alba con el estruendo de sus despertadores, los siete días de la semana y desde que toman contacto con la calle se transforman en una especie de robots, conducidos por el vertiginoso ritmo de la cotidiana realidad. Como pasaba por un momento lleno de días grises, por lo tanto me había limitado a poner  mi cerebro en modo automático, para comportarme como la mayoría lo hacía; actuaba como uno más del montón, era parte de esa multitud que se deja llevar por la corriente sin detenerse a racionalizar sus actos. Pero el transcurso de las  horas se tornaba interminable y, se llenaba de solitarios y agobiantes silencios, propicios para que los recuerdos atacaran una vez más mi mente.
Ese día fue especial desde el comienzo, mi inconsciente advirtió la situación porque soñé con mi mamá, la calma siempre fue su mayor virtud y el mensaje pretendía tranquilizarme, pues las pesadillas eran recurrentes en ese tiempo, pero por primera vez después de varios días me despertaba calmo, sin apuro alguno. Cuando me asomé por la ventana descubrí que amanecíamos con nieve, inevitablemente ese manto blanco que cubría el exterior, me transportaba a la fría sensación que experimente aquel día. Pero algo me decía que no era eso lo que el destino tenía planeado para mi, no iba a ver un nuevo torrente de recuerdos agobiantes a lo largo de la jornada, por eso me animé a ir otra vez al café de la esquina para desayunar.Allí fue la primera vez que la vi. Estaba sentado a tan solo tres mesas de ella y me cautivó su mirada, leía un diario y les puedo asegurar que sus ojos, del más cálido color castaña, eran un espejo. Reflejaban a la perfección las sensaciones que le producían cada una de las palabras plasmadas sobre el papel. Se notaba su aflicción en las noticias trágicas, su alegría con los logros de los desconocidos, su concentración en las teorías científicas, y eso para ser franco no abundaba en ese momento. Las personas habían perdido la capacidad de experimentar sensación alguna al informarse y me hago cargo de que me sentía uno de ellos. Pero viendo sus expresiones admiré la belleza de su rostro, capaz de exteriorizar sentimientos y hasta una pequeña parte de mí la envidió por eso. Reconocía que esa cualidad la había perdido en aquel momento y no creía que la recuperaría alguna vez. Esa razón hizo que me acercara y como todas las personas destinadas a encontrarse en un punto de sus vidas, nos conocimos sabiendo que compartiríamos algún tiempo. Pero ella no sabía qué me iba a devolver mucho, aunque no me hubiese quitado nada.
Con todos y cada uno de los días que compartíamos una nueva sensación recobraba vida en mi interior. Era una de esas personas que son únicas en este mundo y bendicen a quienes las cruzan por el camino. Siempre sonriente, poseía una admiración absoluta hacia cada parte de la naturaleza que la rodeaba y cada vez que observaba algo encontraba un nuevo motivo que lo embellecía cada vez más. En cierto punto hizo lo mismo conmigo, no sé qué era lo bello que rescataba de mi persona, porque si les cuento la verdad, me consideraba bastante despreciable en esa época; pero ella me conectó otra vez a tierra, me devolvió mi perspectiva de la realidad, unió otra vez todas mis piezas. Y sin más, cuando me vio completo, se marchó dejando una nota que decía:
  “Te presté mis ojos para que recobres tu mirada porque quería volver a verte pasar sonriendo y  desentonando con el mundo. Siempre supe todo lo que llevabas dentro y me dolió saber que no lo encontrabas en ti, por eso te ayudé. Ahora tu fuerza y vitalidad están de vuelta y volverás a ser esa persona que se distingue entre las demás y camina en dirección contraria haciéndoles abrir los ojos.
   Nuestros caminos hoy se bifurcan pero estoy segura que sabré de ti pronto. Despliega tus alas tan amplias como puedas, y levanta vuelo de una vez, así lo hubieran querido ellos. Hay tanto allá afuera por conocer y sé lo mucho que deseabas verlo. Desde algún lugar te acompañarán, no lo dudes. Sal y piérdete con la belleza de lo que encuentres, corre riesgos y no te cargues más peso a los hombros.
  Siempre tendrás una parte de mi corazón que te seguirá queriendo.
                                                                                             Adiós.”
Esa mañana, completó su misión.  Creo que fue una persona que me mandaron ellos, para que fuera esa luz en medio de tanta oscuridad. Sabían que teníamos la misma naturaleza y entendí que no debía seguirla. Comprendí que debía soltar los hechos, el peso no debía recaer más sobre mi espalda. Acepté el termino accidente y me dispuse a retomar las riendas de mi vida, para concretar los sueños que alguna vez habían sido mi horizonte. Llené las valijas, compré un boleto y me dispuse a volar; sabiendo que entre las nubes que veía por la ventanilla estaban sonriendo. Porque ya no me creía más culpable, aceptaba lo sucedido como parte del destino y los quería guiándome desde ese lugar en donde se encontraran. Parte de ellos vivía dentro de mí y me acompañarían siempre para que experimente todo lo que juntos habíamos imaginado.

“Ese hombre, esa carta” Por Héctor Fuentes (De su libro “Rueda la pelota”)

         En una casa en San Vicente alguien escribe una carta. El ruido de las teclas golpea. Las entrañas del papel se manchan. El ruido del mundo golpea al hombre, que de vez en cuando despunta el violento oficio de escritor.
Golpea las teclas con las yemas de los dedos, con el alma. En cada repiqueteo nervioso de la Olympia se desbarranca una denuncia, se abren charcos de lluvias estancadas. Es un mar embravecido que se mueve y salpica rabia.
No sabe escribir de otra manera. Escribir es combatir, y la suerte ha sido echada. Escribir es mostrar la otra cara, la que ríe para adentro y negocia para afuera. Escribir es para él uno de sus oficios terrestres, un oscuro día de justicia, la batalla y la granada, el ser en carne viva que le dicta estremecido las palabras.
Una mujer lo alienta. Un país masacrado lo subleva. Un fuego le quema la sangre. El periodismo le quitó tiempo para escribir una novela, pero esto es otra cosa. Algo que él mismo intuía desde siempre: escribir con las palabras justas la indignación de todo un pueblo. Utilizar el filo del lenguaje como un estilete que corta la cáscara de la realidad. Hablarle de frente a los pobres, a los que están siempre debajo de todo. Debajo de un país que no comprenden, si acá tirás una semilla y crece, los cuatro climas, Argentina potencia.
Escribir golpeando una puerta. Escribir escribiéndose. Escribir jugándose la vida. Escribir y sembrar sospechas en el ojo de la tormenta.
El escrito lleva por título: “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Durante tres meses corrige el texto. Sabe que está ejerciendo un derecho prohibido: “sentir la satisfacción moral de un acto de libertad”. Y así y todo, vuelve a sentarse frente a la máquina y golpea las teclas. Ahora ordena el borrador. Mide cada oración con la obsesión de un relojero. Piensa y escribe. Lucha y vuelve. Patria o muerte.
En otros tiempos, cuando alguien le dijo, “hay un fusilado que vive”, la vida lo puso contra las cuerdas. Las bocas de los inocentes gritaban verdades que los diarios rechazaban. Había que descifrar el enigma. La investigación decantó en un libro fundamental: “Operación Masacre”. La ficción se pasa del lado de la realidad. La realidad se narra con las herramientas de la ficción.
Pero ahora estamos en el año 1977. El país se hunde en una noche sin fondo. Los giros de la política económica impuesta por la dictadura, exterminan las esperanzas de millones de argentinos. Avanza el invasor imponiendo la receta del Fondo Monetario Internacional.
La vida no vale nada.
En una casa en San Vicente alguien escribe una carta. Corrige la puntuación. La lee en voz alta. Se mira las manos y se las pasa por la cara. Sabe que unir una palabra tras otra significa entrelazar un destino. Esas palabras viajan hacia el vórtice de las sombras, y sin embargo, aparecen límpidas, exactas, relucientes, manchando con tinta y sangre cada partícula blanca.
En una casa en San Vicente alguien escribe una carta. Ese hombre se llamó Rodolfo Walsh, y tuvo el coraje de enviarla.