sábado, 13 de mayo de 2017

Los melocotones - Por León Tolstói

El campesino Tikhom Kuzmitch, al regresar de la ciudad, llamó a sus hijos.
- Mirad -les dijo- el regalo que el tío Ephim os envía.
Los niños acudieron: el padre deshizo un paquete.
- ¡Qué lindas manzanas! -exclamó Vania, muchacho de seis años-. ¡Mira, María, qué rojas son!
- No, probable es que no sean manzanas -dijo Serguei, el hijo mayor-. Mira la corteza, que parece cubierta de vello.
 - Son melocotones -dijo el padre-. No habíais visto antes fruta como ésta. El tío Ephim los ha cultivado en su invernadero, porque se dice que los melocotones sólo prosperan en los países cálidos, y que por aquí sólo pueden lograrse en invernaderos.
- ¿Y qué es un invernadero? -dijo Volodia, el tercer hijo de Tikhon.
- Un invernadero es una casa cuyas paredes y techo son de vidrio.
El tío Ephim me ha dicho que se construyen de este modo, para que el sol pueda calentar las plantas. En invierno, por medio de una estufa especial, se mantiene allí la misma temperatura.
He ahí para ti, mujer, el melocotón más grande; y estos cuatro para vosotros, hijos míos.
- Bueno -dijo Tikhon, por la noche-. ¿Cómo halláis aquella fruta?
- Tiene un gusto tan fino, tan sabroso -dijo Serguei-, que quiero plantar el hueso en un tiesto; quizá salga un árbol que se desarrollará en la isba.
- Probablemente serás un gran jardinero; ya piensas en hacer crecer los árboles --añadió el padre.
- Yo -prosiguió el pequeño Vania- hallé tan bueno el melocotón, que he pedido a mamá la mitad del suyo; ¡pero tiré el hueso!
-Tú eres aún muy joven -murmuró el padre.
- Vania tiró el hueso -dijo Vassili, el segundo hijo-, pero yo lo recogí y le rompí. Estaba muy duro, y dentro tenía una cosa cuyo sabor se asemejaba al de la nuez, pero más amargo. En cuanto a mi melocotón, lo vendí en diez kopeks; no podía valer más.
Tikhon movió la cabeza.
-Pronto empiezas a negociar. ¿Quieres ser comerciante? ¡Y tú, Volodia, no dices nada! ¿Por qué? -preguntó Tikhon a su tercer hijo, que permanecía aparte-. ¿Tenía buen gusto tu melocotón?
- ¡No sé! -respondió Volodia.
- ¿Cómo que no lo sabes? -replicó el padre-. ¿Acaso no lo comiste?
- Lo he llevado a Gricha -respondió Volodia-. Está enfermo, le conté lo que nos dijiste acerca de la fruta aquella, y no hacía más que contemplar mi melocotón; se lo di, pero él no quería tomarlo; entonces lo dejé junto a él y me marché.
El padre puso una mano sobre la cabeza de aquel niño, y dijo:
- Dios te lo devolverá.

EL POZO - Por Ricardo Güiraldes

         Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple.
Todo una historia trágica.
Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar su
cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel.
Allí le sorprendieron: el cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba; el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente. Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz.
Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por pesa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas. Más de una vez, la tierra insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas. Sin embargo, un mundo insospechado de energías nacía a cada paso, y como por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios. Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante suyo la forma de un Aguaribay como cosa irreal... Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito.
El infeliz comprendió, hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra. Ahora, todo el pago conoce el pozo maldito; y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.

Epigramas Por Oscar Wilde

-Hay que evitar las discusiones, siempre son vulgares y a menudo convincentes.

-Es importante no asistir a una cita de negocios si se desea conservar el sentido de la belleza de la vida.

- Siempre que tiene que decirse algo desagradable, uno debería ser muy sincero.

EL FUGITIVO Por Pablo Neruda

Por la alta noche, por la vida entera,
de lágrima a papel, de ropa en ropa,
anduve en estos días abrumados.
Fui el fugitivo de la policía:
y en la hora de cristal, en la espesura
de estrellas solitarias,
crucé ciudades, bosques,
chacarerías, puertos,
de la puerta de un ser humano a otro,
de la mano de un ser a otro ser, a otro ser,
Grave es la noche, pero el hombre
ha dispuesto sus signos fraternales,
y a ciegas por caminos y por sombras
llegué a la puerta iluminada, al pequeño
punto de estrella que era mío,
al fragmento de pan que en el bosque los lobos
no habían devorado.

Una vez, a una casa, en la campiña,
llegué de noche, a nadie
antes de aquella noche había visto,
ni adivinado aquellas existencias.
Cuanto hacían, sus horas
eran nuevas en mi conocimiento.
Entré, eran cinco de familia:
todos como en la noche de un incendio
se habían levantado.
Estreché una
y otra mano, vi un rostro y otro rostro,
que nada me decían: eran puertas
que antes no vi en la calle,
ojos que no conocían mi rostro,
y en la alta noche, apenas
recibido, me tendí al cansancio,
a dormir la congoja de mi patria.

Mientras venía el sueño,
el eco innumerable de la tierra
con sus roncos ladridos y sus hebras
de soledad, continuaba la noche,
y yo pensaba: «Dónde estoy? Quiénes
son? Por qué me guardan hoy?
Por qué ellos, que hasta hoy no me vieron,
abren sus puertas y defienden mi canto?».
Y nadie respondía
sino un rumor de noche deshojada,
un tejido de grillos construyéndose:
la noche entera apenas
parecía temblar en el follaje.
Tierra nocturna, a mi ventana
llegabas con tus labios,
para que yo durmiera dulcemente
como cayendo sobre miles de hojas,
de estación a estación, de nido a nido,
de rama en rama, hasta quedar de pronto
dormido como un muerto en tus raíces.