sábado, 16 de septiembre de 2017

EL CAMINANTE Y SU SOMBRA por Jorge A. Dágata

Al evocar la figura de Friedrich Nietzche (1844-1900) nos representamos una mirada de insana lucidez, o esos bigotes que no necesitaban caricaturista que los exagerara. Poniéndonos un poco más serios, lo imaginamos anunciando para todos y para nadie, nada menos, la muerte de Dios, la necesidad del advenimiento del Superhombre, o reciclando el mito del eterno retorno. 
Es probable que nuestros presupuestos culturales agreguen a la imagen una mano compasiva que desde muy alto le palmea la espalda y lo invita a mirar el futuro: Las dos guerras mundiales desencadenadas tras su deceso (un millón de muertos solamente en la jornada del Somme, seiscientos mil en Verdún, por citar unas minucias). Hiroshima. Los escarceos actuales entre el King Kong coreano y el orangután del norte americano, como quien dice mojadas de oreja con un tanteo a este misil o a aquella superbomba, para definir quién tiene al fin y al cabo más larga la razón. O la recurrencia histórica que Arnold Toynbee puso en su lugar, en su monumental Estudio de la Historia, sin desmerecer el mito. 
¡Ay de las ideas, tan resbaladizas! Siempre de la cabeza a las manos de la misma criatura humana, que ya quisiera superarse y de la que se espera no termine cayendo algún grado en la escala, para volver al simio que, Darwin dixit, supo ser cuando en su peluda inocencia sólo devoraba bananas.

LA PROPUESTA

Al lector que ya está decidiendo abandonarnos, ¡valor! En esta nota no dilucidaremos (no sabríamos hacerlo) si sus ideas son emancipadoras, subversivas, anarquistas, reaccionarias, elitistas, antisemitas, esteticistas, misóginas, irracionalistas… como han sido calificadas por unos y por otros. La propuesta de hoy es recorrer unas páginas del Nietzsche poético que creemos valen la pena, compartirlas con la sana intención de disfrutar de una buena lectura, en sintonía con la línea que esta sección sigue desde sus orígenes.
Están extraídas de “El caminante y su sombra”, uno de sus libros de aforismos más bellos y densos, escrito en tres meses de descanso en Saint Moritz, en 1877 (no hay acuerdo unánime en cuanto al año), inspirado en paseos por los bosques, al pie de los glaciares y en las orillas de los lagos. Un libro que manifiesta el Espíritu libre (freier Geist), publicado en 1879. Que a la sombra precisamente ha quedado de Zarathustra o El Anticristo, porque revela más expresionismo que ideología, aunque no carezca de ella. A juicio del que lea, ahí va:

EN LA NOCHE

En cuanto cae la noche, se altera nuestra percepción con respecto a las cosas más próximas. Ahí está el viento, que merodea como por caminos prohibidos, murmurando, como si buscase algo, enojado porque no lo encuentra.
 Ahí está la luz de las lámparas, de tétrico, rojizo brillo, titilando laxamente, resistiendo desganadamente a la noche, esclava impaciente del hombre que vela. Ahí está la respiración del durmiente, su lúgubre compás, al que una pena siempre recurrente parece silbar la melodía; no la oímos, pero cuando el pecho del durmiente se eleva, sentimos nuestro corazón acongojado, y cuando el aliento decrece y casi expira en un silencio de muerte, nos decimos: ”¡descansa un poco, pobre espíritu atormentado!”
A todo viviente, pues vive tan oprimido, le deseamos un eterno reposo; la noche nos persuade a la muerte. Si los hombres careciesen del sol y condujesen con el claro de luna y el aceite la lucha contra la noche, ¿qué filosofía les envolvería con sus velos? Más aún, se le advierte ya al modo de ser espiritual y anímico del hombre cómo está en conjunto entenebrecido por la mitad de oscuridad y carencia de sol que enluta la vida.

NO SENTIR CADENAS

Mientras no sentimos que dependemos de algo, nos tenemos por independientes: un razonamiento falso que muestra cuán orgulloso y ansioso de poder es el hombre. Pues admite aquí que bajo cualquier circunstancia debe advertir y reconocer, en cuanto la sufre, la dependencia, bajo el supuesto de que habitualmente vive en la independencia y, tan pronto la pierda excepcionalmente, notará un contraste del sentimiento.
Pero ¿y si fuera verdad lo contrario: que siempre vive en múltiple dependencia, pero se tiene por libre cuando por hábito prolongado ya no nota la opresión de la cadena? Sólo las cadenas nuevas le hacen sufrir: “libertad de la voluntad” no significa propiamente hablando nada más que no sentir nuevas cadenas.

REMORDIMIENTO

El remordimiento es, como la mordedura de un perro a una piedra, una estupidez.

A VISTA DE PÁJARO

De varios lados se precipitan aquí torrentes hacia una sima: su movimiento es tan impetuoso y arrastra consigo la mirada de tal modo, que las laderas peladas y boscosas de la montaña en torno no parecen descender, sino como huir hacia abajo.
Viendo el espectáculo uno se tensa angustiado, como si detrás de todo ello se ocultase algo hostil ante lo que todo debiera huir y contra lo que el abismo no ofreciera protección.
Esta región no puede pintarse, a menos que se la sobrevuele como un pájaro al aire libre. Por una vez la llamada perspectiva a vista de pájaro no es aquí un arbitrio artístico, sino la única posibilidad.

LA MEDIOCRIDAD COMO MÁSCARA

La mediocridad es la más afortunada de las máscaras que puede llevar el espíritu superior, porque no hace pensar a la mayoría, es decir, a los mediocres, en un enmascaramiento; y, sin embargo, por eso precisamente se la pone aquél, para no irritarlos y aun, no pocas veces, por compasión y bondad.

ET IN ARCADIA EGO

(“Yo también en Arcadia”. Lema de los Viajes Italianos, de Goethe).
Miré hacia abajo, por encima de olas de colinas, hacia un lago de color verde lechoso, por entre abetos y adustos pinos añosos: rocas de todas clases en torno de mí, el suelo cuajado de flores y hierbas. Un rebaño se movía, se desperezaba y pacía ante mí; vacas desperdigadas y grupos más allá, a la más intensa luz crepuscular, junto al pinar; otras más cerca, más oscuras; todo en calma y vespertina saciedad.
El reloj marcaba casi las cinco y media. El toro del rebaño se había metido en el arroyo blanco de espuma y seguía lentamente, resistiendo y cediendo, su impetuoso curso: tenía sin duda en ello una especie de formidable placer.
Dos criaturas trigueñas, de ascendencia bergamasca, eran los pastores; la muchacha vestida casi como un chico. A la izquierda barrancos y campos de nieve más allá de amplias franjas boscosas, a la derecha dos enormes picos helados, muy por encima de mí flotando en el velo de la bruma solar; todo grande, tranquilo y claro.
Toda esta belleza producía un estremecimiento y una adoración muda del momento de su revelación; involuntariamente, como si no hubiera nada más natural, se introducían unos héroes griegos en este mundo de pura luz intensa; como Poussin y su discípulo tenía uno que sentir: heroica e idílicamente a un tiempo. Y así han también vivido hombres singulares, así se han sentido permanentemente en el mundo y al mundo en sí, y entre ellos uno de los hombres más grandes, el inventor de una manera heroico-idílica de filosofar: Epicuro.

¡HOMBRE!

¡Qué es la vanidad del hombre más vanidoso frente a la vanidad que posee el más modesto en cuanto que se siente “hombre” en la naturaleza y el mundo!