martes, 1 de mayo de 2018

PROYECTO DE REFORMA DE OPOSICIONES A LA JUDICATURA - Por Jardiel Poncela, año 1943 (Y creían que era un invento de Borges!!)

Queridos amigos:
Me propongo hoy ocuparme del programa de las oposiciones a la Judicatura, pero antes de entrar en materia permitidme que primero hablemos algo acerca de Viena. Atended un momento, señores, y sabed que cu Viena se ha aprobado una nueva ley merced a la cual los jueces que tengan que dictar sentencia en las causas de atropellos de automóviles deberán estar en la obligación de saber conducir.
Yo no sé si os dais cuenta de la importancia de esta disposición, que a mi me parece el colmo de la sabiduría y de la previsión. De todos los miles de trucos que los hombres de leyes han inventado para complicar al resto de los hombres, este último es el que tiene más razón de ser. Vamos a desmenuzarlo concienzudamente, demostrando cómo va a influir poderosamente en el programa de oposiciones a la Judicatura. Y antes que eso estudiemos qué es la ley y cómo nace la ley. Incluso puede que le tomemos ley al tema. Sobre todo si yo logro hablar en plata. En plata de ley. Primera e importantísima cuestión que se presenta: ¿La ley es imprescindible?
O, dicho de otra manera: ¿Se puede vivir sin leyes?
Yo sólo veo una respuesta, y esta respuesta es espantosa: la ley no es imprescindible. Se puede vivir sin leyes. Lo que ha provocado hace siglos el nacimiento de las leyes fue el aburrimiento.
Retrocedamos al principio del mundo. Os suplico un poco de imaginación. Ya estamos en el principio del mundo. Ya estamos en el caos. Fuerzas terribles e imponderables lo conmueven todo.
Nada existe, pero existe todo en la nada (¡qué frase tan caótica!). Minerales, gases, materias inflamadas, fluidos, corrientes, vendavales, chispas, explosiones gigantescas; esto es el Universo. Esto es el caos. ¿Os formáis idea? Pero aun puedo dar una sensación más descriptiva del caos por medio de la palabra incongruente, he aquí por ejemplo, una descripción del caos: Bandonion esprocicmto gin-canto blumba en condifonterano de esprun de espun briviesco laba-ringologio un nocen guindas. ¿No os da esto idea exacta del caos? ¿Sí? Pues adelante. Pasan los siglos, se forman los sistemas solares, se forman los planetas. Surge el hombre. El hombre primitivo es más feo que peinarse con un rastrillo. Vive como una bestia; come los cocos con cáscara y los animales con piel. Se las tiene que ver con tipos de la categoría del diplodocus o del ictiosaurio, y para cazarlos les atiza en la cabeza con el tronco de una encina prehistórica. Es lo más bruto que os podéis imaginar. Y sentiría que molestase mi descripción del hombre primitivo, pues ya me doy cuenta de que descendéis de él; pero no olvidéis ni por un momento que también desciendo de él yo. Así es que la cosa nos alcanza por igual a todos.
Cuando el hombre primitivo lleva una temporada a estacazo limpio con la naturaleza surge la mujer. El hombre y la mujer comienzan la vida en común. Ella se mira el rostro en los arroyos; él sigue arrimándoles estacazos a los diplodocus y a los ictiosaurios. Un día sus quehaceres se invierten. Y al hombre se le ocurre mirarse el rostro en un arroyo. Y a la mujer se le ocurre coger una de las estacas y dejársela caer al hombre en la nuca. Es el origen del amor.
El hombre primitivo y la mujer primitiva ríen, gozan, sufren, comen, duermen, tienen hijos, etc., etc. O lo que es lo mismo, viven. Y veamos ahora, que ya hemos llegado al momento de la vida, cómo las leyes nacen del aburrimiento.
El hombre y la mujer subsisten una serie de años haciendo siempre las mismas cosas, cuando un día hacen, de pronto, una cosa nueva: bostezar. Pero a ese primer bostezo siguen tantos otros, que incluso llega un momento en que también se cansan de bostezar. ¿Qué ha ocurrido? Sencillamente, señores, que ha nacido el aburrimiento, monstruo más terrible que el propio diplodocus y que el propio ictiosaurio.
Y es en una tarde de aburrimiento, tumbado al sol tripa arriba, cuando el hombre observa cómo la mujer va y viene al arroyo donde se mira el rostro. Y el hombre piensa: Ya me estoy yo hartando de coqueterías, y se añade: ¡Esto se ha acabado!, y se levanta, coge del brazo a la mujer y la dice: Oye, prohibido en absoluto que te mires en el arroyo más que dos veces diarias.
Y ha nacido la primera ley: la ley del marido.
Otro día, un hombre primitivo se balancea en pleno aburrimiento, encaramado en la copa de un árbol; arranca una ramita, la chupa, se retuerce el dedo gordo del pie izquierdo, juega a ponerse bizco; en suma, hace lo posible por divertirse, sin lograrlo demasiado. Entonces se acuerda de pronto de que otro hombre primitivo amigo suyo tiene una estaca el doble de grande que la suya, y se baja del árbol, se mete en la cueva del amigo y se lleva la estaca a su propia cueva. El propietario pone el grito en el cielo al verse sin su estaca, cuenta el caso a otros hombres primitivos, tan primitivos como el ladrón y como él, y todos de acuerdo, deciden agarrar al que se ha llevado la estaca y rompérsela en las costillas.
¿Qué ha ocurrido?
Que acaban de nacer tres nuevas leyes: la ley de la propiedad, la ley de la represión y la ley de la fuerza.
Otro día, el objeto del robo no es una estaca, sino una mujer. El hombre despojado vuelve a llamar en su auxilio a las amistades, y el seductor es arrojado a un estanque de dolicosaurios, junto con la adúltera.
¿Y esto, qué es?
Que ha nacido otra ley: la ley que castiga el adulterio.
Otro hombre aburrido, más fuerte que los demás, cae en la manía de distraer su aburrimiento arrancándoles mechones de pelo a todos los semejantes más débiles que él que encuentra.
Por fin, estas pobres víctimas se hartan. Y se reúnen, y todos juntos se van a ver al ciudadano abusón, y le dicen: En lo sucesivo, ojo con tocar a ninguno de nosotros, porque si lo haces, vendrán los demás y te mascarán la nuez.
¿Qué ha sucedido?
Que ha nacido la ley de agrupaciones.
Ya se ha visto cómo han nacido las leyes. Pero sin el aburrimiento del abusón, y del seductor, y del ladrón, y del hombre que tomaba el sol boca arriba, ¿habrían nacido las leyes? No, seguramente.
Con lo que queda demostrado que las leyes han sido el fruto del aburrimiento.
Y ahora pasemos de un salto a la nueva ley implantada en Viena y sopesémosla.
Obligar a saber conducir automóviles a aquellos jueces que han de fallar en asuntos de atropellos de automóviles es el máximum de la sensatez.
Sólo sabiendo él mismo conducir a la perfección puede un juez dictaminar sobre si la culpa del atropello la tiene el chofer, el atropellado o el automóvil.
Porque hay choferes, preocupados por las pantorrillas de Celia Gámez, que al que se pone delante lo hacen migas; pero también hay transeúntes que cruzan la calle estudiando Álgebra y se meten materialmente bajo las ruedas, y también hay finalmente automóviles que hacen lo que se les da la gana.
Yo conduje una vez un automóvil, con el que no podía uno descuidarse un segundo, porque tenía la manía de tirar los puestos de periódicos. Y si veía una tienda de gramófonos se colaba por el escaparate. Y si nos cruzábamos con una camioneta se iba detrás de ella.
La mayor prueba de que existen autos con voluntad propia, que hacen lo que les da la gana, la tenéis en que el día en que uno conduce un auto por primera vez y se encuentra de frente con un árbol, ya se puede virar hacia los lados, que se chafa uno contra el árbol inexorablemente.
El juez que tenga que entender en asuntos de atropellos de automóvil debe saber conducirlo. Esto es indiscutible. En Viena tienen razón.
Pero... ¿sólo han de necesitar conducir los que entiendan en asuntos de atropellos de automóvil...? Yo haría extensivo el acuerdo a los restantes problemas jurídicos.
Para juzgar una cosa debe conocerse a fondo. Esto es tan ético, que parece mentira que no se haya caído en ello antes.
Y por eso mismo debe extenderse a lo demás. Y el que juzgue a un criminal debe saber matar con absoluta limpieza, y el que haya de verse en el trance de juzgar un adulterio tiene que haber sido adúltero, por lo menos, veintiocho veces.
Yo comprendo que esto es revolucionar demasiado. Pero no hay más remedio, señores radioyentes, no hay más remedio...
Hoy, tal como las cosas se hallan constituidas y organizadas, un ladrón se presenta ante el juez y puede meterle camelos impunemente.
- Señor juez: juro que soy inocente. Es verdad que yo entré en la casa a medianoche con una palanqueta, pero mi propósito no era más que abrir la puerta del cuarto de la criada, porque es de mi pueblo y estaba ya al caer, señor juez... Una vez dentro de lacasa, vi la caja de caudales abierta, y para que no la robasen la vacié yo, con el propósito de llevar el dinero al día siguiente... Sólo que, claro, luego me ha dado pereza llevarlo.
Esto puede decir un acusado de robo hoy día. Pero el día que los jueces que entiendan en estos asuntos estén entrenados en el asalto nocturno de domicilios, aquel día el ladrón no podrá meter semejantes camelos, porque el juez le gritará iracundo:
- ¡Mentira! Ha abierto usted la caja con el soplete oxhídrico.
- Pero, señor juez, que le juro que no...
Y el juez diría:
-¡Basta! ¿Me va a enseñar a mí cómo se hace eso? ¡Estoy harto de robar cajas de caudales con ese procedimiento!
Y el ladrón tendría que callar y aguantarse con la condena.
Y lo mismo en el crimen.
Hoy un criminal puede encerrarse en una negativa, afirmando que fue la víctima la que se dio el navajazo en un rapto de desesperación.
Pero con la aplicación de la ley de Viena no habría criminal que pudiera convencer de eso a ningún juez.
El juez se reiría moviendo la cabeza de un lado a otro.
-¡Sí, sí!... Mire, amigo, pasan de treinta las personas que he despachado yo. Y sé perfectamente que en esos casos de suicidio con arma blanca aparecen siempre, además de la herida mortal, una herida leve. Porque el suicida, con la mano debilitada por el instinto de conservación, se hiere primero superficialmente, y es luego haciendo acopio de energías desesperadas cuando se produce la herida de la que muere. Ande, ande, vaya a contarle esos cuentos chinos a quien no haya asesinado a nadie nunca. A mí no me la da.
Y el criminal no tendría salvación.
¿Y qué sentencias admirables no podría citar juzgando un caso de adulterio aquel juez que se la hubiese pegado cuarenta y siete veces a su señora? ¡Oh! No habría subterfugio, ni mentira, ni engaño, ni trampa, por hábil que fuese, en la que cayese ese juez.
Por todo eso, señores, venimos de la mano a la proposición con que he comenzado esta charla. Hay que aplicar en España in extenso esa nueva ley implantada en Viena.
Ya hay que reformar el programa de las oposiciones a la Judicatura.
En adelante, además de las materias doctas y prácticas que para esas oposiciones se exigen, tendrían que figurar en ellas materias nuevas. Por ejemplo:
Veintiocho temas de robos a mano armada.
Treinta temas de robo con escalo.
Cuarenta y cinco temas de asesinato en cuadrilla y doce de asesinato individual.
Veinte temas de adulterio reiterado.
Cuarenta temas de chantaje a sociedades constituidas.
Etcétera, etc.
Sin contar una extensa práctica que habría que demostrar en examen en todas esas materias.
Yo comprendo que esto complicaría mucho las oposiciones, pero la sociedad moderna requiere sacrificios cada vez más grandes.

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