sábado, 18 de agosto de 2018

¡Adiós Golondrina! Por Beatriz Vicentelo

¡Ah, golondrina mía, con revuelos en vena!
Con el barco velero diste tu despedida
se levaron tus anclas con pañuelos de pena
cruzándose intangibles besos en estampida

Y se fueron los sueños con añoranza en vela
por la ruta singlada de esperanza perdida
¡Ah golondrina mía con temores recela!
El dudoso regreso con hora suspendida

Irradiaste saudades por la senda ataviada
de nardos y azucenas, jazmines y azahares
¡Salpicaron tus lluvias, con nácares y espumas!

Reclamando en rincones, reclamando por brumas
caricias de mi otoño, surgidas por azares
de un poema en tus tardes, con letra enamorada.

Canto a la vida Por Tato Ospina

Una luz nació en la oscuridad
en un vientre virgen y sorprendido,
en un corazón grande y olvidado,
perteneciente a un ser joven y querido.

Dicha luz llegó de un mundo de esperanza,
de selvas y mares vírgenes sín testigos,
con latidos celestiales del alma,
con alas de poesía y aliento de trigo.

Esa luz de ternura le dio vida
a un jardín reseco ya olvidado,
a una vaga ilusión ya perdida,
a un sueño muerto, ya olvidado...

Y fue en una noche silenciosa y alunada,
de finos sueños y alegrías encendidas,
que esa luz, casi tímida y destellada,
con llanto de niño y gracia divina,
¡Le cantó a la vida!

El amor todo lo puede Por Nieves Mª Merino Guerra

Todo lo puede.
Todo es perfecto. Todo es posible

si el amor es cierto.

Todo florece,
hasta en el desierto,

cuando un leve rocío de amor
se derrama en los corazones…


Y la esperanza de la vida

en el amor verdadero
hace florecer un cactus
entre el dolor y el anhelo.

El Ayer Por Maria Isabel Campos Quijano

Ahora que no estas…
y que tu recuerdo he dejado en libertad
Ahora que retorna mi cordura…
Ahora que camino es soledad…
todavía permaneces en mis rincones…
ocupas mis espacios
me llegan tus aromas…
y el sabor de tu amor inunda mis sentidos
y tus sentidos se expanden en mis silencios…
entonces me gusta cerrar los ojos
para perderme en el ayer…

La corriente del agua es helada Por Hector Berenguer

La corriente del agua es helada
como la noche en los ojos de los peces
¿Quien quiere ver la luna en la noche sin tiempo ?
Dos niños nadan en lo profundo
una nada los crea y otra los sostiene.
¿ Donde está la tierra firme ?
La noche es sin orillas
tiene aromas de aliso y miel silvestre
almizclado aliento de la tierra en el agua.
Perfumes del agua.
La orilla es tan lejana
que nadie sabe si cruza o llega,
no hay retorno
a los arenales del Puntazo.
Las aguas llaman desde su imantado abismo.
¿De qué lado está el cielo en lo profundo?
¡ No pudimos soportar !
La belleza hiere más que la crueldad.
Siempre se espera el fin
de los que nacen con doble luz en la mirada.
Ese doble ser
que ve caminar juntos
el amor y la muerte.
Sé que te has cruzado a islas profundas
donde todo se pierde de vista
Y que parecías en paz,
como un señor al lado de su eterna amante .

RIÑAS DE GALLOS Por ALFREDO EBELOT (1889)

“Los conocía desde Buenos Aires, en que no pasan de ser tolerados, y tienen un edificio propio que recibe cada domingo un centenar de aficionados, verificándose las riñas con una seriedad escasamente pintoresca. ¡Qué distintas eran las cosas en la Banda Oriental! El reñidero se instalaba en el patio de una confitería, al pie de dos o tres raquíticos naranjos. Bastaba al efecto un pequeño circo portátil de lona, con tan liviana armazón de madera que podía llevarse con una sola mano.
En el fondo del patio estaban en línea las jaulas de los gallos de riña, cuidados con tanto esmero como un stud de parejeros. Cada habitante tenía su nombre y genealogía
-generalmente oral, sin duda-. Para que pueda llevarse un studbook en regla, será preciso que el leer y escribir se generalicen entre los apostadores.
Apenas armado el circo y guarnecido su interior con una capa de linda arena, los jugadores acudieron. Cada uno llevaba debajo del brazo su gallo tapado con un poncho, y se hicieron las apuestas: “¿Cuánto pesa su gallo? “Tantas libras”. “El mío pesa solamente tantas”. Tratan de oponer uno a otro dos gallos del mismo peso, cuando sus demás condiciones son análogas. Pero tal gallito todo nervios podrá competir ventajosamente con un gallo grande todo huesos.
Esto depende de la casta, de la preparación, de la destreza en la esgrima de la púa, de los antecedentes del padre, de gloriosa memoria. Son otras tantas cuestiones que se discuten horas enteras entre dueños de gallos. Los que quieren apostar miran, escuchan, toman apuntes mentales, palpan sus pesos de plata en el bolsillo, al establecer el cálculo de sus pollas, sin juego de palabras, absorto el pensamiento y relucientes los ojos.
En fin, se pusieron dos gallos en presencia. Uno era viejo, pelado y tuerto. Su dueño era un gaucho ya entrado en años que se le parecía bajo varios conceptos. Por lo demás bien en punto, nada cargado en carnes, superiormente preparado -el gallo, se entiende-, y diestro, según se decía, como el diablo para pegar en plena garganta al adversario.
El otro era un gallo nuevito que se estrenaba. Su padre había sido célebre, su madre era cualquier cosa. Le faltaba, aseguraba su propietario, cuatro o cinco días de preparación.
Un criador serio de gallos avalúa esto con una aproximación de horas. Pero el gaucho viejo sostenía que esta aserción no pasaba de un ardid, que se hallaba en el estado preciso. El gallito arrancó bien. Tenía furia. Abusaba tal vez del pico, ensangrentando la cabeza de su contrario; pero si no consiguen hundir el cráneo, tales golpes no son decisivos. Dos o tres puazos que dirigió el viejo, y que me parecieron firmes, determinaron, a pesar de esto, una baja en sus acciones. “Es torpe”, decían los  entendidos, y el viejo gaucho aumentaba sus apuestas, jugaba contra todo el mundo.
Su gallo, chorreando sangre, erizadas las plumas, se cansaba visiblemente. El gallo nuevito adquiría mayor fijeza a medida que se le apagaban los bríos. Los últimos cinco minutos -el asalto duró unos veinte- fueron palpitaciones. El gallo viejo, con su único ojo tapado por la sangre, ocultó su cabeza, que laceraba el terrible pico, debajo del ala del otro, y ambos dieron vueltas algún tiempo sin que hubiese forma que la sacase. Las apuestas se multiplicaban rápida y gravemente, en voz baja. Cuanto más impresionado y ansioso está el gaucho, tanto más impasibilidad demuestra su fisonomía.
El combate se armó de nuevo, con mayor encarnizamiento. De repente el gallo viejo dio con la coyuntura que buscaba, y le asestó su golpe de gracia, su estocada secreta. El otro siguió peleando un ratito. A veces le silbaba la garganta, a veces se sentía un glu-glu sordo. Lo ahogaba la sangre. En fin, no pudo más, disparó pidiendo merced. ¿A qué decir que no, si así es? Pidió merced, el desgraciado. Emitió dos o tres quejidos inarticulados. Esto se llama cacarear. Es la vergüenza de las vergüenzas. El viejo, mientras tanto, victorioso, ensangrentado, horroroso y soberbio, lo miró con desprecio e hizo sonar su canto triunfal.”

Ebelot, Alfredo. La Pampa, costumbres argentinas. Buenos Aires: Ciorda y Rodríguez, 1943, p. 79.