sábado, 8 de junio de 2019

La Niña del Acordeón - Por Nestor Petrillo

     Se levantó y dobló a toda prisa en la esquina. Ya no sintió la mano de su madre. Continuó corriendo sola y descendió por las calles empedradas de su pueblo. Y eso la puso feliz. Luego, tomó por el polvoriento sendero que la conducía a la casa de sus abuelos, y siguió corriendo con sus manos acariciando los trigos que se levantaban a los costados del camino. En su rostro había brotado una sonrisa que los claros charcos reflejaban al pasar. Entró a la casa y se sentó a la mesa frente a la chimenea encendida. Su abuela le sirvió un vaso de leche caliente con unas galletas. Salió al patio y saludó con un beso a su abuelo que se encontraba sentado debajo del roble. Y siguió corriendo alegremente atravesando la pradera húngara. Cuando llegó a la plaza de los juegos, se subió a una hamaca y se quedó un largo rato allí, jugando.
     Como todas las mañanas, Boriska llegó con su madre desde los intestinos de la ciudad y se estableció en la fría y gris vereda de una céntrica calle capitalina. Aquel espacio era su territorio. Su madre se lo recordaba a menudo, pero ella no le daba importancia. Era una niña.
 El presente de la familia era el de derrotados inmigrantes que habían llegado al país a bordo de un montón de ilusiones de feria. Coleccionistas de duros fracasos y resignados a los bajones.          Desconfiados de la vida, pues parecía que los esperaba agazapada en donde fuera que desembarcaran para maltratarlos.
     Apoyó junto a la pared del edificio un pequeño banquito verde de madera y su mochila. Se acomodó la bufanda y el gorro de lana rosa para protegerse del frío matinal. Era otoño y el sol tardaba más en salir detrás de los edificios. De a poco, el astro comenzaría a lamer las paredes de la vereda donde estaba y la reconfortaría. Frente a ella, colocó un vaso plástico que cada tanto le devolvía dulces melodías. Luego su madre, sacó del estuche negro la pequeña acordeón que Boriska había heredado de su abuelo y completando la ceremonia diaria, comenzó a tocar. Desplegaba el fuelle y sus notas viajaban entremezclándose con los ensordecedores sonidos de la ciudad.
     Mimetizada con el paisaje citadino, ella era una escena callejera más de las muchas que pasaban desapercibidas ante los ojos de tanta gente. Las polcas y otras danzas alegres que tocaba no reflejaban su actualidad, pero ayudaban a la familia.  Cada tanto alzaba su carita triste buscando alguna mirada. Las conocía a todas las de tanto verlas. Miradas escasas, miradas vacías, miserables, incómodas, complacientes, miradas lastimeras, de compasión. Miles de personas con rostros  glaciales y duros desfilaban ante sus ojos todos los días. De vez en cuando, algunos de aquellos apurados  se inclinaban ante ella a socorrerla.
       La brisa que soplaba de la costanera anunciaba un clima enrarecido. Un aire enviciado de desorden se apoderaba de la ciudad y  se mezclaba poco a poco con el olor de las fritangas callejeras del centro. Desde días atrás en la capital, se respiraba una atmósfera de caos. La brisa tenía tufo a muerte. Nada bueno.
      Su madre la dejó y se fue a trabajar  a unas dos cuadras de allí, donde hacía tareas de limpieza en un edificio. La niña se quedó sola en la transitada vereda unas pocas horas. Su madre, la recogería al salir del trabajo. Boriska se aburría bastante, pero debía contribuir con su talento a la economía familiar. Mientras estaba tocando, se distrajo con las palomas que caminaban cerca de ella buscando algunas migas. Muchas veces ella también se sentía una paloma. Sus pensamientos habían quedados varados en los juegos de una plaza desierta, que atravesaron con su madre camino al centro. Cerca del mediodía, un niño pequeño de ojos brillantes y profundos que iba con su madre, se detuvo frente a ella y la observó de un modo distinto. Ella sintió algo intenso en esa mirada. Nada definido. Luego él niño se le acercó, le acarició las mejillas con ambas manitas y después la abrazó. Aquel abrazo que la inundó de amor, fue la llave de una cálida sonrisa que afloró espontáneamente de su melancólico rostro. Antes de retirarse, el muchachito le ofreció el paquete de galletitas que llevaba, el cual aceptó de muy buen gusto y agradeció con un beso. Las últimas migajas del  paquete las compartió con las palomas.
     Para media tarde, lo que era una brisa se había transformado en un viento de tormenta. Y las tormentas no traen cosas buenas. Desde el bajo, se avecinaban ruidos y gritos enancados en un desmadre que se agigantaba a medida que se aproximaba al centro. El humo comenzó a filtrarse por las calles y se elevaba por encima de los edificios. Se escuchaban disparos que se sucedían con más frecuencia y se oían cada vez más cerca. El repicar de oscuras botas y un olor a pólvora que marchaba delante, hacía temblar el asfalto y también el corazón de Boriska.
      Se incorporó de su banquito verde y continuó tocando, como queriendo disipar aquel desconcierto con sus notas. Estaba asustada, aterrada. Recogió las monedas que había en el vaso y las puso en su bolsillo. Cientos de personas corrían frente a ella en todas las direcciones. Ella esperaba a su mamá. Dejó por un momento el acordeón sobre el banco y miró en dirección hacia donde se había alejado su madre por la mañana. Temblaba. De golpe, sintió que la tomaban del brazo y la echaban a correr. Era ella, su madre. No la vio llegar, todo fue muy rápido. Sonrío satisfecha y desconcertada a la vez. Debían llegar a la esquina para escapar del caos y ponerse a salvo, le indicó su madre.
Mientras corrían, Boriska hizo señas con la otra mano de que el acordeón y la mochila habían quedado junto al banquito verde. Su mamá negó con la cabeza y continuaron corriendo. Pasaron frente a la panadería y por un instante volvió a desear los postres de la vidriera, como todos los días. “Le pediré a mamá la mitad de las monedas que junté hoy y mañana me compraré esa torta”, pensó. Continuaron corriendo. “Si no tengo el acordeón, el domingo voy a poder ir a la plaza de los juegos con mi hermano”, pensó en medio de la agitada carrera.
      La esquina estaba más cerca. Vio a uno de los mimos que se ganaba la vida en la otra cuadra, cayendo al suelo y dudó si estaba actuando o no. Vio los pintorescos puestos de la cuadra arrasados, gente llorando, gente tirando piedras. Ellas no paraban de correr. Sus piececitos golpeaban las duras baldosas y los funestos silbidos de las balas surcaban el aire. A cada instante, miraba desolada a su madre buscando una explicación. No quería mirar para atrás. La esquina ya estaba unos pocos pasos. Su mamá le señaló que debían doblar a la izquierda. En ese instante, Boriska sintió un rayo entrándole por la espalda.
     A unas cuadras de aquella esquina, a través de la ventana de un edificio de departamentos, una mujer y su hijo observan la escena. Ella llora, ante el terrible y doloroso espectáculo callejero. El niño extrañamente, sonríe mirando una hamaca vacía que se mece en una plaza desolada.

REPLICAS Y CONTESTACIONES - Por Carlos Besanson

       El acto de pensar conlleva necesariamente el de opinar. En la medida en que el hombre actúe en sociedad, esa es la tendencia natural, su opinión es transmitida a su congéneres inmediatos a través de la palabra, y a los demás mediante la escritura. El transporte y la voz de la imagen con el empleo de nuevas tecnologías, va otorgando constantemente más fuerza y alcance a la expresión humana. Pero pensar es un acto esencialmente individual en el cual el sujeto va buscando, o aceptando, información que capta a través de sus sentidos, e interpreta mediante una inteligencia en constante formación educación. La cultura que va recibiendo del medio ambiente, en donde actúa y se desarrolla ese individuo, le señala objetivos, posibilidades y opciones que se convierten en deseables. La incultura, propia y ajena, genera absurdos escollos, que se agregan a los inconvenientes normales que dificultan la obtención de los objetivos.
Hace poco, una conocida revista empresaria de negocios, nos pidió que participemos con nuestra opinión, en un estudio destinado a medir la importancia de la propaganda impresa en una campaña electoral. Sin entrar en una absurda disquisición sobre preeminencias entre el mensaje radial, televisivo o gráfico, pienso que la escritura mantiene aún una fuerza psicológica de gran compromiso por parte del autor que documenta su posición, como un testimonio, que de ser falseado, puede convertirse en testamento de un muerto político.
Muchos hablan de la opinión pública en forma tal que da la sensación de ser un sinónimo de ciudadanía. En realidad no existe una sola opinión pública en forma genérica, sino diferentes opiniones de un público, o de públicos. Aún cuando pueda existir una opinión mayoritaria sobre ciertos temas, no se requiere de mucho esfuerzo para entender que siempre hay un disenso, aunque sea de unos pocos. Pero esos pocos siguen siendo ciudadanos, o integrantes de un público en discrepancia que tienen derecho a expresarse.
En las épocas en que las imprentas eran escasas, la falta de libertad para imprimir era una manera de limitar la difusión de opiniones discrepantes con aquellos que tenían el poder y la fuerza, aún sin tener la razón y la justicia.
Las presiones y ataques físicos que tenían esas imprentas
facilitaban los designios de quienes querían escuchar y leer sólo los comentarios que los favorecían. Las imprentas eran la única opción para manifestarse masivamente, porque aún no estaban descubiertas y operativas las nuevas tecnologías de comunicación. Por eso la libertad de imprenta adquirió la necesaria protección constitucional en casi todos los países contemporáneos. Ese reconocimiento es la aceptación del derecho a opinar en voz alta, sin susurros, sin presiones.
Frente a la fuerza económica de poderosos multimedios, han surgido también una enorme cantidad de pequeñas y medianas opciones de comunicadores que tienen sus propios instrumentos de llegada, usando técnicas que no requieren inmensas inversiones. Esas múltiples variantes de emisión y llegada de informaciones y comentarios, neutralizan tentadoras tendencias hegemónicas latentes. Incluso he sostenido públicamente, y en repetidas oportunidades, que hasta el afiche, firmado por persona responsable y con pie de imprenta, tiene la protección constitucional sobre libertad de imprenta, en la medida que su colocación no dañe los frentes de edificios.
Por eso cualquier argumento que se pretenda emplear para imponer, sin orden judicial, el derecho de réplica forzoso, sobre la base que el ciudadano común no tiene medios propios de expresión, está falseado por la realidad de los hechos, toda persona puede manifestar su opinión disidente a través de un volante, de un afiche, de una carta de lector, y del empleo de los múltiples instrumentos de comunicación, como periódicos, revistas, radios y canales de televisión. Cada director de esos medios tiene absoluta libertad para determinar si la opinión de quienes se dirige a él interesa, o no, a su sectorizado público lector o espectador. Ninguna legislación debe inferir el libre juego de las oportunidades. El público sigue siendo el único censor legal al dejar de leer, escuchar o ver el medio de comunicación que le falsea la verdad, o que no representa o interpreta sus intereses. Toda otra argucia legal es inconstitucional, incluso la apropiación del espacio ajeno como pretenden algunos legisladores sensibles a las críticas públicas publicadas.