domingo, 29 de septiembre de 2019

Cuentos con humor - Autobiografía- Por Mark Twain (Selección)

Llegamos al siglo XV. En esa época floreció Twain el Hermoso, también llamado el Letrado o El de la Pluma de Oro. Tenía una habilidad insuperable para imitar la letra y la firma de todos los mercaderes de aquel país. La gente caía muerta de risa al ver cómo sacaba ganancia de ese don en el que alcanzó una completa perfección. No se podía pedir más. Desgraciadamente, parece que, a causa de una de esas firmas, mi antepasado se comprometió a servir de picapedrero en una carretera durante un largo período de años, y que la rudeza del trabajo le echó a perder la mano para una obra delicada como era la de su práctica caligráfica.
De vez en cuando, dejaba el penoso trabajo de la carretera, pero poco tiempo después volvía a engancharse por algunos años, y así estuvo, con breves interrupciones, cerca de medio siglo, mejorando las vías de comunicación y empeorando sus ya debilitadas facultades para el manejo de la pluma.
Todo tiene compensaciones. Tal era la satisfacción de los capataces de la carretera, que en los últimos años mi glorioso antepasado no se alejaba más de una semana del lugar de sus tareas, y los representantes de la autoridad lo convencían muy fácilmente para que volviese al servicio público. Así murió, honrado y llorado por todos. Perteneció a la Orden de la Cadena. Llevaba siempre el cabello muy corto, y  demostraba un gusto especial por la ropa de tela con rayas. Casi nunca usaba otra, y el Gobierno se la proporcionaba gratuitamente. He dicho que la patria lloró la muerte de mi antepasado, sin duda a causa de sus servicios; pero más que nada por la periodicidad que adquirió en el trabajo de las carreteras.

A las tres, con luna llena - Por Marcela Valero

      Camino hacia el muelle como todas las tardes, para escuchar el silencio, el silencio del río turbio, el silencio de la brisa fresca del atardecer de verano. Pero este poniente es especial. No sólo me conformo con que mi cabello se alborote con el movimiento de las hojas del sauce que acarician mi cabeza, también me descalzo para sentir la hierba tierna entre mis dedos.
El río me llama, el río quiere desahogar sus penas, el río quiere que yo sepa lo que siente. El río quiere que conozca a su gente, isleños que se han empeñado en sumar generaciones, donde transcurren en silencio, historias que tienen que ver con el orgullo, el sacrificio, y el amor por una tierra desafiante y a la vez  generosa.
Persigo su voz, y me siento en el borde del anteúltimo escalón reseco de la escalerilla del muelle. Ahora ya no veo mis pies, están dentro del agua. El  movimiento del río hablante me salpica las rodillas y la bruma confunde mis pupilas, y la veo a ella, sentada en mi lugar, pensativa, agotada después de un día intenso de labores.
El río me dice su nombre, Carmina. No hace falta que la describa, la puedo ver. Veo su esbelta figura cobijada en un vestido floreado de jersey, arremangado sobre sus muslos. Veo su tez bronceada sin querer y su cabello castaño dejándose hamacar por el viento. También veo sus ojos de miel entristecidos. Los sigo mirando, y a través de ellos llego a su corazón, a sus entrañas, a sus pensamientos, a su piel erizada.
Carmina no puede dejar de rememorar las últimas palabras de José, “A las tres de la mañana, la noche de luna llena”.
Hacía días que venía observando el almanaque colgado en una de las paredes de su casa isleña. Aunque éste estaba tiznado por la cercanía con la cocina a leña, igual ella podía distinguir los dibujos de la transformación de la luna, y hoy era el día en que alcanzaría su perfecta redondez.
El río se mueve, me pide que lo acompañe, le doy la mano y me dejo llevar. Recorro sinuosas rutas de agua amorronada que se bifurcan, se unen, para volver a dividirse.
-Aquí - me dice.
Agazapada entre un cañaveral de la costa del Río Carabela, rodeada de nutrias y carpinchos que no se inmutan ante mi presencia, con mis pies hundidos en el fango, observo desde lejos. Escucho música. La orquesta típica no tiene respiro, los tangos se suceden uno tras otro, y allí están ellos, Carmina y José que no pueden dejar de mirarse a través del gentío que disfruta del baile.
Ellos saben que no pueden hacerlo, que podrían ser descubiertos, pero el fulgor de sus veinte años les impide desviar la mirada del amor prohibido.
Carmina recuerda en ese instante lo que su padre profirió el día que le pidió permiso para que José la visitara.
-¡Un barquero en mi casa jamás! No voy a entregar a mi hija a un tripulante de arenero, a un Don Nadie, hijo de padre desconocido.
Y usted sabe hija, alguien que no conoce a su padre en estas islas, es más que seguro sea hijo del “Viejo Capitán del Delta”, pocas familias isleñas no han criado un bastardo de este pirata.
Todavía recuerdo verlo transitar por los laberintos inexplicables de esta maraña de ríos en su barca, fabricada con tablones de madera, atados a las cámaras de neumáticos de tractores y maniobrar con una vara larga cortada de un manglar. Custodiado siempre por tres perros roñosos. Nunca voy a olvidar sus nombres,” Verdún, Moro y Preguntale”, el viento siempre me los hacía escuchar cuando el viejo los llamaba. Fieles a su amo, aunque sólo los alimentaba cuando el resultado del contrabando de bienes de la rivera del río le dejaba alguna ganancia, siempre y cuando le sobrara algún peso después de empedarse con caña.
No llore hija, y no me venga a hablar de amor, que eso se pasa, yo voy a seguir rompiéndome el lomo con el desmonte y nunca le va a faltar nada.
Carmina sabía que “el amor” no se pasa, hacía dos años que soñaba todas las noches con él.
Todavía escondida, yo podía sentir su dolor, noté sus lágrimas recorrer mi cara y pude intuir su entrega.
El río me devuelve al muelle, ya es de noche, el mismo viento húmedo que empuja las aguas, mueve las copas de los árboles. La luna, inmensamente redonda destella en el profundo azul del cielo y se refleja en el lúgubre marrón del agua.
Miro mi reloj de pulsera, ya pasó la media noche. Los juncos a mi lado se mueven, y veo asomarse un viejo bote de madera corroída por el tiempo, y veo a Carmina subirse a él. Luce el mismo vestido de la tarde, cubierta con un chal muy bien tejido con restos de lana, que le permite asomar las manos para tomar los remos.
El río me invita a seguirla, y yo accedo a su pedido. Navego junto a ella hasta el Río Paraná. Su colosal caudal me cautiva, y al descubrir su inmensidad comprendo por qué se lo llama “pariente del mar”.
Carmina no deja de mover sus brazos, empujando el agua con los remos para avanzar. Yo la sigo y esquivo, junto a ella, los camalotes, ramas y troncos que se desplazan armónicamente sobre la superficie del río.
Somos un punto minúsculo en un universo acuoso. Ya no puedo distinguir los bosques y la vegetación de sabana que antes  me cobijaban desde la costa, durante el trayecto entre canales, riachos y arroyos.
Pero Carmina sigue, su frágil cuerpo es un huracán de fortaleza cuando sus pensamientos retroceden al día del baile de carnaval, el mismo  del que yo fui testigo. Sostiene con fuerza en su mente, ese encuentro con José en un descuido de sus padres, donde sólo tuvieron tiempo para fijar el día y la hora.
La luna llena allana el camino y resplandece un buque arenero en la soledad del Paraná, y en la proa de la embarcación diviso la figura de un tripulante que mira hacia nosotras.
Al acercarse a la mole de hierro, suelta los remos, y sin más equipaje que su vestido floreado y su chal de lana, se aferra a la improvisada escalera de soga que le arroja José.
Mientras el río me transporta de regreso, satisfecho por contarme uno de sus secretos guardados, puedo ver un bote a la deriva sobre las aguas, y, sobre el buque dos figuras que se funden para hacerse una.
Vuelvo a mirar mi reloj, son las tres de la mañana y hay luna llena.

Silencio infinito Por Rafael Serrano Ruiz

La lluvia cae lentamente.
El asfalto vaporea.
Un silencio infinito
grita la espera
en el temblor de las horas.

Gemir del viento…
de nuevo el silencio,
impasible, completo,
hálito de miedo, oscuridad,
silencio hueco
de nada lleno.

Ansío en mí
escuchar un grito,
un gemido de amor,
un último estertor,
mas….
todo calla,
hasta la lluvia mansa,
mientras suda el asfalto.

LIBRO Por Juan Carlos Pirali

Cuando la tristeza anida
un buen libro es para el alma,
firme bálsamo que calma
depresiones de la vida.
En sus páginas convida
a leer en cada instancia.
Es de vital importancia
beber su conocimiento,
como buen medicamento
para curar la ignorancia.

Juana y Dionisio Por Virgilio Juan Castiglione

Juana, una niña no tan niña,
que había ocasionado con su escote
desvelos, suspiros y camotes,
era la causante de cien riñas.

Esta niña no tan niña,
nuestra Juana una noche,
noche joven, noche ansiosa,
ya no quiso propasarse de mimosa

queriendo demostrar que no era vana.
Dionisio, un muchacho muy juicioso,
que era de su Dios muy temeroso,
sólo un vicio padecía, el celibato.

Al cruzarse con la moza una mañana
dijo, yo me quedo con la Juana,
mi defecto se lo dejo a algún novato.