sábado, 7 de enero de 2017

“Contate un Cuento IX” - Ganadora de la Categoría D- “ El cementerio de chalecos” Por Silvia Graciela Franco de la ciudad de Castelar

        Llegaron los operarios con la orden de levantarlo todo. Miraban exhaustos antes de comenzar. Se movían con lentitud esquivando piedras y ecos de llantos que ya no se escuchaban. Los medios estaban trasmitiendo desde muchos rincones del planeta para documentar lo que en realidad eran esas montañas de coloridos restos, con sabor a sal y a desgracia humana, esparcidas por toda la playa.
Ante cada desembarco a distintos tiempos, con todos los climas, a cualquier hora y sin destino concreto, quedaban diseminados los botes que no regresarían y las pertenencias abandonadas por aquellos que llegaban enfermos de cuerpo y alma, destinadas a dormir su sueño eterno en otra tierra, la que recibía a los refugiados.
Recorrieron la zona sin ponerse de acuerdo por dónde empezar. Debían hacerse cargo, borrar los vestigios del sufrimiento y el horror, limpiar la costa. En eso estaban, cuando desesperados gritos de dolor y desamparo brotaron de las telas, del nylon, del plástico. Los operarios se asustaron. No comprendían si esos sonidos eran humanos o sólo una impresión, algo que estaba en sus cabezas, una idea. Estaban confundidos. Cumplían órdenes y no se cuestionaban si era o no justo lo que estaba sucediendo, o normal, si pasaba en otros lugares del mundo o por qué sucedía. Si eran ellos  quienes debían actuar o alguien más. O, tal vez, nadie debía hacerlo, para que todos pudieran saber y oír, comentar y reclamar, rebelarse y condenar.
No se cuestionaban porque estaban acostumbrados .Sabían que quienes habían bajado de las balsas sobrecargadas eran desamparados, familias incompletas, mujeres embarazadas o con sus bebés; que quienes no habían sobrevivido, yacían en el fondo del mar; y no importaba si algunos niños habían quedado huérfanos, si sus padres permanecían aún en la patria herida de muerte y, tal vez, los habían embarcado solos porque no tenían dinero suficiente para huir todos juntos. No se cuestionaban si esos padres huérfanos de hijos rogaban a su Dios, o a quien quisiera escucharlos, que sobrevivieran, sin pensar qué podría ser de ellos cuando cruzaran a Lesbos, quién podría socorrerlos si la guardia costera los interceptaba antes de llegar y los obligaba a regresar.  No querían saber si algunos en la balsa, antes de ser posiblemente repatriados, podían preferir la muerte y arrojarse al mar delante de todos esperando, quizás, sólo una oportunidad, un par de ángeles que  pudieran ayudarlos a pisar tierra y refugiarse en sus alas en busca de paz.
No, no pensaban en nada de esto. Sólo debían limpiar la playa.
Prestaron atención. De las montañas de chalecos brotaban gritos, no podía negarse, no era sólo una idea. Eran gritos humanos. Se acercaron y vieron los colores de las telas, el estado de los trozos de eso que antes, había sido algo. La mayoría de los chalecos no había sobrevivido al viaje. Piezas rasgadas, destrozadas, desgarradas, descosidas, con la entretela desintegrada, imposible que pudieran haber flotado en caso de necesidad durante el trayecto.
Pero no todos eran chalecos salvavidas. Tenían formas variadas, parecían lo que no eran y se asemejaban a algo que alguna vez podrían haber sido. Algunos eran simples brazaletes desinflados, como los usados por los niños para jugar en el agua. Otros, redondos y pinchados, con cara de patos o tortugas. Como si el océano fuera una gran piscina, y quienes los habían portado, los viajeros, hubieran sido engañosamente invitados a refrescarse y disfrutar. Entremezclados, pantalones, camperas, chupetes, mamaderas, ropa de niños, inservible y manchada, algunos juguetes y un osito de peluche mojado, con la nariz partida y la estopa al aire. Uno de los operarios lo alzó. Tenía los ojos de vidrio brillosos. En ese momento, se acallaron las voces invisibles y los gritos que se habían oído provenientes de las telas mojadas, cesaron.
El hombre miró el horizonte y, en una alucinación, creyó descubrir la embarcación precaria que se acercaba con su carga humana. Cuando estuvo más cerca, vio al niño con su osito en la mano, los ojos negros buscando el cielo. Alaridos y llantos lo espantaban. El niño se volvió a acurrucar en posición fetal y se cubrió la cabeza con las manos, como para desaparecer. El agua salada le brotaba por los ojos; el olor y el vaivén del mar lo enfermaban.
Muchos rostros, pero ninguno conocido, ¿y su mamá?, “¿dónde está mamá?”, repetía inconsolable.
Ni podía imaginar en qué pesadilla estaba.
Unos brazos fuertes y helados rodearon su piel morena; intentaron, sin éxito, contener su hambre, frío, sed, desesperación y llanto.
Pensó que tal vez vendría una ballena, se tragaría el bote con todo y gente; después,  Pepe Grillo lo salvaría. ¿Acaso, como Pinocho, este era su castigo porque él también había dicho mentiras?
Un sacudón más, y se sostuvo como pudo, pero su osito cayó al agua…
Quiso retenerlo, le fue imposible.
Más tarde, el mar se encargó de guiarlo, de mecerlo y acercarlo a la costa para que fuera parte incongruente, deshecho involuntario, testigo presente y juguete perdido en el cementerio de chalecos.

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