Para Delicia, mi esposa, a quien le gustaban
este tipo de cuentos
Había una vez...
Había una vez...
... me parece que este cuento
muchas veces lo conté...
Hay tantos cuentos de princesas y
príncipes que no sé cuál elegir para ustedes: Con hadas, sin hadas; altas,
petisas; rubias de ojos azules y de las
otras; de cabellos largos y piel como las rosas; con castillos de chiquicientas
torres o mas o menos; en fin, como me tengo que decidir por alguno, les voy a
contar uno que sucedió hace muy poco en un lugar no muy lejos de donde ustedes
están leyendo o escuchando este cuento.
Había una vez una princesa que no era ni linda
un fea pero era muy simpática y sabía bien lo que quería en la vida. Además,
sus padres la amaban muchísimo; tanto es así que no le regalaban ni joyas ni
vestidos caros ni celulares, ni ninguna de esas pavadas, sino libros, y la
dejaban pasear por todo el bosque y jugar con quien ella se le diera la gana,
porque en vez de hada madrina o magos y magas, gnomos, trolls o elfos, tenía
muchos amigos como ella.
Cuando creció, el rey y la reina fueron a su
cuarto. Palabra va, palabra viene, en medio de unos riquísimos mates le dijeron
que ya era tiempo que eligiera un novio y se casara. El rey estaba cansado de
ser rey y quería, con la reina, volver a ser una persona común y corriente,
viajar de cuando en cuando, tomarse unas largas vacaciones y ser abuelo de una
vez por todas.
La princesa los escuchó y no le pareció nada
mala la idea, así que lo único que puso como condición es que le permitieran
elegir a ella quién iba a ser su futuro marido. “Al fin y al cabo, yo soy la
que me lo voy a tener que aguantar” –les dijo-.
Los padres,
como confiaban mucho en su princesita, le dijeron: “Elegí como más te guste” y
dándole un beso, se fueron.
Deliana (como se llamaba nuestra princesa) puso
un aviso en los diarios de todo el reino y por las dudas también en los de sus
vecinos. El aviso, además de una foto de ella, decía más o menos así: “Princesa
de un reino muy lindo busca un príncipe que sea bueno para casarse. Nota
importante: No hay dragones ni ogros ni gigantes de dos o tres cabezas, tampoco
hay brujas ni sirenas que canten. Los espero dentro de una semana en el
castillo del rey: avenida tal, a tres cuadras de la estación de servicio”
A la semana se presentaron como mil caballeros
en el castillo de los padres de Deliana. Todos estaban vestidos de rigurosa
armadura, algunas más relucientes y aceitadas que otras, cabalgando en hermosos
caballos adornados con toda clase de insignias.
-Estos locos me van a estropear el jardín y el
pasto – dijo la reina- ¿Por qué no se vendrán vestidos con remera y zapatillas
como lo hace la gente normal?
-Será un poco difícil elegir entre tanta lata
de sardina –le dijo el rey a Deliana.
-Lo veremos –le contestó a su padre como si no
tuviera miedo de toda aquella chatarra cabalgante.
Una vez ubicados en el parque, comenzaron a
entrar de a uno a la vez. El primero era un tal Sir Nosecuanto, quien sin
sacarse la armadura ni levantarse la visera del casco, colocó una rodilla en el
suelo y le dijo a la princesa:
-Despide a todos los demás. Yo soy el único
hombre indicado para ser tu esposo: Tengo un reino enorme con un gran ejército;
treinta magos y veinte astrólogos a mi servicio, todo el oro que desees y
además soy muy valiente pues he matado ya quince ogros y diecisiete dragones.
-Vaya, vaya –le contestó la princesa- Y dígame
Sir Nosecuanto, ¿sabe usted cambiar el pañal de un bebé?
La pregunta de Deliana debió haber
desconcertado mucho al caballero, el cual repitió nuevamente todo lo que había
dicho antes sin olvidarse ni siquiera de una coma.
-¡El que sigue! –ordenó la princesa, mientras
el príncipe iba retirándose a medida que recitaba “Tengo un reino enorme
...treinta magos y veinte astrólogos... además soy muy valiente...”
Al siguiente candidato no le fue mejor:
desplegó ante la princesa una alfombra donde volcó todas las monedas de oro que
contenía un enorme cofre llevado, por supuesto, por seis esclavos.
-Y, ¿qué le parece princesa? –le dijo con un
gesto bastante sobrador.
Deliana miró las monedas que parecían
relucientes como estrellas y le dijo:
-Dígame, ¿de dónde sacó todo esta fortuna?
-De los impuestos que pagan mis súbditos,
claro, y ¡ay del que no pague!... ¡Le corto las orejas, le corto!
-¿Y usted cree que una princesa como yo va a
tomar una sola de estas monedas sabiendo que usted las juntó haciéndole pasar
hambre y miseria a todo su pueblo? ¡Acá no queremos personas como usted! ¡Que
pase el que sigue!
-¿Lo qué?
-¡Dije que pase el que sigue!
El tercer enlatado corrió hacia donde estaban
los reyes y la princesa, pero antes de que pudiera abrir la boca Deliana le
dijo:
-Dígame señor caballero o príncipe, ¿sería tan
amable de lavar los platos que están en la cocina?
-¿Eh? – dijo el asombrado príncipe- Pero yo
quería decirle que la amo y que...
-Ah, mejor que mejor. Lo tomaré muy en cuenta,
pero por favor, láveme los platos que están en la cocina. Tenemos una persona
que hace eso, pero en este momento está de vacaciones y alguien tiene que
hacerlo, ¿no le parece?
-Pues... si... claro, estoy de acuerdo... Pero
con esta armadura, yo....
-Por eso no se preocupe. Mis guardias tendrán
la amabilidad de ayudarle a sacársela.
La princesa hizo un gesto y de repente
aparecieron cuatro fornidos guardias que “desarmaduraron” al príncipe, quien
quedó delante de la princesa, vestido con una camisa a cuadros, pantalón y
alpargatas no muy de marca que digamos.
-Así está mejor –dijo ella- Aunque me parece
que llevás una ropa demasiado barata para la armadura que tenías.
-La armadura la alquilé –dijo el príncipe
poniéndose coloradísimo de vergüenza- No soy pobre pero tampoco tengo dinero
suficiente para tener armadura propia.
La princesa
lo miró detenidamente y de inmediato hizo que se acercara la cocinera del
palacio.
-Este buen príncipe ha tenido la gentileza de
ayudar con el lavado de los platos. Acompáñalo a la pileta de la cocina y dile
donde está la esponja, el detergente y los repasadores.
El joven siguió mansamente a la cocinera mientras Deliana volvió a decir: “¡El que
sigue!”
Ante ella, con caballo y todo, se presentó un
hombre con una armadura que parecía hecha de acero inoxidable. Detuvo su
caballo frente al trono y sacando su espada dijo:
-¡Aquí estoy, amada princesa, junto con mi
infaltable y nunca vencida espada para matar a todos los dragones, serpientes,
dinosaurios, chivos o leones que quedan, o para luchar con todos los gigantes
de tu reino y así poder conquistar tu amor, tu adoración, tu veneración, tu...
Deliana lo interrumpió bruscamente y como
siguiendo la conversación dijo:
-¿Tú qué sabes hacer?
-Pues matar todo tipo de bestias y hombres;
conquistar reinos, mares, islas... en fin, soy un hombre muy valiente y no
tengo miedo a nada... ¡Ni a los suegros!
-¿Sabes cocinar?
-¡Eso es tarea de mujeres o de sirvientas!
Mira, mi espada sola pesa 40 kilos...
-O sea,
no servís ni para hacer un huevo frito...
-Y, no. Eso lo tienen que hacer los otros. ¡Por
algo uno es príncipe, che!... Además, mi caballo....
¡Que pase el que sigue! –gritó la princesa sin
siquiera saludar al caballero.
En eso vuelve la cocinera con el lavaplatoso
príncipe y, dirigiéndose hacia la princesa, le dice un par de cosas al oído
para luego quedarse muy quietecita a su lado.
-¡Perfecto! –dijo para sí.
-¿Sabés hacer tortas fritas?
-Si, mi princesa, pero no veo a que viene tanto
pedido... ¿Dónde está mi armadura?
-Quedate tranquilo. Mis guardias la pusieron en
una piecita. Bueno, a ver... cuatro o cinco por cada uno de nosotros y...
además... Eehhhh, traete tres docenas de tortas fritas.
-Pero princesa, ¿y la cocinera?
-¡Ella no tiene ni idea de cómo se hacen!
-¡Qué remedio! –dijo suspirando el príncipe.
Y acompañando nuevamente a la cocinera, bajó la
cabeza y la volvió a seguir a la cocina.
Mientras desaparecían de la sala entró otro
caballero junto a un enorme séquito de cortesanos vestidos de lujo. La mitad lo
escoltaban por la derecha y la otra por la izquierda.
El caballero se detuvo mientras que sus
acompañantes, con la cabeza erguida y rígidos como estatuas, miraban sin pestañear
al que estaba enfrente.
Padre,
madre e hija se miraron, sorprendidos ante tanto despliegue de pavada.
-Princesa.
Como ve usted, vengo a pedirle que sea mi esposa. Esto que usted ve, es sólo
una pequeña muestra de lo que hay en mi reino. Le puedo jurar que si yo lo
desease, podría hacerlos venir a todos, de rodillas y sin chistar.
-¿Vendrían por su propia voluntad?
–preguntó Deliana.
-Por supuesto que no. Ellos no la tienen.
Vienen por la mía y punto. ¡El que manda, manda!
-O sea que usted les ordena cuándo deben hacer
una cosa y cuando otra; cuando deben ser felices y cuando no...
-¡Exacto!
-¿Y vos te crees que me voy a casar con alguien
que después va a decirme lo que tengo o no que hacer? Pero, ¿qué te pasa? ¿Me
viste cara de estúpida? ¡El que sigue!
Y así pasaron otros dos o tres más o menos
iguales o peores que los anteriores. “¡El que sigue! ¡El que sigue!” iba
diciendo la princesa, harta de escuchar tantas gansadas, cuando de repente se
presentó el príncipe Felipe con una fuente repleta de tortas fritas.
La princesa se acercó a él y tomando la bandeja
le habló así:
-Veo que cocinás bien. Están impecables, como a
mí me gustan. Te voy a pedir un último favor antes de dejarte libre. Supongo
que sabrás cebar mate.
-Y... si... pero, ¿qué tiene que ver con todo
esto? Aún no he podido decirle nada.
-Todo a su tiempo, pero vos sabés que el mate y
las tortas fritas son inseparables. Andá, prepará el mate y traelo junto con la
pava más grande que encuentres en la cocina. Es lo último que te pido. Después
agarrás tu armadura y te vas.
-Si es así... ya veo... Bueno...
No pasaron más que otros dos o tres
aburridísimos y ensardinados príncipes, tan iguales a los que se leen en los
libros de cuentos o en las películas y tan tontos como ellos, cuando llegó
Felipe junto a la cocinera trayendo una pava de ésas que se usan en la cocina
para cebarle a todo un regimiento y un mate de calabaza “con yuyitos”, como le
gustaba a la princesa, según le había dicho la cocinera.
Entonces Deliana le dijo a los guardias que les
dijeran a los príncipes, a sus caballos y a las otras yerbas que quedaban por
ahí, que se fueran nomás y que si los necesitaba los volvería a llamar.
Luego trajo
una mesita y la puso en medio de todos, cocinera incluida. Colocó servilletas
de papel para las tortas fritas y por último le dijo a su padre:
-Papá, ¿podrías levantarte y dejarlo sentarse a
Felipe para que se ponga a cebar?
-Por supuesto hija –dijo sonriéndole el rey .
Felipe se sentó donde estaba el padre de
Deliana, y el rey, trayendo dos sillas más, se colocó junto a la reina para
disfrutar de las tortas fritas y los mates que cebaba Felipe.
Iban por la
décima ronda cuando medio tímidamente el príncipe, sin dejar de enviar,
recibir, llenar y nuevamente enviar mates la miró a Deliana y le dijo:
-Pero princesa, yo sólo quería decirte que ...
-¿Si, mi rey? ¿Qué querías decirme? ah, claro,
la boda. Bueno, algo sencillo. Nada de embajadores ni monarcas de ésos que
vienen a comer de arriba. En vez de fiestas, vestidos e interminables
preparativos, salgamos un tiempo a caminar por el bosque para conocernos más,
porque ya somos novios, ¿no?
-¡Querido yerno! – exclamó entusiasmadísimo el
rey.
-¡Hijo mío! – dijo emocionada la reina.
-¡Lo felicito, mi señor! - dijo alegre la
cocinera.
-¡Churrrruuuupppp! – se le oyó decir a la
princesa mientras terminaba el mate y que quería decir todo eso y mucho más.
Cuando terminó lo miró como sólo una princesa
puede mirar a un príncipe: con los ojos. Pero esta vez le habló con la
amabilidad de los que se aman:
-Bueno Felipe , volvé a tu reino cuando
quieras. Eso sí, tomá todo lo que necesitás y regresá lo más pronto posible. Te
quiero mucho, ¿sabés? Vos fuiste el único que demostraste que me querías.
No voy a describir todo lo que pasó antes,
durante y después de la boda.
Hoy Deliana
y Felipe son mucho más felices que antes; quizás sea por eso que su reino es
temido por todas las demás superpotencias con o sin corona.
La cocinera
sigue cocinando todavía, interrumpida algunas veces por Felipe que se pone a
preparar las tortas fritas y los mates para Deliana, mientras que los abuelos,
chochos, corren a jugar con sus nietos
por el parque.
Eso si, en todo el reino no van a encontrar una
sola armadura; ni siquiera la de Felipe, que aún debe estar en ese cuartito
(vaya a saber dónde queda) donde la
dejaron para siempre los soldados de la princesa.