sábado, 24 de diciembre de 2016

Fabián Polosecki: "El otro lado de las cosas" - Por Héctor Fuentes

Era un día como tantos otros. Durante la mañana me esperaba el trajín de un trabajo nuevo. Lo había conseguido de casualidad, por meterme de puro caradura en una librería y preguntar si hacía falta alguien. A la semana me encontraba vendiendo textos escolares en un local ubicado en pleno centro platense. La gente se agolpaba y había que despachar con velocidad y solvencia a los clientes, como nos había recalcado el dueño.
Al regresar a mi casa encendí la tele. Empecé a buscar algo para mirar. Pasaba los canales y nada. Era imposible encontrar un programa interesante. Por aquel año 93, la Argentina había empezado a cambiar. Y la televisión era un fiel reflejo de esa nueva imagen.
Iba rotando los cinco canales una y otra vez, y nada. Decidí cenar y dejar el televisor prendido de fondo, para que hiciera un poco de ruido. No recuerdo porqué lo anclé en canal siete. Pero lo que sí recuerdo fue que al dar las diez de la noche, arrancó un programa nuevo llamado “El otro lado”. Acto seguido un pibe de pelo corto y campera de cuero, caminaba por la calle y se subía a un colectivo. Aparecía luego en una estación de trenes y prendía un cigarrillo. Una voz en off decía:
“Durante algunos años trabajé de periodista. Un día, no sé cómo, todos los jefes de redacción se dieron cuenta al mismo tiempo que podían arreglarse sin mí. Ahora escribo historietas absurdas sobre historias verdaderas. No me va mucho mejor, pero se conoce gente”.
Había en esas pocas palabras una sinceridad demoledora. Cuando el Maquinista de Ferrocarril empezó a contar su historia, el hechizo ya me había atrapado. Estaba solo y la luz del televisor cobraba una dimensión desconocida. Las preguntas y las respuestas se iban tejiendo magistralmente.
Los silencios, los gestos, el movimiento de las manos, la profundidad de las palabras, el respeto, la claridad de alguna sonrisa, todos esos elementos producían un encantamiento que yo nunca había visto en televisión.
Acostumbrado al vértigo insolente de la pantalla chica, en donde el chiste se construye a partir del infortunio ajeno, no podía creer lo que veía.
La cámara captaba la maravilla que se producía en algún giro inesperado de la conversación, y la disparaba como si fuese un destello. De pronto un pequeño detalle preguntado al pasar abría el corazón del entrevistado. Y de allí salía una jauría de perros, un instante de gloria, un llanto que rompía las palabras, un crujir de sueños perdidos, una encrucijada.
Fabián Polosecki, o simplemente “Polo”, sabía cómo encender esa chispa. Hay luces que sólo brillan cuando alguien sabe cómo reflejarlas.
Luego de dos temporadas de éxito, “El otro lado” pasó a llamarse “El visitante”. Aun hoy, veinte años después de su trágica muerte, sus seguidores esperamos que un buen día nos caiga de visita.

“Contate un Cuento IX” - Ganador de la Categoría C - Aquellas palabras - Por Juan Valentini, alumno de 6º año de la E.S.Nº 4

      El recuerdo es un paraíso al que todos pueden entrar pero pocos pueden disfrutar. El recuerdo es un laberinto de anécdotas, de emociones, de frustraciones, de miedos y de amores. El recuerdo, la característica más bella y enternecedora de la
vejez. La vejez… fuente inagotable de recuerdos inalterables y vivencias entrañables.

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Son las 8:00 am, el despertador suena con ímpetu y determinación. Mi cuerpo, sacudido por el sonido taladrante que anuncia un nuevo día, se activa. Mi cabeza, no… Sigue adormecida, deseando que la palabra responsabilidad no existiera en el “diccionario de la vida”. Finalmente, abro mis ojos y veo el desértico techo de mi habitación. Contemplando el macizo cielo, lo recuerdo. A mi edad quizá me cuesta recordar “esos detalles”, pero el recuerdo está. Siempre que despierto está ahí y entonces lo revivo.
Tenía seis años cuando sucedió. Con mi madre fuimos a un parque,  en el cual me encantaba jugar. Era ella quien siempre me llevaba, hacía años que se había separado de mi padre, el había tenido una enfermedad y mi madre no lo había soportado. No lo conocía. Ella no hablaba, yo no preguntaba. Era uno de esos silencios familiares que nadie se atrevía a romper.
Se sentó en un banco y yo, luego de oír las incesantes reglas de cuidado, salí corriendo sintiéndome el niño más independiente del lugar. No recuerdo a qué jugué o con quién jugué, solo lo recuerdo a él. Entre idas y venidas mis ojos se cruzaron con aquel hombre sentado en el tronco de un árbol. Al acercarme  más, noté que tenía entre sus manos un bastón blanco. Automáticamente me di cuenta que un no vidente había captado mi moza atención. Como en todos los niños de mi edad, la curiosidad fue más grande que mi vergüenza. A pasos agigantados arribé para entablar una intrépida conversación con el  desconocido. Con la desenvoltura de un cronista y la inocencia de un niño le dije:
-¡Hola! Me llamo Benjamín… ¿Cómo te llamas?
El hombre alertado por sus oídos captó que un niño lo interrogaba. Se incorporó y mirando hacia la nada sonrió y dijo:
-Hola Benjamín,  me llamo Santiago… Lindo día ¿Verdad?
-Sí, hay sol y algunas nubes… ¿Cómo sabes que el día está lindo?
-Bueno… A veces podemos ver sin mirar, podemos sentir, oler, tocar o simplemente podemos escuchar.
Quedé absorto. Me senté frente a él y dejé que mi mentón reposara sobre mis manos mientras lo miraba fijamente…
-¿Y no es feo?
-¿Qué cosa?
-No poder ver nada…
-No, no es feo… Aprendes a usar tu cuerpo de otra manera, simplemente te acostumbras, para sobrevivir. Quizás es feo lo que otras personas pueden pensar o sentir de vos, porque no entienden que no ver no es un impedimento, sino que es una forma distinta de percibir todo.
-¿Qué personas piensan eso?
-Las que no comprenden que la superación es la clave del progreso…
-¿Quién dijo eso?
-No lo sé, pero el que lo dijo tenía razón.
No supe qué responder. El grifo de palabras que siempre me caracterizaba se había cerrado, no sabía qué decir. En un momento todo se congeló… Noté que un hilo de melancolía lo envolvía y que una lágrima recorría sin pudor su mejilla. Se refregó los ojos, sonrió y dijo:
-Pero soy feliz… Aprendí a serlo con lo que tengo y con lo que soy.
Le sonreí, no lo conocía pero me sentía feliz por él en ese momento.
-Me tengo que ir Santiago… Me gustó hablar con vos.
-Fue un placer conocerte mi amigo, y recordá siempre que la superación es la clave del progreso. No importa qué te digan o qué piensen de vos. Si vos queres, vos podés.

........

No recuerdo cómo continuó ese día, solo sé que al llegar a casa no podía sacármelo de la cabeza. No le había contado a mi madre, algo me decía que no era buena idea. Aun así cada momento de la conversación acosaba mi joven mente. Y la frase… la parte más sustancial del encuentro, había quedado grabada en mi memoria.
-¡Benjamín!, ¡Hijo!
El grito nominal de mi madre me electrizó y me puso de vuelta en órbita.
-¿Qué pasa mami?
-¿En qué pensás?
-En nada mami…
No me siguió preguntando… Sabía que algo me pasaba, pero no indagó. Me quedé mirándola, se la notaba molesta. Con inocencia pregunté:
-¿Qué te pasa mami?
-Hoy fui a dar el examen de manejo… ¡Fallé otra vez! Nunca voy a poder. ¡Nunca voy a poder!
Nunca voy a poder… ese enunciado recorrió mi mente como un relámpago y en un segundo lo recordé otra vez… sin poder contenerme dije:
-¡La superación es la clave del progreso!
El vaso que mi madre estaba lavando, danzó por los aires y se estrelló en el suelo, produciendo un estruendo ensordecedor. Su cuerpo se había petrificado, sus manos temblaban y una tímida lágrima se  atrevió a visitar sus ojos.
Mi cuerpo se conmovió y con expectativa pregunté:
-¿Qué pasó mamá?
Al parecer la pregunta hizo el efecto deseado y la trajo de vuelta.
-Na… Nad… Nada mi amor.
Más lágrimas, quizás inducidas por la primera, también se atrevieron a salir… entonces lo dijo:
-Eso… Lo solía decir tu padre.