sábado, 17 de marzo de 2018

El maestro Por Oscar Wilde

         Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea, después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la colina al valle.
Porque tenía que hacer en su casa. Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo que lloraba.
Sus cabellos eran color de miel y su cuerpo como una flor blanca; pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo que lloraba.
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era justo.
Mas el joven le respondió:
-No lloro por él sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no hay ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto él hizo, lo he hecho yo.-¿Y por qué lloras, entonces?
-Porque a mí no me han crucificado.

“Contate un cuento X” Mención de honor Categoría B: “Cain” Por Carolina Villar, alumna de 3° año del Colegio Nuestra Sra. De Fátima de Castelar

         Aquella era una tarde lluviosa, en la que la única luz en el cielo era la de los relámpagos. Agustín, sentado sobre el colchón, pensó que ese escenario le habría encantado a su hermano. Sonrió con amargura, mientras rezaba a Dios o al Diablo por volver el tiempo atrás. Al abrir los ojos nuevamente, descubrió que nada había cambiado. En una mano, un arrugado papel con una dirección escrita en él. En la otra, un arma calibre 45.
  Se puso de pie y paseó por su habitación, el único refugio que le quedaba y que, aun así, anhelaba abandonar. Revisó cada mancha de humedad, cada telaraña, cada reluciente bala. La angustia se apoderó de él de un momento al otro.
- Todo podría acabar en este mismo instante-  pensó, observando su rostro reflejado en el reluciente metal del cañón. Segundos después, el recuerdo de su infancia destruyó sus deseos suicidas. Sus amigos, sus padres. Su hermano.
-Si quiero terminar con esto, debo comenzar desde el inicio- , se dijo.
La niñez de Agustín no había sido la peor, pero tampoco la mejor. Sus padres, enfermizos del trabajo, apenas aparecían en la noche. Su condición de promedios altos y esfuerzos bajos lo habían convertido en un objeto de su orgullo absoluto, un título que siempre había odiado. A pesar de las expectativas que sus padres habían depositado en él, jamás se había preocupado más de la cuenta por la escuela. No le tenía miedo a unos números en un papel.
A sus diez años, contaba con las manos las cosas que le causaban temor. Si había una araña en su cuarto, él con gusto la aplastaba. Si oía un ruido en la noche, él se levantaba a cerrar la ventana. Pero definitivamente, el merecido primer puesto de su terror se lo llevaban las historias de su hermano.
Ciro era tres años mayor que él, un chico de largo cabello oscuro y mirada nostálgica. A ojos de los adultos, era la sombra de su hermano menor, la oveja negra de una familia exitosa. Pero, a ojos de Agustín, era el ser que le daba una materialización a la palabra miedo, a través de sus palabras. Más de una vez había imaginado su mente como un lugar repleto de acertijos, sombras y demonios. Y le resultaba fascinante.
Todas las noches su hermano ilustraba un mundo injusto y desmoralizado en el que su protagonista, Caín Black, cometía un nuevo crimen tan retorcido como astuto que dejaba al niño perplejo por el resto de la noche.
Para Agustín, aquellos relatos eran la vía de escape del falso mundo perfecto que sus padres siempre le habían ilustrado. Su inteligencia no le permitía entender la mentira utópica que vivía a diario, y llegaba a creer que Ciro era la única persona en el mundo que podía contarle la verdad. Por ese y mil motivos, no podía evitar que sus ojos lanzaran puñales al escuchar el apodo “Bala perdida” sobre su hermano.
Pero para el Agustín que estaba aquella tarde de lluvia en la oscura habitación, esa frase significaba algo más.
Una noche igual a todas las demás, antes de que sus padres volvieran del trabajo, Ciro narraba otra de sus historias. En aquella ocasión, Caín Black diseñaba un macabro plan para acabar con la vida de un deshonesto político al que no podía dejar de imaginar en el rostro de su padre. En medio de la descripción de la casa presidencial, su hermano detuvo su relato. Entre el silencio, oyeron la puerta de la casa cerrarse con disimulo.
-¿Qué pasa?- preguntó Agustín, ansioso.
El joven le indicó que hiciera silencio, mientras que atravesaba el umbral. El menor escuchó sus pasos ligeros alejarse por el pasillo, perderse en las escaleras. No le dio demasiada importancia a sus acciones y se perdió imaginando una posible resolución al crimen que rondaba por su mente. Pero al oír un estruendo en la planta baja, un miedo irracional se hizo presente en Agustín. Poseído por la idea de que Ciro hubiera tropezado en las escaleras, salió con la velocidad de un tornado de su habitación. Al encontrar las escaleras desiertas, se dirigió al salón, pero también lo halló desierto. Al principio cruzó por su mente el suponer que su hermano le gastaba una broma, pero segundos después, al sentir la presión en la nuca y la habitación girar a su alrededor, supo que estaba equivocado. Su rostro sintió el frío contacto de la cerámica, y lo último que oyó antes de que la oscuridad lo tragara, fue a su hermano gritar su nombre, y el estridente rugido que tantas miles de veces había imaginado en su mente, cuando Caín Black acababa con la miserable existencia de sus víctimas. Horas más tarde, al despertar en un hospital con el más horrible dolor de cabeza de su vida, descubrió que Ciro jamás volvería a contarle una historia.
Diecisiete años después, sigue convencido de que la historia más espeluznante no contada por su hermano fue la de su propia muerte. Con un impulso casi eléctrico, se puso de pie. Tenía veintisiete años y un futuro que jamás había imaginado. Consumido por la rabia, avanzó hacia la calle, que se presentaba con un aspecto fantasmal, como si adivinara sus intenciones. Entre la niebla, su mente volvió a perderse en el pasado. El momento en que decidió desaparecer de su casa, hacían ya ocho años. El apoyo nulo que le habían brindado sus padres tras la tragedia. Su mente, destrozándose poco a poco. Su plan de venganza, la dirección en el papel que llevaba en su mano. El arma que ocultaba en la otra.
Agustín, una sombra del niño brillante que había sido, llegó a su destino con una sonrisa lobuna dibujada en el dolor que sentía. Se adentró en el oscuro galpón cuya dirección coincidía con la del papel, camuflándose en medio de la oscuridad. Los años de sufrimiento y soledad lo habían transformado en un ser detallista y cínico, uno que empuñaba un arma sin la más mínima duda ni remordimiento.
Y al notar a un hombre de espaldas a sólo metros de él, sintió que su nombre se desvanecía tras uno que, años atrás, había asociado a todo el mal del existente en el mundo. Silenciosamente, introdujo una bala en la recámara y alzó firmemente sus manos a la altura de la espalda del hombre. Cerró los ojos y conjuró la imagen de su hermano en su mente. Segundos después, escuchó el detonar del cañón.
Al mirar nuevamente, pudo distinguir el humo del disparo, con un charco de sangre como escenario. No sintió culpa al ver el cadáver, tampoco alegría. Simplemente un sentimiento de alivio que, instantes después, fue reemplazado por uno de vacío. Estaba más vacío que aquel galpón. Tenía menos sangre en las venas que el cuerpo rendido frente a sus pies. Con la indiferencia digna de un buitre, se acercó a su víctima. No sentía nada, pero se negaba a no darse el gusto de ver su rostro. Deseaba apreciar su última expresión de sufrimiento, a darle rasgos y gestos al fantasma que había perseguido durante todos esos años.
Pero cuando volteó al muerto, notó que su última expresión había sido una de confusión. Sus gestos y rasgos, como siempre los había visualizado. Habían pasado dos décadas de la tragedia, y sin embargo, no temió equivocarse.
Con las manos bañadas en sangre y lágrimas amargas recorriendo su rostro, recogió el arma nuevamente. De rodillas frente al cuerpo, no llegó a entender con claridad lo que le estaba sucediendo. Supuso que era más simple contarle a un niño pequeño que su hermano había muerto a que jamás habían encontrado su cadáver. Supuso  que la cantidad de sangre hallada en la habitación había eliminado la posibilidad de que sobreviviera. Pero allí estaba, ensuciando sus manos con un charco de sangre. De su propia sangre.
Agustín se preguntó cómo, con su tan aclamada inteligencia, nunca había pensado en esa posibilidad. Cómo se había rendido ante las pruebas tan rápidamente. Cómo había tenido la cobardía de disparar al asesino sin mirarlo a los ojos.
Arrodillado frente al cadáver de Ciro, se llevó al arma a la cabeza, sintiendo el frío metálico sobre su sien. A pesar de todo, haría justicia. Había jurado acabar con el asesino de su hermano.
Las últimas palabras que atravesaron la mente de Agustín fueron lo que siempre había sabido, lo que Ciro había anticipado. El nombre que contenía todo el mal existente del mundo.
-Soy Caín- susurró, al apretar el gatillo.