jueves, 12 de noviembre de 2020

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA E. Adultos

 

Solo otro lugar

Jorge Eduardo La cuadra – Córdoba

 

 

Hoy hablé con mamá. Está bien me dice, todavía un poco desorientada, pero ya más despabilada. No le tiemblan las piernas me comenta, ni se le duerme el brazo, y eso es muy bueno. Solo una sorda sensación en el pecho, pequeña, como si le faltara algo valioso allí. Pregunta por el Bicho, si lo están cuidando bien y si le ponen el platito con leche tibia, como todos los días. Ella quería mucho al Bicho y lo extraña, se ve que ahí, del otro lado, su memoria todavía busca esas cosas mansas y queridas, como acá, igual que acá, aunque solo sea otro lugar.

Mamá dice que muchas gracias por el peinado, muy prolijo y cómodo. No es bueno llegar a un lugar y mostrase desarreglada y con las mechas sueltas, Pero hay algunas dice, que son impresentables. No entiende que les ha pasado. Una debe ser mujer hasta en la indecencia, era una de sus frases. La blusa también le gusta, porque tiene esas mangas amplias, abuchonadas,  que siempre te comentaba, y es de color negro, que a ella le sienta bárbaro, aunque la haga verse mucho más pálida. Y la pollera haciendo juego, larga hasta los tobillos, como corresponde. Me dice que extravió el anillo de papá, que no sabe si lo trajo o se lo sacaron. La carne más blanca en su dedo blanco se destaca, sobre el pecho delgado, y trata de cubrirla con la otra mano.

También me pregunta por sus plantas, sabés que eran su debilidad, jamás dejaría sus plantas para irse a otro lugar, ella siempre decía así. No iba a ningún lado de visita porque afirmaba que nadie regaría los malvones. Y sin embargo. Tengo miedo de decirle que los malvones y los helechos se han secado un poco, y los amarantos perdieron muchas hojas. Se nota su ausencia en el balcón, donde por las tardes ella tomaba sus interminables mates dulces con biscochos de grasa, que al final le hacían tan mal en el estómago. Ahora el Bicho es el amo de esas macetas y las despanzurra con placer, usándolas de arenero. Hasta hay un pájaro masticado e insepulto debajo de la Estrella Federal, cacería sonsa del viejo felino. Eso nunca se lo diría.

Me dice que todavía, en forma inconsciente, busca las cajas de pastillas, no sabe el por qué, quizás la costumbre de su viejo cuerpo, de sus blancas y delgadas manos. Esa tarea minuciosa de partir las pastillas por la mitad y ponerlas en bolsitas dentro de las cajas, empresa ahora tan rara, tan impropia y lejana. Dice que ya no tiene esa ansiedad que tuvo toda su vida, de necesitar algo con desesperación o de aplacar los monstruos de la noche. Mamá siempre tuvo miedo a los monstruos de la noche, por eso sus vigilias, las madrugadas interminables, las pastillas, esperando a papá. Acá, me dice, nunca es de noche, el tiempo, si es que hay tiempo, se extiende como un crepúsculo indefinido, de color constante y fluir invariable, si es que se puede entender eso.

Me cuenta ahora, de unas nubes prolijas, como de una plácida pintura flamenca, que vagan por un cielo claro y sin estrellas. Le han dicho que hacia el oeste, donde se dibujan unas incipientes sombras de montañas o de cordillera, llueve o nieva, pero no se sabe con certeza. Ha visto llegar desde allí, gente que parecía mojada, con la vestimenta mohosa y la piel muy arrugada, como si hubieran estado sumergidos en un líquido demasiado tiempo. A muchos les faltan los zapatos, o tienen uno solo. Algunos también llegaban desnudos, con los pelos pegoteados sobre las sienes, como algas. Y eso que allí ni siquiera hay agua, me dice, porque no hay sed. Me resulta sorprendente eso, un lugar donde no existe la sed. Ahí está la diferencia me dice ella, no sufrir la privación de algo que no se necesita. Y sigo sin entender.

Me cuenta, que donde está ella es solo otro lugar, yermo y casi desolado, con suaves ondulaciones de un infinito césped, cortito y blando, como una alfombra falsa que lo cubre todo. Un campo de golf interminable y despojado. No hay árboles siquiera, ni pájaros, ni insectos, nada, absolutamente nada, solo ese pasto, el cielo anodino y las nubes. Y eso le hace extrañar más sus plantas. Alumbra ese paisaje un sol pálido como una hostia de pan ázimo, olvidada bajo lluvia, en un rincón donde no llega jamás la lluvia. Y sin embargo tampoco hay silencio, un murmullo indescifrable resuena, constante y atiborrado. Como si miles de abejas gritaran juntas bajo ese sol.

Parece un lugar triste, le digo, decadente o inevitable, dadas las circunstancias. Pero está toda esta gente, me dice mamá explicándome, un montón de gente, cubriendo toda la extensión hasta donde se puede llegar con la mirada. Las ondulaciones permiten observar que no queda espacio por cubrir, y sin embargo siempre puede haber más gente, porque siguen llegando. Como si fuera aquel un gran recital al aire libre, cubriendo toda esa tierra. Solo unos pocos hablan o conversan, muchos están más desorientados que ella. Casi todos están de pie, muy pocos arrodillados, los que lloran o quizás rezan. Algunos caminan entre la multitud y preguntan, buscan parientes, amigos, hijos, celebridades. Se indaga bruscamente, solo lo preciso, se dan señas, se nota que no hay mucha confianza, también allí puede haber un enemigo o un asesino.

Hay tanta gente, me dice mamá, que al final todos resultan desconocidos, tantos rostros que marean. Pero uno se acostumbra, dice, de ver la misma expresión en todos, no ya de sorpresa o resignación, tal vez solo de espera. Como la gente que aguarda en la sala de transbordo de una terminal de ómnibus o un aeropuerto. Con una diferencia, allí nadie tiene equipaje, solo las manos vacías, los bolsillos vacíos también.

Ahora te cuento lo malo, me dice mamá. Hay gente lastimada, de muy mala manera, con heridas muy feas. Muchos no parecen darse cuenta de tenerlas, otros se miran y se revisan introduciendo sus dedos entre los labios de piel desgarrada, palpando cavidades y huesos rotos. La sangre es negra, no como en las películas me dice, que siempre es roja. A mamá le encantaba ver esas películas policiales, de muchos tiros y persecuciones de coches. Y es por eso me dice, que están despeinados, la mayoría de los que tienen traumatismos, están despeinados, vaya a saber por qué dice eso. Quizás por descuido o por las prisas parecen abandonados.

Lo peor son los niños, me dice casi en voz baja, tan quietos que parecen estar dormidos. Incomoda verlos tan apocados, tan poco niños. Incomoda en algunos ver los moretones o las marcas en los cuellos. Uno no se acostumbra a esas cosas, dice mamá. Son tan pequeños, parecen muñecos de colección, con sus ropitas a medida y sus pijamas preferidos, eso sí es malo, muy malo, ver pijamas con sangre negra y olvidada. Ver las niñas con sus vestidos recién estrenados, que no pueden jugar, que lo miran todo y sin embargo no ven nada. Pupilas perdidas en la distancia.

Me dice que es una suerte que la sangre no se distinga en su hermosa blusa negra. Se disimula tan bien. Y agradece el cuello alto que cubre su piel pálida y las costuras que muerden bajo él. Siempre mantuvo la compostura incluso antes las mayores adversidades, madre al fin. Lamenta haber perdido el anillo de oro, ¿o se lo quitó papá? No recuerda, parece haber transcurrido tanto tiempo, en un lugar donde no existe el tiempo. Sus blancas manos forman un nido pequeño, la una sobre la otra, cubriendo la herida inexorable que atraviesa su inmóvil corazón.

Hoy hablé con mamá, está todo bien, me cuenta que ha estado buscando a papá, no con urgencia o con ansiedad, ahora sin las pastillas, pero si con muchas ganas de verlo y explicarle algunas cosas. Y contarle sobre el Bicho, que los debe estar extrañando y de las plantas también. Está segura de que anda por allí, cerca nomas, como estuvo siempre, a pesar de los desaciertos, a pesar de las diferencias. Caminando entre millones. Son temas de ellos, sabés, como se decía antes. Hay un mundo de preguntas que quedan sin respuestas cuando uno parte para no volver.

Busca entre los miles de rostros y mide las infinitas espaldas, buscando la espalda ancha de papá. Ella siempre elogió la espalda de papá, y su fuerza, la reconocería entre miles, si la viera. Y si viniera de frente, lo miraría a los ojos, buscando ese amor incondicional y rabioso que se llevó la bala que floreció su sien. Mamá me dice que lo extraña, a su manera, que días malos los tiene cualquiera, y yo quisiera decirle que está equivocada, horrorosamente equivocada. Me callo para no dejar de escucharla. En ese otro lugar, tan inmenso y tan calmo, papá también debe estar buscándola, quiero creer eso, para pedirle perdón.

 

 

 

 

 

 

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA E. Adultos

 

La ines

Ana Mascioni – Balcarce

La Inés vive en el barrio. Una casita modesta, rozando la precariedad. La Inés es la mamá de cinco pibes, todos seguiditos, dirían las viejas, como si la cronología en el momento de parir fuera sinónimo de algo. Los pibitos son buenos, tan buenos y mansos como las circunstancias se lo permiten. Cartonean en bicicleta de a dos y el mayor, Fernando, va siempre solo. Dice que él sabe cuidarse y que no quiere andar lidiando con pendejos en la calle. También van a la escuela, claro…cuando también ellos y las circunstancias se los permiten. La Inés dice que ella hizo hasta el 4to grado y que la escuela no le enseñó a fregar un piso ni a lavar el culo de los viejos que es con lo que ahora les da de comer a sus hijos pero que para ellos quiere otra cosa: que tengan un trabajo digno, que sean gente de bien y que no vayan a pasar miserias cuando sean adultos, eso dice siempre la Inés. Igual dice todo eso de la escuela y los culos pero sabe que las puertas que se abren con un papel que diga “egresada” no son las mismas que se abren con su humilde 4to grado.

Los hijos de la Inés también juegan a ser chicos, de vez en cuando, o mejor dicho en esas oportunidades cuando en la casa aparece con ínfulas de padre el progenitor  y tira 200 pesos sobre la mesa y los manda fuera porque él llega con “sed de hombre”. Entonces ellos risueños salen con la pelota deshilachada a patear un rato en el potrero. Y patean contentos. Patean las ganas y abstinencia de juego y de ser chicos. Patean la rabia y la bronca de poder serlo solamente de a ratos. O también, por suerte, a veces rumbean todos juntos para la pública en la que cada año la Inés los anota sintiendo que ese año será mejor que el anterior. Ella realmente desea educación para sus hijos, pero el manguito que ellos traen colabora para la economía familiar. Ese día seguro se come un guiso de pancitas de pollo y la Inés vuelve orgullosa del almacén con dos bolsas en la mano y masitas rellenas de chocolate que desaparecerán al atravesar la puerta.

Pero no es de los chicos de lo que quiero hablar, si no de la Inés.

Los vecinos la miran de soslayo, siempre con esa mirada de alguien que se cree superior, esa mirada que está entre la lástima y el desprecio y que no se sabe quién les otorgó ese derecho de mirar. La Inés es amable igual porque así se lo enseñó su abuela: “usté ante todo educadita, mija, le decía siempre que la dejaba en la puerta de la escuela”. Gracias a ella hizo hasta el 4to grado del que tan orgullosa está pero bueno… la abuela era grande y un día se murió y ahí mismo se murieron también los sueños de la Inés de terminar la escuela. Para su suerte o para su desgracia, no sé, los patrones de la abuela fueron, según ellos, solidarios y compasivos y se llevaron a la Inés a su casa. Y así fue que siendo una niña aprendió a lavar los culos y fregar los pisos que siempre menciona.

De nada se queja, la Inés. De absolutamente nada. Siempre agradecida el día del pago y feliz cuando la patrona ordena su placard. Ese día sabe que alguna pilchita liga, pero solo una, eh… ¿el resto? El resto para la feria de la plaza del sábado a la tarde. ¡Ese día sí que es una fiesta! Se juntan todas y pueden charlar a calzón quitado, dice la Inés; y la patrona se enojaba: ¡Qué expresión para una dama! Y la verdad que la Inés no entiende porque la señora tanto se enoja si su frase no dice nada malo y aparte no hay nada más cómodo que andar sin calzón. Pero bueno, si a la señora no le gusta ella intenta no decirla para no disgustarla porque ante todo el respeto a los patrones.

En sus mejores años la Inés conoció al Sergio y eso sí que fue para su desgracia porque la verdad que ese no se merece ni siquiera el oxígeno que la naturaleza le da para respirar. Lo que se puede decir de él no es demasiado y ni tampoco vale la pena perder en eso el tiempo. Solo decir que lo único que compartieron fue la cama de sábanas revueltas y la mezcla de sus ADN en los cinco chicos que tienen, bueno…en los cinco chicos que la Inés parió sola en el hospital y al último en su casa porque no había plata ni para el boleto del bondi. Porque si se habla de crianza la Inés crio a sus hijos “solita y su alma”, como dice siempre orgullosa y llevándose la mano al pecho. Y fueron cinco porque la Inés un día se cansó de estar engendrando pibitos y se fue al hospital y ahí nomás le pidió a la enfermera que la vacíe, por favor, que le saque todo porque cada vez que aparece el Sergio le deja un hijo de souvenir.

 Si hay algo de cierto es que el Sergio a veces aparece con sus doscientos pesos que apoya campante en la mesa. Pero cuando se le acerca Ia Inés está tranquila. “Total ya estoy castrada”, se dice a sí misma y mientras él se vacía dentro de ella, la Inés trata de recordar los precios de la despensita y ya se ve gastando los sucios y necesarios billetes sabiendo que va a poder comprar las galletitas rellenas de chocolate.

Del resto poco le gusta hablar. Sabe que se le pasaron y se le están pasando los años entre camisas ajenas para almidonar y manjares por preparar para una familia que le dio un techo cuando el suyo se había quedado vacío y sin vida. ¿Agradece? Sí, claro. Cada día al levantarse agradece. Porque si hay algo que tiene la Inés es que es una eterna agradecida. Sabe muy bien que le debe mucho a esa familia que decidió llevársela para beneficio propio pero llevársela al fin. También sabe que en el zodíaco es de Tauro con ascendente en Tauro y que esto le dio su personalidad serena y pausada, especialista en mantener la calma porque si hay algo que caracteriza a la Inés es su capacidad para controlar situaciones. Nació en eclipse total de sol y su número de la suerte es el 2 pero a esto no le encontró nunca una utilidad. Excepto ahora, que decide contarlo en estas líneas que escribe sobre ella misma porque la maestra se lo pidió, porque se animó a intentarlo y un día de regreso a su casita precaria la Inés se dijo: “voy a terminar la escuela porque es lo que quiero.” Y así, toda decidida y con su uniforme del trabajo entró a la escuela y se anotó y salió de ahí como perro con dos colas porque le dijeron que, si quería, podía. Y ella eligió creerlo en ese momento y también ahora. Por eso sabe que la maestra le va a decir que no se dice “la Inés” pero ella siente que si se menciona de otra manera estaría traicionándose, traicionando de dónde viene y si hay algo de lo que nunca se va olvidar es de dónde viene, pero tampoco se olvida a dónde quiere llegar. Pero eso, eso mejor lo cuenta en otro momento.

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA E. Adultos

 

El increíble vuelo del Pulqui

Gustavo Loza – Balcarce

                                                                                     Lunes, 3 de marzo de 1975

La orden había sido clara, precisa y contundente: debía ir a hacer los mandados. A eso de las ocho y treinta, luego de haber dormido muy tenso porque era el día más esperado, me desperté distinto. Comenzaban las clases por primera vez en mi vida. No dejaba de pensar que este sería “el gran día de mi vida”.

Esa mañana mi mamá me había encomendado las compras, debía ir al almacén y traerle todo lo que ella quería. La costumbre familiar señalaba que lunes era sinónimo de “puchero”, pero vaya a saber por qué mamá había cambiado de menú. Debo aclarar que el tuco siempre le salió riquísimo y que era indudable que sabía a tuco de italiano, a salsa de gringa.

Según cualquier libro de cocina, un “puchero” es una comida de fácil preparación, pero tiene sus secretos. Sobre todo, si queremos que la sopa sea agradable, rica al paladar. Según las manos expertas, llevaba zapallo, papas, batatas, zanahoria y carne vacuna o de gallina, según las preferencias. Luego de hora y media o quizás dos de hervor, se apelaba al dicho “listo el pollo y pelada la gallina” y se arrancaba por degustar de prepo el nutritivo caldo comúnmente llamado sopa.

 Lo cierto es que tomé papel y lápiz y antes de las nueve ya tenía la lista de compras escrita por mí, con una grafía acorde a un pequeño de seis añitos. Era la letra que yo podía entender, porque a mi madre no le descifraba nada de lo que escribía. Al dictado pude escribir: una lata de tomate la Campagnola, cebolla, ají, pan (un kilo, porque en casa éramos tres chicos) y una caja de fideos Vizzolini de 500 gramos. ¡Recuerdo que no podía cambiar los productos indicados bajo ninguna premisa!! No se aceptaba otro tipo de marca de fideo, o de tomate; decía (y hoy en día sostiene lo mismo) que el uso de tal materia alimenticia asegura el gusto y el sabor de la comida. ¿Será…?

La cuestión que bolsa de plástico y libreta en mano me fui para el almacén, y mientras tanto, iba pensando con quién me sentaría en la escuela, que no conocía a nadie, quién sería mi maestra, qué dibujo haría en la portada del cuaderno y no sé cuántas tonterías más. En apenas cinco minutos ya estaba en el almacén (yo no sabía que todas las palabras que comienzan con “a” o “al” son de origen árabe). Ingresé y había dos señoras muy altas, de pollera tubo y camisa liviana, de esas madrugadoras que realizaban sus compras y se tardaban bastante.

 Mientras tanto yo había escuchado que una de ellas se llevaba la única caja de fideos Vizzolini. Uffffffff, pensé; mi mamá me va a matar si no le llevo los fideos que ella quiere…. La cosa es que esperé un buen rato y mientras tanto miraba una y otra vez las latas de masas que tenían palmeritas y anillitos. Llegó mi turno y comenzaron a atenderme. Yo relojeaba la estantería de los fideos y veía que no había los que figuraban en mi lista. Pedí el tomate, me pesaron la cebolla y el ají y al momento de despacharme los fideos se escuchó el ruido de una chatita: un Rastrojero verde con una inscripción en la lona que decía la misma marca de fideos que le pedía al almacenero. Pude deletrear una palabra larga que coincidía con la última de mi lista manuscrita: “Viii – zzooo – liii –ni”

-Ahhhhh, ¡qué justo, mira quién llegó!!! - dijo el Sr. Almacenero con un dejo de satisfacción-

Y en ese instante, entró un  Señor muy alto, de caminar erguido, camisa,  pantalón de jean,  peinado para atrás, con anteojos de sol, que parecía el dueño de la empresa Viii – zzooo – liii - ni y que le preguntó al almacenero qué le bajaba…Era una conversación entre grandes. El ruidoso Rastrojero estaba en marcha y por lo visto era costumbre dejarlo con el motor encendido. Yo pensaba: o hacía muy rápido su trabajo o bien tenía mucho dinero porque no le importaba gastar gasoil.

-Bájame uno de sopa, tres mostacholes, un codito y…una caja de Vizzolini.

Por suerte,  me invadió un estado de relajación, porque me fui para mi casita contento porque había podido cumplir con todo lo que me había pedido mi madre.

Ese lunes de sol era el primer día de clase, y eso sí que era importante. Los útiles los habíamos comprado el viernes anterior, un cuaderno Gloria de 48, una cartuchera, lápices, una pluma, tinta, secante y una escuadrita. Todo había quedado asegurado en una especie de caja fuerte de entonces: una “cartera” o maletín de cuero, muy pesado. Pero mi alegría era infinita, tenía todo lo necesario como para poder aprender en la escuela.

Los tallarines estuvieron exquisitos, un tuco que ni les cuento; 12:35 en punto me levanté de la mesa rumbo al baño, dientes, mano y a ponerse el guardapolvo que lucía inmaculado, no sólo porque era nuevo, sino porque escuché que se le ponía un producto que lo llamaban Plastitel. Parece que, en la antigüedad, es decir, cuando yo era chico, “planchar” era un arte. Entonces para que las prendas quedaran perfectas, en referencia a sus formas, se les aplicaba en ese momento un producto químico –apresto- que ayudaba a dejar la ropa muy linda, esto es tiesa, firme. En consecuencia, al ponerme el guardapolvo quedé duro por los efectos químicos y caloríficos de la plancha sobre la ropa.  Mi remera blanca y el guardapolvo parecían hechos de yeso. Era una especie de Robocoop de los años 70.

Cerca de las trece, salimos para la escuela, hacía calor. He descubierto que los veranos en estas zonas son terribles, pocos días lindos en enero y febrero y después en marzo vuelve las temperaturas con todo. Con mi mamá y hermano menor nos fuimos caminando hasta la escuela y antes del primer escalón junté coraje y adentro. Tres escalones y ya estaba en el centro del saber. Una maestra, una señora con guardapolvo celeste nos sonreían y nos daban la bienvenida. Las recuerdo con una sonrisa bien grandota, labios carmín, raros peinados nuevos, y los guardapolvos que tenían algo parecido al mío. Para mí que le habían echado eso que le ponía mi mamá, porque las veía muyyyyy tiesas, pero sonrientes. Yo no me cansaba de inspeccionar todo con la vista: en la entrada un mural pintado y alguien lo había garabateado en el extremo inferior, las luces, el cuadro de un Señor con gesto de seriedad. Recuerdo que había olor al combustible que vendía el turco que repartía Kerosene en el barrio. Eso era, había olores varios, pero se destacaban el aroma del producto que usaba mi mamá al planchar, más olor a kerosene y también al inconfundible perfume “Siete Brujas”, que debo confesarles que al escuchar ese nombre me daba miedo. Yo me imaginaba que había brujas en el pueblo y que encima se ponían perfume.

Súbitamente se escuchó el tañido de la Campana y amablemente nos condujeron hasta el patio de la escuela. Era un enorme lugar, con algunas particularidades: un enorme árbol de nueces en un cantero, una construcción que decían que allí había una caldera, una hermosa campana de bronce y un pilar con una canilla que indudablemente servía para calmar la sed de los párvulos de aquel entonces.

Exhaustos por el calor, las Señoritas nos hicieron formar bajo los efectos de Febo. Yo no paraba de mirar los portafolios de los otros chicos; había de los modelos más extraños. Pero prevalecían  el que tenía yo, lleno de precintos. Sin embargo, había otros más revolucionarios que tenían cierre. La cuestión fue que en apenas unos instantes estaría por pasarme la anécdota más sorprendente que haya vivido un pequeño de seis años.

Varias de las madres atosigadas por el sol de la tarde, ya habían partido para seguir con sus cosas de la casa. Les recordaron que debía estar a las cinco en punto para retirar a sus pequeños hijos, y les repitieron que deberían tener puntualidad inglesa.

Una de las maestras se notaba que había ido a lo de la “gallega” que iba mi mamá. Esta buena Señora le hacía cosas a mi madre en el pelo; recuerdo que la metía en una especie de plato volador o tubo que hacía un ruido bárbaro y que después de unos minutos salía con el pelo seco. A la orden de otra Señora de blanco se tocó por segunda vez la campana y nos hicieron “formar”. Esta actividad consistía en ponernos uno detrás del otro y tocarle el hombro al compañero de adelante y luego quedarse como soldadito mirando hacia la galería que daba a los baños-

Para mi sorpresa, como yo era de los más altos, pude mirar todo el espectáculo. Frente a los grupos de escolares acalorados aparecieron tres señoras grandes como mi abuela. Curiosamente, tenían  esos raros peinados nuevos,  guardapolvos blanquísimos, bien esbeltas.  Se presentaron como la Sra. Directora, Vicedirectora y Secretaria de la Escuela. Todos las aplaudimos; se entonó esa canción que comienza con “Oid Mortales” y luego sucedieron una serie de discursos que no sólo daban la bienvenida, sino que aceleraban el calentamiento global de nuestras cabezas. Las palabras se sucedían como los temas en un disco de pasta, y las Señoritas nos dejaron poner en el piso los portafolios que a esa hora pesaban como el ancla de un barco.

Pero mientras escuchaba aquellos inolvidables discursos del saber, pude divisar a algunos amiguitos del barrio, otros que vivían sobre la Avenida, al hijo de unos de los mecánicos de la calle 27 y al coprotagonista del suceso inolvidable.Y digo inolvidable porque este buen muchacho, aficionado a los aviones supersónicos tenía en su mano derecha un avioncito de papel que con seguridad habría preparado en el seno de su casa. Ese avión era perfecto en sus dobleces y estoy seguro que planearía como ningún otro.

El I.Ae. 27 Pulqui  fue un avión a reacción (Supersónico) diseñado y construido en Argentina hacia 1947. Fue el primer avión de este tipo en fabricarse en Latinoamérica, y el noveno en todo el mundo. Fue un logro de la ingeniería argentina y ese avioncito de papel tenía cierto parecido.

La verdad es que este chico en medio de las solemnes palabras de la directora de antaño, me miró, yo lo miré y nos entendimos perfectamente. Un pacto secreto se había concertado bajo los rayos del equinoccio de marzo, del sol escolar y estaba a punto de concretarse. Aparentemente de habilidad diestro este chico de Cuarto Grado, alumno de una tal Señorita Chichina, eyectó de su mano aquel prototipo de papel hacia donde yo estaba. Al parecer, tuvo tanta, pero tanta precisión que su Drone del año 75 no levantó vuelo y llegó “silenciosamente” hasta mis zapatitos de cuero recién lustrados. La Señora que custodiaba el rebaño de primer grado no alcanzó a percibir aquella proeza aeronáutica.

Fue entonces, cuando me agaché y decidí devolver el supersónico. Derecho para la pluma, el lápiz y el fútbol, enseguida me di cuenta que yo no era el dueño de ese tecnológico objeto, así que lo tomé firmemente con mi mano izquierda, tomé un poquito de aire y le di un impulso tal que se elevó por encima de los grupos de segundo y tercer grado, pensando que llegaría hasta la fila de cuarto donde estaba su verdadero dueño.

Generalmente, el patio de una escuela, por más grande que sea, es un lugar al que no le entran corrientes de viento. Pero justo en ese instante, en que yo tiraba el avioncito, llegó una correntada de aire que ayudó a remover las cortinas de los salones y a refrescar a los pequeños, pero también para desencadenar la tragedia.  

La miniatura de papel comenzó su incógnito vuelo por los aires escolares, pero fue interceptado y ayudado por el aire liviano que refrescaba a los niños y desviado cuan Globo teledirigido hacia el lugar menos pensado. Varias chicas y chicos se tomaron del brazo, aparecieron caras de asombro, unos gorriones desde el nogal dejaron de moverse, el bebedero depuso expulsión agua, la cadena de la campana parecía retorcerse (parecía gritar ¡Atajen el  avión!!), algunos vasos plegables cayeron de los bolsillos, la Seño tiraba infructuosos manotazos al aire para rescatar el elemento volador.

Mientras la maestra más experimentada decía sus palabras finales, imaginé que pronto el mundo se volvería en contra mío. El inofensivo papelito había pasado por las cabezas de mis compañeritos y había tomado rumbo “conocido”. Yo quería que el objetivo hubiese sido otro, pero la punta afilada del Pulqui dio en el “blanco” menos inesperado: se estrelló contra la almidonada solapa derecha de la Señora Directora de quien se decía que tenía treinta años de antigüedad.

Se escuchó un unísono UUUUhhhhhhhhhh, y de inmediato aparecieron cientos de miradas inquisidoras y acusadoras que a esa hora no hacía falta describir. La Directora había enfurecido, mi Seño estaba muy enojada y yo no entendía por qué había salido tan mal mi envío.

El resto de la jornada, se las dejo para que se imaginen cómo terminó, y sobre todo lo que le pasó a aquel pequeño esa tarde de 1975. De lo que sí deben estar seguros, es que fue un día inolvidable que había comenzado con una sonrisa y terminaba con una experiencia de vuelo que ni El Principito se la habría imaginado. ¡Eso sí, a la noche mi mamá nos hizo su clásico puchero de los lunes!!!

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA D: jóvenes y adultos de la Educación de Adultos

 

Metamorfosis

Claudi Edhit Rosas, alumna de CENS 451

      Está entrando el calorcito en Balcarce y la primavera brilla. Sentada en la plaza bajo una glorieta, ella se detiene a mirar una rama donde cuelga pendiente, apenas de un hilo de seda, un bichito canasto, cubierto por pequeños palitos rústicos y envueltos en muchos otros hilos de seda. Entonces, no puede dejar de compararse con él. Cierra sus ojos y siente que está atrapada en ese capullo, cómoda, segura (o aparentemente segura), pero atrapada....Nada le faltaba: tenía comida, ropas caras, todo lo material que podía desear, pero no lograba conseguir su libertad.

            A veces, por no salir de la zona de confort, no podía ver que, si hacía un poquito de esfuerzo y perdía el miedo, podía salir de ese caparazón. Una lágrima rodó por su mejilla.Entonces todos sus recuerdos se agolparon en su retina, y se dio cuenta de que necesitaba salir de esa cárcel de cristal…

          Ya la magia se había roto, su príncipe azul ya no era tan azul...Hacía mucho tiempo que  no la trataba como ella se merecía. Tal vez fue cediendo, tal vez el miedo la dominó; luego fueron el maltrato, la humillación, sus celos sin fundamentos y hasta los golpes... sí, los golpes...Sintió el escalofrío en su cuerpo; ya el sol no podía dar calor a ese frío interno que ella sentía, y recordaba con esa tristeza en sus bellos ojos, la promesa de “no volverá a suceder”.

           El ciclo se había cumplido, casi como el de ese bichito, que iba rompiendo su canastito de a poco para convertirse. Ya dejaría de ser ese gusano feo, ya no sería necesario arrastrarse...También recordó que en su época de escuela había estudiado en ciencias naturales (materia que le encantaba) la metamorfosis de este ser: primero, el huevo en una hoja; nacía una larva u oruga gris y arrugada; comenzaba a cubrirse con la pupa (crisálida) hasta que esta se abría y ahí,  ¡la maravilla de su transformación en mariposa!!! También recordó lo corta que era la vida de la mariposa una vez transformada; sí, demasiado corta, dependía de su especie, como máximo un año. Y entonces ella se levantó de ese banco, de esa hermosa plaza, en esa bella tarde…Se paró frente a ese bichito; quería agradecerle;  se había dado cuenta que también era su tiempo de mutar, ¡ya lo había dado todo!!!

            Sí, tal vez como la mariposa, no sabía cuánto viviría, pero qué importaba eso sí ahora ¡podía ser LIBRE!!!

                                               Y por fin echaría a volar...

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA D: jóvenes y adultos de la Educación de Adultos

 

Amores desencontrados

Ezequiel Loza, alumno de CENS 451

Tras un pasado un poco tormentoso ,y partiendo de una relación frustrada por la juventud de nuestros protagonistas, Ezequiel se alejó de su amada con la idea de que sería para siempre.

Ezequiel era un joven introvertido, aunque una vez que tomaba confianza, mostraba su personalidad tal cual era. Se enamoraba con facilidad, pero debido a su timidez no le era posible declarar su amor a la chica de sus sueños. Así, sumido en su timidez, veía como una tras otra perdía a la chica que amaba

La edad fue curtiendo su personalidad e hizo que fuese tomando más confianza en sí mismo y esto le sirvió para ir relacionándose más con las jóvenes. Fue entonces cuando conoció a Isabel, una joven alegre y divertida, y no tardó en enamorarse de ella.

Preparado para iniciar una relación en pareja decidió hablar con Isabel y declararle su amor. En principio ella no estaba enamorada de él , entonces, continuaron saliendo como amigos hasta que Isabel estuvo preparada para aceptar su amor.

Para él era la primera relación, la primera vez que se enamoraba de verdad, la primera vez que besaba a una chica. Todo esto despertó sentimientos en Ezequiel que él nunca había sentido, pero todo esto que, para él, era amor, para Isabel comenzó a ser una obsesión por ella.

La relación entró en decadencia, la falta de comunicación hizo que todo se deteriorara rápidamente.  Isabel y él decidieron romper su noviazgo. Ante la imposibilidad de arreglar su amor este no tardó en truncarse, en parte por la juventud de ambos y  ,es posible, que también influyera la inexperiencia de él.

Ezequiel partió destrozado, con el corazón roto, dejando atrás una parte de su alma para no regresar nunca junto a Isabel. Lo que había comenzado como una preciosa historia de amor término de la noche a la mañana. Sumido en la tristeza, continuó con su vida sin interés ni ganas de vivir. Entró en una profunda depresión y, en silencio, lloraba la pérdida de su primer gran amor, tratando de encontrar una explicación a lo ocurrido entre ambos.

Con el tiempo comenzó  a salir, a relacionarse de nuevo con los demás y tras un largo período poco a poco fue aprendiendo a vivir sin Isabel.

Un día, en una de sus salidas con los amigos conoció a Victoria. Ella era una chica más joven que él, pero muy madura para su edad. Pasaban largo rato charlando y compartían sus experiencias en la vida. Cada fin de semana se reunían y pasaban muy buenos ratos juntos. Esto  fue devolviendo a Ezequiel las ganas de vivir, de salir, de compartir su vida, vivir nuevas experiencias y, por qué no, vivir de nuevo el amor.

No tardó en despertar el interés por Victoria y, seguro de sí mismo, le declaró su amor.

Victoria venía de otra relación y estaba un poco reticente, pero decidió darse otra  oportunidad . Comenzaron su relación y todo marchaba sobre ruedas. Tras un período considerable de noviazgo, decidieron darse el “sí quiero” y muy enamorados el uno del otro se casaron para compartir sus vidas para siempre.

La vida les sonreía y vivían felices profesándose amor el uno al otro. La felicidad no tardó en colmarles y vino su primera hija, una hija muy deseada y querida. La felicidad se hizo plena y vivían en perfecta armonía, Ezequiel cuidaba y mimaba a su niña que lo era todo para él.

Tras casi 20 años de terminar su relación con Isabel, Ezequiel era un hombre nuevo, un hombre feliz y satisfecho con lo que la vida le había dado. Pero, por los caprichos del destino, un día él se acordó de Isabel y se preguntó a sí mismo qué tal le habría ido en la vida.

Tal era la curiosidad que   decidió buscar información sobre  su antiguo amor. Colocó su nombre en el buscador de una red social y bingo, devolvió resultado positivo, él se debatió un poco entre la moralidad y la curiosidad, pero esta última pudo más y envió una solicitud de amistad , con la esperanza de que ella devolviera una respuesta a su invitación.

 Cada día miraba en su perfil, pero no había señales. Ezequiel entendió que ella no quería saber de él y perdió las esperanzas de que le contestara. Continuó con su vida y se olvidó de la absurda idea que tuvo, pero el destino quiso ser caprichoso de nuevo y, tras dos meses de aquella invitación, recibió la respuesta tan esperada: Isabel se había casado también y al igual que él tenía una hija Vivía feliz en compañía de su familia.

Estas inesperadas noticias lo alegraron, sintió satisfacción al saber que Isabel había encontrado el amor y era feliz. Una tarde por casualidad la vio en línea y tuvieron la oportunidad de hablar a través del ordenador. Era curioso como después de casi 20 años, sin saber el uno del otro, conversaron como si no hiciera más de dos días, desde la última vez que hablaron. Se contaron que tal le había ido la vida a cada uno en esos años, sus vivencias y sus añoranzas. Isabel, al igual que él, tenía una hija que era su mayor satisfacción y su mayor felicidad. Así sin darse ni cuenta pasaron varias horas charlando

 Ezequiel quedó encantado de haber podido hablar con su primer amor, de haber tenido noticias suyas, de saber que era feliz con su esposo y con su hija.Isabel a su vez, también sintió mucha alegría de saber de Ezequiel, de tener noticias suyas después de tanto tiempo. Esta fue la primera vez que habían hablado después de aquella ruptura.

Desde ese día y, cada vez más a menudo, coincidían y charlaban a veces hasta altas horas de la madrugada. Lo que comenzó como una simple curiosidad se estaba convirtiendo casi en una rutina. Cada vez el contenido de estas conversaciones eran con más carga emocional y más sentimientos, y en una de estas conversaciones, Isabel confesó a Ezequiel que lo tenía todo en la vida, que solo le faltaba él. Esto lo dejó helado, un poco fuera de juego, pero no le dio demasiada importancia., sin embargo, trataba de pasar más tiempo frente a su ordenador con la esperanza de que Isabel estuviese allí. Casi se hacía obligada la permanencia en línea para encontrarse con ella. Esto empezó a preocuparlo, y decidió hablar con Isabel para hacerle saber que no estaba bien lo que estaban haciendo, que, aunque solo fuese a través del ordenador, hablaban de cosas que no era una conversación propia de amigos, sino más bien una conversación de pareja y esto no era posible. Él tenía su esposa, e Isabel también estaba felizmente casada. Entonces le propuso dejar de charlar con ella y esto la enfadó un poco, ella comentó que no hacían nada malo, que solo charlaban, que no había nada malo en ello. No duró mucho tiempo el distanciamiento, él pensó en aquellas palabras de Isabel y comprendió que no hacía nada malo, que solo se trataba de una amistad que ya venía del pasado, aunque sí  le seguían preocupando el contenido de las conversaciones decidió continuar adelante.

Poco a poco se fue creando un fuerte vínculo entre ambos y una amistad que sobrepasaba casi los límites. Casi hablaban con toda naturalidad y compartían sus vidas, aunque lo hacían desde la distancia. Mientras más hablaban más cosas se aclaraban, Isabel estaba inmersa en una gran confusión, Ezequiel y sus palabras alentaban a Isabel, y está a su vez empezaba a sentirse viva ,a tener deseos de vivir y a darse cuenta de lo que realmente importaba en la vida. El amor que  en un momento  creyó no existía,  cuanto más se escribían más fuerte latía en su corazón al recibir cada mensaje que él enviaba ,

Pronto Isabel tomó la decisión de citarlo en aquel café donde se encontraban en el pasado y donde ella tenía hermosos recuerdos de momentos únicos. Envió un mensaje y como era de esperar Ezequiel lo leyó y acepto de inmediato. El día de la cita llegó antes al lugar pactado con su mejor camisa y la corbata preferida de Isabel que aún conservaba por el solo hecho que ella se la había regalado, un pimpollo de Jazmín, la flor más amada por Isabel, lo acompañaba aunque Ezequiel creía que no existía flor más hermosa que ella.  Pero como siempre el destino tuvo que hacerse presente e Isabel al salir apurada para su cita, saludó a su esposo, lo miró a los ojos, observó a su alrededor y fue allí, en ese preciso momento, donde la culpa la invadió desde sus pies hasta su corazón y sintió un gran remordimiento . Salió de la casa, llegó a la vereda de enfrente del lugar de la cita y como espiando a Ezequiel, mirándolo fijamente y con llanto en sus ojos, ya no vio al hombre del cual ella se había enamorado:  fuerte por fuera pero tan frágil por dentro, claro habían pasado los años y Ezequiel ya no era aquel muchacho. Ella tuvo la mejor vida que alguien pudo tener y cuidaba mucho su salud ,su cuerpo y estética , en cambio Ezequiel se había descuidado . Nuevamente Isabel, tuvo un clic, pero esta vez fue para volver a la realidad y recordar que en su casa alguien que la amaba demasiado la esperaba y que no podía tirar todo a la basura, así porque si. En ese momento vino a su mente la imagen de la tierna mirada de su pequeña hija y así como llegó se marchó nuevamente sin que Ezequiel la viese. Con el transcurrir de las horas, él como buen caballero regaló el jazmín a la camarera del lugar en agradecimiento a su atención y volvió a casa, pensando qué le habría ocurrido algo Muchas preguntas juntas daban vueltas por su cabeza. Se sentía abatido y defraudado y fue derecho a su computador, allí mismo encontró un mensaje de Isabel que leyó de inmediato:

“Perdón por no haber llegado a tiempo, creo que lo nuestro es pasado y allí debe quedarse, cada uno hizo su vida después de nuestro fin en la relación y no me parece justo destruir todo lo que cada uno ha formado en todos estos años.  Hay terceros que no llevan culpa de nuestros sentimientos aún latentes, y no deben pagar por nuestros errores, cierro el chat y me despido definitivamente y para siempre de ti, te deseo con todo el amor de mi corazón que seas feliz”

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA D: jóvenes y adultos de la Educación de Adultos

 

LA PRINCESA OLIVIA

Pablo Álvarez, alumno de CENS 451

 

Cuentan en la antigüedad, que las princesas que han dejado este mundo se convirtieron en ángeles, y que vagan por el universo, en distintas dimensiones, esperando el momento adecuado para dejar de ser ángeles y volver a nacer en carne y hueso; ya no serán princesas, pero a cambio, cumplirán una misión muy importante en la Tierra.

¿Cuándo sucedería esta metamorfosis?   

En realidad, nadie lo sabe, porque no es una cuestión de tiempo, sino de elección de parte de ellas mismas.

Esta es la historia de una princesa en particular, hija única del Rey Tobías y de la reina Safira. Su nombre era Olivia.

Desde niña mostró ser especial, su mente y especialmente su facilidad de palabras llamó la atención de todo el reino. Los reyes la enseñaban como un trofeo, orgullosos de ella, a pesar de su espíritu rebelde. Sus enormes ojos marrones, su pelo oscuro y su gran altura rompían los moldes de todos aquellos que imaginaban a las princesas de cabello dorado y ojos azules. Y como si estos atributos no bastaran, llevaba una marca de nacimiento del lado derecho de su rostro, tenía una forma muy similar a una corona; como si fuera una señal de lo que vino a hacer a este mundo.

Pero ella tenía otros planes para su vida, y no eran, precisamente, el de seguir el linaje y reinar cuando sus padres dejaran este mundo, tampoco pensaba en formar una familia y, mucho menos, porque así lo manda la tradición. Entonces, luego de una fuerte discusión con sus padres, una noche de verano, de esas que no poseen luna, aprovechando la oscuridad y bajo un hermoso manto de estrellas, tomó su caballo y huyó del reino. Cabalgó toda la noche sin temor. Al amanecer, encontró una humilde cabaña abandonada, casi al borde de derrumbarse, la que ella misma refaccionó; y con otra identidad comenzó allí una nueva vida.

En su soledad, se dedicó a la música, la pintura, la jardinería y a producir sus propios alimentos. Era feliz, sentía que por fin podía ser ella misma.

Pero un día la delataron, su belleza y sus talentos hicieron que, finalmente, alguien sospechara cuando la escuchaban cantar, o tocar un instrumento, o decorar su choza con bellas esculturas y pinturas. Fue apresada, y llevada ante sus padres. La falta de comprensión en el reino, y empecinados por mantener aquellas ridículas costumbres, provocó la ira de los reyes; fue condenada a permanecer en su habitación en el castillo hasta que sus padres encontraran un esposo acorde a sus intereses.

Al cabo de unos meses, cuando un sirviente fue a llevarle el almuerzo a su habitación, notó demasiado silencio, y que aún permanecía sobre el suelo la charola con la cena anterior, lo que llamó profundamente la atención del siervo,  y temiendo que a la princesa le hubiese pasado algo malo, abrió la puerta sin dudarlo, y su sorpresa fue mayor al ver la habitación vacía, Olivia no se encontraba allí. Inmediatamente, apoyó la comida en el suelo y corrió a darles la desagradable noticia a sus padres. Los reyes, furiosos, ordenaron ejecutar al sirviente y subieron a la habitación de su hija para ver con sus propios ojos lo sucedido, la verdad estaba frente de ellos: una habitación vacía pero cálida porque aún permanecía encendido el fuego de la chimenea, como si su hija se hubiese marchado recientemente, aunque, no pudo haber sido así, ya que, de ser cierto, tuvo que haberlo hecho durante el día y pasar delante de toda su guardia. Pero no había tiempo que perder en como lo hizo, sino en buscar a la desobediente princesa.

Una docena de soldados marcharon tras ella por orden de los reyes. Su primer escondite fue la meta, aquella cabaña que ella misma reparó, pero ésta se encontraba deshabitada. Y buscaron por sus alrededores y luego más allá, hasta los confines del reino, pero no la pudieron hallar.

Los días pasaron y nadie supo nada acerca de la Princesa Olivia. Un mes después, los reyes ofrecieron una recompensa para el que la encontrara, pero ella seguía sin aparecer, como si se hubiese ido, no del reino, sino de este mundo.

Muy pronto comenzaron a temer por su vida; la furia que había provocado su rebeldía se transformó en dolor y culpa por parte de sus padres. Pero el tiempo pasó y la princesa jamás apareció.

Muchos años más tarde, siendo los reyes muy ancianos, habiendo enfermado y  estando ambos en su lecho, cuando ya no queda más remedio que recibir a la muerte, una dama se les apareció en su aposento, era su hija.

Ella no sólo había regresado a despedirse sino a reparar las cosas antes de que los ojos de sus padres se cerraran para siempre; pero el rey, a pesar de su estado, se negó a asumir su parte de culpa, así como el aceptar las disculpas de su hija. El orgullo fue mayor que su amor, ante la mirada triste de la reina. Y allí exhalaron, ambos reyes, su último aliento, mientras Olivia derramaba sus lágrimas en silencio. Pocos años más tarde, ella también dejaría este mundo.

Dicen que las princesas, al morir, se convierten en ángeles, y que vagan por el universo, en distintas dimensiones,  esperando el momento adecuado para dejar de ser ángeles y volver a nacer en carne y hueso; y cumplirán una misión muy importante en la Tierra. Pero aquellas princesas que dejaron este mundo con asuntos pendientes, sólo regresarán cuando su nombre sea invocado por las personas ideales. Ya no podrán elegirlo ellas.

La historia que se convirtió en leyenda, con el paso del tiempo se fue extinguiendo, muchos la olvidaron y otros tantos la negaron. Sólo unos pocos se atrevieron a sostenerla. Algunos pocos como yo.

Mientras tanto, una niña nació mucho tiempo después, con enormes ojos marrones, pelo oscuro y una marca en el lado derecho de su rostro con forma de corona. Su nombre hacía eco en la mente de sus padres mucho antes que la gestaran, inclusive, antes de que ellos se conocieran, como si alguien se los hubiera dicho al oído todo el tiempo de manera insistente.

Y a esa niña la llamaron Olivia. Cariñosamente le decían «princesa».

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA C: jóvenes de 16,17 y 18 años

 

El ciego que  quiso dejar de  ver

Emilio Mammoli, alumno de la Escuela Evangélica Hotton de Zárate

 

Desafortunadamente yo era ciego de nacimiento, y aunque esto nunca supuso una dificultad para mí, yo deseaba ver. No sabía lo que se sentía y según el diagnóstico de los mejores oftalmólogos, jamás lo sentiría. Pero la simple idea de ver, de dar una imagen a los colores que en mi cabeza solo eran palabras, de vislumbrar aquellas obras de arte que se exponen en los museos, de ver mi rostro al espejo, era excitante. Mucha gente piensa erróneamente que los ciegos solo vemos un eterno escenario negro, pero no, nosotros podemos vislumbrar la nada inmersa en un mundo de una neblina luminosa, un eterno vacío, puede sonar extraño, pero así es. Pues somos los ciegos los únicos que podemos ver la nada, describirla y aceptarla.

Pero un gélido día de Julio, mi deseo fue oído por los ángeles. Al regresar de la iglesia, donde como todos los días rezaba con fervor para corregir mi condición, algo cambio. La densa neblina que se había posado ante mis ojos comenzó a disiparse dejando paso a grandes lamparones de colores indescriptibles para mí. Fue entonces cuando ante mí el mundo se mostraba. Y pude ver, vi los grandes edificios, los autos saturando las avenidas, la gente caminando en un frenesí, sin reparar en lo que las rodeaba. Llamando la atención lo menos posible, como un fantasma observé tímidamente todo lo que pasaba a mi alrededor. Como Bartimeo, por obra divina había comenzado a ver, estaba curado.

Decidido a ver todo lo que no vi durante tantos años me dispuse a recorrer la ciudad. Recorrí decenas de parques, visité hasta el último museo que encontré, caminé cuadras y cuadras por las atestadas calles, todo me era nuevo, mi estado de paroxismo era tal que cualquier cosa llamaba mi atención, hasta el más mínimo movimiento de la más insignificante ave.

Pero mientras caminaba vi unos extraños bultos en la entrada de lo que parecía ser un banco. Allí una mujer de mediana edad cuya dentadura se hallaba incompleta, pedía dinero con un niño en brazos, ambos envueltos en gruesas mantas. Esa escena me recordó a la fotografía de una escultura que había visto en un folleto de algún museo, se llamaba la “pasión de cristo”. Y si algo además de la postura tenían en común esas personas y la escultura, eran las expresiones de dolor y sufrimiento en sus rostros las cuales quedaron marcadas a fuego en mi conciencia. Pero lo más extraño de todo era el tono surrealista de la imagen, en la cual las personas que transitaban a su alrededor ignoraban a la pobre mujer, que casi en un estado famélico yacía mendigando. Era inconcebible como podía ser que esas personas no la ayudaran, ella estaba allí tirada, a la vista de todos, pero era como si nadie notara su presencia. Eso llamo poderosamente mi atención y ante la tristeza que me invadía decidí dejarle un billete y continuar mi camino.

Más tarde mientras me encontraba en una calle lateral, casi despoblada, vi ante mis ojos una débil anciana, con los cabellos blancos como la nieve y su cara marcada por el arado del tiempo, forcejando con un muchacho. Aquello era un robo. En vistas de la situación, tomé coraje y grité al delincuente, pero este ni se inmuto, por lo que me dirigí hacia donde él estaba, pero la violencia se apoderó de su cuerpo y a golpe de puño me derribó como cuando talan a un árbol en un bosque. Y ahí estuve durante varios minutos esperando una ayuda que jamás llegó, pues la anciana había desaparecido. Y tal fue mi sorpresa cuando al palpar mi bolsillo, note que mi billetera también.

Luego, mientras me recuperaba de la golpiza sufrida, observé con horror como un hombre gritaba a la que parecía su esposa mientras ella manejaba un viejo Renault gris. De su boca salieron los más aborrecibles insultos, incapaces de ser reproducidos. Esto era inaudito, ¿cómo esa mujer no se defendía? Al ver que nadie intervenía, fui yo quien intentó en vano dialogar con el hombre, pero este en un estado de enajenamiento total, levantó su dedo medio y lo mantuvo así por unos segundos. << ¿Qué significaba esa seña?>> me pregunté con la intriga propia de un niño pequeño, pero deduje que nada bueno y continúe mi camino.

Estaba anocheciendo y resolví  volver a mi departamento. Fue ahí cuando presencié la escena más horrorosa de depravación humana. En lo que parecía una calle cortada, 3 hombres violaban a una joven mujer. Era aborrecible, la mujer gritaba pidiendo auxilio, pero las pocas personas que caminaban cerca la ignoraban. Entonces mi paciencia colapsó, tomé una botella de vino que encontré tirada en el suelo, y con ella golpeé a uno de los atacantes. La botella estalló en mil pedazos creando una lluvia de pequeños cristales. Mientras el agresor herido yacía en el suelo los demás comenzaron a huir. Nadie les impidió el escape, todos iban compenetrados en sus asuntos. La mujer que todavía se hallaba conmocionada me pidió usar mi teléfono para llamar a la policía. Pero como yo no contaba con uno procuré pedir ayuda. Mientras gritaba con todas mis fuerzas, intentaba detener a las personas que por allí caminaban, pero la única contestación que recibí era una rotunda negativa. Al cuarto intento interrogué a la mujer cuya mirada se concentraba en la luminosa pantalla de su teléfono.

- ¿Por qué  no me puede prestar el teléfono? - pregunté con tono inquisidor

A lo que ella contestó – Porque no se lo presto a extraños, además no ve que estoy ocupada. – afirmó  la mujer restándole importancia al asunto.

Esa respuesta desató mi cólera, me resultaba descabellado que  no se conmoviera ante semejante situación, una persona había sido violada, y ella solo pensaba en “sus asuntos”, era inaudito. En un acto de furia le arrebaté el teléfono de las manos y se lo alcancé a la víctima de tan vil acto para que hiciera su llamado. Mientras oía los quejidos de la dueña del aparato, pensé << ¿será que la humanidad se perdió bajo un manto de insensatez? ¿Sera que realmente hemos perdido la humanidad?>> Fue entonces cuando la mujer tomó su celular de las manos de la pobre chica y se fue caminando, para perderse en la oscuridad de la noche. Eso confirmaba lo que medité durante gran parte del día y me había decidido a descartar en numerosas ocasiones. Habíamos perdido la humanidad, porque ser humano no es pertenecer a una misma raza o compartir información genética, lo que realmente nos hace humanos es la empatía, sentir con el otro, llorar junto al otro, ayudarlo. Somos esclavos de nuestras acciones y solo en ellas vemos reflejado nuestra capacidad de ser humanos, solo la solidaridad nos hará libres y  recobrará nuestra humanidad perdida. Pero me encontraba desesperanzado. Antaño, en mi mente las personas eran buenas, amables, humanas, pero mientras estaba ciego, mi incapacidad de ver el mundo tal como es, me llevó a idealizarlo. Fue al pensar esto cuando un dolor invadió todo mi cuerpo, no era un dolor por alguna afección física, sino era algo más profundo, era la somatización de mi conciencia. No podía soportar ver, aquello no era digno de ver, pues como dice el refrán, ojos que no ven corazón que no siente. Y así fue que volví a dirigir mis miradas al cielo en busca de un milagro. Fue entonces cuando mi vista se volvió a nublar y regrese a las luminosas tinieblas. No podía apreciar los colores, ni las obras de arte u otros lujos terrenales, pero mi conciencia estaría limpia. Prefería dejar de ver.

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA C: jóvenes de 16,17 y 18 años

 

El partido del viernes

Baustista Balladare, alumno de la E.E.S. N° 4 de Coronel Suarez

Caía la tarde en el poblado de Palmeras Muertas, y lentamente, los muchachos del barrio Calderón iban llegando al campito en el que jugaban todos los viernes primaverales su inamovible partido de fútbol.

El anaranjado atardecer iluminaba la mezcolanza de flores, tréboles y dientes de león que cubrían la totalidad de la superficie de la canchita, exceptuando las áreas, las cuales, gracias a la enorme cantidad de sucesos bochornos que habían sucedido allí, incluyendo barridas desmesuradas, descarados piletazos y batallas campales por penales no cobrados, estaban completamente peladas; una árida zona de tierra que delimitaba el lugar donde los arqueros podían agarrar la pelota con sus manos manteca.

El primero en llegar fue el Tuerto Mendoza, que había sobornado a su prima, Filomena, con un helado de agua para que lo acompañe fingiendo ser su novia, y así, dedicarle los goles guiñándole el ojo (el que tenía) y ser la envidia de sus amigos. La chica se quiso ir a sentar apoyando la espalda contra el alambrado del patio de una tétrica casa de ventanas polvorientas y paredes negras, pero su primo la convenció de que no era la mejor idea mostrándole las anguilas eléctricas que colgaban de las puntas, con su mandíbula apretando de manera hermética el alambrado y transmitiéndole miles de voltios.

- Las pescó ella -dijo el chico-. Dicen que una noche fue al río en un bote hecho con algunas tablas podridas del piso de su casa, y las sacó con sus propias manos.

- Pero..., ¿quién es “ella”? -inquirió la muchacha-.

- La Sultana -respondió-; le decimos la Sultana. Nadie sabe su nombre verdadero. Todas las mañanas, antes de que cante el gallo del viejo Nicanor, sale con un balde de agua a empapar las anguilas para revivirlas. También tiene una mascota -le comentó luego de una pausa, señalando el extraño ser que aparecía por detrás de los arbustos de hojas tristes que ornamentaban el jardín de modo sombrío-.

Ella tuvo una sensación de temor, asco e incredulidad al mismo tiempo cuando observó lo que parecía ser un animal con cuerpo de perro y cabeza de cocodrilo. Llegó a la conclusión de que lo mejor sería ir a sentarse del otro lado de la cancha y dejar de atiborrar su cerebro de imágenes perturbadoras.

Poco a poco, el campito se iba poblando con la presencia de los amigos del barrio: el Hormiga Piedrabuena; los trillizos Pedro, Pablo y Pier; Johnny Naranjo; Calinche Gallegos; entre otros sujetos de todos los tamaños, formas y colores. 

Un chico rubio, de mediana estatura y espalda ancha, apodado “el Rengo”, porque tenía la zurda de palo (literalmente), llevó la pelota con la que se disputaban los encuentros. Un intento de balón hecho de una gallina muerta inflada a todo pulmón por él mismo, que adquirió forma de esfera, recubierta de papel aluminio y, sobre eso, unos cartones pentagonales negros y blancos pegados ridículamente con saliva.

El esférico se colocó en el centro y comenzó el “pan duro y queso vencido”, una versión del “pan y queso” que tenía más relación con los alimentos que ingerían a diario. Las canoas de talle 56 que llevaba por zapatillas el Patón Cerdeña vencieron con dos pasos a Juanchi Colombardi, no sólo pisándole el pie, sino también, destrozándole el tobillo.

La elección de los equipos fue muy rápida; tantos viernes de fútbol sin interrupciones habían evidenciado la calidad de cada uno, la cual, en una escala del 1 al 10, ninguno pasaba del 2.5, siendo generosos. Yendo desde lo más deplorable a nivel técnico, con Nahuelito Roca; peculiar individuo que iba a jugar sin camiseta y se había dibujado el número 10 en la espalda utilizando un marcador barato revivido en alcohol, hasta la cima de lo desastroso al momento de la definición, con el Tuerto, que quería dedicarle goles a su supuesta novia, pero no batía ni a un arquero de metegol con las piernas partidas.

Los equipos fueron conformados siguiendo la única condición de siempre: los trillizos en el mismo bando; “no podemos estar separados” -decían al unísono-. No obstante, por alguna razón, había quedado un lado de 5 y el otro de 4. Fue ahí cuando se dieron cuenta: faltaba Julián; el mejor jugador, el único que paraba la pelota sin que le rebote a 7 metros, el 2.5 en esa escala del 1 al 10, aquel que, vistiendo sus bermudas ajustadas con cinturón a la altura del pecho, podía realizar un amague sin hacerse un nudo doble con las piernas.  

- Me avisó que llegaba más tarde -dijo uno-. Está almorzando con su tatarabuela.

- ¿Almorzando? -preguntó otro- ¿No viste la hora que es?

- Antes del almuerzo, Abu Yaya da las gracias por la comida en una plegaria que se extiende por más de seis horas -le respondió-.

- ¡Seis horas! -exclamaron todos, llenos de estupor-.

- Un minuto de agradecimiento por año de vida -les explicó el otro.

Lo cierto es que Abu Yaya era lo más cercano a un fósil viviente; hacía casi un siglo que había enterrado verticalmente a su esposo en un ataúd de cartón en el patio de su casa.

- Que juegue tu novia en su lugar, Tuerto -propuso el Rengo-.

- No, no. Esperemos un poco más -se opuso él, viendo que ponían en riesgo su plan para ser la envidia del grupo.

- Sí, yo juego -dijo la chica, que, una vez terminado su helado de agua, comprendió que no iba a tener otro entretenimiento-.

Su primo, frustrado, tuvo que ceder a la opinión mayoritaria y, de mala gana, se fue a colocar en su posición.

Los arqueros, en los arcos; uno, hecho mediante las dos partes de un palo de escoba roto clavadas en el suelo, y el otro, conformado por dos manzanos cuyos troncos tenían forma de banana, uniendo sus copas en el centro para ser usado de travesaño. Éste era denominado “el arco de Newton”, porque cada vez que la pelota golpeaba en aquel singular travesaño, el arquero recibía el impacto en la cabeza de alguna que otra manzana que caía de arriba.

Los jugadores, en sus posiciones (nada respetadas durante el transcurso del juego), un defectuoso silbido de Johnny Naranjo con los dedos en la boca, y comenzó el partido.

 

Julián Ombapamba acababa de tragar de manera forzosa el último bocado de su quinto plato de estofado de ciervo y, preso de un calambre en las piernas luego de tantas horas sentado, y un dolor estomacal propio del que ha comido para no despreciar las desmesuradas cantidades que le servían una y otra vez, se levantó de la mesa y, con un beso en la mejilla, despidió a su tatarabuela, que ya estaba ofreciendo servirle otro plato.    

- No, abu. Por hoy, estoy bien. Gracias. -respondió franqueando la monumental puerta de acero que contrastaba con el aspecto precario de la casita.

Abu Yaya siempre había sido temerosa de los robos. Tanto así que, además de hacer construir esa puerta, selló las ventanas, ¡y tapó la chimenea!, siendo capaz de vivir asfixiada por el humo para no darle el gusto a los delincuentes de entrar en aquel hogar, donde almacenaba dentro de un vasito de cristal, la pasmosa suma de cinco centavos, un alfiler y dos boletos de tren con destino al poblado de Colinas Tristes. 

El chico llegó con serias dificultades a su casa; la bermuda subida hasta el pecho a punto de explotar y un mareo producido por el picante de la salsa del estofado que lograba despeinarle el flequillo. Se quitó los zapatos de plástico duro y sacó del interior de su colchón agujereado por las ratas sus clásicas zapatillas; calzado que había heredado de su padre y sólo era apto para el valiente que soporte su olor.

Observando las palomas que comían despacio las hojas lilas de los frondosos árboles del barrio Calderón, Julían se fue trotando a la canchita, en donde seguramente, un puñado de amigos faltos de entendimiento para el dominio del balón estaban esperando su aparición, y con ello, algún destello de su talento.

 

El ritmo del partido había sido más intenso de lo normal. Resulta que Filomena jugaba mejor que cualquiera de los muchachos, aunque vale aclarar que no precisaba mucho. El problema era que, en su equipo, ninguno daba un pase decente, y, si bien los rivales no eran gran cosa, la conexión de los trillizos había dado sus frutos. Esto derivó en el desarrollo de un partido muy parejo y disputado.  

Luego de una hora jugando, el Sol se había ocultado, por lo tanto, hicieron una pausa para colocar unos frascos transparentes llenos de luciérnagas a los costados de la cancha; método de iluminación que el Hormiga se encargaba de llevar en su mochila.

Las acciones se reanudaron y siguieron jugando durante 12 minutos. Hubieran continuado con el enfrentamiento de no ser por una jugada que, con el marcador empatado en 9, cambió el curso del encuentro por completo: un pase aéreo de prima a primo, con el entendimiento de los que llevan en las venas la misma sangre; la pelota volando en el aire; el Tuerto, solo frente al arquero para rematar de cabeza. El tiempo se paró, eran sólo la pelota y él. Sintió el contacto del esférico acariciándole la frente, y luego, sintió otro contacto; sí, el de los nudillos de Calinche, que había salido a despejar con los puños, impactando de pleno en su rostro... ¡Penal clamoroso! 

El pobre joven del ojo emparchado quedó desmayado en el suelo y lo sacaron del área arrastrándolo como una bolsa de papas negras. Filomena, luego de hacer ese pase fantástico, concluyó que su tarea allí ya estaba hecha y se fue a clase de ajedrez.

Lo que todos se preguntaban era: ¿Quién iba a patearlo? ¿Quién tomaría la responsabilidad de algo tan decisivo?

En ese momento, vieron a lo lejos, en la oscuridad, la difusa figura de una persona que se acercaba trotando pesadamente por la Avenida El Barrial. Era Julián. Llegó a la canchita; no saludó, no habló, no emitió sonido. Lo único que hizo fue tomar la pelota con ambas manos, colocarla de forma cuidadosa al lado del trébol de 4 hojas que utilizaban como referencia para el punto penal, y tomar carrera haciendo 5 pasos largos hacia atrás...

Calinche Gallegos nada podía hacer ante tal convicción, no había chance de atajarle un penal a alguien con esa seguridad, la única oportunidad de que la pelota no ingrese era..., era que pase lo que pasó. Que el disparo pegue en el tronco curvado que usaban de palo, impactando con una fuerza descomunal que hizo temblar el manzano, rebotando de tal manera que el balón pase por encima del alambrado del patio de la Sultana, ante la atenta mirada de las anguilas eléctricas, y golpee la cabeza del perro-cocodrilo, el cual, lleno de furia, comenzó a... ¿ladrar? estruendosamente.

Como consecuencia del alboroto provocado por su mascota, la dueña salió encolerizada de su mansión del terror y persiguió a los muchachos del barrio Calderón por las lóbregas calles del poblado de Palmeras Muertas.

Mientras los chicos corrían desesperados, sintiendo la respiración de la vieja en la nuca y confundidos, después de ver el fallo garrafal de Julián, sólo se pudo llegar a una conclusión una vez a salvo: sin duda, le había caído mal el estofado.