domingo, 29 de marzo de 2020

La gloria de dios de la naturaleza - Por Gellert


Los cielos se jactan de gloria eterna;
  Tu sonido propaga su nombre.
La tierra lo alaba, los mares lo alaban;
  ¡Escucha, oh hombre, palabra divina!

¿Quién lleva al cielo innumerables estrellas?
  ¿Quién saca al Sol de su tienda?
Viene y brilla y se ríe de nosotros desde lejos
  Y corre de inmediato como un héroe.

Escúchalo y mira las maravillas de las obras.
  ¡Qué naturaleza te preparó!
Anuncia sabiduría, orden y fuerza.
  ¿A ti no el Señor, el Señor del mundo?

¿Puedes innumerables ejércitos de seres?
  ¿Mirando el polvo más pequeño sin sentir?
¿Por quién pasa todo? ¡Oh, dale el honor!
  El Señor me llama, debes confiar en mí.

Lo mío es poder, lo mío es cielo y tierra;
  Me conoces por mis trabajos.
Soy y seré quien seré
  Tu Dios y Padre para siempre.

Soy tu creador, soy sabiduría y amabilidad.
  Un dios del orden y tu salvación;
Soy yo! Ámame con todo mi corazón
  Y toma parte en mi gracia.

Poemas de Rafael Serrano Ruiz (Extraídas de su libro “La mujer de la taza de café”)


Una pregunta


Quien eres tú
que a convencerme viene
de la ilusión de la vida
y generosidad de la muerte?

¿Quien eres tú que
pernoctante llegas
y cargado de inquietudes
me desvelas?

Tiempo que viene, llega…
tiempo cargado de inquietudes.
¡Tiempo que vuela!

Y en la noche,
al despertar,
las ideas permanecen
Inquietantes…
sin poderlo remediar.

Déjame en mi velar
manteniendo mi entereza…
aún hay mucho caminar.

Mas si la calma me falla
me puedo desesperar
permaneciendo intranquilo
hasta el alborear.



Interiores


¡Capta!
¡Capta cerebro
donde bullen las ideas!
Sopa de incertidumbres…
amasijo de sofismas,
revoltijo de pasiones,
plenitud de chascarrillos,
Alucinaciones…

Cual pescador,
caña en ristre
Intentas captar la vida…
los deseos,
los porqués.

Cosas logras discernir
sin aclarar conceptos…
¡Lo tenía!… ¡se escapó!
Y así uno y otro día
buscando en lo que llegó



El guerrero

A Francisco
Hojas secas de la vida
curtidos en mil historias…
siete van caminando.

Luceros del alba,
guerreros sin armas…
seis siguen andando,
el que cayó…
queda esperando.

Guerreros del tiempo
en batalla perdida
Miradas que buscan…
miradas que ignoran
¿Quien será el siguiente
en la despedida?.



Caminante de la vida


Caminamos por la vida
entre el vivir y el soñar.
Caminos llenos de rosas
con espinas y maldad.
Las rosas tienen perfume
de amor y felicidad.
Las espinas dolorosas
nos despiertan del soñar.
Caminamos buscando…
soñando felicidad,
sueño vano,
fuego fatuo
que oculta la realidad.
Morimos como nacemos
sin podernos encontrar


La imagen


En la esquina de mi calle
una farola ilumina el lugar.
Luz amarilla, espectral.

El sereno, con su chuzo
marcando las horas va
¡Las doce en punto y sereno!
todo en calma en el lugar.

Una pareja se arrulla
en lo oscuro de un portal
Si, te quiero,
¡como lo puedes dudar!
Vamos …que se hace tarde…
lo tenemos que dejar.
Y entre besos y jadeos
abandonan el lugar.

Una farola en la esquina
Iluminada por gas…
imagen de un mundo antiguo
Que siempre perdurará…



Tal vez


Llega la primera lluvia de Mayo,
esa que humedece tus cabellos
y ensalza la atrayente jugosidad,
la almibarada dulzura, de tus labios
en la neblina del día,
Y tu no llegas.

Viste la tierra sus mejore galas,
verdes y amarillos, pétalos y corolas
adornan su vestido con embriagador perfume…
renacer de vida y de esperanzas
y tu no llegas.

Sueños de caricias.
Despertar en tus labios
recorriendo profundas serranías.
Manos que descubren valles y riscos
entre insinuantes transparencias
revelando una bandada de antojos intuidos.
En el aroma de tus especiados poros,
aunque mi piel no te sienta,
en el despertar de mis profundos deseos,
en la no existencia de la caricia…
te espero…
Y tu no llegas

Y la espera se alarga
Y la espera agoniza
Y tu no llegas.



Hablando con mis fantasmas


Noche oscura hacedora de sueños.
Excitante duermevela en
amasijo de ideas reales o inventadas
donde cohabitan fantasmas…
de tiempos pasados.

Perdido en un sueño excitante,
vienen y van
amores queridos,
mujeres soñadas…
quereres fallidos.

Y allí, en el centro del caos,
en el limbo involuntario,
caracolillo angustioso
de imposible solución,
emana clara tu imagen.

Quiero hablarte,
sentirte a mi lado,
hablar de perdones …
de tiempos pasados.

Tiempo vano de imposibles,
te escapas sin poderlo remediar…
y de nuevo, una vez mas
viviendo en mi conciencia quedarás.

miércoles, 25 de marzo de 2020

La moral en la profesión de las letras – Por R.L. Stevenson


La profesión de las letras ha sido recientemente objeto de debate en la prensa, y debatida, por ponerlo en términos suaves, desde una postura calculada para sorprender a hombres cultos y provocar el menosprecio general hacia los libros y la lectura. Concretamente, hace algún tiempo un escritor popular [Mr. James Payn], vitalista y ameno, dedicó un ensayo, vitalista y ameno como él, a ofrecer una alentadora panorámica de su profesión. Nos alegra que la experiencia fuese tan grata y cabe esperar que los demás, todos cuantos lo merezcan, sean tan generosamente recompensados; pero no creo que en modo alguno deba alegrarnos que un asunto de tanta importancia para nosotros como para el público sea debatido por razones puramente crematísticas. En cualquier quehacer bajo el cielo no es la remuneración la única ni, a decir verdad, tampoco la primera cuestión. Que uno siga existiendo es asunto de su sola incumbencia; pero que su trabajo haya de ser honesto, y en segundo lugar útil, es algo que toca ya al honor y a la moral. Si el escritor a que me refiero consigue persuadir a un determinado número de jóvenes para que adopten su modo de vida con la vista puesta únicamente en el pan, cabe inducir que sus obras sólo busquen un beneficio y esperar, en consecuencia, si aquél me perdona tantos epítetos, una literatura falsa, vacía, vulgar y desaliñada. No hablo de este escritor como tal; es diligente, correcto y afable; todos le debemos momentos de entretenimiento, y se ha ganado merecidamente su atractiva popularidad. Pero lo cierto es que no mira su profesión, tampoco cuando la abrazó por primera vez, con una óptica puramente mercenaria. Puedo aventurar que se sumergió en ella, si no con un noble designio, al menos con el entusiasmo del primer amor; y su ejecución fue motivo de placer mucho antes de pararse a calcular el salario. Días atrás, un autor admirado por su obra, de calidad indudable y, a sus ojos, excepcional, respondió en términos propios de un viajante de comercio que, dado que su libro no se vendía con rapidez, él no le concedía el valor de un real. No se piense que la persona a quien la respuesta iba dirigida la recibió como una profesión de fe; en todo caso sabía que se trataba de una irritación pasajera; de la misma forma que cuando un escritor respetable habla de literatura como de un modo de vida, semejante al del zapatero, aunque no de tanta utilidad, sabemos que sólo está planteando un aspecto de la cuestión, mientras es claramente consciente de una docena de ellos más importantes y que atañen más directamente al asunto que le ocupa. Pero aunque los que comercian con la literatura con este espíritu cicatero en lo pequeño y pródigo en virtud posean también mejores luces, no se sigue que su comercio sea decente o instructivo para su prójimo o para ellos mismos. La primera obligación del escritor es abordar cualquier tema con un espíritu, el más elevado, noble y valeroso, fiel a los hechos. Si está bien retribuido, como me agrada saber que lo está, esta obligación se hace más ineludible, su incumplimiento aún más deshonroso. Y tal vez no exista ningún capítulo del que el hombre deba hablar tan seriamente como la actividad, sea cual fuere, que constituye la ocupación y el placer de su vida; la herramienta con que obtiene ganancias o rinde servicios; y que, de ser indigna, se hace sentir cual íncubo de mudas y avarientas entrañas sobre los hombros de la humanidad laboriosa. Forzar siquiera la nota sobre este punto podría inclinar la balanza a favor de la virtud. Es de esperar que una numerosa y emprendedora generación de escritores suceda y supere a la actual, pero mejor sería frenar la corriente y que la nómina de nuestros viejos y honestos libros ingleses se cerrase antes de que impresores codiciosos continuaran envileciendo una noble tradición y rebajando a sus propios ojos una raza famosa. Mejor dejar nuestros silenciosos templos vacíos que llenarlos de sacerdotes venales y fulleros.
Dos elementos concurren en la elección de cualquier forma de vida: el primero, el gusto innato del elector; el segundo, que la actividad elegida sea especialmente útil. Como cualquier otro arte, la literatura reviste singular interés para el artista, y, en un grado que le es peculiar entre las demás, es útil a la humanidad. Ambas son justificación bastante para el hombre o la mujer que la adopta como quehacer de su vida. No me extenderé sobre el asunto de los salarios. El escritor puede vivir de la literatura. Si no con tanto lujo como dedicándose a otros oficios, con menos. La naturaleza del trabajo que realiza durante el día contribuye a su felicidad más que la calidad de los alimentos que toma por la noche. Sea cual fuere su vocación y por mucho que al año le reporte, uno sabe de sobra que ganaría aún más engañando. Todos tendemos a dar excesiva importancia a la posibilidad de pasar estrecheces; pero tales consideraciones no debieran influir en la elección de aquello que ocupe o justifique buena parte de nuestra existencia; y como el patriota, el misionero o el filósofo, debemos elegir la profesión noble y sencilla en que sirvamos mejor a la humanidad. La naturaleza, si se sigue con fidelidad, es madre previsora. Una debilidad por el tintineo de las palabras lleva a un muchacho a entregarse de por vida a las letras; con el tiempo, cuando adquiere mayor gravedad, descubre haber elegido mejor de lo que pensara; descubre que si gana poco, lo gana con creces; si recibe un salario escaso, su posición le permite prestar considerables servicios; que en alguna medida está en sus manos proteger al oprimido y erigirse en defensor de la verdad. El mundo está tan amablemente organizado, son tales los bienes que pueden derivarse de un adarme de confianza en uno mismo y tal es, en particular, la buena estrella de este oficio de escribir, que deberían combinarse placer y ganancia para ambas partes, y ser a la par tan placentero como tocar el violín y tan útil como un buen sermón.
Nos estamos refiriendo a la literatura seria; y con los cuatro grandes de nuestros mayores a quienes todavía rendimos admiración y respeto, con Carlyle, Ruskin, Browning y Tennyson ante nosotros, sería cobarde considerarla de entrada desde una perspectiva menor. Aunque no podamos seguir a estos atletas, aunque ninguno de nosotros sea tal vez demasiado vigoroso, sabio u original, sostengo que con cualquier obra literaria, por humilde que sea, nos cabe hacer mucho bien o causar mucho daño. Puede que sólo deseemos complacer; es posible que, a falta de mejores luces, nos conformemos con satisfacer la ociosa y efímera curiosidad de nuestros contemporáneos; y es posible asimismo que tratemos, aunque sea tímidamente, de instruir. En cualquiera de los tres casos hemos de comerciar con ese insigne arte de las palabras que, al ser el dialecto de la vida, penetra fácil y poderosamente en el espíritu de los hombres; y siendo así, en cada una de estas facetas contribuimos a alimentar la suma de sentimientos y de opiniones que se conocen bajo el nombre de opinión pública o sentimiento popular. En estos tiempos de prensa diaria, el índice de lectura de una nación modifica considerablemente su índice de expresión oral; y ambas, la lectura y el habla, constituyen el medio más eficaz de educar a la juventud. Un hombre o una mujer virtuosos pueden retener a cualquier joven durante un tiempo en una atmósfera sana; pero a la postre, es el ambiente contemporáneo el que domina sobre el común de las medianías. La frecuente vileza corintia del periodista americano o del croniqueur parisiense, tan fácilmente digerible ejerce una influencia negativa incalculable; tocan todos los asuntos, y todos con la misma mano egoísta; inician a las cabezas jóvenes e inexpertas en un espíritu indigno; surten a las mentes romas de citas punzantes. El volumen de estas feas preocupaciones desborda el de las escasas intervenciones de los grandes hombres; el desprecio, el egoísmo y la cobardía se desparraman en grandes hojas sobre las mesas en tanto que su antídoto, en pequeños volúmenes, reposa intacto sobre las estanterías. He aludido a los americanos y a los franceses no porque sean más viles, cuanto por ser más legibles que los ingleses; el daño que causan es más efectivo: en América, debido a las masas; en Francia, al escaso número de lectores; pero también entre nosotros se descuidan diariamente las servidumbres de la literatura, diariamente se suprime o tergiversa la verdad y diariamente se degrada el tratamiento de los asuntos importantes. No se considera al periodista como un funcionario serio; pero estimad el bien que podría hacer por el daño que hace; valga un solo ejemplo: el hecho de que cuando, en un mismo día, dos periódicos de tendencia política opuesta vocean abiertamente una noticia determinada en interés de su propio partido, nos sonreímos del descubrimiento (¡ya no es tal descubrimiento!) como si se tratara de un buen chiste o de una estratagema excusable. Mentir tan descaradamente apenas es mentir, es cierto; pero una de las enseñanzas que profesamos transmitir a los jóvenes es el respeto a la verdad; y no creo que semejante formación se vea coronada por el éxito mientras algunos de nosotros cultivemos y el resto apruebe sin el menor reparo la falsedad pública.
Dos obligaciones incumben a todo aquel que se adentre en el mundo de la escritura: fidelidad a los hechos y vigor en el tratamiento. En cualquier terreno literario, por humilde que sea para merecer tal nombre, la fidelidad a los hechos es de vital importancia para la formación y el bienestar de la humanidad, y tan difícil de guardar que el fiel que lo intente prestará con ello cierta dignidad a su ser de hombre. Nuestros juicios se fundan en dos elementos: primero, en las experiencias consustanciales a nuestra alma; pero en segundo lugar, en los testimonios de la naturaleza de Dios del hombre y del Universo que de forma diversa nos llegan desde el exterior. Estas formas diversas pueden en su mayoría reducirse a una sola, ya que todo lo que aprendemos del pasado y mucho de lo que aprendemos de nuestro tiempo nos llega a través de los libros y de los periódicos, e incluso aquellos que no saben leer aprenden de segunda mano gracias a esas mismas fuentes o a la información de los que saben. De ahí que la suma de conocimientos o de ignorancia contemporáneos del bien y del mal sea, en buena medida, obra de los que escriben. Por fuerza han de advertir que el conocimiento de todo ser humano responde, en tanto en cuanto sepan comprobarlo, a las circunstancias de su vida; que ninguno se considera un ángel o un monstruo; ni tiene el mundo por un infierno; y tampoco da en creer que todos los derechos se reducen a los de su país y su casta, y todas las verdades a su credo de parroquia. Todo hombre ha de conocerse a sí mismo para poder así enmendarse; ha de enseñársele lo que hay fuera de él para que sea bondadoso con su prójimo. Nunca será un error decirle la verdad, pues en su delicada situación, tejiendo con el paso del tiempo su propia teoría de la vida, gobernándose a sí mismo, o alentando y reprobando a los otros, cualquier pormenor tiene singular importancia para su conducta; y aun si un hecho determinado le desalienta y corrompe, siempre será mejor que lo sepa; pues en este mundo tal cual es, y no en un mundo más fácil merced a las censuras de su formación, debe recorrer su camino hacia la ignominia o la gloria. En suma, siempre es ocioso mentir; y nunca será acertado escamotear la verdad. Acaso sea precisamente aquello que omitimos lo que alguna persona necesitaba, porque lo que para uno sirve de medicina es para otro un veneno, y he conocido hombres que se han sentido confortados por la lectura del Candide. Todo hecho forma parte del gran rompecabezas que nos corresponde construir; y nada se pone abiertamente en el camino del escritor que no guarde alguna relación sutil, imperceptible para él, con el alcance y la totalidad de su objeto. Con todo, ciertos elementos son infinitamente más necesarios que otros y con ellos debe contender la literatura en primerísimo lugar. No es difícil distinguirlos, ya que la naturaleza, una vez más, actúa de guía; y los elementos necesarios debido a su eficacia son aquellos que revisten mayor interés para el espíritu natural del hombre. Aquellos coloreados, humanos, pintorescos, y enraizados en la moral, y aquellos otros claros, indiscutibles, que forman parte de la ciencia, son por sí mismos de capital importancia, seducen por su interés y resulta útil transmitirlos. Mientras el escritor se limite a narrar, habría de hablar principalmente de éstos. Hablar de los elementos amables, hermosos y sanos de nuestra existencia; y sin escatimar en su relación los males y tristezas de nuestro tiempo, conmovernos mediante ejemplos; aludir a las gentes sabias y virtuosas del pasado, emocionarnos mediante analogías; y de todos ellos habría de hablar con sobriedad y franqueza, sin glosar defectos, para que no desconfiemos de nosotros mismos y nos hagamos exigentes con nuestro prójimo. Por ello la literatura contemporánea, aunque efímera y frágil, mueve en la sensibilidad de los hombres los resortes del pensamiento y la bondad, y les sirve de apoyo (pues es fácil apoyar a quienes emprenden el viaje) en su camino hacia la justicia y la verdad. Y si en modo alguno produce este efecto, ¡cuánto más podría hacerse de quererlo los escritores! Ninguna biografía de cuantas se recogen en los anales del pasado dejará, si es debidamente estudiada, de sugerir o prestar ayuda a algún contemporáneo. Y no existe ninguna encrucijada en los asuntos actuales de la que todavía no pueda decirse algo útil. Incluso el periodista cumple una función y, con una mirada lúcida y un lenguaje sencillo, puede revelar injusticias y señalar el camino hacia el progreso. Por último: en todo relato hay una sola manera de mostrarse inteligente, y es siendo preciso. La vivacidad es una virtud secundaria que presupone la primera; pues producir vívidamente una impresión falsa sólo es hacer más conspicuo el fracaso.
No obstante, un suceso puede contemplarse desde distintos puntos de vista; puede ser referido con ira, lágrimas, risas, indiferencia o admiración, y el relato, en consonancia con estos sentimientos, se convertirá en algo distinto. Los periódicos que en su día informaron sobre el regreso de nuestros representantes en Berlín, aun cuando no difirieran en los hechos como tales, se apartaron unos de otros considerablemente en su espíritu; de tal modo que una de las descripciones fue una segunda ovación y la otra un insulto prolongado. En toda obra literaria el argumento es un factor trivial, y el punto de mira del escritor, por ser menos discutible, es mucho más importante que cualquier otro. Ahora bien, este espíritu que anima el argumento, importante en todo género de obras literarias, adquiere máximo relieve en las obras de ficción, meditación o alabanza; pues no sólo les da color, sino que también selecciona los pormenores; no sólo modifica, sino que conforma la obra. De ahí que en una vastísima extensión del terreno literario la cordura o la demencia del escritor, o un pasajero talante humorístico, constituyan no sólo las líneas maestras de su obra sino también lo único que, en rigor, puede comunicarnos. En su sentido más amplio, toda obra de arte transmite primero la actitud del autor, sin menoscabo de que en ella se halle implícita toda una experiencia y una teoría de la vida. El autor que ha mendigado su pensamiento y reposa en una fe de estrechas miras no puede, aunque quiera, expresar la totalidad o siquiera diversas facetas de esta variada existencia; pues, llevando una vida limitada, no admite algunas en su teoría, del mismo modo que sólo de forma imprecisa y desganada las reconoció en su experiencia. De ahí la inhumanidad, ruindad y bajeza de las obras religiosas sectarias; de ahí las limitaciones, afines aunque diferentes, de las obras inspiradas por el espíritu de la carne o por ese gusto detestable por la alta sociedad. Por ello la primera obligación del hombre que se ponga a escribir es intelectual. A sabiendas o no, se ha constituido en guía de la inteligencia de los hombres, y debe procurar conservar la suya ágil, generosa y lúcida. Todo, salvo los prejuicios, debe tener en él un portavoz; debe ver el lado bueno de las cosas; guardar silencio cuando sospecha que no comprende algo cabalmente; y reconocer desde el principio que sólo tiene una herramienta en su taller, y esa herramienta es la solidaridad. [El ejemplo admirable para todos los escritores jóvenes de la generosa solidaridad literaria de Swinburne merece, cuando menos, una nota. No vacila en reconocer el mérito, ya en Dickens o en Trollope, ya en Villon, Milton o Pope. Esta es la actitud en la cual deberíamos todos perseverar no sólo en la crítica, sino también en todas las facetas de la actividad literaria.]
La segunda obligación, más difícil de precisar, es de orden moral. A la mente afluyen mil humores diferentes en torno a los cuales, cuando se destacan, tiende a sedimentarse alguna forma de literatura. ¿Debe permitirse esto? Ciertamente no en todos los casos, pero sí en más de los que los puristas quisieran. Sería de desear que toda obra literaria, y especialmente toda obra de arte, surgiera de impulsos racionales, humanos, vigorosos y saludables, fueran cómicos o trágicos, religiosos, humorísticos o románticos. Con todo, es innegable que muchos libros valiosos son parcialmente demenciales; algunos, sobre todo religiosos, parcialmente inhumanos; y muchos tienen un cariz malsano e impotente. No odiamos una obra maestra porque nos protejamos de sus máculas. A fin de cuentas, no buscamos sus defectos, sino sus virtudes. Ningún libro es perfecto, ni siquiera en su concepción; pero muchos causan las delicias del lector, le hacen mejor y le reconfortan. Los salmos hebreos constituyen la única poesía religiosa que ha existido sobre la faz de la Tierra; sin embargo, sus salidas de tono hieden a hombre de carne y hueso. Alfred de Musset era una naturaleza retorcida y venenosa; cuando le acuso de tener un mal fondo, me limito a citar a ese frívolo y generoso gigante, el viejo Dumas; empero, cuando le impulsaba a escribir un sentimiento estrictamente creativo, podía ofrecernos obras como Carmosine o Fantasio, en las cuales se diría que había vuelto a encontrar, para pulsarla y deleitarnos, la última nota de la comedia romántica. Tengo para mí que cuando Flaubert escribió Madame Bovary pensaba principalmente en una especie de realismo malsano; pero ¡ved cómo en sus manos el libro se convirtió en una obra maestra de sobrecogedora moralidad! Y lo cierto es que cuando un libro se concibe en un estado de tensión extrema, con el alma a nueve veces su potencia, nueve veces encendida y electrizada por el esfuerzo, nuestra condición es aprehendida con tanta amplitud que, por más que el diseño principal pueda ser trivial o mezquino, no deja de transmitir alguna verdad o belleza. La dulzura se desprende de la fuerza; pero una idea mediocre mal ejecutada es mediocre de principio a fin. Y esto no alentará a amanuenses patizambos, de muñeca frágil, que deben tomarse su trabajo a conciencia o avergonzarse de practicarlo.
El hombre es imperfecto; mas, en su literatura, debe expresarse a sí mismo sus opiniones y preferencias; porque hacer cualquier otra cosa sería correr un riesgo más peligroso que el de ser inmoral; sin duda, el de ser un embustero. Disfrazar un sentimiento, incluso si es bueno, es convertirlo en un travestido; no nos será útil. Ocultar un sentimiento, si uno está seguro de poseerlo, es tomarse libertades con la verdad. Posiblemente todo punto de vista al alcance del hombre cuerdo contenga alguna verdad y sea, en el contexto adecuado, de provecho para la especie. No temo a la verdad, si hay alguien capaz de decírmela, pero sí a las medias verdades impertinentemente pronunciadas. Hay un tiempo para la danza y un tiempo para el lamento; un tiempo para ser brusco y otro para ponerse sentimental; para ser ascético como para glorificar los apetitos; y el hombre que sepa combinar en su obra estos extremos, en el momento y la proporción justos, habrá dado con la obra maestra tanto del arte como de la moral. La parcialidad es inmoral; pues yerra todo libro que ofrezca una visión tergiversada del mundo y de la vida. El problema radica en que el débil deba ser parcial; la obra de uno es deprimente y deletérea; la de otro, barata y vulgar; la de un tercero, de una sensualidad epiléptica; la de un cuarto, de un amargo ascetismo. En literatura, como en nuestra conducta, nunca podemos esperar haber acertado completamente. Lo único que podemos hacer es asegurarnos lo más posible; y para ello sólo existe una regla: no hacer precipitadamente aquello que puede hacerse despacio. De nada sirve escribir un libro y dejarlo reposar durante nueve o incluso noventa años; pues durante su redacción sólo parcialmente te habrás convencido a ti mismo; la postergación debe preceder a cualquier comienzo; y si meditas sobre una obra de arte dale una y mil vueltas al asunto y asegúrate de que te agrada su sabor antes de elaborar un volumen que conserve el mismo gusto de principio a fin; si te propones entrar en el campo de la controversia, debes primero reflexionar sobre la cuestión bajo toda suerte de circunstancias, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza. Este análisis riguroso, imprescindible para cualquier forma de escritura solidaria y veraz, hace del ejercicio del arte una noble y prolongada enseñanza para el escritor.
Entretanto, queda mucho por hacer, mucho por decir y repetir una y mil veces. Toda obra literaria que suministre hechos fidedignos o impresiones placenteras presta un servicio a la comunidad. Servicio del que incluso puede estarse agradecidamente orgulloso de haberlo prestado. Las más insignificantes novelas son una bendición mejor que el cloroformo para quienes pasan por un mal momento. La vida de nuestro buen capitán de barco halló justificación cuando Carlyle alivió su espíritu con The King's own o Newton Forster. Deleitar es servir; y si no es difícil instruir y entretener a la vez, sí lo es, en cambio, conseguir plenamente lo primero sin lo segundo. Alguna circunstancia del escritor o de su obra aflora incluso en el más insípido de los libros; y leer una novela que fue concebida con un cierto vigor multiplica nuestras experiencias y ejercita nuestra solidaridad. Todo ensayo, todo poema, todo artículo, todo entre‑filet, está abocado a penetrar, aun efímeramente, en el espíritu de una parte de la comunidad y colorear, siquiera de forma pasajera, sus pensamientos. Cuando corresponda discutir algún asunto, cualquier escriba de la prensa tiene la valiosa oportunidad de iniciar la discusión con un espíritu digno y humano; y si hubiera en nuestra prensa un número suficiente que lo hiciera así, ni el público ni el Parlamento tendrían por qué caer en los pensamientos más mezquinos. Acaso el escritor tropiece de paso con un tema sugestivo, ameno, tonificante, aunque sea así para un solo lector. Sería, por cierto, muy desdichado si no convenciera a ninguno. Además, tiene la posibilidad de dar con algo que sea comprensible para una inteligencia mediocre; y que una inteligencia mediocre lea por una vez y comprenda, constituye un hito memorable en su formación.
Nos encontramos, pues, con una tarea que merece la pena y que debe intentarse hacer bien. Por ello, si me dispusiera a recibir en nuestro oficio a un contingente considerable, no sería en virtud de un sueldo mejor, sino porque fuera un oficio en buena y gran medida útil; que todo comerciante honrado pudiera, con sus solos esfuerzos, hacer más útil aún para la humanidad; que fuera difícil hacerlo bien y posible mejorar con los años; que exigiera de sus practicantes una reflexión escrupulosa, convirtiéndose así en una enseñanza perpetua para las naturalezas más nobles; y que, fuera cual fuese su retribución, siguiera estando mal retribuido en la gran mayoría de los mejores casos. Porque a buen seguro que a estas alturas del siglo diecinueve, nada hay que un hombre honrado deba temer con mayor recelo que ganar y gastar más de lo que se merece.


En Ensayos literarios

Carta a un joven que se propone a abrazar la carrera del arte – Por R.L. Stevenson


Con la seductora franqueza de la juventud me plantea una cuestión de indudable importancia para usted y (cabe pensar también) de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de ser o no artista? Es ésta una pregunta a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por usted es atraer su atención sobre algunos factores que debe tener en cuenta; y empezaré, como es probable que termine, asegurándole que todo depende de la vocación.
Saber lo que a uno le gusta marca el comienzo de la sabiduría y de la madurez. La juventud es una edad totalmente experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y deliciosa residen tanto en la ignorancia de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra vez aúna el hombre joven estas dos incógnitas, ya en un ligerísimo roce, ya en un abrazo amargo; con un placer exquisito o con un dolor punzante; pero en ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno, o con ese sentimiento cercano a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven sensible, que se excita con facilidad, el interés por esta serie de experimentos excederá con mucho el placer que de ellos derive. Aunque así lo crea, no ama la belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su vida y degustar la diversidad del destino humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque hasta que la cuchilla de la curiosidad se embota, todo lo que no es vida y búsqueda desaforada de experiencias ofrece para él un rostro de repulsiva aridez que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna excepción --y el destino entra aquí en escena-, es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la actividad primaria de los sentidos, revive en su memoria la imagen de los placeres y las penas pasados. De esta suerte, rechaza las profesiones rutinarias y se inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente consiste en saborear y dar cuenta de la experiencia.
Esto, que no es tanto vocación por un arte cuanto impaciencia para con las restantes ocupaciones honradas, se presenta frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con el paso de los años. Bajo ningún concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino una tentación; y cuando, hace días, su padre desaprobó de forma tan cruda (y a mi juicio) tan certera su ambición, no es improbable que recordase un episodio similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan frecuente como la vocación es rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no tanto a un arte en particular cuanto al ars artium general, base común de todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora estudian contrapunto o pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces con conocimientos genuinos. Y de esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar; pero le aconsejaría dedicarse a las letras, pues, al servicio de la literatura (red de tan amplia cabida), toda su erudición pudiera serle útil algún día y, si continuara trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar las herramientas necesarias. Por último, llegamos a esas vocaciones que son, a la vez, claras y decisivas; a los hombres que llevan en las venas el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la música o el impulso de crear mediante las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos, nacen amantes de la caza, el mar, los caballos o el torno. Están predestinados; si un hombre ama su oficio con independencia del éxito u la fama, los dioses han llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más amplia: sienta debilidad por todas las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa disciplinada entrega a una sola, en el entusiasmo inquebrantable por los logros técnicos y (quizá por encima de todo) en la candorosa actitud con que acomete su insignificante empresa con una gravedad propia de los cuidados del imperio y estima valioso conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más insignificante, donde hallamos huellas de su vocación. La ejecución de un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.
Si descubre en usted inclinaciones tan acusadas que no haya lugar para vacilaciones: ríndase a ellas. Y observe (pues no es mi intención desalentarle excesivamente) que, al principio, nuestra natural disposición no se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta regularidad. El hábito y la práctica afilan los talentos; la perseverancia resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo es incluso bien acogida; por vaga que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con asiduidad, en una pasión absorbente. Pero ahora será bastante si al volver la vista atrás en un intervalo de tiempo razonable comprueba que el arte elegido tiene más cualidades que las que se arrogara en su momento entre los multitudinarios intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el tiempo hará el resto; y pronto todos y cada uno de sus pensamientos estarán empeñados en la tarea amada.
Mas, me recordará, pese a la devoción, pese a desplegar una actividad grata y perseverante, muchos artistas, a la vista de los resultados, viven su vida totalmente en vano: artistas a millares y ni una sola obra de arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son incapaces de hacer algo razonablemente bien, y entre otros cosas, arte. El artista inútil habría sido un panadero del todo incompetente. Y el artista, incluso si no divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese hombre será más feliz gracias a sus horas de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una fortaleza inexpugnable para el practicante sincero. Los beneficios directos -el salario del oficio- son reducidos, pero los beneficios indirectos -el salario de la vida- son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su pan de cada día en términos tan convenientes. El soldado y el explorador experimentan emociones más vivas, pero a costa de penalidades crueles y períodos de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista ningún momento debe transcurrir sin deleite. Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más familiarizado; no dudo que ha de trabajar con un material díscolo y que el mismo acto de escribir perjudica y pone a prueba tanto sus ojos como su carácter; pero obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y las palabras no le faltan: en qué corriente continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo; con qué sensación de poder, como la de quien moviera montañas, agrupa a sus personajes menores; con qué placer para la vista y el oído ve crecer la etérea construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al cual afluye todo el material de su existencia y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias, odios y convicciones, de modo que llega a escribir lo que ansiaba expresar. Es posible que haya gozado mucho en el grande y trágico patio de recreo del mundo; pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana de trabajo fructífero? Supongamos que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es recibir retribución de cualquier especie. Otros hombres pagan, y con largueza, por placeres menos deseables.
Pero el ejercicio del arte no sólo reporta placer; trae consigo una admirable disciplina. Pues el artista se guía enteramente por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en busca de los cuales está condenado a invertir la mayor parte de sus esfuerzos. Una determinada concepción, una energía personal o algún acierto de poca monta que el hombre de temperamento artístico obtiene con facilidad, tales son los méritos que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles de perfección y acabado que el artista desea con vehemencia y siente de forma tan acusada, por los que (utilizando las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar «como un minero sepultado bajo un corrimiento de tierra», por los que día a día recompone, revisa y rechaza, a aquellos, la gran mayoría de su audiencia permanecerá ciega. De estas penalidades ignoradas, y en el caso de que alcance elevadas cotas de mérito, acaso responda con justicia la posteridad; en el caso, más probable, de que fracase, siquiera por el margen de un cabello con respecto a la cota más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la sombra de este gélido pensamiento, a solas en su estudio, el artista debe día a día ser fiel a su ideal. En la fidelidad radica la nobleza de su existencia; por ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter; también gracias a ella la adusta presencia del gran emperador se volvió (siquiera un momento) condescendiente hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz suave y enérgica pidió al artista que festejara su arte.
Aquí conviene hacer dos advertencias. Primera, si desea continuar siendo su única ley, vigile las primeras señales de pereza. En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced a un esfuerzo constante; pues el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el artista que se dice a sí mismo «así será suficiente», ya está condenado; en ocasiones (especialmente en ocasiones desafortunadas), tres o cuatro éxitos mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del periodismo se corre el riesgo de tomarle afición a la negligencia. Existe este peligro, no siendo menor el segundo. La conciencia de hasta qué extremo el artista es (debe ser) su propia ley, corrompe a las cabezas mediocres. Sensibles a la existencia de recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que formulan o asimilan recetas artísticas o se enamoran tal vez de alguna habilidad particular, olvidan el objetivo de todo arte: deleitar. Indudablemente es tentador abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es quien nos paga y (salta a la vista) por servicios que desea ver realizados. Considerándolo adecuadamente, se plantea con ello una trascendental cuestión de honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y esperar su aplauso es extraña pretensión, aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo la primera obligación de cualquier hombre es ser solvente; conseguido esto, puede entregarse a todas las extravagancias que le plazcan; pero quede bien claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá cortejar con asiduidad al burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones falsifica su talento, demostrará con ello que éste nunca fue excesivamente sobresaliente y que ha preservado algo más importante que el talento: el carácter. Y si es tan independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún tiene otra salida: dejar a un lado su arte y llevar un estilo de vida más viril.
Al hablar de un estilo de vida más viril, debo ser franco. Vivir a expensas de un placer no es una vocación muy elevada; aunque veladamente, entraña algún patronazgo; el artista se cuenta, por ambicioso que sea, entre las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses entienden la evasión romántica como una ocupación y a sus practicantes las llaman «hijas de la alegría». El artista pertenece a la misma familia, es uno de los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para deleitarse, se gana el pan deleitando al prójimo y se ha desprendido de la dignidad más severa del hombre. No hace mucho algunos periódicos denostaron el título nobiliario de Tennyson; y este «hijo de la alegría» recibió reproches por condescender y seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más inspirado; aceptó el honor con más modestia; y los periodistas anónimos (si he de creerles) no han reparado todavía el vicario ultraje a su profesión. Estos caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando les llegue su turno; y me agradará saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un tanto fuera de lugar en semejante reunión; no debería haber honores para el artista; el ejercicio de su arte ya le ofrece mayor recompensa de la que en vida le corresponde; y antes que el arte, otros oficios, menos atractivos y acaso más útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
Pero la maldición de las ocupaciones destinadas a deleitar es el fracaso. En ocupaciones más corrientes el hombre se ofrece para producir un artículo o realizar un objeto determinado puramente convencional, proyecto en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el artista se aparta de la multitud y se propone deleitar: proyecto impertinente en el que no hay fracaso que no esté envuelto en odiosas circunstancias. La infeliz «hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas inadvertida entre la multitud compone una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de lacerante compasión. Tal es el prototipo del artista fracasado. Como ella, el actor, el bailarín y el cantante deben mostrarse en público y apurar personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás escapemos a la suprema amargura de la picota, en esencia también cortejamos a la humillación. Todos profesamos ser capaces de gustar. ¡Qué pocos lo logramos! Todos nos comprometemos a seguir siendo capaces de gustar. Pero a cada cual incluso al más admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la astucia y, avergonzado, se sienta junto a la barraca desierta. Entonces se verá en la necesidad de hacer algún trabajo y se sonrojará al cobrarlo. Entonces (como si el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá de padecer las burlas de los raqueros de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no han leído y ensalzando la excelencia de lo que son incapaces de comprender.
Y advierta que éste parece ser el final cuando menos inevitable de los escritores. Les Blancs et les Bleus (por ejemplo) reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte de Bragelonne; y si existe algún caballero que soporte espiar la desnudez de Castle Dangerous, su nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer sobre ello (y no sin derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así, en la vejez, cuando el confort y un quehacer se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la par su medio de vida y su pasatiempo. Sin duda el pintor que ha logrado retener la atención del público gana fuertes sumas y hasta muy avanzada edad puede permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El escritor, al contrario, padece el doble infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y de no poder trabajar en la vejez. Por ello su estilo de vida le lleva a una situación falsa.
Pero el escritor (pese a los notorios ejemplos en sentido contrario) debe procurar estar mal pagado. Tennyson y Montépin se ganaron la vida espléndidamente; pero no todos podemos esperar ser Tennyson ni acaso desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio, renuncie desde el principio a toda ambición económica. Lo más que puede honradamente esperar, si tiene talento y disciplina, es obtener los mismos ingresos que un oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima parte de su energía nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el del oficio, está su recompensa; así, el salario es el trabajo. Es evidente que no me inspiran simpatía los vulgares lamentos de la clase artística. Quizá olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que no cabe trazar paralelismos? Tal vez no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un oficial de campo; ¿o es que creen que su contribución a las artes cuyo destino es agradar es más importante que los servicios de un coronel? ¿Olvidan con qué poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el tener menos genio les exime de mostrar iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este aspecto: un hombre que no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no es frugal sus pasos le conducirán hacia el trágico fin del vieux saltimbanque; si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un día, cuando el carnicero llame a su puerta, acaso le tiente o se vea obligado a producir y vender una obra desaliñada. Si esta necesidad no es producto de su propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan palabras que puedan expresar hasta qué punto es más necesario para un hombre mantener a su familia que conseguir preservar alguna distinción en las artes. Pero si es responsable de su indigencia, roba, roba a quien puso confianza en él, y (lo que es peor) roba de forma tal que siempre sale impune.
Y ahora quizá me pregunte: si el artista en cierne no debe pensar en el dinero ni (como se infiere) tampoco esperar honores de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la popularidad? La alabanza, dirá, es un plato codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros artistas, apunta hacia uno de los placeres más esenciales y duraderos de la carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en los favores del público o en la atención de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es cierto que en determinadas revistas esotéricas el autor, pongamos por caso, es criticado puntualmente, y que a menudo se le elogia más de lo que merece, a veces por méritos que él mismo tenía a gala despreciar, y otras por hombres y mujeres que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el hombre es sensible a estas alabanzas desaforadas, cabe esperar que también lo sea a aquello que a menudo las acompaña e inevitablemente las sigue: un desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de triunfar durante años, puede fracasar; tendrá noticia de su fracaso. O puede haber triunfado durante años y seguir siendo una punta de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado de elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo del momento, alguna «figura de relumbrón» a quien prefieren ahora ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso y el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad. ¿Creerá algún hombre que merece la pena conseguirla?

En Ensayos literarios

Una vida nueva – Por Daniel Paroli


A Delicia, con afecto.

Como ese labriego
que abre su tierra
y empuja semillas
en las hondas grietas,
mira el sol y aguarda
pródiga cosecha...

Como una doncella
que llora su espera
mirando el camino
que baja a su puerta,
tiñendo los aires
con ávida senda...

Como el ave blanca
de blanca nobleza
que pía en la rama
su fuerza tan nueva,
como el ave tibia
que a volar se apresta...

Como ese labriego,
como una doncella,
como el ave blanca
que a volar se apresta, 
yo canto una vida
que mañana espera.

1984

viernes, 20 de marzo de 2020

“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoría E: Reminiscencia Por Patricia Cavaiani de Balcarce


La noche cae fría, oscura, insondable…
  Bajo el frondoso árbol se acobacha el hombre cuya imaginación traspasó los límites de la cordura.
   Por el gran ventanal de la cocina observa a la mujer que, afanosa, realiza los quehaceres domésticos. Una gran olla sobre el fuego emana olor a hierbas. Ella, diligente y segura, espera al hijo mayor con la sola convicción que le proporciona su poder adivinatorio. El joven llegará sin anunciarse y la casa se llenará de risas, amigos y mujeres. Todo lo relacionado con él es exagerado, abundante, excesivo. Tan distinto a su hermano menor que, encerrado en su habitación, relee mapas y anotaciones ajados por el tiempo con la certeza del descubrimiento de alguna ciudad desconocida, de algún templo sagrado, de alguna ruta ignota,
  El primer hijo se lanza a la aventura, el segundo la busca en los estantes polvorientos y atestados de libros de su estrecho cuarto.
  Al día siguiente llega el primogénito confirmando la premonición de su madre. La abraza, la cubre de exclamaciones altisonantes y se siente a la gran mesa llena de variados manjares que devora sin esperar a los demás comensales. En su piel nuevos tatuajes dan fe de sus múltiples aventuras. Al rato entra Iván y, sin saludar a nadie, pone algunas verduras en su plato y se apresura para volver a la quietud de su refugio. En el aire se siente un raro vacío, una distancia palpable. La madre conoce esos rencores, sabe que los lazos sanguíneos no fueron suficientemente sólidos, no consiguieron zanjar la distancia impuesta por las diferencias de carácter, de humor, de intereses. Son hermanos, sí, en los papeles, en la vida son totales desconocidos.
  El menor se retira a su habitación, nada interrumpe el vaivén de sus pensamientos, nada lo conmueve, solo la obsesión de descubrir,  quién sabe qué, en esos viejos pergaminos. Planea hacer un largo viaje exploratorio. No hay aparentes urgencias en su vida que sobresalten su cuerpo ni su espíritu.
  El hombre solo bajo el castaño comienza a inquietarse, vagas sensaciones anticipan el inevitable desenlace. Quiere desamarrar sus manos, salir de la oscuridad que nubla su mente atormentada, pero todo intento resulta  vano.
  Al anochecer la casa se puebla de risas escandalosas, de mujeres, de música estridente que llena los ambientes y se cuela como un rayo punzante en todas las habitaciones, rompiendo con la paz que imperaba antes de la llegada del libertino.
  El hijo introvertido, callado, ve invadida su privacidad, no puede concentrarse, no sabe cómo actuar. Se dirige hacia la cocina y, con voz ruda, le dice al hermano que necesita volver a la normalidad, que su presencia todo lo altera, que allí no hay espacio para tanta algarabía, que el padre está muriendo olvidado en algún rincón del patio, que regrese a su vida disipada lejos del hogar. Aquel no registra los reclamos, no nació para escuchar a nadie…
  El padre, presa de una alucinación final, vislumbra el futuro cercano. Hilos de baba blanca caen de su boca mustia junto con las palabras:- Caín y Abel, Caín y Abel, Caín…

“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoría D: El viejo del Vagón Por Walter Hormaechea, alumno de Secundaria de Oficios


El viejo del vagón le decían en el pueblo porque nadie lo conocía, no sabían de donde había venido. Algunos pensaban que había escapado de la justicia, otros que escapaba de algo malo, por eso estaba solo, nadie hablaba con él, su aspecto ermitaño, de mal carácter, desagradable y desalineado, asustaba a la gente.
Vivía en un vagón abandonado, que el ferrocarril había dejado cerca de los galpones de una vieja estación en la que moraba un hombre al que llamaban “jefe”. Por ahí vivía también un joven que luego de la escuela solía andar caminando por las vías con su honda y unas piedras en los bolsillos del pantalón, porque en esa época no existía Internet, y los jóvenes solían hacer otras cosas, como por ejemplo cazar.
             Fue esa tarde que Matías se encontró frente a frente con aquel señor extraño que venía por las vías en sentido contrario.
             A primera vista y casi de inmediato, Matías sintió mucho miedo, recordó algo que una vez alguien le había contado. El viejo del vagón y el “jefe” habían sido bueno amigos. Este último tenía una hija que era hermosa y solía sentarse con el viejo a charlar sobre el andén de la estación. Un día se enamoraron y esto hizo que el “Jefe” le prohibiera a su hija ver a su amigo, así que la encerró en un cuarto. Un día ella se escapó para poder encontrarse con su gran amor. Ese día un tren que venía del norte no pudo parar, ella cruzó las vías sin mirar, quizás pensando en el encuentro con su amado y no lo pudo ver. Ese día fue trágico, algunos todavía dicen que lo recuerdan.
             Matías miró nuevamente al viejo, pensó en salir corriendo pero al mirar al joven, éste le sonrió y al instante preguntó
 _ ¿Qué andas haciendo por las vía solo? ¿No sabes que es peligroso?.
 – Sí, lo sé. Mi abuelo siempre me lo dice.
Ese día Matías empezó a conocer al viejo del vagón. Se enteró que era un hombre sencillo y bonachón, que la historia que él había escuchado de un amor y una tragedia había sido verdadera. Había elegido vivir solo y sin contacto con las personas porque su dolor por aquella hermosa mujer que la vida le había arrebatado le produjo un sufrimiento tal que solo se estaba dejando morir.
             Con el tiempo, construyeron una gran amistad. Así fue que Matías se enteró que se llamaba Rodolfo, nombre que su madre le había puesto por su padre.
             Al pasar el tiempo Rodolfo, el viejo de vagón cambió su vida, conoció a Isabel la tía de Matías. En el pueblo decía que ella trajo la cura a todos sus males y que él pudo encontrarle un sentido a la vida y Matías comprendió que lo que dicen de las personas a veces puede ser verdad, pero otras hay que llegar a conocerlas.

“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoria D: La desilusión de Serapio por Roque Atilio Ledesma, alumno de EEPA 702


Era una de esas noches de verano en las que la luna iluminaba todo el pueblo de Crespo, dejando ver la hermosura y tranquilidad de sus campos. Como era de esperarse, cada noche llegada las 21 horas el gaucho Don Serapio se despedía apresuradamente de su compañera de vida y de sus dos pequeños hijos para irse al bar que quedaba a unos 30 minutos a caballo cruzando por el campo de su compadre. Su mujer, ya cansada de no contar con su marido a la hora de la cena, comenzó a sospechar que él ya no la amaba y andaba en busca de otros amores. Quiso enfrentarlo y hacerlo confesar,  pero el miedo la invadió y sólo pudo hacer silencio, mirar el suelo y decir: te veo a la vuelta. Una vez que su esposo se marchó, ella se tranquilizó y se consoló pensando que Serapio sería incapaz de serle infiel, ya que se caracterizaba por ser un hombre bondadoso y trabajador que no tenía maldad con nadie, siempre demostraba que su prioridad era la familia y que si se iba cada noche era porque tenía una debilidad: la bebida.
   Serapio montó su caballo y se dirigió hacia el bar donde lo esperaban sus compañeros de truco. La tranquilidad era lo que caracterizaba el entorno del lugar. Afuera sólo se sentía el relincho de baguales atados a los palenques, adentro era un mundo diferente, el ambiente era de fiesta. Los hombres entre risas y tragos se olvidaban por un rato de sus problemas y obligaciones cotidianas, entre ellos Serapio. Este ambiente festivo sólo duró unos minutos, en medio del partido ingresó en el bar González, el nuevo  comisario del pueblo. Éste era un hombre frío, ambicioso, con pocas amistades que no eran las mejores. Poco se conocía de su vida personal, se sabía que era un hombre casado aunque el comentario era que tenía aventuras amorosas y las malas lenguas también afirmaban que tenía un hijo no reconocido por fuera de su matrimonio. Con su arrogancia y un tono amenazador le dijo a Serapio que abandonara el lugar porque iba a venir la recorrida y se lo iban a llevar.
   Serapio, golpeando la mesa y muy ofendido le respondió:
-“¡Me va a llevar por borracho pero no por ladrón!”
   El comisario sonrojado casi tartamudeando solo atinó a decir: “¿por qué me decís eso?” Pero no recibió respuesta alguna. Serapio lo miró, volvió a sentarse y continuó con su juego. Todo los que se encontraban en el bar se quedaron sorprendidos, porque no era habitual del lugar que hubiera este tipo de cruzadas y se preguntaban el por qué de las mismas. González se retiró pero volvió a ingresar con un forastero cómplice que muy enojado a los gritos dijo: -“¿Qué te pasa a vos Serapio?” Pero éste lo miró de reojo y siguió jugando. El forastero insistente le volvió a decir: -“¡A vos te estoy hablando!” Serapio se levantó de la mesa, tiró las cartas y la silla hacia un costado e intentó irse sin causar ningún tipo de disturbio. El forastero a la pasada lo agarró del brazo y muy enojado le dijo: -”¡Disculpate por lo que dijiste!”. El gaucho ya con furia en su interior respondió: -“yo no me disculpo por decir la verdad. Si me quiere llevar, que me lleve; pero antes de irme quiero que me expliquen, cuál es el motivo de la bronca de ustedes hacia mí”. En ese instante un silencio se sintió y la puerta del bar se abrió y para la sorpresa de muchos la persona que ingresaba en ese momento era la menos esperada en el lugar. Ramona, la mujer de Serapio había decidido ir hasta allí para aclarar sus sospechas. Todos giraron la mirada hacia ella, incluido su esposo que no podía creer lo que estaba viendo. Jamás en sus años de casados ella se había presentado en el lugar. Sabía bien que no lo podía hacer ya que ese era un espacio exclusivo de hombres. Imposible pensar en la presencia de una dama allí.
   Serapio se soltó del brazo del forastero y se dirigió hacia la puerta con su mujer. Ella había quedado inmóvil con la mirada fija hacia el fondo del bar. Su marido enojado le preguntó: -“¿Qué hacés acá? ¿Acaso me estás controlando?” Pero Ramona parecía no escuchar, seguía perpleja sin correr la mirada. Al no recibir respuesta, Serapio volteó a ver qué era lo que tanto le había llamado la atención pero solo vio a sus compañeros de truco y al comisario que, para su sorpresa, estaba inmóvil y con la mirada fija hacia su mujer. No podía comprender qué era lo que pasaba, enojado elevó el tono de voz y le dijo a Ramona: -“¿Te pregunté qué haces acá?”, pero ante la no respuesta la empujó hacia afuera. González salió corriendo tras ellos, enfrentó al gaucho anteponiendo su cuerpo al de la mujer gritando: -“¡No te atrevas a hacer eso otra vez!” A lo que recibió como respuesta: -“¡No te metas que es mi mujer, no la tuya!” “¡Eso es lo que vos pensas!”- exclamó el comisario.
   Serapio no podía entender lo que estaba escuchando y en un clima tenso con todos los hombres del bar como espectadores exigió una explicación. ¿Acaso ellos ya se conocían? ¡Imposible! González era nuevo en la zona y Ramona pasaba todo el día en su casa al cuidado de sus hijos y llevando a cabo las tareas del hogar. Debía tratarse de una confusión. Por tal motivo, tomó del brazo a su esposa y se dispuso a ir por su caballo para retornar a su hogar cuando de repente el comisario lo empujó para apartarlo de ella. Ramona llorando y entre balbuceos con un tono muy bajo dejó escapar sus palabras diciendo: -“Hilario dejá,¡no te metas!”.
   Ante la mirada confundida de Serapio, la dama no pudo controlar más sus emociones, estalló en llanto y comenzó a contar su verdad: todo había empezado hacía unos cinco años atrás cuando ellos aún vivían en otro campo a unos 60 km de allí. Como de costumbre, cada noche Serapio se marchaba hacia el bar y  su esposa quedaba sola con su pequeño hijo Jacinto de tres años. En la estancia vecina había comenzado a trabajar un hombre custodiando el lugar y cada noche realizaba una recorrida por la zona controlando que todo estuviera en orden.
    Un día, llegó hacia la casa del matrimonio en busca de ayuda, ya que su linterna se había quedado sin pilas y necesitaba de ella para poder volver a su puesto. Fue ahí donde conoció a Ramona, que se encontraba sola con su hijito. Entre charla y charla una chispa se encendió entre los dos y muy enamorados se encontraban cada día después de la partida del gaucho. En uno de esos encuentros Ramona, le dio la noticia de que estaba embrazada y que su hijo le pertenecía. ¿Qué podrían hacer? ¡Se desataría un grave problema si su esposo se enteraba! Hilario sorprendido se ofendió con ella, ya que solo buscaba una aventura y no formar una familia. Montó su caballo y se marchó sin decir nada. Nunca más supieron de él.
   La joven no tuvo más remedio que decirle a Serapio que esperaban a su segundo hijo. Éste tomó la noticia con mucha felicidad, aunque tuvieron que marcharse de ese campo en el cual trabajaban debido a que los dueños solo aceptaban un niño en el lugar. Fue ese el motivo que los llevó a marcharse hacia el pueblito de Crespo para recibir a su pequeño Zoilo.
   Ramona había dejado olvidada esa historia, creyó nunca más volver a ver a su amor aventurero hasta esa noche en la que todo cambió
   El gaucho Serapio comenzó a entender por qué el nuevo comisario y su amigo el forastero tenían tanto odio hacia él. Desconsolado pidió a su amada que se fuera a su casa y cuidara muy bien de los pequeños, quien con mucha vergüenza y angustia asintió con la cabeza y se marchó. Todos conmovidos por la situación fueron dejando lentamente el lugar, todos menos Serapio que ingresó nuevamente al bar pidiendo pluma y papel. Entre tragos y lágrimas solo en una mesita casi a oscuras comenzó a escribir unas líneas para sus pequeños hijos. Pasadas unas horas y sin escuchar al dueño del bar que le pedía que dejara de tomar, Serapio bebió los últimos tragos de su vida, él ya no encontraba motivos para seguir, su único amor de tantos años le había fallado y era algo que no podía aceptar. En un instante dejó caer su cuerpo, sobre la pequeña mesa del bar con su carta en la mano. Su adicción y depresión le quitaron la vida.
   Varios años después se presentó en el bar el joven Zoilo buscando conocer su verdadera historia, saber quién había sido su padre, ya que poco sabía de él y cuando querían junto a su hermano entablar esta conversación con su madre, ella entraba en una crisis de llanto y no les daba respuesta alguna. El dueño del lugar le comentó que Serapio era un buen hombre, que siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás y que cada noche lo primero que se lo escuchaba decir era lo feliz que era con su familia. En ese momento recordó que, en el fondo de un cajón, muy bien guardada, se encontraba la carta que el gaucho con sus últimos suspiros había escrito. Zoilo se sentó en el fondo del bar, en la misma mesita que estuvo por última vez su padre y entre lágrimas leyó la misma que decía:
   “En este momento en el que no encuentro consuelo, solo puedo expresar los que siento por ustedes mis pequeños hijos. A tí mi primer hijo Jacinto decirte que te amo con todo mi corazón, no cambies nunca tu bondad. Ayuda siempre a tu familia ya que, como mi hijo mayor al no estar yo presente, te convertirás en el hombre de la casa. Mi pequeño Zoilo, mi hijo menor, el que terminó de completar mi felicidad, quiero decirte que te amé y amaré siempre con todo mi ser. Aunque la sangre lo niegue siempre serás mi pequeño, mi hijo amado. Nada cambiará este amor de padre que siento por ti. Tal vez en algunos años estés llamando papá al hombre que realmente te dio la vida, pero desde el fondo del corazón sabrás que yo siempre lo seré. Recuérdenme siempre con buenas anécdotas  y el cariño que sentí siempre por ustedes. Perdónenme por esta decisión que estoy a punto de tomar, pero es que no encuentro consuelo. Pero antes de partir hacia otra vida quisiera pedirles un favor: cuando lean esta carta no traten de buscar culpables y no guarden rencor con su madre. Ella tuvo sus motivos para hacer lo que hizo, en parte yo soy responsable de esta situación, por mi debilidad con la bebida descuidé al amor de mi vida y no me di cuenta la falta que yo le hacía. Los amo para siempre. Papá”
   Conmovido, Zoilo abandonó el bar y se marchó sin decir nada. Se fue hacia el lugar donde yacían los restos de su papá que anteriormente el dueño le había indicado. Al llegar allí, se arrodilló y le dijo a su padre que jamás podría enojarse con ninguno de los dos, que lo perdonaba porque tal vez en una situación similar él hubiese actuado de la misma manera. También le agradeció por no guardarle rencor a su madre que durante todos estos años no había podido superar su muerte. Agradecido por poder completar la parte de su historia que le faltaba, el joven se marchó con la cabeza en alto, y con el orgullo de poderle decir al mundo: “SOY EL HIJO DE DON SERAPIO”.

“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoria D : El monstruo que Cargamos Por Marcelo Crognale, alumno de CENS 451


Una vez le dijeron que la vida es dura pero que siempre se puede estar mejor.
Frase que desde niño le quedó grabada y resonando en su cabeza,   sin embargo no alcanzaba a entenderla.
Durante su niñez fue un niño feliz, o eso creía. Vivía en un barrio tranquilo donde lo único que importaba era jugar en la placita, andar en karting a rulemanes o en bicicleta y poner globos en los rayos para hacer ruido y pensar que tenía una magnifica  moto. Eso era lo más aventurero que podían hacer todos juntos, como buenos amigos. Esta maravillosa aventura tenía como único fin despertar a los vecinos de su cálida y pasiva siesta. Sin embargo la felicidad no era eterna siempre alguno de estos alertaban a los padres de los chicos de lo sucedido y hacían que el reto llevara a que  la felicidad se convirtiera en días de penitencia.  En ese mismo momento el monstruo de la penitencia visitaba simultáneamente a todos los integrantes de la banda… y por varios días la travesura quedaba comprimida en los corazones de cada uno…
El monstruo siempre aparecía en cada casa de manera diferente, a veces se presentaba como en el famoso “escribe 100 veces no debo molestar a los vecinos a la hora de la siesta”, en otras ayudar a mamá con los quehaceres domésticos durante una semana, también en no ir al cine el fin de semana como salida que esperaban para comer pochoclos, tomar gaseosa y disfrutar de los amigos.
Esa semana tenían prohibido una mala nota en la escuela y la presión era enorme. Todos sabían que un desaprobado empeoraría las cosas…Si todo salía bien, volverían a juntarse la semana siguiente para tramar un nuevo plan y lograr a volver a divertirse como antes.
Esto se repitió durante muchos años, hasta  que la famosa y lejana (o al menos eso se creía) adolescencia golpeó la puerta y esas locas tardes de bicicletas y karting solo quedaron atrás.
En esta etapa los obstáculos eran otros: la amada y dulce señorita de primaria abrió su paso para dar lugar a los profesores del secundario. Estos eran seres gigantes sin el pulcro guardapolvo blanco, en donde los apellidos tomaban un lugar importante haciendo que los apodos y travesuras de niños quedaran relegados en el cajón del pupitre. Los profesores con su vestimenta formal, sus clases expositivas, el famoso “pasa al frente” y “decime la lección” se convirtieron en esta etapa en el famoso monstruo.
Y la penitencia llegaba como un puñal en la espalda. Las prohibiciones eran “no salís a comer pizza”, “no vas a la matinée”, ni tampoco a los tan ansiados cumpleaños de 15 de las chicas del momento.
El grupo de amigos se fue ampliando y reduciendo a la vez, sin embargo, lo que nunca se perdía eran las eternas juntadas en la plaza para planificar y contarse las nuevas experiencias vividas.
Pero un día en una de esas charlas se inmiscuyó la lejana muerte que golpeó duro a unos de los integrantes del grupo: la pérdida de su padre; y eso sí se transformó en el gran y verdadero monstruo.
Esa tarde de invierno la vida de uno de los integrantes de la banda dio el inesperado vuelco. Con la pérdida física de su padre ahora aparecían las pesadas responsabilidades y obligaciones.
Las tardes de risas y charlas se cambiaron por una bicicleta de reparto pesada, recorridas a la intemperie por calles frías y la necesidad de formar parte del sostén de la familia. Con tantas responsabilidades y compromisos para tan corta edad no quedó tiempo para el estudio…
Y ahora sí, el monstruo había cobrado poder y se había convertido en un gran gigante y más monstruo que nunca.
Y  en su corazón volvió esa famosa frase que ahora resonaba más que nunca: la vida es dura pero siempre se puede estar mejor.
Con el trascurso de los años el trabajo, el anhelo de formar una familia propia, y el reencuentro con los integrantes de la banda fue aplastando de a poco a ese monstruo que lo persiguió durante muchos años.
Esto dio lugar a ansiar nuevos objetivos y las charlas en la placita dieron paso a cumpleaños infantiles donde se comparaban con sus propios hijos y las anécdotas volvían a ser parte de sus vidas. El monstruo, envidioso, ya pasaba a ocupar un lugar cada vez más pequeño.
Pero se sabe que el crecer es inevitable y también les tocó crecer a sus hijos y entonces la soledad empezó a ser cotidiana y los objetivos pendientes cada vez más relevantes.
En esta nueva etapa sus hijos lo incentivaron a dejar de postergarse y empezar a trabajar en la superación de aquellas épocas donde el monstruo había sido el protagonista y entonces él decidió darse la oportunidad que por aquellos años había quedado pendiente: retomar sus estudios y aplastar definitivamente al monstruo.
Había llegado por fin la etapa en la que definitivamente llegaban los logros deseados. Ahora en su vida el monstruo ya no tenía lugar: sus hijos habían logrado desterrarlo para siempre y aquella frase que tanto resonó en su cabeza cobraba de una vez por todas el protagonismo que siempre debió tener.


“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoría C: “Bajo el edredón de plumas” Por Julieta Watts, alumna de la E.E.S. N° 19 de Tandil


La noche era el peor momento del día. Se bañaba en oscuridad, no había nada peor que eso...  La oscuridad era el lugar donde las sombras podían venir a atacar. Ellas no tenían por qué esconderse pero yo sí. Para combatirlas, mantenía todas las luces encendidas. Debía sobrevivir hasta la mañana siguiente, para así poder volver a ver a mamá y salir al patio a jugar.
Una noche mamá me retó por mantener la luz encendida. Ella trabajaba mucho para cuidar de los dos y no podíamos darnos ese lujo. Así que tuve que enfrentarme a mis miedos.
Fue espeluznante: podía percibir en la oscuridad el movimiento, podía sentir como me paralizaba; no podía moverme, aún estando consciente. Dejé que mi edredón de plumas me solapara, con la esperanza de que la salida del sol se apresurara.
Un entrecerrar de ojos, y  mi madre estaba junto a mí. Ya era de mañana, y su rostro lucía una preocupación apenas disimulada.  Me dijo que me había oído llorar y gritar. Por supuesto, no era la primera vez. Solución desesperada: una historia amable y valiente, que me diera el coraje de querer volver a soñar antes de dormir.
Esa noche, estaba en mi cama, y mi madre junto a mí sosteniendo un libro. La historia trataba de la lucha contra las sombras; era el cuento indicado para mí. El héroe se adentraba a un mágico mundo  cada vez que se cubría con su acolchado de plumas. Las plumas contorneaban  las figuras bañadas en tinta de aquellos seres que se paseaban como fantasmas en nuestra realidad nocturna, en una realidad sumergida en sueños. No hay nada que temer, entendía el héroe; sólo son sombras que quieren no sentirse solas, que tienen una verdad que decir al viento, pero que no encuentran oídos que quieran conocer.
Esa noche mi madre se despidió de mí, me dio un beso en la frente y colocó una vela en el escritorio de mi pieza. Tenía tiempo hasta que la vela se consumiera para dormir.
Las sombras comenzaron a aparecer. Me escondí debajo del edredón. Pude ver desde la suavidad que me acobijaba las verdaderas figuras de aquellos seres que me hacían temblar, eran animales, personas, criaturas viajando en un mundo distinto colisionando con el real, aunque para ellos su mundo también es el real. Encontraron mis ojos observándolos. No todos podían verme, pero sí percibían la luz cálida que mi ser infantil irradiaba como una antorcha en ese mundo umbrío.
Siempre estuve rodeado de las sombras, pero mi temor no me había permitido mirarlas con otra cara que no fuera la del pavor. Pero ahora sabía  que sólo necesitaban ser escuchadas. Inhalé profundo y me dejé llevar por sus historias entintadas. Mis ojos ahora no veían lo que antes, aunque estaban abiertos no veían. Yo era el héroe que esperaba ese mundo que se me aparecía ahora  tan mágico, tan pacífico, tan distinto a como siempre creí sería, el mundo fantasmagórico. Arropado en un edredón de plumas, aquí parecía un manto de algodón de azúcar, la capa del héroe que necesitaban esas sombras sin armonía.

Todo está bien. Todo hasta se torna espléndido ahora en este mundo de ensueño. Excepto por una cosa: algo que he estado oyendo desde hace un rato… lo distingo…lo siento… Es el llanto de alguien que amo. Su sollozo me llega nítido, como su extraña calidez. Una sombra se desprende de las demás. ¿Mamá?


“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoria C: La culpa y sus sombras Por Ayelén Alias, alumna de E.E.S. N°1 “Antonio González Balcarce”


La niebla había caído a sus pies cuando llegó a la casa de campo de sus tíos. Lo primero que vio en él fueron sus costosas botas, estaban impecables, como si nunca antes hubiesen tocado suelo, pasando su entero viaje en el lujoso carruaje que se hallaba en la entrada. Cuando alzó su mirada, para su sorpresa, él se la devolvía con su intenso color azul. Al instante percibió, gracias a la sonrisa irónica que le ofreció, que el invitado de sus tíos no era más que otro muchacho arrogante que estudiaba leyes en la capital. Venía acompañado, junto a él se encontraba su hermana. Ella no caminaba derecha y prolijamente como la mayoría de las mujeres, se tambaleaba y auto pisoteaba a cada paso que daba. Supo el por qué cuando la saludó con cortesía: apestaba a alcohol, a whisky expresamente. Esto no era una indecorosa coincidencia, ella siempre estaba borracha, ese día y todos los que siguieron. No era que a él le importase, en cuanto terminaron las formalidades volvió a su mundo de sombras para no volver a tener contacto con ninguno de los hermanos. Aun así, nunca pudo evitarlos por completo, pues su presencia era requerida en las cenas. Siempre cabizbajo, cada cena sintió y vio por el rabillo del ojo como alguien lo traspasaba y quemaba con su mirada. Sospechaba, correctamente, quien le provocaba semejante sensación. Jamás hablaron, tampoco se esforzaron en hacerlo, pero no evitó a las constantes miradas, intensas y desconcertantes miradas. Jamás le había ocurrido de que alguien le prestase tanta atención, o que al menos percibieran su presencia por demás, así lograba evitar dialogar con los demás. Su mirada lo perturbaba y confundía, pero aunque le costaba admitirlo, dudaba que quisiese volver a vivir sin ella.

No recordaba la última vez que expresó algo de sí mismo a alguien más que no fueran sus sombras, es probable que nunca antes lo haya hecho pero a pesar de ese pequeño inconveniente, la curiosidad le carcomía hasta los huesos. Así que una tarde lluviosa, una semana después de su llegada, se armó de valor y emprendió camino en la búsqueda del muchacho para confrontarlo y arrancarle la verdad de los brazos. Caminaba decidido y con el mentón alto. Ya era un hombre, pensaba, pronto se casaría y manejaría una casa. Podía manejar las miradas insistentes y curiosas de un simple chico con apellido de renombre. Lo encontró en la biblioteca leyendo concentradamente un libro rojo de tapa dura. Él notó su llegada, no lo saludó, tampoco fue necesario porque al instante pronunció las palabras que previamente había ensayado.
—No me apena el hecho de que no hemos podido llegar a ser amigos o al menos buenos compañeros. Compartimos hogar durante este lluvioso verano y puedo soportarlo todo lo que resta de él, pero su incipiente mirada me incomoda. Si tiene palabras que desea expresar hacia mi persona, le doy este momento de mi tiempo para que las diga y sea todo lo sincero que pueda ser. Sino, le pido respetuosamente que no me ofrezca el placer de su mirada a menos que sea extremadamente necesaria.
Sonó robótico y había titubeado y tartamudeado pero cuando terminó su muy practicado discurso, no notó ningún tipo de desconcierto en él como esperaba, solamente sonreía, divertido.
—¿Mi mirada es placentera? —le preguntó.
La indignación y la vergüenza lo embriagó. Se avergonzó por aquella inesperada confesión que le había regalado impensadamente, pero le venció la amargura tapándole el agudo dolor de su pecho.
—Usted bromea conmigo —se dijo más a sí mismo que al muchacho.
Volvió a sonreírle,  esta vez más divertido que antes. No podía soportarlo, había dado el primer paso, fue completamente sincero ¿y así le correspondió?
Dio media vuelta y, manteniendo la compostura como pudo, se retiró de la biblioteca.
Basándose en sus lecturas y las conversaciones a las que pocas veces se había esforzado en prestar atención, trató de expresarse sincera, clara y deliberadamente y él solo supo divertirse de su pesar. Se sintió humillado y no sabía cómo lidiar con ello.
Salió para tomar aire, necesitaba relajarse, el corazón le palpitó estrepitosamente, se le dificultó respirar y estaba sudando sobremanera. De repente sintió una presencia detrás suyo. Ambos estaban alejados ya de la casa, no recordó cuándo llegó hasta allí, tampoco se percató de que él lo había seguido, pero allí estaban. Junto con el profundo y reconfortante olor a humedad, el césped mojado, el creciente barro, las gotas de lluvia posándose sobre ellos, el frío viento que los abrazaba, las grises nubes, el lago intranquilo, el sauce bailando, un ave observando y el cálido beso.

Tan bien había aprendido a controlarse y esconder pero ya algo había cambiado en él. Sintió culpa pero a la vez amó el pecado por muy peligroso que fuera. Thomas le enseñó a amarlo. Eventualmente, él se había convertido en su todo.
Sus pecas, sus finos labios, el cabello enmarañado que no seguía ningún tipo de patrón gracias a la brisa que siempre corría por su rostro. Las cejas pobladas y los agudos ojos que sentía que le gritaban cada vez que cruzaban miradas como retándole a desafiar cualquier regla. El aliento, el suave tacto, el hoyuelo que se formaba en su mejilla, las pecas en su pecho y espalda, sus vellos, su sudor, sus pestañas, las patadas confidenciales de debajo de la mesa, la ingenua alegría de los tíos al ver que su sobrino al fin había logrado obtener un amigo. Su amigo... su compañero, su confidente, su hermano, su amante, su sangre y hasta su alma. Las risas, las disputas y la culpa. La culpa. No era consciente de cuándo sus sombras comenzaron a manifestarse en él, pero lo lastimaron, desgarraron.  Intentó ocultarlo todo lo que pudo y luchó por ello pero la idea de su familia y el resto del mundo, lo correcto y lo maligno no dejaban de atormentarlo. Compartió su alma a la pasión y al miedo, sus noches eran de Thomas y de sus sombras, del insomnio y la tristeza, ya no era dueño de sí mismo. Temblaba, lloraba, gritaba y pataleaba, su respirar se dificultaba, estaba exhausto, cansado y perdido, no recordó la última vez que durmió. Las tinieblas le susurraban cada noche en vela, le recriminaban y manipulaban ¿erraba haciéndolo o dejándolo? Su negrura se manifestó, saliendo de su interior, dejando un gran vacío que no supo cómo llenar. Su ser y su alma explotaron y, con voz quebradiza y temblorosas manos, dejó el lecho que compartía con él. La lejanía no duró mucho, como un adicto volvió desesperado. Ese viaje se convirtió habitual, se iba y volvía, combatían y firmaban la paz, se odiaban y se deseaban. Quería abandonar por completo su cuerpo y a la vez no alejarse de él nunca más. No pretendía extrañar pero tampoco deseaba olvidar. Los suspiros, las marcas, las cicatrices, las caricias, los besos, los roces, las lágrimas, las risas, las discusiones, los golpes y las reconciliaciones. Las crecientes miradas curiosas de la hermana ebria de Thomas y el peligro que representaba. Su maldita hermana. Ya no podía sentir el olor a whisky que su mente se nublaba y solo deseaba llorar, le rememoraba al buen amigo de ella, el Padre Turner, que vino de visita por su llamado. Llegó a la casa de sus tíos gracias a las sospechas de ella, creía fervientemente que necesitaban ayuda, una violenta y dolorosa ayuda. Se le contraía el pecho cuando pensaba en él, en su mirada hosca y el constante ceño fruncido. Las prominentes arrugas, grandes ojos y ojeroso, como si nunca hubiese conocido el sueño.
Sus tíos desconocían la situación,  el Padre Turner se encargó de ello, pero le costó un precio tan alto que cada noche le dolía aún más. Con solo ver su bastón quería patearlo, golpearlo, ahorcarlo y matarlo, así lo dejaría libre de su pecado y podría respirar.  No importaba cuántas charlas tuviese con el bastón, no dejaría de sentir el deseo, la pasión y la admiración que sentía por Thomas. Si no dejó de hacerlo cuando se marchó, tampoco cuando lo castigaron y desgarraron. Cuando se fue, junto a su hermana, cuando lo abandonó dejándolo con la culpa y el peso en sus hombros, le mató lo poco que quedaba de él dentro suyo. Lo dejo solo para que lidiara con el Padre y con la ayuda que él les había ofrecido, con la responsabilidad de lo que habían hecho las últimas semanas, de lo que sintieron las últimas semanas. Le dejó todos los golpes, los moretones, las recriminaciones y el maltrato para él solo. Es por ello que decidió gritarlo, al viento, a la tierra, a los muebles y a sus tíos. Ya no tenía nada más que le pudiesen arrebatar, ya no le quedaba ni el secreto, estaba más vacío que nunca. El Padre Turner y el bastón se enfurecieron como jamás en su vida lo volverían a estar. Sus tíos hicieron prometer que jamás le dirían ni una sola palabra del tema a nadie. A pesar de todo, del dolor, la impotencia y de la traición, seguía esperando su regreso, que volviera a sus brazos y a su lecho.

Y allí fue, rendido junto al lago y junto al sauce, donde todo comenzó y todo terminó. Buscaba una sola mirada y no la encontró. Solo pudo hallar a un cuervo que se posaba en lo alto del sauce, estaba cantando. Le crascitó, le gritó. Ya se encontraba muy en lo profundo del lago cuando dejó de oírlo, pero el cuervo continuó hablándole de su secreto, esperanzado de poder consolarlo con ello. Cuando supo que no iba a volverá ver , se enmudeció.