La profesión de las letras ha sido recientemente objeto de
debate en la prensa, y debatida, por ponerlo en términos suaves, desde una postura
calculada para sorprender a hombres cultos y provocar el menosprecio general
hacia los libros y la lectura. Concretamente, hace algún tiempo un escritor
popular [Mr. James Payn], vitalista y ameno, dedicó un ensayo, vitalista y
ameno como él, a ofrecer una alentadora panorámica de su profesión. Nos alegra
que la experiencia fuese tan grata y cabe esperar que los demás, todos cuantos
lo merezcan, sean tan generosamente recompensados; pero no creo que en modo
alguno deba alegrarnos que un asunto de tanta importancia para nosotros como
para el público sea debatido por razones puramente crematísticas. En cualquier
quehacer bajo el cielo no es la remuneración la única ni, a decir verdad,
tampoco la primera cuestión. Que uno siga existiendo es asunto de su sola
incumbencia; pero que su trabajo haya de ser honesto, y en segundo lugar útil,
es algo que toca ya al honor y a la moral. Si el escritor a que me refiero
consigue persuadir a un determinado número de jóvenes para que adopten su modo
de vida con la vista puesta únicamente en el pan, cabe inducir que sus obras
sólo busquen un beneficio y esperar, en consecuencia, si aquél me perdona
tantos epítetos, una literatura falsa, vacía, vulgar y desaliñada. No hablo de
este escritor como tal; es diligente, correcto y afable; todos le debemos
momentos de entretenimiento, y se ha ganado merecidamente su atractiva
popularidad. Pero lo cierto es que no mira su profesión, tampoco cuando la
abrazó por primera vez, con una óptica puramente mercenaria. Puedo aventurar que
se sumergió en ella, si no con un noble designio, al menos con el entusiasmo
del primer amor; y su ejecución fue motivo de placer mucho antes de pararse a
calcular el salario. Días atrás, un autor admirado por su obra, de calidad
indudable y, a sus ojos, excepcional, respondió en términos propios de un
viajante de comercio que, dado que su libro no se vendía con rapidez, él no le
concedía el valor de un real. No se piense que la persona a quien la respuesta
iba dirigida la recibió como una profesión de fe; en todo caso sabía que se
trataba de una irritación pasajera; de la misma forma que cuando un escritor
respetable habla de literatura como de un modo de vida, semejante al del
zapatero, aunque no de tanta utilidad, sabemos que sólo está planteando un aspecto
de la cuestión, mientras es claramente consciente de una docena de ellos más
importantes y que atañen más directamente al asunto que le ocupa. Pero aunque
los que comercian con la literatura con este espíritu cicatero en lo pequeño y
pródigo en virtud posean también mejores luces, no se sigue que su comercio sea
decente o instructivo para su prójimo o para ellos mismos. La primera
obligación del escritor es abordar cualquier tema con un espíritu, el más
elevado, noble y valeroso, fiel a los hechos. Si está bien retribuido, como me
agrada saber que lo está, esta obligación se hace más ineludible, su
incumplimiento aún más deshonroso. Y tal vez no exista ningún capítulo del que
el hombre deba hablar tan seriamente como la actividad, sea cual fuere, que constituye
la ocupación y el placer de su vida; la herramienta con que obtiene ganancias o
rinde servicios; y que, de ser indigna, se hace sentir cual íncubo de mudas y
avarientas entrañas sobre los hombros de la humanidad laboriosa. Forzar
siquiera la nota sobre este punto podría inclinar la balanza a favor de la
virtud. Es de esperar que una numerosa y emprendedora generación de escritores
suceda y supere a la actual, pero mejor sería frenar la corriente y que la
nómina de nuestros viejos y honestos libros ingleses se cerrase antes de que
impresores codiciosos continuaran envileciendo una noble tradición y rebajando
a sus propios ojos una raza famosa. Mejor dejar nuestros silenciosos templos
vacíos que llenarlos de sacerdotes venales y fulleros.
Dos elementos concurren en la elección de cualquier forma de
vida: el primero, el gusto innato del elector; el segundo, que la actividad
elegida sea especialmente útil. Como cualquier otro arte, la literatura reviste
singular interés para el artista, y, en un grado que le es peculiar entre las
demás, es útil a la humanidad. Ambas son justificación bastante para el hombre
o la mujer que la adopta como quehacer de su vida. No me extenderé sobre el
asunto de los salarios. El escritor puede vivir de la literatura. Si no con
tanto lujo como dedicándose a otros oficios, con menos. La naturaleza del
trabajo que realiza durante el día contribuye a su felicidad más que la calidad
de los alimentos que toma por la noche. Sea cual fuere su vocación y por mucho
que al año le reporte, uno sabe de sobra que ganaría aún más engañando. Todos
tendemos a dar excesiva importancia a la posibilidad de pasar estrecheces; pero
tales consideraciones no debieran influir en la elección de aquello que ocupe o
justifique buena parte de nuestra existencia; y como el patriota, el misionero
o el filósofo, debemos elegir la profesión noble y sencilla en que sirvamos
mejor a la humanidad. La naturaleza, si se sigue con fidelidad, es madre
previsora. Una debilidad por el tintineo de las palabras lleva a un muchacho a
entregarse de por vida a las letras; con el tiempo, cuando adquiere mayor
gravedad, descubre haber elegido mejor de lo que pensara; descubre que si gana
poco, lo gana con creces; si recibe un salario escaso, su posición le permite
prestar considerables servicios; que en alguna medida está en sus manos
proteger al oprimido y erigirse en defensor de la verdad. El mundo está tan
amablemente organizado, son tales los bienes que pueden derivarse de un adarme
de confianza en uno mismo y tal es, en particular, la buena estrella de este
oficio de escribir, que deberían combinarse placer y ganancia para ambas
partes, y ser a la par tan placentero como tocar el violín y tan útil como un
buen sermón.
Nos estamos refiriendo a la literatura seria; y con los cuatro
grandes de nuestros mayores a quienes todavía rendimos admiración y respeto,
con Carlyle, Ruskin, Browning y Tennyson ante nosotros, sería cobarde
considerarla de entrada desde una perspectiva menor. Aunque no podamos seguir a
estos atletas, aunque ninguno de nosotros sea tal vez demasiado vigoroso, sabio
u original, sostengo que con cualquier obra literaria, por humilde que sea, nos
cabe hacer mucho bien o causar mucho daño. Puede que sólo deseemos complacer;
es posible que, a falta de mejores luces, nos conformemos con satisfacer la
ociosa y efímera curiosidad de nuestros contemporáneos; y es posible asimismo
que tratemos, aunque sea tímidamente, de instruir. En cualquiera de los tres
casos hemos de comerciar con ese insigne arte de las palabras que, al ser el
dialecto de la vida, penetra fácil y poderosamente en el espíritu de los
hombres; y siendo así, en cada una de estas facetas contribuimos a alimentar la
suma de sentimientos y de opiniones que se conocen bajo el nombre de opinión
pública o sentimiento popular. En estos tiempos de prensa diaria, el índice de
lectura de una nación modifica considerablemente su índice de expresión oral; y
ambas, la lectura y el habla, constituyen el medio más eficaz de educar a la
juventud. Un hombre o una mujer virtuosos pueden retener a cualquier joven
durante un tiempo en una atmósfera sana; pero a la postre, es el ambiente
contemporáneo el que domina sobre el común de las medianías. La frecuente
vileza corintia del periodista americano o del croniqueur parisiense, tan
fácilmente digerible ejerce una influencia negativa incalculable; tocan todos
los asuntos, y todos con la misma mano egoísta; inician a las cabezas jóvenes e
inexpertas en un espíritu indigno; surten a las mentes romas de citas
punzantes. El volumen de estas feas preocupaciones desborda el de las escasas
intervenciones de los grandes hombres; el desprecio, el egoísmo y la cobardía
se desparraman en grandes hojas sobre las mesas en tanto que su antídoto, en
pequeños volúmenes, reposa intacto sobre las estanterías. He aludido a los
americanos y a los franceses no porque sean más viles, cuanto por ser más
legibles que los ingleses; el daño que causan es más efectivo: en América,
debido a las masas; en Francia, al escaso número de lectores; pero también entre
nosotros se descuidan diariamente las servidumbres de la literatura,
diariamente se suprime o tergiversa la verdad y diariamente se degrada el
tratamiento de los asuntos importantes. No se considera al periodista como un
funcionario serio; pero estimad el bien que podría hacer por el daño que hace;
valga un solo ejemplo: el hecho de que cuando, en un mismo día, dos periódicos
de tendencia política opuesta vocean abiertamente una noticia determinada en
interés de su propio partido, nos sonreímos del descubrimiento (¡ya no es tal
descubrimiento!) como si se tratara de un buen chiste o de una estratagema
excusable. Mentir tan descaradamente apenas es mentir, es cierto; pero una de
las enseñanzas que profesamos transmitir a los jóvenes es el respeto a la verdad;
y no creo que semejante formación se vea coronada por el éxito mientras algunos
de nosotros cultivemos y el resto apruebe sin el menor reparo la falsedad
pública.
Dos obligaciones incumben a todo aquel que se adentre en el
mundo de la escritura: fidelidad a los hechos y vigor en el tratamiento. En
cualquier terreno literario, por humilde que sea para merecer tal nombre, la
fidelidad a los hechos es de vital importancia para la formación y el bienestar
de la humanidad, y tan difícil de guardar que el fiel que lo intente prestará
con ello cierta dignidad a su ser de hombre. Nuestros juicios se fundan en dos
elementos: primero, en las experiencias consustanciales a nuestra alma; pero en
segundo lugar, en los testimonios de la naturaleza de Dios del hombre y del
Universo que de forma diversa nos llegan desde el exterior. Estas formas
diversas pueden en su mayoría reducirse a una sola, ya que todo lo que
aprendemos del pasado y mucho de lo que aprendemos de nuestro tiempo nos llega
a través de los libros y de los periódicos, e incluso aquellos que no saben
leer aprenden de segunda mano gracias a esas mismas fuentes o a la información
de los que saben. De ahí que la suma de conocimientos o de ignorancia
contemporáneos del bien y del mal sea, en buena medida, obra de los que
escriben. Por fuerza han de advertir que el conocimiento de todo ser humano
responde, en tanto en cuanto sepan comprobarlo, a las circunstancias de su
vida; que ninguno se considera un ángel o un monstruo; ni tiene el mundo por un
infierno; y tampoco da en creer que todos los derechos se reducen a los de su
país y su casta, y todas las verdades a su credo de parroquia. Todo hombre ha
de conocerse a sí mismo para poder así enmendarse; ha de enseñársele lo que hay
fuera de él para que sea bondadoso con su prójimo. Nunca será un error decirle
la verdad, pues en su delicada situación, tejiendo con el paso del tiempo su
propia teoría de la vida, gobernándose a sí mismo, o alentando y reprobando a
los otros, cualquier pormenor tiene singular importancia para su conducta; y
aun si un hecho determinado le desalienta y corrompe, siempre será mejor que lo
sepa; pues en este mundo tal cual es, y no en un mundo más fácil merced a las
censuras de su formación, debe recorrer su camino hacia la ignominia o la gloria.
En suma, siempre es ocioso mentir; y nunca será acertado escamotear la verdad.
Acaso sea precisamente aquello que omitimos lo que alguna persona necesitaba,
porque lo que para uno sirve de medicina es para otro un veneno, y he conocido
hombres que se han sentido confortados por la lectura del Candide. Todo hecho
forma parte del gran rompecabezas que nos corresponde construir; y nada se pone
abiertamente en el camino del escritor que no guarde alguna relación sutil,
imperceptible para él, con el alcance y la totalidad de su objeto. Con todo,
ciertos elementos son infinitamente más necesarios que otros y con ellos debe
contender la literatura en primerísimo lugar. No es difícil distinguirlos, ya
que la naturaleza, una vez más, actúa de guía; y los elementos necesarios
debido a su eficacia son aquellos que revisten mayor interés para el espíritu
natural del hombre. Aquellos coloreados, humanos, pintorescos, y enraizados en
la moral, y aquellos otros claros, indiscutibles, que forman parte de la
ciencia, son por sí mismos de capital importancia, seducen por su interés y
resulta útil transmitirlos. Mientras el escritor se limite a narrar, habría de
hablar principalmente de éstos. Hablar de los elementos amables, hermosos y
sanos de nuestra existencia; y sin escatimar en su relación los males y
tristezas de nuestro tiempo, conmovernos mediante ejemplos; aludir a las gentes
sabias y virtuosas del pasado, emocionarnos mediante analogías; y de todos
ellos habría de hablar con sobriedad y franqueza, sin glosar defectos, para que
no desconfiemos de nosotros mismos y nos hagamos exigentes con nuestro prójimo.
Por ello la literatura contemporánea, aunque efímera y frágil, mueve en la
sensibilidad de los hombres los resortes del pensamiento y la bondad, y les
sirve de apoyo (pues es fácil apoyar a quienes emprenden el viaje) en su camino
hacia la justicia y la verdad. Y si en modo alguno produce este efecto, ¡cuánto
más podría hacerse de quererlo los escritores! Ninguna biografía de cuantas se
recogen en los anales del pasado dejará, si es debidamente estudiada, de
sugerir o prestar ayuda a algún contemporáneo. Y no existe ninguna encrucijada
en los asuntos actuales de la que todavía no pueda decirse algo útil. Incluso
el periodista cumple una función y, con una mirada lúcida y un lenguaje
sencillo, puede revelar injusticias y señalar el camino hacia el progreso. Por
último: en todo relato hay una sola manera de mostrarse inteligente, y es
siendo preciso. La vivacidad es una virtud secundaria que presupone la primera;
pues producir vívidamente una impresión falsa sólo es hacer más conspicuo el
fracaso.
No obstante, un suceso puede contemplarse desde distintos
puntos de vista; puede ser referido con ira, lágrimas, risas, indiferencia o
admiración, y el relato, en consonancia con estos sentimientos, se convertirá
en algo distinto. Los periódicos que en su día informaron sobre el regreso de
nuestros representantes en Berlín, aun cuando no difirieran en los hechos como
tales, se apartaron unos de otros considerablemente en su espíritu; de tal modo
que una de las descripciones fue una segunda ovación y la otra un insulto
prolongado. En toda obra literaria el argumento es un factor trivial, y el
punto de mira del escritor, por ser menos discutible, es mucho más importante
que cualquier otro. Ahora bien, este espíritu que anima el argumento,
importante en todo género de obras literarias, adquiere máximo relieve en las
obras de ficción, meditación o alabanza; pues no sólo les da color, sino que
también selecciona los pormenores; no sólo modifica, sino que conforma la obra.
De ahí que en una vastísima extensión del terreno literario la cordura o la
demencia del escritor, o un pasajero talante humorístico, constituyan no sólo
las líneas maestras de su obra sino también lo único que, en rigor, puede
comunicarnos. En su sentido más amplio, toda obra de arte transmite primero la
actitud del autor, sin menoscabo de que en ella se halle implícita toda una
experiencia y una teoría de la vida. El autor que ha mendigado su pensamiento y
reposa en una fe de estrechas miras no puede, aunque quiera, expresar la
totalidad o siquiera diversas facetas de esta variada existencia; pues,
llevando una vida limitada, no admite algunas en su teoría, del mismo modo que
sólo de forma imprecisa y desganada las reconoció en su experiencia. De ahí la
inhumanidad, ruindad y bajeza de las obras religiosas sectarias; de ahí las
limitaciones, afines aunque diferentes, de las obras inspiradas por el espíritu
de la carne o por ese gusto detestable por la alta sociedad. Por ello la
primera obligación del hombre que se ponga a escribir es intelectual. A
sabiendas o no, se ha constituido en guía de la inteligencia de los hombres, y
debe procurar conservar la suya ágil, generosa y lúcida. Todo, salvo los
prejuicios, debe tener en él un portavoz; debe ver el lado bueno de las cosas;
guardar silencio cuando sospecha que no comprende algo cabalmente; y reconocer
desde el principio que sólo tiene una herramienta en su taller, y esa
herramienta es la solidaridad. [El ejemplo admirable para todos los escritores
jóvenes de la generosa solidaridad literaria de Swinburne merece, cuando menos,
una nota. No vacila en reconocer el mérito, ya en Dickens o en Trollope, ya en
Villon, Milton o Pope. Esta es la actitud en la cual deberíamos todos
perseverar no sólo en la crítica, sino también en todas las facetas de la
actividad literaria.]
La segunda obligación, más difícil de precisar, es de orden
moral. A la mente afluyen mil humores diferentes en torno a los cuales, cuando
se destacan, tiende a sedimentarse alguna forma de literatura. ¿Debe permitirse
esto? Ciertamente no en todos los casos, pero sí en más de los que los puristas
quisieran. Sería de desear que toda obra literaria, y especialmente toda obra
de arte, surgiera de impulsos racionales, humanos, vigorosos y saludables,
fueran cómicos o trágicos, religiosos, humorísticos o románticos. Con todo, es
innegable que muchos libros valiosos son parcialmente demenciales; algunos,
sobre todo religiosos, parcialmente inhumanos; y muchos tienen un cariz malsano
e impotente. No odiamos una obra maestra porque nos protejamos de sus máculas.
A fin de cuentas, no buscamos sus defectos, sino sus virtudes. Ningún libro es
perfecto, ni siquiera en su concepción; pero muchos causan las delicias del lector,
le hacen mejor y le reconfortan. Los salmos hebreos constituyen la única poesía
religiosa que ha existido sobre la faz de la Tierra; sin embargo, sus salidas
de tono hieden a hombre de carne y hueso. Alfred de Musset era una naturaleza
retorcida y venenosa; cuando le acuso de tener un mal fondo, me limito a citar
a ese frívolo y generoso gigante, el viejo Dumas; empero, cuando le impulsaba a
escribir un sentimiento estrictamente creativo, podía ofrecernos obras como
Carmosine o Fantasio, en las cuales se diría que había vuelto a encontrar, para
pulsarla y deleitarnos, la última nota de la comedia romántica. Tengo para mí
que cuando Flaubert escribió Madame Bovary pensaba principalmente en una
especie de realismo malsano; pero ¡ved cómo en sus manos el libro se convirtió
en una obra maestra de sobrecogedora moralidad! Y lo cierto es que cuando un
libro se concibe en un estado de tensión extrema, con el alma a nueve veces su
potencia, nueve veces encendida y electrizada por el esfuerzo, nuestra condición
es aprehendida con tanta amplitud que, por más que el diseño principal pueda
ser trivial o mezquino, no deja de transmitir alguna verdad o belleza. La
dulzura se desprende de la fuerza; pero una idea mediocre mal ejecutada es
mediocre de principio a fin. Y esto no alentará a amanuenses patizambos, de
muñeca frágil, que deben tomarse su trabajo a conciencia o avergonzarse de
practicarlo.
El hombre es imperfecto; mas, en su literatura, debe
expresarse a sí mismo sus opiniones y preferencias; porque hacer cualquier otra
cosa sería correr un riesgo más peligroso que el de ser inmoral; sin duda, el
de ser un embustero. Disfrazar un sentimiento, incluso si es bueno, es
convertirlo en un travestido; no nos será útil. Ocultar un sentimiento, si uno
está seguro de poseerlo, es tomarse libertades con la verdad. Posiblemente todo
punto de vista al alcance del hombre cuerdo contenga alguna verdad y sea, en el
contexto adecuado, de provecho para la especie. No temo a la verdad, si hay
alguien capaz de decírmela, pero sí a las medias verdades impertinentemente
pronunciadas. Hay un tiempo para la danza y un tiempo para el lamento; un
tiempo para ser brusco y otro para ponerse sentimental; para ser ascético como
para glorificar los apetitos; y el hombre que sepa combinar en su obra estos
extremos, en el momento y la proporción justos, habrá dado con la obra maestra
tanto del arte como de la moral. La parcialidad es inmoral; pues yerra todo
libro que ofrezca una visión tergiversada del mundo y de la vida. El problema
radica en que el débil deba ser parcial; la obra de uno es deprimente y
deletérea; la de otro, barata y vulgar; la de un tercero, de una sensualidad
epiléptica; la de un cuarto, de un amargo ascetismo. En literatura, como en
nuestra conducta, nunca podemos esperar haber acertado completamente. Lo único
que podemos hacer es asegurarnos lo más posible; y para ello sólo existe una
regla: no hacer precipitadamente aquello que puede hacerse despacio. De nada
sirve escribir un libro y dejarlo reposar durante nueve o incluso noventa años;
pues durante su redacción sólo parcialmente te habrás convencido a ti mismo; la
postergación debe preceder a cualquier comienzo; y si meditas sobre una obra de
arte dale una y mil vueltas al asunto y asegúrate de que te agrada su sabor antes
de elaborar un volumen que conserve el mismo gusto de principio a fin; si te
propones entrar en el campo de la controversia, debes primero reflexionar sobre
la cuestión bajo toda suerte de circunstancias, en la salud y en la enfermedad,
en la alegría y en la tristeza. Este análisis riguroso, imprescindible para
cualquier forma de escritura solidaria y veraz, hace del ejercicio del arte una
noble y prolongada enseñanza para el escritor.
Entretanto, queda mucho por hacer, mucho por decir y repetir
una y mil veces. Toda obra literaria que suministre hechos fidedignos o
impresiones placenteras presta un servicio a la comunidad. Servicio del que
incluso puede estarse agradecidamente orgulloso de haberlo prestado. Las más
insignificantes novelas son una bendición mejor que el cloroformo para quienes
pasan por un mal momento. La vida de nuestro buen capitán de barco halló
justificación cuando Carlyle alivió su espíritu con The King's own o Newton
Forster. Deleitar es servir; y si no es difícil instruir y entretener a la vez,
sí lo es, en cambio, conseguir plenamente lo primero sin lo segundo. Alguna
circunstancia del escritor o de su obra aflora incluso en el más insípido de
los libros; y leer una novela que fue concebida con un cierto vigor multiplica
nuestras experiencias y ejercita nuestra solidaridad. Todo ensayo, todo poema,
todo artículo, todo entre‑filet, está abocado a penetrar, aun efímeramente, en
el espíritu de una parte de la comunidad y colorear, siquiera de forma
pasajera, sus pensamientos. Cuando corresponda discutir algún asunto, cualquier
escriba de la prensa tiene la valiosa oportunidad de iniciar la discusión con
un espíritu digno y humano; y si hubiera en nuestra prensa un número suficiente
que lo hiciera así, ni el público ni el Parlamento tendrían por qué caer en los
pensamientos más mezquinos. Acaso el escritor tropiece de paso con un tema
sugestivo, ameno, tonificante, aunque sea así para un solo lector. Sería, por
cierto, muy desdichado si no convenciera a ninguno. Además, tiene la posibilidad
de dar con algo que sea comprensible para una inteligencia mediocre; y que una
inteligencia mediocre lea por una vez y comprenda, constituye un hito memorable
en su formación.
Nos encontramos, pues, con una tarea que merece la pena y
que debe intentarse hacer bien. Por ello, si me dispusiera a recibir en nuestro
oficio a un contingente considerable, no sería en virtud de un sueldo mejor,
sino porque fuera un oficio en buena y gran medida útil; que todo comerciante
honrado pudiera, con sus solos esfuerzos, hacer más útil aún para la humanidad;
que fuera difícil hacerlo bien y posible mejorar con los años; que exigiera de
sus practicantes una reflexión escrupulosa, convirtiéndose así en una enseñanza
perpetua para las naturalezas más nobles; y que, fuera cual fuese su
retribución, siguiera estando mal retribuido en la gran mayoría de los mejores
casos. Porque a buen seguro que a estas alturas del siglo diecinueve, nada hay
que un hombre honrado deba temer con mayor recelo que ganar y gastar más de lo
que se merece.
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