En una hermosa tarde de primavera (para mí, la estación más
linda) viajé hacia donde mis abuelitos vivían, un lugar pequeño, pero con
grandes personas.
Mis
abuelitos se amaban como la primera vez,
cuando se habían conocido, o con mayor intensidad. La de ellos era una
historia digna de un cuento de hadas. Siempre llevaban una gran sonrisa en su
cara, inclusive caminaban de la mano juntos y no se separaban por nada.
Yo soñaba
con encontrar a un amor así, una persona que llenara mi vida de colores, que
alegrara mis días, que estuviera conmigo en las buenas y en las malas, que
fuese la luz de mi existir, y que con sus caricias hiciera brillar mi vida.
Cierto día de mi estadía, pregunté a mis
abuelitos cómo hacían para ser felices y que nada los quebrantara. Entonces, mi
abuelo me dijo:
- El amor, el verdadero amor, es aquel que permanece intacto
con el tiempo.
Mi
abuelita sonrió tiernamente y miró a los ojos a mi abuelito diciendo:
- Porque el amor es eso, envejecer amándose…
¡Esas
palabras fueron tan inspiradoras, tan dulces para mí!. Yo me sentía feliz al
lado de ellos, en un ambiente muy tranquilo y armónico, diferente a lo que
sucedía en mi casa, donde mis padres sólo pasaban el tiempo discutiendo.
A
veces, sentía que la magia del amor se había apagado en ellos, aunque trataran
de disimularlo, yo ya estaba grande y me daba cuenta.
Muchas
veces fui feliz, pero otras, lloraba en mi cuarto pues mis padres no se
acordaban de mí, no me llamaban ni siquiera para preguntarme cómo estaba. Para
mi fortuna, mi abuelita siempre me
consolaba y me decía que seguro era porque estaban ocupados, trabajando, con
muchas cosas que hacer.
Un día,
salí a caminar al campo y distraerme un poco, compré helado y me divertí mucho
viendo a otros niños jugar. Pero cuando regresaba a casa recibí una llamada que
cambiaría mi vida… Me decían que mis padres habían muerto en un accidente de
tránsito, mientras discutían.
En ese
momento todo se derrumbó para mí y lo único que atiné a hacer fue sentarme en
la calle a llorar desconsoladamente. Las
personas pasaban y me miraban llorar, pero nadie se detenía, nadie imaginaba el
enorme dolor que llevaba dentro. Hasta que un joven se detuvo, se sentó junto a
mí y me preguntó por qué estaba llorando. Yo sólo le dije que se fuera, que no
hablaba con desconocidos. Sin embargo, tanta fue la insistencia de aquél joven
que logró que le contara lo que me había sucedido. Entonces se conmovió, me
abrazó y luego me dijo:
- Ya no llores. Tus padres estarán en un mejor lugar, con
Dios en el cielo; desde allí velarán por tus sueños y guiarán tu vida. Sólo hay
que creer y tener fe.
Luego, me llevó a
mi casa. Mis abuelos le agradecieron lo que había hecho por mí. Parecía ser un
extraño, pero me inspiraba confianza, tranquilidad.
Así fueron
pasando los días y tuve que hacerme fuerte para poder superar lo que me había
pasado. Siempre recordaba a ese joven que me había dicho palabras muy sabias.
Por cierto, no sabía nada de él, ni siquiera le había preguntado su nombre…
Después de
un tiempo, mis abuelitos me propusieron que continuara mis estudios en un
colegio cercano, y yo acepté pues me encantaba aprender cosas nuevas y me
ayudaría a mantener mi cabeza ocupada.
Cuando iba
caminando con mucha expectativa al lugar en el que se construiría el
conocimiento, donde conocería gente nueva, casi sin fijarme tropecé con un
joven que se dirigía al mismo lugar que yo.
- Me alegra
que ya estés mejor- me dijo. Y enseguida reconocí su voz. La vida parecía
querer volver a juntarnos, hacernos coincidir.
Me
reconfortó volver a escuchar sus palabras y le respondí con una sonrisa cuando
me preguntó mi nombre:
- Victoria-
le dije.
- Así como lo
indica tu nombre, debes triunfar en la vida, luchar siempre y no dejarte
vencer.
Con el
correr de los días en clase nos fuimos convirtiendo en amigos inseparables y
podría decir que según mi deseo también en algo más que eso.
Ese joven
tenía algo especial. Era diferente a los demás, único. Sabía siempre lo que me
pasaba y podía contenerme, me hacía compañía y me apoyaba.
A medida
que la relación crecía había logrado
convertirse en el hombre de mis sueños pero no podía decírselo porque temía
perder su amistad. Me bastaba con que fuese mi amor platónico. Sin embargo, él
se adueñaba cada vez más de mis más dulces anhelos y sentimientos.
Entonces,
decidí tratar de alejarlo de mis pensamientos y de mi corazón, pero me resultaba imposible. A menudo me
descubría con la mirada perdida pensándolo una y otra vez.
Cierto
día, mis abuelos comenzaron a preguntarme
qué había cambiado en mí … estaba diferente. ¡Claro!. ¡Me había
enamorado!!! ¡Como ellos! ¡Me había enamorado!!!.
En medio
de este sentimiento nuevo para mí, por las noches recibía un mensaje que decía:
“Dormiré temprano para soñarte más temprano aún”.
Una mañana,
el joven dijo que quería hablar conmigo y tomándome de las manos y de rodillas,
como se hacía antes, me preguntó si quería ser su novia.
Me juró
amor eterno, me hizo dueña de todas sus ilusiones y ansias, luego me abrazó y
me besó. Guardaré el recuerdo de aquel momento en lo más profundo de mi
corazón.
Mis
abuelitos estaban contentos. Veían a aquel joven como alguien caído del cielo
que había venido a hacerme feliz.
Desde
entonces nos hicimos inseparables. Caminábamos de la mano, compartíamos nuestros
sueños e ilusiones, nos mirábamos por horas diciendo lo mucho que nos amábamos
e intercambiábamos promesas de amor.
Fuimos
novios muchos años, ocho exactamente, los mismos que marcarían mi vida y mi
existencia. Nuestro amor parecía bendecido; era como el de los cuentos de
hadas.
Una hermosa
noche estrellada, Emmanuel me llamó, me citó en el parque junto al lago y me
pidió matrimonio. Me dijo que era el amor de su vida y las lágrimas no tardaron
en aparecer. La felicidad colmaba todo mi ser.
El día de
nuestra boda debía ser el más feliz de mi vida; sin embargo, sentía que algo
oprimía mi corazón. Pensé que simplemente eran nervios, pero cuando iba para la
Iglesia recibí una extraña llamada que me decía en un tono que más tarde
entendería como despedida:
- Te amaré
infinitamente. Mi amor por ti no conoce tiempo. Pase lo que pase siempre
estarás en mi corazón.
En el
camino, cuando estaba próxima a llegar a la Iglesia, noté que algo sucedía ya
que había gente aglomerada en la calle. Un dolor profundo, un presagio, un
temor invadía todo mi ser al tiempo que comenzaba a ver aquello que no hubiera
querido nunca. El carro en el que viajaba Emanuel, mi novio, mi futuro esposo,
había tenido un accidente y él había muerto en el acto.
Mi mundo
se derrumbaba otra vez. Lloré junto a mi amado. Parecía estar viviendo una
pesadilla de la que quería pronto despertarme. El mundo no era el mismo sin él:
el sol no brillaba, la noche era oscura y mi interior estaba en penumbras.
Cuando
parecía que ya no había salida, que no valía la pena seguir, que el amor se
había acabado, cuando había decido que ya no quería seguir viviendo, él
apareció una vez más, para salvarme.
Dicen que
en la vida todos tenemos un ángel de la guarda, que nos acompaña siempre, que
está justo detrás de nosotros sosteniéndonos, o a un costado llevándonos de la
mano, o delante mostrándonos el camino.
Porque el amor verdadero, una vez que se conoce, nunca muere. Porque si
no es en esta vida, tal vez sea en otra, pero ese amor inmenso siempre nos
acompañará.
De a poco,
desapareció entre la nada. Pero me dejó la esperanza de ese gran amor, la
ilusión, las ganas de seguir y de trascender esta vida con toda la fuerza de mi
nombre. Sentí a Dios y viví con la fe que me transmitió que algún día nos volveríamos
a encontrar, es decir, volvería a encontrarme con un gran amor.