La vida puede ser muy dura para esos que apenas nacen ya no
le importan a nadie. Hay que ser muy guapo para bancarse esa realidad. Lo pensó
una vez más mientras lo preparaban para el combate. Cuando uno no tiene nada (o
casi) que perder, es más fácil soportar los golpes de la vida, y hacerse
fuerte. La vida… eso es lo único que se tiene para perder. Así que hay que
aferrarse a ella, con las uñas si es necesario, para que no se escape, la muy
roñosa.
Roña le estaba
buscando ese hijo del mal que lo miraba al otro lado del patio, revoleando el
cogote, entrando en calor para lo que vendría después. Se hacía el gallito,
pavoneándose frente a la peonada, yendo de un lado al otro, como quien se cree
mejor que cualquiera. Que siguiera así, dentro de un rato iban a jugar al
gallito… y gallito ciego iba a quedar.
Él no se
pavoneaba. Él se erguía recto, fuerte, duro, como la vida. Él era El Guapo, y
le hacía honor al nombre sin ningún changüí. Ya de muy chico había tenido que
mostrar fortaleza, como el día en que surgió una disputa con uno de sus
hermanos mayores que se hacía el vivo con su comida: se le plantó, lo fajó de
lo lindo y el taimado terminó perdiendo un ojo, ante la vista impasible de su
madre. Ahí fue cuando el patrón se dio cuenta que él tenía otras cosas para
dar, que no era uno más. Ese mismo día se lo llevó, y lo empezó a preparar.
Preparar para
carnicerías como la que estaba a punto de empezar, en esos galpones perdidos en
el medio de la provincia, en esas veladas nocturnas de combates ilegales cerca
de los esteros, uno tras otro, tras otro, tras otro irían cayendo, hasta que sólo
uno de los que peleaban se iría caminando sobre sus dos patas.
Hasta ahora El
Guapo siempre había salido caminado. Cuando la vida no te trata bien, o te
hacés fuerte o le das de comer a la indiada. Tenés que demostrar que servís
para algo más que el resto, que podés aportar otras cosas. Sangre, ferocidad,
violencia, ira, muerte… él tenía mucho de todas. Lo dejó en claro cuando lo
enfrentaron a otros más grandes y curtidos que él en los entrenamientos:
siempre se los tenían que sacar antes de que les arrancara el cogote a los muy
taimados. Se pensaban que porque era jovencito le iban a cortar las alas.
¡¡¡Pues no señor!!! Y se iban rotos, para que les emparcharan los agujeros por
los que se les filtraba la vida a gotones.
Agujeros. Buscó
hacerle uno rápido a su rival de hoy, El Carnicero, pero no tuvo suerte, lo
esquivó fácil y cuando se quiso acordar, él mismo estaba a la defensiva
tratando de esquivar los golpes, moviéndose de un lado al otro, saltando y
cambiando el paso para volverse imprevisible.
Siempre funcionó
eso: era veloz, era impetuoso, se los llevaba por delante a los que le ponían
en los primeros combates, no le duraban nada, y muy de a poco fue saliendo de
la inmundicia del fondo del rancho en el que jugaba de local, para ir visitando
otras taperas donde reventarse la jeta con el matungo de turno, ese que siempre
venía “invicto”, y se iba desplumado.
Hoy chocaban dos
invictos, el de larga data era él, el nuevito era el otro. Y mal que le pesara
se estaba notando que la mano había cambiado. El muy maula era veloz y
escurridizo: cada vez que El Guapo avanzaba, El Carnicero lo frenaba en seco
con un cabezazo, y le llovían los golpes sin respiro.
Siempre él había
sido la sorpresa, como cuando fue de punto al festival ese en la Capital, a
escondidas de la Ley, para variar. Se fue comiendo a los pebetes uno a uno, los
dejó tirados a todos y si no ganó la final, fue porque llegaron los milicos y
se llevaron a todos presos. Él y su entrenador corrieron y safaron de tener que
abrir el pico y cotorrear en detalle sobre lo que hacían.
El pico que le
quería cerrar a El Carnicero se empezaba a ver borroso. Parecía que no, pero se
fue dando cuenta de todos los golpes que había recibido por la sangre que iba
salpicando la tierra. Los de afuera gritaban como condenados, ya se acercaba el
final del combate: cuando los energúmenos se ponen así es porque ven que la
sangre está hablando y que su ganancia o pérdida está a punto de aumentar. Y
cuando se apuesta fuerte, se apuesta todo.
Nadie apostaba más
fuerte que él. Ya ahora, que tenía unos cuantos años de profesional en ese
circuito mugroso de peleas clandestinas, sabía interpretar perfectamente cuando
la mano venía dulce y hasta tenía tiempo de cacarear antes de liquidar la
faena, lucirse un poco y subir el copete. Y cuando la mano venía torcida. Como
hoy. Aunque se torcía siempre para el otro, y ahora se le estaba torciendo a
él.
Ya no veía. Capaz
porque esa masa con sangre a sus patas era su ojo derecho, y el izquierdo no
estaba mejor. El Carnicero lo estaba faenando de lo lindo. Pero él era Guapo, y
se bancaba todas, hasta la derrota inminente. Juntó coraje, que de eso siempre
tenía para dar, guardar y repartir. Se mandó para el frente con todo en un
intento valiente enardeciendo a la negrada, que ya lo había visto pelear muchas
veces, y esperaba esa corrida veloz del final para sorprender al otro y sacarle
la victoria del buche. Pero se ve que El Carnicero también la esperaba, pegó un
salto de la santa madre, le cayó encima del lomo y lo molió a golpes. El
coraje, los huevos, las agallas habían quedado lejos a la distancia. Ahora
reinaba el dolor y apestaba la muerte. En el charco de su sangre, respirando
como podía, mientras las tripas se le escapaban, oyó que había nuevo campeón en
la zona, y no era Guapo, era Carnicero. Y de yapa, escuchó:
- ¡Qué malaria,
don Tabaré! Le mataron al campeón, se le terminó la racha.
- Y bueno, m`hijo,
las rachas están para romperlas. Bastante me dio de comer el gallo éste. Y en
un rato lo va a hacer una vez más. Se lo llevo a la patrona para el puchero…
ja, ja, ja.
La vida puede ser muy dura,
para esos que apenas nacen ya no le importan a nadie. Hay que ser muy guapo
para bancarse esa realidad.