sábado, 30 de marzo de 2019

Para entender un poema - Por Hugo Mujica

    Antes de encarar el tema de la particularidad de la lectura de un poema, empecemos por afuera,  por nosotros,  los lectores. Sin duda hay un situarse ante todo y, también sin duda, cada situación pide ella misma una manera distinta de ser abordada. En cuanto a la lectura, es evidente que no es lo mismo tener ante los ojos un diario que la "Divina Comedia", un manual de computación que un libro de poemas... Sólo si tenemos una actitud propia para cada encuentro, cada encuentro nos podrá revelar lo propio de sí.
Desde Aristóteles hasta nuestros días, "comprensión estética" y "desinterés" son dos conceptos indisociables para la mayoría de las teorías sobre el arte: "el arte es un objeto de contemplación y no de necesidad", decían los medievales y, siglos después definía así otro filósofo el gozo ante lo artístico: "un placer desprovisto de todo interés".
Contemplación y desinterés que podríamos reunir en una actitud: dejar que lo que está ante nosotros, el poema o la música, la pintura o la vida toda, sea lo que es sin manipularla, sin buscarle el provecho o la utilidad, simplemente contemplarla, escucharla, dejarla ser... dejarla decirse. Un río -para ilustrar lo que acabamos de afirmar- no se dice, no se manifiesta de la misma manera al sediento que se pregunta por la potabilidad de sus aguas que ante el ingeniero que busca determinar su caudal energético, menos aún ante quien, desinteresadamente, deja al río ser río: movimiento, reflejo, sonoridad... voz. Deja que el río sea río, sea lo que él es para sí mismo, no lo que es para mi necesidad. El sediento congela al río espejo de su sed, el ingeniero evalúa su utilidad, sólo el contemplativo recibe al río, lo acoge: se abre ante él. Es esta última actitud la que reclama y por la que clama la poesía, que reclama para ser el inicio de una experiencia y no la conclusión de un razonamiento. La actitud esencial ante un poema, para que él nos hable, nos entregue su esencia poética, no es buscar sacar algo, sea una definición, un concepto o una respuesta, sino la de abrirse al poema como ante una totalidad, un mundo verbal que se conjuga en sí mismo, dentro de sí. Es saber que la poesía no describe al mundo, inscribe un nuevo mundo, abre perspectivas, alternativas... instaura nuevos sentidos. Los crea.
Acabo de decir sentidos, no significados; la pregunta sobre qué dice la poesía no es la pregunta sobre el significado sino sobre el sentido, es aquello que no dicen las palabras pero se dice en las palabras, aquello que más que decirse hace que lo diga yo. No se trata de qué dice la poesía sino qué me hace decir sobre mí, sobre el mundo, la vida: no qué dice sino qué enciende, qué alumbra. Tampoco se trata de sacar algo de un poema, de quedarme con una idea, se trata que me saque, me saque del mundo mental en que solemos encerrarnos. Me saque del mundo pragmático y utilitario para ponerme en otro lugar: ponerme en un mundo abierto, o en lo abierto del mundo que es lo que la poesía expresa, expresa y abre, expresa abriendo.
Como cada hombre o mujer vibra con una música distinta, se conmueve ante un paisaje diferente, también la poesía, como todo, es múltiple en su expresión, generosa en su entrega. Debemos buscar la propia, el poeta que nos habla, aquél, aquellos, con los que entonamos, aquellos con los que afinamos nuestro oído a su música: aquellos cuya poesía nos nombra.
Un poema se lee como se escucha una sonata o como se mira el mar, sin para qué, no buscando que nos informe sino esperando que nos transforme. Para que la poesía se diga, en definitiva, no hay que entenderla sino dejarla resonar, abrirse a ella, y en ella, abrirse en el espacio que ella misma convoca con su propia voz. Realizar y realizamos en esa actitud, que llamaría una enseñanza de la pasividad.
Pasividad que, en su inacabable dilatación, culmina en una poética de la receptividad, culmina en la mayor y más difícil actividad: escuchar.