domingo, 29 de diciembre de 2013

Una noche de Enero - Por Jorge Dágata

Aunque me cueste, voy a contar lo que vivimos Alicia y yo aquella vez, sólo porque no soporto callarlo por más tiempo. Es como un tumor que llevo adentro. Año tras año se ha ido pudriendo y yo con él: a veces lo siento en la boca del estómago y ando días enteros sin probar comida; otras se me sube a los pulmones, el aire me parece apestado y se me hace imposible respirar; me tortura durante noches enteras y al día siguiente voy a mis cosas tan agotado como si volviera de una guerra.
            Creo que a Alicia le está pasando algo similar, porque al cruzarme con ella la noté lánguida, triste, como si la vida ya le pesara a los cuarenta.
            Fue una noche a mediados de enero, cuando éramos novios y la pasaba a buscar por la quinta de sus padres, que todavía está en pie aunque cambió de dueños. Dábamos una vuelta por el centro, tomábamos un helado, mirábamos vidrieras y si encontrábamos amigos nos quedábamos a charlar bajo los tilos, en un banco de la plaza.
            En aquellos tiempos las calles parecían tranquilas. Casi todos nos conocíamos y se podía andar a cualquier hora y hasta dejar las puertas de la casa sin llave, como costará creerlo ahora.
            Nos preparábamos para el gran festival, el que desde hacía unos años ocupaba tres o cuatro noches de las primeras de febrero. Se iluminaba un espacio del cerro abierto al cielo, una antigua cantera, y desfilaban por su escenario los artistas más renombrados de la época, hasta clarear y más también. La Negra Sosa, bien enraizada en la tierra, los Indios Tacunau, con esa Marcha de San Lorenzo que nos hacía vibrar las cuerdas del corazón, Horacio Guarany, que amanecía de pie sobre una mesa cantándole a un vaso, Larralde, consagrado ahí mismo con su Quimey-Neuquén...   Una multitud llenaba las piedras con sus mantas y el mate infaltable. Desde ese hueco que hacía de caja, la música y el canto resonaban a muchas cuadras de distancia. Sólo los cubrían de vez en cuando los aplausos y aclamaciones con que se premiaba una buena actuación. Hasta recibíamos turistas que se surtían de golosinas en una confitería en cuyo frente habían escrito, en grandes letras, debajo del nombre del pueblo:


                                                ¿Quién no te quiere?
                                                ¡Sólo quien no te conoce..!


            Y así era.
            Habían pasado los festejos de fin de año, Reyes, y se acercaba el otro, el que esperábamos disfrutar plenamente porque el verano, de tan tranquilo, se volvía un poco bastante aburrido.
            Por suerte la tenía a Alicia. Era alegre, tan fresca con sus dieciséis años, con esas ganas de salir a bailar y su facilidad para soltarse cuando encontrábamos la oportunidad de estar solos.
            Allá íbamos, subiendo por la calle lateral al cerro, hacia el tanque de agua que abastecía al pueblo. Era una mole poligonal de cemento, gris, que interrumpía el cerco alto de alambre con que se impedía entrar durante las noches de fiesta. O se intentaba impedir, porque doy fe que muchos traviesos de entonces se avergonzarían hoy de confesar que asistieron más veces de las que pagaron la entrada. Para el resto del año los vecinos abríamos huecos, pero el celo de los organizadores ya los había clausurado con alambres de púas.
            Así que nos quedamos bajo una planta de laurel muy desarrollada que nos ocultaba por completo. Era mejor entre las piedras del cerro, más íntimo, pero no estaba nada mal el colchón de césped abajo y arriba el cielo despejado, el aire tibio sobre la piel. Alicia me transportaba a otro mundo y yo a ella, a un tiempo que no era tiempo y pasaba sin darnos cuenta hasta que ella recordaba que debía volver a su casa.
            Al costado de la calle se abría un zanjón con el piso de tosca dura, por el que solía correr el agua noches y aún días enteros, cuando las bombas sin control seguían funcionando y el tanque desbordaba. Era nuestro balneario de chicos y esa vez el murmullo del torrente agregaba un encanto más al sitio perfecto de nuestro amor.
            Nos disponíamos para salir, pero vimos que un auto con las luces apagadas se detenía cerca del tanque. Nos escondimos detrás del laurel, pensando que era otra pareja detenida por el cerco. Pero no. Era un Falcon oscuro y bajaron de él tres hombres. Uno daba órdenes y los otros dos abrieron el baúl y arrastraron un bulto hasta la escalinata de hierro que conducía a una claraboya cuadrada, cerrada por una chapa, por la que se accedía al interior del tanque. Estábamos tan cerca que nos dimos cuenta de que se trataba de un cuerpo humano. Uno de los hombres lo cargó al hombro, trepó con bastante esfuerzo, descorrió la chapa y lo arrojó al agua. Hicieron lo mismo con otro bulto que sacaron del baúl, mientras el que daba las órdenes se quedó sentado en una piedra enfrente de nosotros y se puso a fumar tranquilamente. El que había subido al segundo muerto, agitado, se paró ante él y le preguntó:
            -¿Qué hacemos con ese, teniente? -mientras señalaba al auto.    Levantó la cabeza, exhaló una bocanada y se sonrió de una manera muy extraña, pasándose la lengua por los labios.
            -Mándenlo adentro, también. ¡Que se refresquen todos estos! –creo que al decirlo señalaba aguas abajo.
            -¿Así nomás, teniente?
            -¿Y qué te parece, pelotudo? ¿Ya te cansaste? –se había levantado, amenazante.
            El que no había intervenido en la conversación fue al auto, abrió la puerta trasera y se colgó al hombro un joven que parecía adormecido. No debía tener más de veinte años. Lo llevó caminando hasta el pie de la escalera. Cuando pasaron a nuestro lado pude sentir que el muchacho respiraba con dificultad y se quejaba débilmente. Tenía la cara amoratada, el torso desnudo y los pantalones ensangrentados.
            El teniente extrajo un arma, lo sostuvo de los pelos mirándolo de frente y le disparó un tiro en el pecho. El que había discutido con él lo subió hasta el agujero y lo arrojó al agua. Los tres volvieron al auto y se alejaron. Unos metros más allá encendieron las luces y desaparecieron.
            Alicia temblaba entre mis brazos. Creo que tenía convulsiones. Bajamos la cuesta a los tropezones y antes de llegar a la esquina tuvimos que detenernos porque comenzó a hacer arcadas y vomitó el helado. No supimos qué decirnos, ni esa noche ni los días que siguieron.
            Todo parecía igual: la gente, los preparativos. Nosotros estábamos cambiados. Nos hablábamos poco; cada uno sabía lo que el otro pensaba, pero no pasábamos de esos diálogos tontos que no llevan a nada:
            -¿Qué te parece?
            -No sé...
            Por primera vez desde que éramos novios dejamos de vernos algunos días, como si nos tuviéramos miedo.
            Lo mío, además de eso, era curiosidad. Daba rodeos para evitar el tanque, lo que me obligaba a caminar unas diez cuadras de más cada noche. Pero no podía eludir un impulso que me atraía a esa abertura siniestra de nuestro secreto. Una tarde me compré una linterna de bolsillo, dejé a Alicia cuando caía el sol y enfilé para el cerro. Debí disimular tan mal que cualquiera que me viera caminar, apretando la linterna en una mano y mirando al suelo, hubiese sospechado que estaba por cometer un crimen.
            Llegué al pie de la escalera y después de mirar varias veces alrededor trepé como lo había hecho otras veces, aunque de día, años atrás. Descubrí el cuadrado negro por el que salía el ruido característico del remolino de agua cuando cargaban las bombas. La luz de la linterna era escasa, pero pude ver claramente los tres cuerpos flotando, hinchados, girando y girando en la prisión de cemento. Dos de ellos estaban de espaldas y el otro, semidesnudo, miraba a la bóveda del techo como si esperara que alguien llegara para cerrarle los ojos. Era el que habían bajado vivo y se me ocurrió que aún lo estaría, aunque era imposible porque ya había pasado una semana. Descendí trastabillando y me alejé corriendo y sin mirar atrás. Perdí la linterna y no recuerdo si alcancé a cerrar la abertura con la chapa.
            Esa fue la primera noche que no pude dormir y muchas más sufrí después, por el resto de mi vida, este insomnio maldito que me arruina los días.
            En el pueblo empezaron a notar algo. El agua salía de las canillas con un gusto raro. Dos semanas después, algunas cañerías se obstruyeron y al destaparlas aparecían pedazos de piel inflada y coágulos. El líquido exhalaba un olor dulzón, pegajoso.
            El diario local se hizo eco de la situación y los encargados de mantener el tanque fueron a ver de qué se trataba. Aunque oficialmente no se dijo nada más sino que se tenía previsto desinfectarlo, corrió la voz de que en el agua corriente nadaban tres cadáveres descompuestos.
            La manera en que el interventor militar solucionó el problema pude conocerla, en parte, gracias a un ordenanza de la municipalidad. Me contó una conversación telefónica de la que él, mientras servía café, sólo podía escuchar una parte:
            -Entienda, mi coronel, que se están pudriendo ahí.
            -...
            -¡Y claro que tendrían que pudrirse todos, carajo! ¿Pero adónde los mandamos? Ya no se puede... Sí, entiendo. Entonces le encargo lo de los buzos tácticos. Yo... Sí, sí... La policía está ahora mismo. ¿Cómo que pasado mañana? ¿No puede ser antes? Ah, entiendo, entiendo, mi coronel...
            La policía cortó la calle y las entradas al cerro. Los buzos llegaron en una camioneta y a plena mañana hicieron su trabajo. La noche anterior habían desagotado el tanque y el zanjón estaba repleto. Esa tarde calurosa fue una fiesta para los chicos del balneario. La profundidad les permitía zambullirse en clavado desde la parte más alta y nadar sin estorbos en el agua renovada aunque el lugar se hubiera poblado más que de costumbre. Hasta que se hizo un curioso silencio y se agolparon todos en un recodo: habían encontrado flotando entre los pastos un pedazo de mano que apenas podía reconocerse, con los huesos asomando entre la piel desgajada por los hongos. El padre de uno de los chicos era policía, así que el patrullero no tardó en llegar. Desalojaron el zanjón y se llevaron el insólito hallazgo en una bolsa de plástico. Como siempre en estos casos, no hubo más información que la que circuló boca a boca.
            Se hizo el festival, pero ese año fue distinto, o por lo menos a mí me lo pareció.
            El despliegue de luces y sonidos era el de siempre. La gente me parecía cambiada. Apática, desentendida del escenario, como si cada uno estuviese concentrado en sí mismo. Los aplausos sonaban más apagados y no llegaban a tapar la música de los parlantes, cada vez más potente y mejor diseñada por los ingenieros de sonido.
            ¿Era yo o eran los demás? Me preguntaba a cada momento qué había cambiado en esas bocas después de tomarse el agua de los muertos, si las sonrisas tenían algo de diabólicas o besarían igual cuando besaran a los vivos, impregnadas como yo las veía de ese gusto dulzón que bien conocíamos aunque no pudiéramos confesarlo. Notaba que las palabras se vaporizaban, inconsistentes, pura apariencia después de conocer la realidad sin aceptarla, pero no podía distinguir si era así o sólo se trataba de mi imaginación.
            Mi relación con Alicia se deterioró rápidamente. Creo que temíamos encontrarnos, porque aunque no dijéramos nada la noche fatídica estaba ahí, entre nosotros, como una muralla que ensombrecía el amor. Poco después decidimos cortar el noviazgo y quedamos como amigos, aunque esa fue sólo una fórmula que en la práctica significó un saludo lejano o un beso frío al cruzarnos.
            No pasaron grandes cosas en todos estos años. Por lo menos, nada que nos distinguiera de otros lugares: una tras otra llegaron las crisis económicas y mientras muchos se encerraban en sus exigencias diarias otros optaron por aparentar lo que ya no eran. Perdimos esas noches de verano con música y canto y hasta me parece que más se fue aguas abajo, aunque no sé, también cambié lo suficiente como para no animarme a juzgarlo.
            Del teniente no supe nada hasta dos años más tarde. Resultó el yerno de un colectivero muy conocido y querido en el pueblo que un día empezó a contar a los pasajeros el drama de su hija, casada con un militar que se envanecía de las hazañas con que se venía ganando un ascenso. Comenzó a hablar de pronto, sin que le preguntaran y muy contra su costumbre, de cómo se habían trastornado sus vidas. El teniente detallaba los operativos en que participaba de madrugada. La destrucción de familias indefensas a las que les secuestraban los hijos y les desvalijaban la casa. Las mujeres embarazadas que hacían desaparecer y la entrega de criaturas recién nacidas a familias de bien, como él remarcaba. Hablaba después de unos vasos de vino, en la mesa del domingo, sin consideración a nada ni a nadie. Una vez, con la cara roja de satisfacción, contó enfervorizado una sesión de tortura. La actuaba como si sus víctimas fueran los demás comensales. Ese mismo domingo su mujer, la hija del colectivero, se descerrajó un tiro en la boca que le destrozó el cerebro. Supongo que el arma sería la misma de aquella noche, junto al tanque. Al viudo, poco después, lo ascendieron.
            Y bueno... No encuentro más que poner, o no se me ocurre cómo. Yo seguí mi vida y Alicia la suya, cada uno tuvo sus hijos, como tantos en el pueblo, que prospera pero no crece.
            No sé por qué al dueño de la confitería se le ocurrió cubrir con pintura la leyenda de la fachada, con la que recibía a los turistas. A veces me sonrío cuando paso y alcanzo a leerla, aunque borrosa, como si quisiera recordarme un tiempo de ingenuidad que no volverá:


                                                ¿Quién no te quiere?

                                                ¡Sólo quien no te conoce..!   

Impromptu a la manera de Stevenson - Por Ezequiel Feito


Mientras que aquel delgado y pálido hombre
corre presuroso tras un negocio casi inalcanzable
que consumiendo va su propia carne.
Mientras que aquella sana mujer
a comprar va con hacendosas manos
sin tiempo para ella misma.
Mientras que esos chiquillos revoltosos
sin ton ni son, por puro movimiento
van tras la golosina del avisado comercio,
y mientras que en una moto o en un auto
un joven alocado corre tras una nada sin donde
para llenar el vacío de su vida con el vacío del vértigo;
yo estoy cómodamente en mi casa
gozando de una serena quietud,
escuchando música amable, o con mi pensamiento
visitando la delicada tierra de la fantasía
tras un mate humeante o una cena bien dispuesta
y gozando así del inmenso placer de sentirme vivo.


La historia del perro González - Por E. Raider


Hace ya algún tiempo que lo había encontrado en un húmedo y terroso rincón del sótano: Estaba prácticamente desintegrado, con su tela completamente podrida y caída en jirones por la tierra; quedando solo un esqueleto de plástico gris y enmohecido, adherido a una caja de engranajes y resortes que en antaño fueron la cuerda mediante la cual se movía, saltaba, corría y hacía piruetas por todos los rincones de la casa.
Tomé con mis manos lo que quedaba de él. Mientras lo alzaba, iba quebrándose de a poco y cayendo al ávido suelo que parecía devorarlo de inmediato. Contemplé los restos de lo que fuera un perro de juguete con el que jugábamos todos los de la casa, y de inmediato subió a mi alma su recuerdo.
No se por que razón lo llamábamos “El perro González”. Quizás porque cuando lo compramos era uno de los cientos que había en la vidriera y por eso decidimos llamarlo con un apellido corriente.
No lo elegimos entre los que estaban, el vendedor sacó uno, lo probó para ver si funcionaba correctamente y envolviéndolo como si se tratase de ponerle pañales, nos lo entregó y lo llevamos a casa.
En un principio, el perro González era nuestra nueva estrella. Iba de un lado para otro sin necesidad de darle demasiada cuerda, ya que lo teníamos en brazos casi todo el tiempo como si fuera un recién nacido. A medida que pasó el tiempo comenzamos a darle cuerda y disfrutar con sus monigotadas. Siempre iba hacia donde queríamos. Aún teníamos la paciencia de dejarlo llegar o esperar hasta que le se agotara la cuerda para dársela nuevamente. A medida que el perro González “iba creciendo” para nosotros, le obligábamos hacer más cosas exigiendo al máximo su cuerda sin importarnos mucho si se rompería o no.
Lo atábamos de una cuerda y dándole cuerda una y mil veces, lo llevábamos de paseo. ¡Pobre perro González! Siempre debía someterse a caprichos y deseos cada vez mas extravagantes. Hacía todo lo que nuestra imaginación quería, independientemente le agradase o no, porque al fin y al cabo sólo era un juguete.
Lo poníamos en las posiciones mas ridículas y dándole cuerda, nos burlábamos de él. Vez tras vez inventábamos cosas nuevas y luego de comprimir el muelle al máximo nos lo lanzábamos unos a otros con cierta crueldad y violencia. Así fue pasando el tiempo y del pobre perro González iban quedando pocas cosas sanas. En muchas partes del cuerpo llevaba las huellas de nuestro trato salvaje a tal punto que en vez de verlo con cierta piedad, lo veíamos con ironía, con sorna y cierto aire de futura prescindencia. A pesar de ello, el pobre seguía haciendo nuestra tiránica voluntad, aún cuando oíamos el chirrido agudo de su caja de engranajes  anunciándonos que un día no muy lejano todo iba a acabar.
Y así fue. Una tarde su mecanismo estalló y el perro González se detuvo en seco para siempre.
Enojados por habernos dejado en la mitad de la diversión, lo pateamos de un lado a otro de la pieza hasta que cansados del juego y del pobre perro González, fuimos a jugar afuera, dejándolo dentro de una caja de madera.

Al otro día, sin que supiésemos cómo, desapareció por completo de la casa. Manos piadosas, conscientes de su inutilidad, lo habían depositado en el sótano donde hoy y por pura casualidad o como una tremenda ironía del destino, la visión de aquellos restos despertó en mi una tardía piedad por el que una vez fuera el “perro González”.

El ave de los dioses - Leyenda oriental


Había una vez una ciudad. Ni muy grande ni muy chica, ni muy linda ni muy fea, ni muy rica ni muy pobre, que adoraba varios dioses, tan simples y poderosos como ellos. Esa ciudad tenía de todo lo que pudiese agradar a sus habitantes de tal modo que, con el pasar del tiempo, los hombres comenzaron a volverse fríos e indiferentes unos con otros. Ya casi nadie se saludaba, los niños jugaban solos y aislados de los demás, los jóvenes se detenían a soñar sus propios sueños, los adultos iban y venían abstraídos en sus propios problemas y los viejos yacían en confortables y cómodas celdas individuales.
Semejante situación llevó a que pronto, casi imperceptiblemente, también fueran olvidándose de su nacionalidad, de su lengua, de sus costumbres y finalmente, de sus dioses.
Fue allí cuando éstos, reunidos en consejo, determinaron destruir a tamaños impíos. La discusión fue acalorada y finalmente se acordó destruirles por agua, de tal modo que pereciesen ahogados todos los habitantes de aquella ciudad. Todos estuvieron de acuerdo, excepto quien con buenas razones (que no son muy diferentes que las que usan las buenas personas) logró que se les diese otra oportunidad. Pidió crear un pájaro para que cuando los demás dioses determinaran destruir la ciudad, su canto les recordase que la lluvia no debía prevalecer.
Así lo acordaron y cuando los demás dioses desataban la tempestad, el ave graznaba y ellos se acordaban de no destruir la ciudad.
Así fue durante años hasta que un día, los habitantes pasaron de la indiferencia al mas profundo de los egoísmos. Pronto se volvieron perversos, violentos y codiciosos, y su tierra estaba llena de maldad e injusticia, entonces alguien que ocasionalmente pasaba bajo la lluvia divisó al cantor divino y, determinado a hacer lo que le venía en gana, le arrojó una piedra de tal modo que le dio de lleno.

El ave cayó fuertemente al suelo y a partir de ese momento las aguas no cesaron de fluir hasta que toda la gente pereció ahogada.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

LA PUERTA ENTORNADA - Por Jorge Dágata


            Usted, como yo, es nacido acá. La diferencia es en años: ahí le llevo una buena ventaja. Pero no crea que por eso conozco tanto como afirma. Le agradezco, desde ya, el cumplido. Pero, ¿sabe qué? Unos días me acuerdo tan poco que ni para empezar alcanza y otros...
Un nombre, el que usted largó en la tranquera, me revive una época que ni yo mismo sabía tenerla tan presente: Doña María Luisa... Como bien dijo, vivía allá por la treinta y dos, al lado del almacén El 14 de Julio, que ya no está. Y no, ya lo han volteado. Si me parece verlo y ahí a la vuelta, pegado no más, que vendría a ser la cuarenta y siete, su rancho. Las paredes de adobe alguna vez blanqueado, el corredor torcido, las chapas oxidadas medio tapadas por paja reseca y piedras. Calles de tierra; lejos, aunque ahora no lo parece tanto, fuera del pueblo; quintas o campitos, como quiera llamarlos. Mire alrededor y tendrá idea de cómo era, más o menos. Dos sillas, serían tres, la cocina económica, una mesa rezongona como ésta, un catre con el colchón de lana averiado y una o dos mantas. Los clavos en la pared para los cacharros, el freno y otros cueros, que antes no escaseaban y a Dios gracias todavía no me faltan a mí. La poca platería de mis galas la tuve que malvender, porque oro nunca tuve, pero no importa. Va y viene, como dicen.  Sáquele los pocos libros que conservo, todos de temas patrios, porque doña María Luisa ni sabía leer, y agréguele unos frascos nada limpios en un aparador pintado de verde o marrón, que ya ni color tenía. El ropero con el espejo biselado que ve ahí: es el mismo, porque se lo compré al hijo cuando la pobre fue difunta, según habíamos arreglado. Al poco tiempo, bah, y enseguida sabrá por qué.
            Bajo el colchón ella guardaba un envoltorio de diarios con sus riquezas, cosa que acá no va a encontrar por más que busque. Y no era tanta tampoco como se decía. Lo poco o mucho con que alguna gente le agradecía sus servicios. Y bueno, si mira el piso como el patio, de tierra regada a veces, el alambrado caído, con alguna oveja como éstas, aunque ella también criaba cabras. Los perros... No mucho más. Electricidad no conocíamos, así que agréguele un farol a querosén y unos platos con velas, y ahí lo tiene ya que quiere conocer como era.
            No sabe la fama que tenía. La mantuvo mientras vivió y mucho después. Treinta años ese ropero me acompaña y ahí está usted nombrándola, usted que entonces debía ser muy chico, si es que era ya nacido, así que imagínese... Sí, todo el mundo la conocía. Un empacho, un mal de ojo, eran como decirle una nada para doña María, cosas de todos los días. Hasta los médicos le recomendaban clientela, cuando no le mandaban la policía, medio en serio y medio en broma todo, y sabiendo alguno que al consultorio no necesitarían volver, por la mano que ella tenía, ¿vio? Pero eso era lo de menos. Todavía hay quien hace esas curas y bien. Ella no buscaba vueltas para enseñarles a las propias madres, así se las arreglaban solas; y lo aprendían, como que era buena la maestra, algo de no creer. De partera, la mejor. Si no fuera por algún crío que venía mal sentado y sólo Dios lo hubiera encaminado. Ya ve: pasa el tiempo, la gente cambia, ¿y quién se acuerda de los que vivieron antes? Usted y yo, si no hay alguno más...
            Perdone si lo molesto; se ha enfriado el agua. Vamos a ensillar que el viaje es largo. Y para que no le caiga tan amargo... Ahí está, este porrón es lo que necesitaba; un chorrito no más por cada cimarrón, que empieza a refrescar. Le mando el resto a la pava, para no perder tiempo. Listo: póngase cómodo, ya vuelvo a mi rincón. El lugar no es grande pero sobra para dos y unos recuerdos que mucho no ocupan tampoco.
            Yo tenía una hermana menor, ¿sabe? Huérfanos de chicos, como nunca me casé, esa era la familia en esta casa. Los otros hermanos y medio hermanos, ocho más, andaban por ahí, lejos, nunca nos veíamos y ahora mismo hace años que ni noticia tengo. No le extrañe si no la nombro, pero así ha de ser. Era de buen carácter, madrugadora como yo y muy trabajadora. Buena para la cocina y los remiendos, aunque de poca escuela. Pasó que al cumplir los quince o dieciséis la andaba solicitando uno del pueblo que a mí mucho no me gustaba. No por nada, ¿vio? ¡Si no lo conocía! Pero la notaba muy cambiada, como que se me iba alejando. Yo era casi un padre para ella, porque otro no tenía, y empezamos a andar a los tirones, un día y otro, discutiendo, por ahí sin hablarnos, cuando habíamos sido tan unidos y compañeros los dos. Este hombre era de plata; auto tenía, y casa en el centro, como le digo, aunque no me quisieron indicar bien dónde. Siempre me pareció medio ladino. Algo ocultaba, digo, para comportarse así. Debía rondar los treinta y pico,  y las más de las veces lo vi trajeado, el pelo brilloso, llevándose el mundo por delante. A mí me escapaba; poco hablamos y las últimas veces mal, como cosas que no se misturan.
            Mi hermana empezó a faltar en la casa. Yo entonces salía a hacer changas; volvía y esto era un silencio que no me gustaba. Todo como lo había dejado, los animales sin agua, la comida sin hacer... Bueno, pensé,

 no es culpa de ella, si es el destino. Pero él tendrá que aclararme algunas cosas, porque yo no estoy de palo en mi propio rancho, ¿no le parece?
            El asunto anduvo así, a los tumbos, por unas semanas. Una madrugada volvió ella, cuando yo estaba para levantarme. Oí un motor, la puerta y pasó para la pieza. Como hacía unos días que no la veía, me fui a matear a la cocina, un poco a esperar que amaneciera y otro poco a que se arrimara, para ver qué novedades había. Pasó más de una hora, se me lavó la cebadura que era yerba nomás, un cimarrón, no como éste porque a la mañana no acostumbro.. Y fue que salí para mis cosas, hasta la noche, bastante retobado pero sin decir nada, para no dar calce a alguna discusión de las que ya venía cansado.
            Al volver la encontré sentada, con el fuego apagado y casi a oscuras. Prendí unas velas y al acercarme quedé sorprendido de cómo tenía la cara, llena de moretones. Los vestidos nuevos, que ni se había cambiado, parecían trapos de fregar, y estaba con la mirada perdida. Le sacudí los hombros y la llamé varias veces por su nombre, pero sólo reaccionó mirándome, como pidiendo perdón. Yo me olvidé de mi propia bronca y la abracé, igual que de chicos, en el tiempo que ella me curaba los raspones con pan y agua. Así éramos de hermanos y lo seguíamos siendo. ¿Cómo, si no? Solos en el mundo. Más o menos me di cuenta de dónde venía la cosa. No me quiso responder y al hablar sólo me preguntó si quería que me cocinara algo. Mire qué mansa había vuelto, la pobre. Le señalé el aparador, arrimé unas astillas del patio y me fui al colchón a buscar mi riqueza: un 38 largo que años atrás había cambiado por trabajo, por si lo exigían las circunstancias. Mentí que enseguida volvía y salí a buscarlo. Ya le dije que no conocía la casa, pero tenía algunos datos que me podían servir. Esa noche anduve mucho, a pie, porque era por el centro, pero no tuve suerte. Ya será otra si no ésta, me dije, y volví con más bronca que antes, no contra ella, que merecía ayuda, sino por ese mal nacido que habría de pagar sus culpas.
            Pasaron unos días más y yo con los mismos preparativos y la misma mala suerte, hasta que una comadre me nombró a doña María Luisa, su conocida de siempre, me dijo, que seguro me arrimaría alguna solución.
            Sin pensarlo me fui hasta el 14 de Julio, esta vez de a caballo, que entonces tenía dos, con un fajo de billetes en el cinto, el 38 y el cuchillo, toda mi fortuna. Doblé la esquina y con desmontar nomás ya me estaba atendiendo muy solícita, pues la comadre había preparado la cosa. Sin averiguaciones me hizo sentar en un rincón de la mesa, como si fuera éste, mire bien lo que le digo. Entornó la puerta del ropero y nos vimos los dos en el espejo. Mientras hablaba de mi hermana y de los hombres, que a su entender no éramos nunca buena semilla, tiraba al brasero unos yuyos resecos que iba sacando a puñados de los frascos.
            La cocina se fue ahumando. Me picaban los ojos y doña María Luisa, cada tanto, se acodaba en la mesa y me clavaba los suyos, medio verdes, medio celestes, enrojecidos por el humo y los años. Sin darme cuenta, de golpe miré al espejo y entre las manchas que todavía tiene, las nubes y un poco que se había empañado, ya no me vi yo mismo, créalo: me  pareció estar en otro lado.
            Había hombres y mujeres, bailando y tomando en mesas redondas, mucho colorinche y poca claridad. Entre esos estaba él, sin sombrero, desafiándome con burla, y mi hermana, ausente como la veía estos últimos días desde que volviera, triste, abandonada, pidiendo ayuda.
            Me tapé los ojos con las manos, porque era demasiado para mí, y cuando volví a mirar había una casa que conocí, de las mejores del pueblo por ese entonces, y no quise saber más. Salí a los tropezones, mareado y furioso, monté y fui a buscarlo.
            Poco me costó, con las visiones que había tenido. Golpeé con el llamador varias veces y ni bien una mujer entreabrió la puerta me metí por el zaguán, recorrí la casa hasta que lo encontré, casi desnudo, y le vacié el cargador del 38 sin pedir ni dar excusas.
            ¿Quién era? Nunca lo supe. Un principal del pueblo, según me comentaron, prestamista y tramposo, de mucha misa y poca moral. Tampoco supieron ellos quién le había hecho justicia, porque al parecer tenía unos cuantos enredos, de polleras y de los otros, y parece que mi mano hizo lo que otras no se animaron. Con no decir que liquidé más de una deuda en cada tiro.
            Me fui con una cuadrilla para Vidal, no sin antes encargarle a la comadre el cuidado de mi hermana. Volví a los meses, tanteando el ambiente para ver qué se veía. La cosa estaba medio olvidada. Eso no fue problema. Pero mi hermana ya no estaba.
            Nadie supo darme noticia. Ni siquiera la comadre, que había caído muy enferma y murió al poco tiempo. La busqué donde creí poder hallarla y me di cuenta de que la única ayuda vendría de doña María Luisa, de dónde si no.
            Me atendió como si esperara la visita, sin preguntas, frente al espejo y con el brasero armando esas tormentas picantes. Vi ahora que mi hermana estaba acostada en una cama blanca, pálida y con los dos ojos abiertos, pero en paz, y entendí que habría muerto.

            Le dejé a mi amiga lo que llevaba y me vine para acá, donde sigo viviendo, solo, esperando de los años el descanso que no tengo en vida. Verá que me senté hoy, como siempre, en este rincón de la mesa, con el
 ropero entreabierto, para mirar en ese espejo y esperar por si me ayuda otra vez.
            Usted no tiene por qué creerlo, pero más de una noche en vela los vuelvo a ver. Al muerto, a mi hermana sonriendo como en los buenos tiempos y a doña María Luisa, que Dios la guarde en su santa gloria, tirando puñados de yuyos secos al brasero.




miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA CUESTIÓN - Por Jorge A. Dágata

             Era la media tarde de verano. Del cielo llovían llamaradas de infierno y hacían subir desde el asfalto fantasmas resplandecientes que huían a medida que nos acercábamos. Cada tanto, el humo oscuro del escape de un camión refrescaba un poco el aire y alentaba a alguna cigüeña perezosa a seguir su sospechoso derrotero. La única nube de esa mañana ya había abandonado el campo, disuelta en el azul quemante, sin dejar otro rastro que un hilito blanco que apuntaba al sur su derrota.
            En esa dirección iba nuestro auto, bendito motor, bendita tracción en las cuatro ruedas, bendito aire acondicionado, lleno el baúl de bultos, el asiento trasero atosigado de ropa y el techo con la canoa rebosante de artículos de pesca y enseres de cocina, hacia el primer charco que encontráramos, con un par de árboles donde tender la hamaca paraguaya y armar la carpa.
            Cuatro horas para salir de los semáforos tan sincronizados como siempre, las vueltas obligadas en los cortes por reparaciones y otra, más larga, por una protesta. Los quince días de vacaciones me costaban una discusión áspera con mi jefe, el rojo de la tarjeta y el ruego interminable a mi suegro para que nos cuidara la casa, después de aprovisionarla como para una invernada en el polo.
            ¡Pero ahí estábamos! Allá al frente, toda la inmensa Patagonia para nosotros solos, con sus ríos de cristal, sus blanquedales helados, sus historias y leyendas. ¡Tierra sin tantas pequeñeces, tierra de gigantes! Tres años de casados sin darnos el gusto. Bien valía decirnos, como lo hacíamos riendo, ¡al fin solos!
            El primer suspiro de mi mujer, ni bien tomamos la ruta, fue contundente. El mapa había quedado entre las cosas que descartó para limpiar la gaveta. No importa, mi amor, le dije, antes de que termine este asfalto estaremos retozando como ciervos saltarines en un campo de tréboles de cuatro hojas.
            Me acomodé la visera, con su gesto de acuerdo, y seguí pisando el acelerador.  Los rastrojos dorados, los maizales desfallecientes, parecían exclamar ¡Buenos Aires, Buenos Aires! Poca cosa era la falta del mapa, apenas una excusa para relajar el espíritu al cruzar la frontera imaginaria.  
            Ya empezábamos a preguntarnos si no andaríamos por el inmenso sur, o cuánto nos faltaría recorrer. El segundo suspiro acompañó la inclinación del termo sobre el mate recién renovado. Dos, tres gotas. Casi tan seco como el campo. Tampoco importaba. El primer parador, la próxima estación de servicios y listo. Más fácil, más rápido, más práctico que revolver todo para encontrar el bidón y la cocina portátil.  Le despejé la frente de un mechón rebelde sin perder de vista el camino: el velocímetro se acercaba a doscientos.
            Levanté un poco el pie por un letrero, de los pocos que habíamos visto, que en trazos desprolijos daba acceso a un camino lateral de tierra, hacia un poblado de diez o doce casas dispuestas alrededor de una construcción más amplia. Era lo que el cartel anunciaba: “Pulpería La Fusta”. Allá fuimos. Unos pocos centenares de metros de desvío y problema mate solucionado.
            La típica enramada resguardaba una moto, tres bicicletas y dos matungos que sesteaban resignados, atados a una argolla sujeta a un mojón de piedra. Qué lindo, amorcito, me dijo ella, es como en los tiempos de Hormiga Negra.  Si ya creíamos que en cualquier momento nos saldría al encuentro alguno de aquellos personajes inolvidables: Juan Moreira, los hermanos Barriento o el bravo Fierro volviendo del desierto con la cautiva liberada. El auto quedó al sol por falta de espacio para resguardarlo. Ya vuelvo, anticipé, y entré decidido.
            Todavía deslumbrado por tanta luz, distinguí el mostrador con el dueño inclinado sobre una libreta muy manoseada. Un joven delgado le daba la espalda apoyado en los codos y miraba atento hacia una mesa con seis jugadores inmóviles, uno de ellos blandiendo una carta, a punto de dejarla caer sobre la mesa.
            Un vaho de verano pampa me pegó en las narices, como si resumiera siglos de historia desde los cueros colgados más atrás, las limetas y los vidrios con sus licores misteriosos y unos chacinados incógnitos que colgaban de un gancho, solidarios con los parroquianos en la aparente pasividad de transpirar esa parte infernal de la media tarde de verano.
            El pulpero se acomodó la gorra vasca, me dirigió una mirada fugaz y siguió recorriendo, lápiz en mano, sus complicadas cuentas. Lo saludé haciéndome el paisano, le acerqué el termo con un ¿puede ser? entre dudoso y rogado. ¡Cómo no!, fue su respuesta inmediata, pero es norma de la casa no despachar hasta que la cuestión quede resuelta, ¿comprende? La… cuestión… repetí como un tonto, mientras él seguía repasando sus anotaciones. Con la mirada señaló a la mesa, donde los seis truqueros parecían congelados, mientras “la cuestión” les chorreaba en espesas gotas de sudor amarillento. Es por seguridad, agregó conciliador, ningún trago ni que sea de agua caliente hasta que se calmen los ánimos.
            Y debían estar bastante alterados, porque las tres parejas se miraban sin pestañear. El que esgrimía la última carta sin jugar, el más corpulento de todos, se había tanteado ya varias veces un cuchillo que llevaba envainado a la espalda. El que tenía enfrente, un hombre de mediana edad con camisa y bombachas muy amplias, había plantado una de sus alpargatas sobre la mesa como para asegurar los maíces de los tantos, mientras su compañero de la derecha murmuraba entre dientes …y es como yo digo, nomás, ¿o no? ¿O no? repitió el del facón, esta vez dirigiéndose al pulpero, o tal vez a mí, que estaba entre los dos.
            Alguno que no supe quién fue,  refiriéndose a otro que no nombró pero debió acusar el golpe, opinó entre tanto que  mejor haría alguno en sujetar un poco a su mujer y no andar provocando discusiones al ñudo.
            Ganas no me faltaban de preguntar de una buena vez cuál era la famosa cuestión, pero los que todavía no habían abierto la boca se trenzaron en unos se puede no se puede, quién lo dice y yo me acuerdo de una vez que por ésta le cobraron un punto al Pampa Eleuterio y otras frases por el estilo.
            La última carta jugada era un cuatro de bastos. Me acordé de mi licenciatura en política internacional, después que abandoné un curso avanzado de matemática trascendente, recorrí de una ojeada las otras cartas y deduje veloz cuál era la cuestión que demoraba mi termo de agua caliente. El del facón era pie y esa mano jugaban de punta. Su adversario había deslizado con modestia el cuatro de bastos, y se trataba de establecer científicamente si correspondía o no cantar truco a esa pobre carta.
            El pulpero ya se había adelantado a todos y esperaba el único pedido que estaba dispuesto a atender y no se hizo esperar, de ¡mazo nuevo! De sus manos fue a las del flaco acodado en el mostrador, que lo tomó deliciosamente con dos dedos y lo dejó sobre la mesa.
            ¡Ajá! exclamó uno y los demás acompañaron ajá, ajá, ajá, ajá, ajá. Ajá, dije yo, pensando que sería la fórmula mágica para dilucidar “la cuestión”. Pero no. El mazo tenía un reglamento de truco estampado en la cubierta. Dio toda la vuelta y volvió a manos del flaco, que lo ojeó con aire de entendido y sentenció: ni una palabra, amables señores, queda a criterio de los que participan del juego. Cayate vo, tape roñoso, gruño el gaucho corpulento, si tampoco sabrás leer. ¿Tape yo? ¿Yo, tape? Para que lo sepan, yo desciendo de los pueblos originarios, los dueños de toda esta tierra, yo desciendo del mismísimo Calfucurá, para que lo sepan. El gaucho se tapó las narices con un pañuelo punzó y no le perdonó la agrandada: ¡Y mirá si habrás decendido que ya ni te bañás! El flaco meneó el cuerpo un poco demasiado para la costumbre campera, desentendido de tan poca cosa, y volvió a acodarse en el mostrador, olfateando melancólicamente la ristra de chorizos que tenía cerca. Por algunos rasgos comunes y el trato cariñoso que se daban, se me ocurrió pensar que debían ser padre e hijo.  Mientras, el pulpero cauteloso corría una reja que quién sabe de dónde salió, para quedar separado del resto. El que había depositado la alpargata se descalzó la otra, sin demasiado perjuicio para la atmósfera del lugar, y empezó a aplaudir con ellas no sin enturbiar el aire de un polvo arenoso mezclado con pasto seco, como si hubiera desatado al tan mentado como ausente viento Pampero.
            El de camisa y bombachas amplias me señaló durante un rato con el índice medio curvado, demorándose intencionadamente, y propuso que fuera yo juez de “la cuestión”, por ser forastero probadamente imparcial, aunque en realidad lo resumió diciendo algo así como éste, éste que opine. Otro que hasta el momento no había hablado más que su correspondiente ajá, asintió ostentoso, balanceándose a los lados con los brazos largos pivoteando sobre las manos apoyadas en la mesa. A ver… a ver… Me rodearon los a ver… y las miradas. Yo reclamé con la mía el auxilio del pulpero, que andaba perdido en sus hojas grasientas, sin dejar de acomodarse entre las piernas una escopeta de dos caños que sobresalía del mostrador.
            Comprendí que no tenía escapatoria y que “la cuestión”, aparte de su insignificancia, no debió ser resuelta jamás, ya que definirse acerca de ella carecía de sentido. Si el que cantaba truco a un cuatro en la última jugada, tenía ganada la primera, aún con otro cuatro vencía en ésta, y el rival le respondería un no. Si la primera no era suya, cantaría solamente si tuviera una carta mayor, a no ser que arriesgara el punto mintiendo.
            Mientras pensaba todo esto, vino a mis manos el reglamento. Se los leí en voz alta, para certificar mi capacidad al respecto, por si estuviera en duda. Y, en verdad, no decía una palabra sobre “la cuestión”.
            Es que “la cuestión”, medité en el tiempo infinito que transcurrió mientras la pulpería entera pendía de mi sentencia y mi mujer, a pleno sol, ya me habría sentenciado varias veces, es que “la cuestión” solamente regía si se convenía de antemano. De lo contrario, había que atenerse al reglamento, que ni siquiera la mencionaba y por lo tanto dejaba libre de cantar truco, una vidala o lo que más atinadamente entonara el que estaba en turno, en este caso el gaucho del hijo flaco y el pañuelo punzó.
            Se los expliqué lo mejor que pude y agregué, de mi cosecha, que un hombre de ley no debía cantarlo, porque se rebajaría humillando a un rival ya vencido.
            Unos rezongaron, otros aprobaron. El de las alpargatas volvió a calzárselas, no sin otro aplauso tipo pampero. El pulpero descorrió la reja, como dando por terminada la emergencia, se barajó y circuló otra mano en la mesa.
            Me invitaron con un trago que tenía el color de los sudores compartidos. No pude rehusarlo y juro que debía provenir del mismo sol que requemaba el campo, porque al segundo sorbo creí que mis más entrañables intimidades se prendían fuego.
            ¿Factura A, B o C?, escuché medio mareado y no sé lo que dije. Pagué como si me costara toda la rueda y algo más, pero salí de la pulpería muy seguro de que, aún sin mapa, podíamos andar todavía un buen tramo hasta cruzar el límite de la provincia de Buenos Aires.
           

           
           


La fuente de Antares - Por Ezequiel Feito

Y ella dijo: "Ulalume, Ulalume.
¡Es la tumba de tu perdida Ulalume!"

Edgar Allan Poe
I

Refulge, venerable estrella, con la lejanía de tu gloria
en el casto cielo, en el infatigable espacio
donde sólo la eternidad es permitida.
Refleja tu brillo sobre las aguas del Leteo
para volver a recordar tu sagrado nombre
y el de ese extraño bosque y la oculta fuente
de tu propia carne.

Mírala con tus compasivos ojos y alégrate.
Porque sus mansas aguas dan a beber la misma linfa fresca que bebieron los gigantes
a los tristes de la tierra. A los que sin saciarse beben
tu brillante cuerpo en las aguas del abismo.


II

Nadie nos habló de ella hasta que un ángel
señaló tu radiante luz cuando estábamos dormidos.
Y era el incienso de nuestras sombras el fragante aroma
de un sacrificio casto.

El viento nos llevó a la ribera
de la perdida fuente hecha con tu carne,
y un susurro invadió los enloquecidos rosedales,
los pálidos nenúfares y el severo lirio
que guardaba tus orillas.

Nunca hubo hacia ti, un caminar más leve
mientras danzaban gravemente las estrellas
en tu cuerpo exacto.
Porque los pasos del amor en el amanecer cercano
son tan profundos como tumbas.


III

Por las estrechas sendas del bosque vamos,
callados nuestros pechos,
hacia donde los nenúfares repiten antiguas canciones
y los lirios acechan las sombras
de aquellos que vivir pueden, mas no sin ser amados.

-“Beberemos el agua más pura del sagrado pozo,
cuando dormidos estén los pálidos nenúfares
el severo lirio y las estrellas”-

Y era nuestro mutuo aliento
una sonrisa que se abrió ante la profunda fuente.

  
IV

Me dio a beber su mano
una tristeza que aún no conocía
-“¿Cómo podremos beber esta pureza
y continuar siendo dignos?”
- decía -  y su rostro se hacía más hermoso
a la luz de las estrellas más severas.

Hablábamos de amor junto a la muerte;
porque sólo la muerte hace eterno
el corazón y la distancia.
Hablábamos apasionadamente hasta que nuestra voz era
un susurro capaz de atravesar los pechos
como la hoja de un puñal de lágrimas.

Pero sólo ella descendió a la fuente
para apagar mi sed y mi fatiga por amarla

Antares:
Vivir puedo, mas no sin ser amado.
Sácame ahora el corazón y ponlo junto a ella
para que ardan juntos, para que estallen
en un mismo fuego
e incendien el fragante y oculto bosque;
y que nuestros cuerpos se pudran en sus perfumadas maderas
junto a la fuente,
en un abrazo inevitable, en el abismo
de una sola carne.

¡Que giren con vértigo las estrellas
y surja un lamento del agua corrompida
que quiebre tu fuente, y sus restos
formen estrellas que recuerden nuestro nombre
en la inmensa oscuridad, que es el olvido!

¿No es esta la hora más sagrada?
Porque es el momento de estar juntos para siempre
y hallar la eternidad del ángel.


V

Y tu, Antares, construirás tu fuente.
La recogerás del inmenso espacio

bajo el dulce incienso del amor antiguo.

El hombre del geriátrico - Por Ezequiel Feito

Estábamos junto al mar esa cálida tarde de enero, atiborrándonos de conversaciones ociosas, cuando algún conocido de los dueños de casa, levantando su mano como pidiéndonos silencio, comenzó a decir:

- Voy a contarles algo que quizás valga la pena. Seguramente algunos detalles se me van a escapar. Cosas menores, como la ubicación de la casa o el nombre de las personas. De todas formas esas cuestiones no vienen al caso. Lo cierto es que, hace un tiempo, al igual que en la famosa novela de James, estaba junto al fuego en una obligada ronda de mates, gracias a un aguacero que me había dejado varado casi a media noche en un pequeño pueblo de la provincia. Éramos un grupo de seis o siete personas que de puro aburridas comenzamos a contar historias de aparecidos y otras macanas. Nos entretuvimos así hasta muy cerca de la madrugada y ya estábamos por irnos cuando de repente aquel hombre anónimo disparó el último relato:

“Hace algunos años tuve que dejar a mi suegro en un hogar de ancianos que estaba a tres cuadras de mi casa. Era una ganga, y además podía ir a visitarlo cuando me diera la gana. Iba y charlábamos del tiempo, de los dolores, del reuma, de la comida, de la familia, de los años y de qué sé yo. Lo cierto es que en medio de una de esas conversaciones mi suegro se quedó dormido.
“Al principio pensé en quedarme hasta que se despertara para saludarlo e irme, pero viendo que se me hacía la hora, amagué a levantarme. En eso estaba cuando un hombre se acercó amablemente y me preguntó si necesitaba algo.

“-No, gracias. Dejo que siga durmiendo nomás – le contesté mientras me levantaba-
“Y alzándome, vi cerca de mí a un viejo prolijamente vestido que, si bien podía pasar como un típico abuelo de geriátrico, por alguna razón no me cerraba que estuviera en ese lugar.
“Intercambiando algunas palabras de cortesía, me acompañó a la puerta y nos despedimos. A partir de ese día, cada vez que iba de visita y me sentaba junto a mi suegro, no sé de dónde, pero venía a juntarse con nosotros. Generalmente traía la pava y el mate o un juego de dominó.
“Siempre charlábamos los tres de pavadas pero cuando me levantaba para irme, era fijo que iba conmigo hacia la puerta para sacarme algunas palabras más.
“Con el tiempo fuimos haciéndonos amigos gracias a las confidencias sociales de rigor pasando la visita de mi suegro a un segundo plano. Ya saben cómo es esto: Un saludo, un par de preguntas para luego arrimarlo a la televisión o llevarlo a que tome la leche tranquilo. De esa forma me enteré de que mi nuevo amigo no había llegado como un interno cualquiera, sino que estaba por propia voluntad.
“Eso despertó en mí cierta admiración. Confieso que las primeras veces lo había tratado casi como a un pobre diablo que de puro aburrido pasaba las horas con nosotros, pero a medida que fui conociéndolo, empecé a reunir como en un rompecabezas, su conversación, su voz, su porte casi marcial y ese carácter tan particular que tenía cuando estábamos solos. Aún así, tenía miedo de preguntarle el porqué había adoptado ese modesto retiro.
“ Cierta vez, y gracias a un favor que me habían hecho, le pregunté a una de las empleadas de aquel hogar cómo hacían para que todo estuviera tan limpio y ordenado y los abuelos tan bien atendidos.
“Para mi sorpresa me contestó que cuando todas las visitas se retiraban, él comenzaba a ayudarlas. Se la pasaba lavando pisos, ropa o vajilla;  cocinando o dándole de comer a los que estaban muy enfermos. Muchas veces cambiaba pañales, hacía de sereno y otras cosas más. Le pregunté si era el dueño. Me dijo que no, que no sabía quien era. Sencillamente un día apareció y se quedó a vivir. No recordaba muy bien cuándo, pero cree que fue hace más o menos 30 años.
“A la semana siguiente, por sacar algún tema, hablé de política. Me extrañó mucho que ese hombre que conversaba de tantas cosas no abriera la boca. Al primer silencio de mi monólogo, elegantemente cambió de tema, pero viendo lo evidente de la situación me dijo:

-“Perdonará usted que me niegue a hablar de esto. No sólo no me agrada, sino que tengo verdadero asco por ese tema. Algún día le diré por qué. Por ahora le pido disculpas por cambiar tan abruptamente de conversación”

“Una tarde, mientras estábamos tomando mate junto con mi suegro en el patio interior de la casona, se volvió hacia mí diciéndome:

“-¿Recuerda lo que hablamos hace más de un año?”

“Yo en realidad lo había olvidado, pero de puro curioso por saber en qué iba a parar lo que me quería decir, asentí con la cabeza.

“-¡Me parecía! ¡Cómo no se iba a acordar! Usted estaba hablando de lo que pasó en una época en la que yo era un buen oficial al que el entusiasmo por su carrera y el grupo donde estaba, lo habían llevado a ser alguien importante. Es notable ver con qué facilidad se arraigan en el hombre ciertas ideas de lo que es correcto o incorrecto.
Quiero que sepa que yo fui uno de esos tantos indultados por leyes y amnistías, encubiertas o no, que se fueron sucediendo. Al tiempo, pedí la baja, cambié de pueblo y disfrutaba de una buena renta cuando repentinamente dejé de sentir alegría por cómo estaba viviendo. Comencé a dudar de lo que había hecho y a mirar mi pasado de otra manera. Hubo momentos en que me dieron ganas de entregarme y confesarlo todo. Pero, ¿confesar qué? Toda evidencia era borrada una vez que.....

 “Ese hombre debe haber leído en mi cara el resultado de lo que había dicho. Estoy seguro de que si tenía alma, en ese momento yo era el espejo donde la reflejaba. Mientras mi suegro dormía, fuimos pasándonos el silencio de mate a mate, hasta que después de un buen rato continuó su monólogo con los ojos fijos en un  cuartucho que daba al pasillo y los dedos de las manos como entretejidos.

“-¿Se da cuenta? ¿Qué ganaría la justicia con veinte o treinta años en una cárcel? ¿Haciendo qué? ¡Si eso fuera todo! ¿Cree que así recuperaríamos una sola de aquellas personas?¿Sabe por qué empecé a pensar así? No fue mirando ni oyendo lo que cada sobreviviente decía. Yo eso lo sabía muy bien y mucho más detalladamente que cualquier otra persona. Pero cuando todo terminó, no sé por qué todas las caras que veía me recordaban a alguien: el quiosquero, aquella mujer que una vez subió al colectivo, un muchacho que ocasionalmente encontré en la panadería. Todos tenían exactamente el mismo rostro de los que torturé. Ya no eran los muertos los que me preocupaban, sino la continuación de los muertos en los vivos.
Pasaron los años, y cuando vi la sociedad que formamos, comprendí lo terrible de mi equivocación. Es por eso que estoy acá, tratando de dar vuelta mi vida: antes herí, ahora curo; maté, y ahora hasta el más débil de los ancianos me parece valioso; negué comida, y hoy el sólo arrimar a un abuelo frente a su tazón de leche, me llena de lágrimas. Aún así, mi conciencia no siempre me deja en paz, pero estoy seguro que algún día lo hará.
Por todo eso es que decidí devolverle a la sociedad una muy pequeña parte de lo mucho que le quité. Me quedaré hasta el fin de mi vida ayudando a esta gente.

“Volvió a mirarme. Creo que tenía la cara en blanco o quizás se decepcionó porque no le dije nada. Juro que en aquel momento no llegué a entender todo lo que me dijo. Es más, aún no sé si quería una palabra de condena o de aplauso. Lo cierto es que desde allí en adelante, no se volvió a acercar a nosotros. A veces, cuando no le quedaba otra, saludaba cortésmente como de refilón.
“Cuando mi suegro murió, dejé de ir al hogar. Me mudé y casi olvidé el asunto. Ahora, vaya a saber por que vueltas de la vida, vengo con este relato al mismo tiempo en que comienzo a entenderlo”

Esto, que me contaron hace tiempo, dijo finalmente mientras íbamos preparándonos para abandonar la playa, fue tal como lo digo ahora. Nunca volví a ver a quien me lo contó, ni tampoco tuve el deseo de visitar aquella ciudad para saber si todo lo que dijo era verdad.


sábado, 14 de diciembre de 2013

PROVERBIOS Y CANTARES Por Antonio Machado y Ruiz

I

¿Para, qué llamar caminos 
a los surcos del azar? .. 
Todo el que camina anda 
como Jesús, sobre el mar.

V

Caminante, son tus huellas 
el camino, y nada más; 
caminante,  no  hay camino, 
se hace camino al andar. 
Al andar se hace camino, 
y al volver la vista atrás 
se ve la senda que nunca 
se ha de volver a pisar. 
Caminante, no hay camino, 
sino estelas en la mar.

VII

Bueno es saber que los vasos
nos sirven para  beber 
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.

VIII

El ojo que ves no es 
ojo porque tú lo veas; 
es ojo porque te ve.

X

En mi soledad 
he visto cosas muy claras 
que no son verdad.

XII

Despacito y buena letra: 
el hacer las cosas bien 
importa más que el hacerlas.

XIV

Se miente más de la cuenta
por falta de fantasía;
también la verdad se inventa.

XV

Tras el vivir y el soñar, 
está lo que más importa:
el despertar.

XIX

Doy consejo, a fuer de viejo:
nunca sigas mi consejo.

EPIGRAMAS Por Manuel Bretón de los Herreros

I

A un recién poeta, de pocas esperanzas

Voy a hablarte ingenuamente. 
Tu soneto, don Gonzalo, 
si es el primero, es muy malo;
 si es el último, excelente.

II

A   necio titiritero de afición

Ese hombre, cuyo renombre 
puebla Corte y arrabales, 
a todos los animales
 remeda...  menos al hombre.

V    

Soneto a la pereza

¡Qué dulce es una cama regalada! 
¡Qué necio, el que madruga con la aurora,
aunque las musas digan que enamora 
oír cantar a un ave la alborada!

¡Oh, qué lindo en poltrona dilatada 
reposar una hora y otra hora! 
Comer  holgar..., ¡qué vida encantadora,
 sin ser de nadie y sin pensar en nada!

¡Salve, oh Pereza! En tu macizo templo
ya, tendido a la larga, me acomodo.
De tus graves alumnos el ejemplo

arrastro, bostezando; y, de tal modo
 tu estúpida modorra a entrar me empieza
que no acabo el soneto..., de per...

Nocturno Por Juan Ramón Jiménez

Yo no volveré. Y la noche
tibia,  serena y callada,
dormirá el mundo, a los rayos
de su luna solitaria.

Mi cuerpo no estará allí,
y por la abierta ventana
entrará una brisa fresca
preguntando; por mi alma.

No sé si habrá quien me aguarde
de mi doble ausencia larga,
o quien bese mi recuerdo,
entre caricias y lágrimas.

Pero habrá estrellas y flores,
y suspiros y esperanzas,
y amor en las avenidas,
a la sombra de las ramas.

Y sonará ese piano
como en. esta noche plácida,
 y no tendrá quien lo escuche,
pensativo, en mi ventana.

Nadando Por Ángela Figuera Aymerich

Cómo me abrazaba el río!
¡Ay, y cómo me abrazaba!

¡Qué beso total y único
con labios frescos del agua

Madrigal desesperado Por José García Nieto

El silencio es un lobo
solitario y en guardia.

que se nutre un momento
sólo de mis pisadas.

El  silencio es un árbol
derribado y sin ramas

que señala ese punto
donde la tierra acaba.

Donde están nuestros besos
cuando ya no son nada;

donde estarán las manos
con que te acariciaba,
donde irán con tu olvido
a morir mis palabras.

VOZ DE SUSPIRO TENIA Por Eduardo Alonso

Voz de suspiro tenía,
por eso dicen que un día
quebróse al rozarla el viento.
Murió la voz, mas se oía
después en el pensamiento.

SUEÑO Por Rafael Alberti

Noche.
Verde caracol, la luna.
Sobre todas las terrazas,
blancas doncellas desnudas.

¡Remadores, a remar!
De la tierra emerge el globo
que ha de morir en el mar.

Alba.
Dormíos, blancas doncellas,
hasta que el globo no caiga
en brazos de la marea.

¡Remadores, a remar,
hasta que el globo no duerma
entre los senos del mar!

UN VALENTÓN Por Francisco de Quevedo y Villegas

Un valentón de espátula y gregüesco,
 que a la muerte mil vidas sacrifica,
cansado del oficio de la pica,
mas no del ejercicio picaresco,

retorciendo el mostacho soldadesco,
por ver que ya su bolsa le repica,
a un corrillo llegó de gente rica,
y en el nombre de Dios pidió refresco.

«¡ Den ustedes, por Dios, a mi pobreza;
les dice-; donde no, por ocho santos,
que  haré lo  que hacer  suelo  sin  tardanza!
Mas uno, que a sacar la espada empieza
-¿Con quién   habla?le dice al  tiracantos
¡Cuerpo de Dios con él y su crianza!
Si limosna no alcanza,
¿qué es lo que suele hacer en tal querella?
Respondió el bravucón:  “¡Irme sin ella!”

CIERRE USTED LA BOCA - Por Álvaro de Laiglesia

Hay que sancionar con cien palmetazos en los nudillos al hombre que pronuncie discursos sin ser orador. La fuerza pública debe detener a todo espontáneo que se lance sin ninguna credencial al ruedo de la oratoria, y encerrarlo sin miramientos en la comisaría más próxima.
Perorar es una profesión tan respetable como cualquiera, y no es cosa de permitir que se cuelen intrusos en sus escalafones. Si al que no es arquitecto se le impide levantar casas, y quien no es cirujano no puede amputar piernas, ¿con qué derecho pronuncia peroratas el que no es perorista?
Para la frase «Yo no soy orador», que prologa tanta majadería, no hay más que una respuesta tajante: «Pues cierre usted la boca».
No veo la razón de soportar que un fabricante de fajas, al concluir la merendona que le ofrecieron sus empleados, cacaree cuatro latiguillos que entorpecen la digestión de sus oyentes. Si no tiene título de orador, que dé las gracias en dos palabras y vuelva a sentarse. Pero, como aquella rana de la fábula que quiso ser buey, muchos hombrines se hinchan a los postres de su banquete y revientan en mil perogrulladas.
La metáfora de pacotilla y la grandilocuencia hueca acaloran por hacer odiosa la oratoria auténtica. Pereces y Gómeces, desarrollan prosaicas tareas en despachitos sórdidos, destapan a la menor oportunidad sus paupérrimos recursos dialécticos y se empinan sobre peanas de cartón jugando a Castelares. Pase que un alto funcionario exponga escuetamente la labor de su departamento. Pase que el ingeniero y el notario, el médico y el perito agrícola resuman sus ponencias sin adornos. Pero sin caer en fiorituras poéticas adocenadas, en símiles risibles y en prosopopeyas zopencas.
Respétese el terreno del orador verdadero, que sabe lo que se trae entre lengua. Mucho más difícil que construir una casa con grifos y cocinas, es alzar un monumento oratorio hermoso y proporcionando. La idea y los recursos para expresarla con belleza son materiales más delicados de manejar que el bisturí, la viga y el ladrillo. Y no deben ponerse al alcance de laringes inexpertas que no hayan sacado plaza en la suprema oposición del talento.

domingo, 8 de diciembre de 2013

La derrota de los pedantes - Sátira contra los vicios de la poesía española - Por Leandro Fernández de Moratín

Neminem specialiter meus sermo pulsabit. Generalis de vitiis
disputatio est. Qui mihi irasci voluerit, prius ipse de se,
quod talis sit, confitebitur.

S. HIERONYM., Epist. ad Nepofianum.


Esta obra no necesita prólogo; por eso no le tiene. Necesitaba notas, pero el autor no ha querido ponérselas.


Estábase Apolo durmiendo la siesta a más y mejor en un mullido catre de pluma. Un mosquitero verde le defendía de pelusa y moscas; la alcoba tenebrosa y fresca, el palacio en profundo silencio, y el dios bien comido, mejor bebido y nada cuidadoso. Roncaba, pues, su reluciente majestad, haciendo retumbar las bóvedas; y Mercurio, que se había quedado traspuesto en un chiribitil cercano, dábase a Plutón, por no darse al diablo, viendo que los bufidos de su hermano no le dejaban pegar los ojos.

En esto se ocupaban las referidas deidades, cuando de repente se levantó tal estruendo en los patios, corredores y portalón del palacio que parecía hundirse aquella soberbia máquina. Alterose Mercurio, dio un salto de la cama al suelo, y hubo de perder el juicio hallándose a pie, esto es, sin talares, porque madama Terpsícore, la más juguetona y revoltosa de todas las nueve, había ido poco antes a la cama, pasito a pasito, y se los había quitado por hacerle rabiar. Afligiose sobremanera, y a tientas se puso los gregüescos, la chupa y la camisa; porque es fama que el tal dios no puede dormir en verano si no depone todos los trastos, quedándose a la ligera, como su madre le parió.

Ya que se halló decente el correveidile de los dioses, salió en pernetas con su caduceo en la mano y en la cabeza el acostumbrado sombrerillo. Iba corriendo a averiguar la causa del alboroto; y al atravesar un corredor vio venir un burujón de gente que luego conoció ser de los de casa. Bernardo de Balbuena y el buen Ercilla conducían a Clío desmayada y casi moribunda, el peinado deshecho, el brial roto, y las narices hinchadas y sangrientas.

-¿Qué es esto? -dijo el dios al ver aquel lastimoso espectáculo-; ¿qué es esto?

-¿Qué ha de ser? -respondió Juan de la Cueva, que venía haciendo aire a la desmayada con un cuaderno de minuetes-; ¿qué ha de ser? sino que toda la comarca está en arma, el palacio lleno de enemigos, las musas cual más cual menos estropeadas, y Apolo, nuestro señor, muy a pique de quedar por puertas si duerme cuatro minutos más.

-¿Pero no sabremos?...

-No hay más que saber -añadió Ercilla-, sino buscar a Apolo, darle parte de lo que pasa, y acudir todos a la defensa, sin andarse en aquí me la puse, ni en tú te la tienes, Pedro.

-¡Cáspita -dijo Mercurio-, y en qué lindo día me he venido a comer a esta maldita casa! Bien hacía yo en no querer admitir el convite, por más que mi hermano me molía a recados todos los domingos. Mi padre come mucho mejor que él, y más me gustan dos tragos de néctar que tres pucheros de agua fresca de Aganipe. No, si yo no fuera tonto, no me sucedería esto. ¡Majadero de mí, que podría estar ahora en el Olimpo, mientras mi madrastra duerme la siesta, jugando con Hebe a la pizpirigaña y al salta tú, y no que ahora el diantre sabe lo que me aguarda! ¡Voto va mi fortuna!

Esto decía Mercurio, lleno de indignación; y mientras unos llevaban a acostarse a la triste Clío, y otros buscaban a Esculapio, que estaba herborizando en un tejado húmedo, y otros corrían desatinados, de una parte a otra, él marchó en diligencia a la alcoba de Apolo, que muy ajeno de lo que pasaba, roncaba todavía como un provincial.

Diole un pellizco, y otro, y otro, y ni por ésas podía despertarle; de manera que, irritado de la poltronería, alzó el palitroque de las serpientes y le dio con él tan desmesurado masculillo que a darle otro no lo hubiera contado por gracia el Sr. Timbreo. Desenvolviose de las colchas medio aturdido, y a pocas razones que entre los dos pasaron, los interrumpieron Erato y Polimnia, que entraron en el dormitorio dando alaridos y remesándose los pelos como unas desesperadas.

-¿Qué haces, hermano? -le decían a Apolo-; aprisa, corre, vuela, vete por la puerta de la bodega, que ya las Horas han ensillado y enfrenado a Flegón para que montes en él y escapes. Corre, y avisa a nuestro padre Júpiter para que, a fuerza de rayos, centellas y tempestades de azufre, alquitrán y ruedas de molino, ataje, si puede, nuestra desgracia. ¡Ay!, y dirasle que no se descuide, que no es ésta como la de antaño; que no son gigantillos de por ahí los que tiene que despachurrar y hacer gigote, sino un ejército el más formidable que se habrá visto desde que, para oprobio de la humanidad, se estilan ejércitos en el mundo.

-Vamos -dijo Apolo-, vamos a ver qué es ello, que ni yo os entiendo, ni puedo adivinar a qué viene toda esta bulla, y a buena cuenta ya estoy medio descalabrado, y cuanto he comido se me ha revuelto en el estómago con el susto.

-Ay, hijo mío, ¿descalabrado estás? -dijo Erato-. Pues, ¿qué?, ¿te has hallado ya en la refriega? ¿Te ha herido alguno de aquellos poetas descomunales?

-No sé quién me ha herido -dijo Apolo-; pero ¿qué dices de poetas?, ¿qué? Los que asisten en palacio, y son mis cortesanos y amigos, ¿han podido mover alguna sedición?

-No son ésos -replicó Polimnia-, ni ¿cómo era posible caber en ellos tal iniquidad? Ni son los que conocemos, ni son poetas, ni sabios, ni cosa que lo valga. Son unas cuantas docenas de docenas de pedantones, copleros ridículos, literatos presumidos, críticos ignorantes, autores de tanta traducción galicada, tanto compendio superficial, tantos versecillos infelices que ni hemos inspirado ni hemos visto. Son de aquellos que de todo tratan y todo lo embrollan, para quienes no hay conocimiento ni facultad peregrina: unos, que hacen tráfico del talento ajeno, y le machacan, y le filtran, y le revuelven, y le venden al público dividido en tomas; otros que no habiendo saludado jamás los preceptos de las artes, y careciendo de aquella sensibilidad, don del cielo, que es sola capaz de dar el gusto fino y exacto que se necesita para juzgarlas, se atreven a decidir con aire magistral de todo lo que no es suyo. Persiguen y ahogan los mejores ingenios con sátiras tan mordaces como desatinadas, y aspiran por medios viles a levantar su gloria sobre la ruina de los demás. Otros, y éstos, éstos son los más en número y los más insolentes, que pasan la vida atando en insufribles versos una polilla asquerosa, que embadurnan y apestan el teatro con unas cosas que llaman comedias, compuestas de retazos mal arrancados de aquí y de allá, atestadas de más defectos que los originales que copian, y sin ninguna de aquellas perfecciones que disculpan o hacen olvidar los errores de las antiguas. Estos son los que por tanto tiempo han tenido y tienen tiranizado el teatro español; éstos los que empuercan diariamente los papeles públicos, y éstos, en fin, los que haciéndose intérpretes de la nación que los tolera, se han atrevido, al son de zambombas, chiflatos y cencerros, a llorar las desgracias de la patria en la pérdida de sus amados príncipes, y a interrumpir con desapacibles graznidos el común quebranto cuando la muerte arrebató al cielo al más piadoso de sus reyes, para levantar sobre el trono español al más grande de todos ellos. Estos son los que acaudillan y dan atrevimiento a los demás. Pero ¿qué me detengo? ¡Mísera! Corre, y verás por ti mismo lo que es ocioso referir. El riesgo es inminente; y si tu presencia no le aparta, se perdió el Parnaso; tu soberanía y el esplendor de las musas castellanas se perdieron para siempre.

En efecto, Apolo echó a correr como un gamo, y Mercurio jadeando detrás de él se despepitaba por la pérdida de sus talares. De esta manera iban que volaban a punto el postre, y el estruendo militar crecía por instantes. Abrió Apolo una ventana que daba al patio del alcázar, y vio el más tremendo espectáculo que pudiera creerse. Dos ejércitos (porque según su número no parecían otra cosa) se combatían furiosamente al pie de la escalera principal, el uno defendiendo el paso de ella, y el otro, que ocupaba todo el portalón y gran parte de las galerías bajas, obstinado en abrirse camino y ganar los puestos que se le defendían.

El ejército amigo se componía de las guardias y dependientes del palacio y de los poetas comensales de Apolo, que capitaneaban las tropas y resistían con vigor los ataques del enemigo, en tanto que las Musas, esto es, siete de las nueve, porque Calíope y Clío estaban ya a componer, acompañadas de varias ninfas subalternas y de las criadas, se ocupaban en conducir al puesto armas y pertrechos para los que combatían en defensa de su titubeante honor.

El ejército contrario era una turba confusa de diversas gentes que había unido por casualidad el furor, y peleaban sin orden ni disciplina, ni jefes que los gobernasen, pero con tal ímpetu y desesperado arrojo que entrambos dioses recelaron mucho del éxito que podría tener aquella tremenda pelea.

Apolo se rebujó en una capa astrosa que al paso le prestó un proyectista, y se caló hasta las cejas un bonete de doctor, para no ser de nadie conocido. Echó a andar, siguiéndole su hermano, y a breve rato se hallaron en lo alto de la escalera. Mercurio quiso informarse del estado de las cosas, y volvió diciendo que por parte de los suyos se hacían prodigios de valor, pero que era tal la fuerza contraria que temían verse precisados a retirarse a las eminencias para desde allí ofender con más ventaja, aunque en menos terreno, a los sitiadores.

Malas nuevas fueron éstas para el dios de los tabardillos; tanto, que al escucharlas comenzó a temblar de pie y de mano, como los que tienen mucho miedo; el cual miedo se le aumentó sobremanera viendo subir a Terpsícore, muy llorosa y cariacontecida, con un diente en la mano, y apretándose con toda su fuerza un chichón que llevaba en la frente, tamaño como un huevo; y entre suspiros y sollozos y gemidos tristísimos:

-¡Ay, hermanos! -dijo-, que esto va de mal en peor. Los nuestros ya desfallecen. Quevedo y Cervantes ¡mi querido Cervantes! están heridos, y se han retirado de los puestos que guardaban; los enemigos se aumentan sucesivamente; no hay remedio, cedamos a tanta desventura.

-¿Y mis zapatos? -dijo Mercurio-; ¿qué hiciste de ellos?, ¿en dónde me los has puesto, picarona?

-Ahí los tienes -respondió la musa, sacándolos de la faltriquera-. Póntelos aprisa, que para escaparte son que ni pintados.

-¿Qué es eso de escapar? -replicó Mercurio, puesto ya en cuclillas y atándose a toda prisa las correhuelas de los escarpines alígeros-; ¿yo escapar? No en mis días; ahora sí, escapar: dejadme a mí, y veréis quién es Calleja.

Dicho esto, se disparó por los aires adelante como un cohete, y encaramándose a las bovedillas sobre el campo de batalla, empezó a gritar con voz de trueno o estampido de cañonazo a aquellos desesperados combatientes:

-¡Ah, de abajo! -decía-, ¿qué tremolina es ésta? ¿Qué locura se os ha metido en los cascos? ¿Así se profana el alcázar de mi hermano? ¿Estamos en algún bodegón? Canalla soez, ¿qué es esto?

Oyendo tan halagüeñas razones, paró algún tanto la pelea; alzaron todos la vista, y viendo en el aire aquel espantajo voceador, no pudieron menos de maravillarse; y él, valiéndose de la turbación que su presencia les había causado, prosiguió diciendo:

-Mi hermano Apolo quiere que dejéis las armas por una y otra parte; y a vosotros, quienquiera que seáis, hombres desconocidos y revoltosos, os ordena que si alguna pretensión tuviereis, me la digáis al instante sin andaros en ambages ni tranquillas; que como ella sea justa, desde luego quedaréis servidos; porque de no hacerlo así, por el alma de mi madre os juro que yo os daré a conocer del modo con que se debe tratar a los dioses.

Separáronse en efecto las dos cuadrillas. Los de casa volvieron a ocupar su escalera, y los intrusos, recogiendo algunos heridos, se hicieron un pelotón. Mercurio entonces volvió a preguntar la causa de aquella barahúnda; pero como no había entre los contrarios caudillo alguno que llevara la voz, fueron tantas las que dieron por querer responderle todos a la par, que aunque se desgañitaba diciéndoles que callasen y uno solo hablara por ellos, no lo pudo conseguir en manera alguna.

Irritado, pues, de ver que nada podía lograrse de bien a bien con aquella gente vocinglera y atolondrada, batió los talones, echóse encima de la turba, y agarrando del pescuezo al primero que le vino a mano, voló con él otra vez al techo, y desde allí les dijo:

-Puesto que no es posible haya unión en vosotros para que un comisionado vaya a dar cuenta a mi hermano de lo que solicitáis, he pillado a éste para que hable por todos y nos informe de lo que hasta ahora no habéis querido decir; pero entretanto que le llevo y os le traigo, haya un armisticio general, para que no pasen los estragos adelante y se componga todo a pedir de boca. Los nuestros no saldrán un solo dedo del último escalón de esa escalera, ni vosotros pasaréis tampoco de la línea de estos arcos. Nadie se atreva a insultar a otro; no hagan gestos ni se tiren chinarritos, ni se escupan, ni se oiga una pulla ni mala razón, y cuenta con ella; porque si hasta ahora he usado de medios suaves para conteneros, si llegáis a enfadarme, vibraré contra vosotros los rayos de mi padre Júpiter, que los tenemos apilados en la armería, muchos en número, recién buidos, y todos ellos sin estrenar.

Esto decía el dios del babeo únicamente para atemorizarlos, porque, según se supo después, no había en toda la casa más instrumentos bélicos que un puñal sin punta y mohoso de la señora Melpómene.

Lo cierto es que con esta diligencia cesó el combate. Las tropas se retiraron a los parajes señalados, y el dios, satisfecho de aquella obediencia, marchó con el perillán que había pescado, asiéndole fuertemente de las agallas, que no le dejaba gañir.

Quiso ante todas cosas dar cuenta a Apolo de lo ocurrido, y abriendo un camaranchón sucio que había servido muchos años de carbonera, metió en él su presa. Torció la llave, colgósela del dedo meñique, y en un santiamén buscó a su hermano, que estaba hojeando a toda prisa El arte de la guerra del filósofo de Sans-Souci y disponiendo un plan de fortificación y defensa. Le dio buenas esperanzas y le contó ni más ni menos cuanto se acaba de referir.

Holgose en extremo el dios intonso con las noticias que le dio Mercurio. Tratose de lo que en el caso convenía, y resolvieron que Apolo recibiese la embajada con toda ceremonia, para dar a la pompa y aparato un remusguillo de amenaza; que se oyese con benignidad al enviado o, por mejor decir, al traído, y que aunque fuese necesario ceder un poco a las circunstancias, se procurase no exasperar a unas gentes demasiado dispuestas a cometer cualquier exceso; y en fin, que mientras durase la grave escena, Mercurio desgastara los talares en ir y venir, y volver y tornar para lo que ocurriese en una y otra parte.

Hecho esto, mientras Apolo se fue a vestir de gala y alheñarse la cabellera, su hermano marchó a buscar el preso. Asomose de camino a un agujero que caía al portalón, y vio que estaban todos quietecitos como unos muertos, sin chistar ni mistar, ni decirse los unos a los otros una mala desvergüenza.

Alegrose mucho de ver aquella tranquilidad, y se fue en derechura a la carbonera donde estaba su hombre. Escuchó un poco por la cerradura, y pareciole que estaba recitando versos, y así era la verdad, porque en menos de un cuarto de hora que llevaba de encierro había ya compuesto dos ovillejos, un madrigal y tres sonetos caudatos quejándose de su mala suerte, y llorando su prisión como pudiera el mismo Macías.

-¡Cuerpo de tal conmigo -dijo Mercurio-, y qué pájaro tenemos en la jaula! Para mis barbas, si no es éste el peor de su rebaño. ¡Haya picaruelo! ¿No ha nada que entró en cisquero, y ya tenemos coplillas de pie quebrado, y estrambotes, y «mariposilla incauta», y «arroyuelo murmurador»? Por mi vida, que el tal improvisante debe de tener manejo y vena.

En esto le abrió la puerta del cuchitril, diciéndole halagüeño:

-Salga acá fuera, señor galán, salga acá fuera, que ya he llegado a entender su habilidad. Salga y véngase conmigo, que mi hermano Apolo está deseoso de conocerle.

-¡Oh, favor! -exclamó el de los ovillejos-, ¡oh, favor!

Y tendiéndose en el suelo cuan largo era, agarró de las piernas a Mercurio y le besó los pies una y muchas veces. El dios se resistía, pero no lo pudo evitar. Levantole con mucho agasajo, y el poeta, sin curarse de limpiar el cisco y telarañas que tenía en el rostro, manos y vestido, siguió a Mercurio haciéndole mil reverencias, quitándole con ridícula oficiosidad las pelusitas que llevaba en la ropa, y adelantándose a espantar con un pañuelo asqueroso las moscas, para que no ofendiesen a la deidad, que al ver aquellos obsequios apenas podía contener la risa.

-¡Qué, es posible -decía arqueando las cejas y dándose palmadas en la frente-, qué, es posible que Apolo, el rubicundo Delio, el claro Cintio, el patáreo numen desea verme, solicita conocerme y tratarme! ¡Oh, favor! Pero, ¿es cierto, soberano alípede, es verdad o ilusión dulce de mi deseo? ¿Es realidad física o extravío de la imaginación férvida? ¿Es soporoso nocturno rapto, que en la atezada calígine...?

-No es calígine, ni rapto atezado, ni cosa alguna de las que habéis dicho -replicó Mercurio-. Mi hermano os quiere ver, y a eso vamos allá; pero os advierto en caridad que tratéis de no hablarle en culto, ni le juguéis del vocablo, ni le digáis quisicosas ni garambainas, porque os mandará tirar de un balcón y le obedecerán al punto.

-¿Qué decís, ínclito nuncio del Tonante? -replicó el del cisco-. ¿Tanta cólera podrá caber en los celestes númenes? No, facundo nieto de Atlante, no lo hallo posible.

-Si es posible o no -añadió Mercurio-, vereislo después, y vuelvo a avisaros que si no dejáis esas gallardías de estilo, lo habréis de pasar muy mal, señor repentista.

-Sileo libenter -dijo el poeta, y en estas y otras razones se hallaron en una pieza inmediata al salón de audiencia. Asomose Mercurio, y vio que aún no había venido Apolo; y no hallando a quién poder confiar la guardia del coplero, tuvo que detenerse con él, mal de su grado.

El otro se paseaba por la sala a grandes trancos, haciendo una reverencia profundísima siempre que atravesaba delante de Mercurio, y esto lo repetía tantas veces que el dios le encargó que no lo hiciera, porque no gustaba de cumplimientos.

-¡Qué variedad!, ¡qué diferencia!, ¡qué opuestos polos! -exclamó entonces con voz recalcada y nasal-. Aquí desprecia un dios lo que en el mundo, en las cortes, en los palacios exigen los hombres de los otros hombres. ¡Qué variedad! Y si fuera decir que por esto se consigue alguna cosa, vaya con mil demonios, transeat, todo pudiera tolerarse; pero ¿quién dirá que un hombre como yo, de tan exquisito mérito, de tan gigantes prendas, se ve menospreciado, burlado, desamparado, hambriento y oscurecido entre el vulgo, profanum vulgus, sin que un Maecenas atavis, magnánimo y liberal, le haga surgir del abismo de miserias en que desgraciadamente yace? Yo he tratado con próceres, potentados, ministros y magnates de primera magnitud; ¿y qué he conseguido? ¡Ánimas benditas!, ¿qué he conseguido? Díganlo tantos preciosos opúsculos que existen arratonados en mi guardilla que jamás verán la luz pública. ¿Y por qué? Por la pobreza de su autor. ¡Oh, pobreza! Pauperiem pati, que dijo el anónimo; esto es, pauperiem, la pobreza, pati, sea para ti, que yo no la quiero. Tan odiosa es la pobreza que aun de los varones más doctos es abominada.

»¿Y qué obras son estas que conservo? ¿Qué felices partos? ¡Ahí es nada! ¡Ahí es un grano de anís lo que tengo escrito! Figúrese vuestra serenidad: de primera entrada veinte y tres comedias, nueve follas, cinco tragedias, dos loas, cincuenta y dos sainetes tabernarios. ¿Qué tal? digo, ¿quid tibi videtur? Y esto únicamente por lo que toca al género bucólico. Vamos ahora por lo lírico, épico, dramático, elegíaco, satírico, epigramático, didascálico y mixto. Primeramente tres epopeyas concluidas y puestas en limpio, con su dedicatoria hecha a prevención, de a veinte y cuatro cantos por barba; esto es, las epopeyas, no las dedicatorias, que juro por el nombre que tengo que cada una, esto es, no las dedicatorias, sino las epopeyas, se puede reputar por una enciclopedia metódica, porque de todo tratan usque ad satietatem, y nada dejan al lector amantísimo que desear. ¿Y qué diré de mis piezas fugitivas? ¿Qué diré, sino que pasan de cuatrocientos mis sonetos, sin contar algunos que se me han escabullido por mor de no estar siempre mis faltriqueras bien acondicionadas, ni incluir tampoco los que acabo de hacer alusivos a mi prisión, a la oscuridad de la carbonera, y a los cendales arácneos que me cubrían? Pero, ¡qué sonetos! ¡Qué madrigales! ¡Qué romances! ¡Qué estrambotes! ¡Qué enigmas amorosos! Todos ellos o la mayor parte, ya se ve, era preciso, son alabanzas, quejas, favores, celos, de mi Nise; y esta Nise, bendígala Dios, es una dama ideal, compuesta de retazos, en la cual he querido epilogar y unir cuantas perfecciones repartió en las demás la naturaleza.

»¡Ay, mi dulce Nise! ¡Ay, idolatrada señora mía! Esta, pues, Nise predilecta (de la cual ya tengo sucesión, según consta en el madrigal doscientos y cuatro de mi colección manuscrita), ésta es la que encendió mi numen tímido, la que me ha inspirado, la que ha dictado modulaciones a mi ebúrnea cítara por espacio de cuarenta y cinco años, porque yo tendría diez y ocho y la mamada cuando resolví enamorarme de ella, y si mal no me acuerdo, voy a cumplir sesenta y cuatro para las vendimias.

»Pero no siempre amarrado a la coyunda de amor, del crudo amor que, como llevo dicho, vulneró mi corazón en los adolescentes años, he llorado desvíos, he manifestado inquietudes, he cantado sus breves y apetecidas victorias; no, que tal vez levantando mi voz a mayores objetos, al pulsar la acorde lira, alma del viento, me atreví a interrumpir la siempre acorde revolución de los orbes celestes, causando universal trastorno en la naturaleza; y ved aquí, si queréis la prueba: unos cuatrocientos endecasílabos que compuse a la proclamación de nuestro soberano. Dicen así ni más ni menos, favete linguis:

 El día diez y siete del corriente,   
 a cosa de las nueve o nueve y cuarto   
 de la mañana, se juntaron todos   
 los señores que estaban convidados.   

 Y como era preciso, cada uno   
 llevó a la fiesta su mejor caballo;   
 de manera que cosa más lucida   
 ni se ha visto jamás ni se ha pensado.   

 Todos iban de gala, como digo,   
 con vestidos muy ricos, bien cortados,   
 los más con bordadura, y los restantes   
 a cada cual mejor, si no me engaño.   

 Pues como llevo dicho, se dispuso   
 la cabalgata, y luego muy despacio   
 cogieron y se fueron a la villa,   
 según estaba ya determinado.   

 Y al llegar a la puerta...   
-Basta, basta -dijo Mercurio-, no me recitéis más versos, que esos pocos me han parecido detestables, y me sospecho que los demás no serán mejores. Callad, por Dios, que tengo ya atolondrada la cabeza de oíros.

-Atolondrado me vea yo a garrotazos -prosiguió el poeta-, si esta composición pindárica no es la más acabada pieza que ha salido jamás de cabeza humana; pero ni el público la ha gozado hasta ahora, pero oh dolor, ni sé cuándo me veré con dinero para imprimirla. ¡Oh, livor!, ¡oh, ignorancia!, ¡oh, siglo calamitoso y fatal a los alumnos de las Musas! ¡Yo sin capa! ¡Yo sin haber almorzado todavía! ¡Yo debiendo cincuenta reales al padre procurador del Carmen por los alquileres de mi desván! ¡Yo que he puesto en verso el Flor Sanctorum de Villegas, el Roselli, y el Sánchez De Matrimonio! ¡Yo, que he escrito un curso completo de artes y ciencias que puede ir en carta! ¡Yo, que he comentado los Comentarios de Góngora, y he traducido al castellano los prólogos de Huerta, y me muero de necesidad! ¿Quién ha sido el coco de Madrid y sus literatos de muchos años a esta parte? ¿Quién ha hecho callar a tanto hombrón erudito, a tanto sonoro cisne, a tanto Anfión armónico? Sí, señor, debajo de mi cama tengo muchas obras de crítica que aun manuscritas han dado terror al orbe. ¿Qué sería, oh Cilenio raudo, si hubieran sudado los tórculos para publicarlas? Pero ¿qué me canso en manifestar mi suficiencia exótica, si el mismo Apolo...?

-El mismo infierno con todas sus furias desatadas debéis de tener en esa boca, hermano -dijo Mercurio-. ¿Qué es esto? ¿No os he dicho ya que calléis? ¿Os estaréis hablando hasta mañana, parlanchín ridículo? Por vida de Júpiter, que si descoséis los labios para decirme una sola palabra, os desuello vivo a latigazos. ¡Cáscaras, y qué pesado es el pedantón, y qué insolente!

-Parce domine -respondió el coplero; y no bien había abierto la boca para decirlo cuando el alípede alzó el puño en ademán de descargar sobre su coronilla tal cachete que él solo hubiera dado fin a tantas locuras, pero lo estorbó un guardia que salió a dar la noticia de que ya Apolo esperaba al embajador.

Entraron, pues, en un salón magnífico y espacioso. El pavimento y las paredes eran de exquisitos mármoles, la decoración corintia, las basas y capiteles de sus columnas de oro purísimo, como también los adornos del cornisamento y zócalo, y en las bóvedas apuró la pintura todos los encantos de la ficción.

Allí se veían los orígenes de las artes y los progresos del talento humano: muda historia, capaz de encender el ánimo y arrebatarle a la contemplación de los objetos más sublimes. En una parte se veía a los hombres fabricar chozas de troncos y ramas, de donde la arquitectura tomó las formas que dio después a materias más durables, variando, según la mayor o menor consistencia de ellas, la proporción de sus edificios. A otro lado los egipcios daban principio a la geometría, señalando sus campos con términos de piedras hacinadas para que el Nilo en sus inundaciones no alterase los conocidos límites. Otros señalaban en el suelo los contornos de la sombra, de donde tomó su origen la pintura, perfeccionándose después lentamente con la invención casual de los colores y la perspectiva, que apenas conoció la antigüedad. Otros cortaban la corriente de un río, fiados a un tronco mal seguro. Una gran multitud admiraba desde la opuesta orilla el temerario atrevimiento, y las madres tímidas apretaban al pecho sus pequeñuelos hijos. Los árabes y caldeos observaban el aparente giro del sol, y en las serenas noches al planeta que recibe su luz y los demás astros que la distancia nos aminora o nos oculta.

La escultura en otra parte ponía sobre las aras bultos informes que adoraba supersticioso el temor, y más allá los Fidias, Lisipos y Praxíteles daban a los mármoles y bronces tan elegante forma que en algún modo parece que el arte disculpaba la idolatría. Allí Orfeo reducía a los hombres en vida social, les daba leyes, y les persuadía la necesidad de un culto religioso. Confucio enseñaba virtudes morales a los remotos chinos. Eaco, Radamanto, Minos, Solón, Licurgo y Numa establecían leyes gobernando en justicia y paz nuevas repúblicas; y a más distancia se veían florecer las ciencias y las artes a la sombra de la libertad. Allí estaba representado el padre Homero, a quien rodeaban con admiración los poetas de todas las naciones y todos los siglos. Píndaro, al son de la tira, celebraba con sublime verso las victorias istmias y olímpicas, y eternizaba el nombre de Hierón. Simónides cantaba tiernas elegías. Alceo de Lesbos, añadiendo nuevos sonidos a las cuerdas griegas, hacía aborrecible entre los hombres el despotismo de los tiranos. Safo, desgraciada en amor, se precipitaba del promontorio de Léucate al mar, y repetía muriendo el nombre de su ingrato Faón; en tanto que Anacreón de Teos, coronado de pámpanos, con la copa en la mano, danzaba alegre al son de las flautas entre las Gracias y los Amores.

Allí acudía la juventud de Grecia a escuchar en las academias, el liceo y el pórtico las austeras lecciones de la moral, y no muy lejos se levantaban teatros magníficos para declamar, con el auxilio de la música, las grandes obras de Esquilo, Sófocles y Eurípedes, que alternaban con las del atrevido Aristófanes, a quien Menandro siguió después para oscurecer la gloria de cuantos le habían precedido. En otra parte, Demócrito y el divino Hipócrates, reclinados junto a un sepulcro ya destruido, conversaban profundamente a la sombra de unos cipreses mustios sobre la física del cuerpo animal, la brevedad de la vida, los acerbos males que la rodean, y los cortos y falaces medios que ofrece el arte para dilatar su fin; y más allá, Demóstenes, desde la tribuna de las arengas, conmovía al pueblo ateniense; le persuadía por algunos instantes a sacudir el yugo macedónico; excitaba en él estímulos de valor, recordándole las épocas gloriosas de sus triunfos, los nombres santos de Milcíades, Conón, Cimón y el justo Arístides; y oponiéndose, por una parte, a todo el poder de Filipo, y por otra, a la envidia, la calumnia atroz y la inconstancia de un vulgo corrompido e ingrato, veía, a pesar de su elocuencia irresistible, perecer para siempre la libertad de su país, y perecía con ella.

En el testero del salón había un trono riquísimo, y en él estaba Apolo. Siete de las musas le acompañaban inmediatas al solio; y los más célebres poetas españoles según la edad en que florecieron, así ocupaban por su orden las sillas.

Si mucho se admiró el coplero de aquel aparato y magnificencia, no menos se admiraron todos los demás al ver su figura ridícula, porque era el hombre la más triste visión que imaginarse puede: reviejuelo, arrugadito, moreno, remellado, tuerto de un ojo, romo, calvo, algo tiñoso, chiquirritillo y contrahecho; si bien es verdad que lo desfiguraban en parte las barbas, el sudor negro, el polvo, el cisco y las telarañas que le cubrían el rostro. Revolvíase en unas bayetas pardas, raídas y llenas de chorreaduras de aceite y caldo, con un ribete de arambeles por las orillas, a modo de randas o cucharetero. Sus movimientos eran más vivos de lo que su edad prometía, la acción teatral, y la voz gangosa, chillona y desapacible.

-Este es -dijo Mercurio a su hermano- el que he podido agarrar entre aquella turba. Él te dirá lo que deseas saber.

Y acercándose a él, le dijo al oído:

-Mirad, señor, que aquí no os sufrirán disparates. Decid claramente quiénes son los del portal, y a qué es su venida, sin andarnos en más repulgos; porque si así no lo hiciereis, témome mucho que mi hermano os mande freír y echar a los perros según le he visto de mal humor esta tarde.

Y habiendo dicho esto, se fue volando a observar lo que pasaba en la escalera.

El poetastro, encarándose con Apolo, le hizo tres grandes cortesías, y quedó aguardando el permiso de hablar. Dióselo Apolo, y él comenzó a delirar de esta manera:

 «Reverberante Numen, que del Istro   
 al Marañón sublimas con tu zurda   
 al que en ritmo dulcísono te urda   
 elogio al son del címbalo y del sistro.   

 Si la alígera prole de Caístro   
 blandos ministra acentos a mi burda   
 armónica pasión, ¡ay! no te aturda   
 ver rompo de tu tímpano el teristro.   

 La nubígena dea en alto plaustro   
 ungiendo el nervio de oloroso electro,   
 me lleva en alas del Ouest y el Austro,   

 y hurtando a las Memnósides el plectro   
 hoy me intromito en el fulgente claustro,   
 obstupefacto, a venerar tu espectro.»   

Reventaba Apolo entre la indignación y la risa. Las Musas se tendían por los suelos, dando exorbitantes carcajadas. Los poetas se miraban unos a otros, sin saber lo que les sucedía. Y el badulaque, muy satisfecho, se disponía a proseguir disparatando en culto; pero Francisco de Rioja, que estaba inmediato, le dijo:

-Ved, señor enviado, que Apolo nuestro amo no os llama aquí para que le declaméis versos tenebrosos. Lo que únicamente quiere es...

-¡Ah! -dijo el de las sopalandas-, ya sé lo que quiere. No hay para que decírmelo, que ya lo he comprendido. Lo que quiere es otro soneto con los mismos consonantes. Pues allá va, hijo de Latona; escuchadme benévolo:

 Dios rutilante, que del Ebro al Istro   
 proteges, honras al que versos urda,   
 rauca mi lira atiende tosca y burda,   
 símil no mucho a resonante sistro,   

 que si tal vez alado el de Caístro   
 pájaro dulce en la ribera zurda,   
 hace canoro que fugaz aturda   
 su voz rompiendo el diáfano teristro   

 no ya disímil yo, si el indio electro   
 prestarme gustas, que veloz al Austro   
 sones encarga de curvado plectro,   

 métricos mucho al eminente claustro   
 llevaré ritmos ¡oh divino espectro!   
 Que el cenit giras en ebúrneo plaustro.   

-¡Hola, ministros! -dijo Apolo-, al instante coged a ese hombre; atadle y enviádsele a Plutón con un recado mío, para que se le entregue a los ingenios tartáreos y le atormenten con los suplicios más atroces. ¡Qué desvergüenza, venir a hacer burla de mí! Llevadle, digo; no quiero verle.

Esto decía el dios bermejo con tales ademanes que manifestaban demasiado su cólera. Pero las Musas, compadecidas de aquel infeliz, o sintiendo se malograse el fin a que era traído, o deseosas de divertirse oyendo sus desbarros, intercedieron por él con el mayor empeño.

Costó mucha dificultad aplacar a Apolo; pero al fin se moderó algún tanto habiéndole prometido todos, en nombre del tuerto, que no volvería a decir más versos sino que en prosa llana y pedestre relataría cuanto era menester. Y él, mientras esto sucedía, estaba abocinado en el suelo hecho un ovillo, sin rebullirse ni alentar siquiera, imaginándose ya arrebatado a los infiernos y dando hervores en las calderas de pez, alcrebite y plomo, donde se rehogan los comerciantes por amor, las viejecitas que azuzan y los administradores que desuellan. Ya llevaba compuestas dos estancias de una canción estigia que pensaba recitar a Tesífone luego que llegase, en que la alababa de linda, y de la más jovencita y agraciada de todas las Furias. Pero a este tiempo le levantaron entre Figueroa y D. Juan de Jáuregui, los cuales volvieron a predicarle de nuevo lo que debía hacer para no incurrir en la indignación de Apolo.

-Haré cuanto me decís -respondió después de haberse compuesto los hábitos-; haré cuanto Febo ordena, y omitiré los episodios y partes de adorno, usando en mi narración un estilo medio, ya que el sublime ha merecido tan equívoco aplauso. Soberano Delio, Titán radiante, prodigio délfico, deidad esmíntea, el suceso es éste:

»Yo, aunque indigno, y mis compañeros los del zaguán, somos alumnos vuestros. La divina poesis fue nuestra delicia desde los años infantes. Hemos elaborado opúsculos admirables, tremendos, hijos al fin de vuestra sacra inspiración. Basta esto, sufficit, para noticia preliminar; pero reflexionemos.

»¿Qué es poética? El arte de hacer coplas. ¿Qué son coplas? Unos montoncitos de líneas desiguales, llamadas versos. ¿Qué es un verso? Un número determinado de sílabas. ¿Qué dificultad ofrece su composición? Los consonantes. ¿Cómo se adquieren estos consonantes? Comprando un Rengifo por tres pesetas. ¿Qué otra cosa es necesaria además de esto para hacer cualquiera obra poética digna de la luz pública? Un poco de práctica, y otro poco de poca vergüenza.

»Pues ahora bien: supuesto que nosotros sabemos hacer coplas en verso aconsonantado, que tenemos cada cual nuestro Rengifo, que hemos pasado toda la vida en esta ocupación, y que, altamente persuadidos del mérito de nuestras obras, no dudaremos ofrecerlas por modelo al orbe que las admira, y a las generaciones futuras que han de anonadarse al verlas, ¿qué nos falta para llamarnos alumnos vuestros? ¿Quién nos disputará este honor? Dicite Pierides, en tanto que yo prosigo hilvanando premisas y consecuencias.

»Siendo poetas, como lo somos sin remedio, ¿cuál debe ser nuestro ejercicio? ¿Tejer esteras? ¿Coser zapatos? ¿Alquilar camas? ¿Vender achicorias? Claro es que no; claro es que son indignas ocupaciones de los grandes genios aquellas que por útiles y honestas están reservadas al ignorante vulgo. Así, pues, siendo poetas, debemos poetizar, y no otra cosa. Debemos ilustrar a la nación, y ella debe coronar nuestras fatigas con premio digno, dándonos la mitad en aplausos, y la mitad en pesos duros.

»Pero esta nación ingrata ni nos da de comer ni nos aplaude, mientras nosotros, procurando su felicidad y su gloria, la enriquecemos diariamente, semanalmente, mensualmente, continuamente, de conocimientos profundos, sin los cuales la racionalidad hubiera dado en España un estallido, según la hemos visto decadente y malparada.

»Nosotros, en fin, hemos sostenido el honor de la lira (barbitos polycordos, que dijo el griego), cantando y llorando (canentes et flentes, que hubiera dicho el latino) en todas las ocasiones en que el hado, ya favorable, ya protervo, envió a la patria prosperidades o desdichas.

»Se ajustó la paz, coplas a la paz. Nacen los gemelos, coplas a los gemelos. Nace nuestro príncipe Fernando, coplas a D. Fernando. Se hace el bombardeo de Argel, coplas a las bombas. En una palabra, casamientos, nacimientos, muertes, entierros, proclamaciones, paces, guerras, todo, todo ha sido asunto digno de nuestra cítara.

»Pero ¡con qué novedad, con qué acierto lo hemos sabido desempeñar! ¡Qué felices invenciones las nuestras! ¡Oh qué felices! ¡Oh huevos de Leda, huevos benéficos y de inestimable valor! ¡Oh Jacob y Esaú! ¡Oh Rómulo y Remo! ¡Con qué oportunidad la providencia os hizo nacer de una ventregada! ¡Y con qué gracia nosotros, sin reparar en frioleras, parangonizamos mellizos a mellizos, haciendo saber al mundo que nuestra princesa había dado a luz un Esaú brutal, un Rómulo fratricida, y lo que es más lindo (porque al fin todo iba dentro del par de huevos mitológicos), una Clitemnestra y una Elena disolutas, pérfidas y crueles, que todo esto dijimos, muy arropados con nuestra licencia poética, en elogio de los dos malogrados infantes, infandum regina jubes, como dijo allá el filósofo.

»¿Y qué diré del sutil arbitrio que discurrimos para formar las fábulas de nuestros poemitas? Arbitrio que pareció tan cómodo, que todo poeta de bien y timorato le ha escogido para sí y trazas llevan de no soltarle hasta la consumación de los siglos. ¡Soberano arbitrio que ahorra mucho tiempo, y muchos polvos de tabaco, y mucha torcida al candil! Arbitrio con el cual se forma en un guiñar de ojos cualquier poema, pues a todos viene como llovido. ¿Se trata, por ejemplo, de alabar algo, de profetizar algo, de llorar algo, de referir algo? El poeta no tiene más que acostarse y apagar la luz. A media noche se le aparece un trasgo, una ninfa, o cualquiera otro personaje alegórico, con gran concurso de geniezuelos alrededor, y este tal personaje reprende al vate su modorra y su pigricia, le manda que se levante inmediatamente y que escriba esto y aquello y lo de más allá, y de este modo le informa de cuanto hay que saber en el caso; de suerte que desaparecer la fantasma, despedirse el poeta del lector pío, y acabarse el poema, todo es a un tiempo. Sobre este molde de aparición hemos compuesto de once años a esta parte cuantas obras se han necesitado para el surtido de las esquinas, con la sola diferencia de que a un poeta le pilló la visión acostado y sin cenar, al otro paseándose a la orilla del río, al otro cogiendo el sol en un cerro; pero siendo el fondo de la ficción el mismo, siempre es el mérito igual y el artificio de la fábula siempre maravilloso y sutil.

»¿Y el estilo? ¿Y la versificación? ¿Y el estro poético que resplandece en aquellas composiciones? ¿No es particular? ¿No es admirable? Desde el ovillejo más diminuto y vil a las octavas retumbantes y pomposas, ¿no se descubren bellezas incomparables que darán fama inmortal a las recalientes seseras que las produjeron? ¿No es cierto, señor, que con esta irrupción de copias, con este chorroborro perenne de versos hemos llevado al más alto punto de perfección el buen gusto y la elegancia poética, dando cordelejo a los más célebres autores de la edad vetusta, y revolviendo el Parnaso castellano patas arriba? ¿No es cierto?

»Así nos lo persuadíamos. Con este fin trabajamos, con el fin de asegurarnos un taburete en el templo de la inmortalidad y ganar el pan por medios honrados en esta vida transitoria. Pan curat oves, oviumque magistros, como dijo Gronovio muy a mi intento.

»Pero ¿qué sucedió? ¡Oh iniquidad! ¡Oh livor! ¡Oh influjo adverso! ¿Qué sucedió? Que así como el murciélago torpe (vespertillo le llamó el doctísimo Requejo, y con él Calepino, Facciolati y otros), que así como el murciélago torpe, que busca las tinieblas pavorosas del angosto mechinal, aborreciendo la claridad diurna, si tal vez la atrevida mano pueril, asiéndole una de sus aurículas, le extrajo con violencia de su lobreguez apetecida, no pudiendo con cecuciente párpado sufrir los rayos de luz que iluminan al orbe, forcejea y se resiste, y bate las alas membranáceas, y se desespera, y chilla, y muerde, y araña la mano que le tiene asido, de la propia manera, no pudiendo algunos zoilos malévolos resistir la esplendorosidad de nuestras obras, a la que en vano se oponía la opacidad de su insipiencia, comenzaron a gritar contra nosotros, nos desacreditaron enteramente, nos adjetivaron del modo más cruel.

»Este fue el galardón, ésta la gloria que nos resultó de nuestros afanes literarios. Después de habernos recocido los sesos en amontonar erudición gentílica, histórica y dogmática, en rehenchir versos, ajustar cadencias y cazar figuras, en cuya desastrada ocupación ganábamos por la mano al lucero matutino, negando el tributo a Morfeo, que nos hallaba en vela todas las noches, Bella per Emathios plus quam civilia campos, como dijo no sé quién, en no sé qué libro.

»Pero como por especial favor de la Providencia así somos estupendos poetas como filólogos incomparables, discurrimos no ceñirnos a una sola cosa sino abrazar todos los ramos de la literatura, dividiéndonos en pelotones y cuadrillas. Unos, a quien vuestro celeste incendio más inmediatamente retuesta y asura, se hicieron sectarios de la exactitud, economía y corrección, que algunos ínvidos traducen frialdad, pobreza, languidez, y echaron a volar unos poemas tan exactos, tan ecónomos y correctos, labrados a compás, nivel y escuadra, que nada se puede en ellos quitar, mudar ni añadir. Otros se dieron a extractar, compilar, abreviar y reducir en pequeños papelitos el árido y dilatado estudio de las ciencias para que todas ellas las pueda aprender como un papagayo cualquier curioso, mientras el peluquero le ata la bolsa. Otros se dieron a la jocosidad festiva y regalaron a la nación gran cantidad de epigramas, díchicos, anécdotas, chufletas, quisicosuelas y acertijos. En una palabra, aspiramos por todos medios a hacernos los dispensadores de la ilustración pública. ¡Oh, cómo regurgitamos ciencia por todas partes! ¡Oh, qué traducciones hicimos tan agraciadas! Traducciones que no las distinguirá de sus originales el más pintado. ¡Y qué comedias a la antigua! Esto es, a nuestro modo; quiero decir, sin esto que llaman arte, gusto y verosimilitud. ¡Y qué apologías del teatro! Digo, de nuestro teatro, del teatro que nosotros nos hemos hecho. Y en esto sólo, si he de hablar en puridad, en esto sólo hemos triunfado impunemente de nuestros enemigos. El teatro nos ha ofrecido un desquite, un consuelo de todos los sinsabores que padecemos continuamente. Bien es verdad que, según él está arreglado, parece que se hizo ex profeso para que yo y mis compañeros le proveyéramos con nuestras obras admirables. Así lo hacemos todavía, allí retumbamos, y ¡oh, nunca la suerte enemiga nos prive de su pacífica posesión!

»¿Y qué diré de tantas eruditas disertaciones sobre el lujo, sobre la inoculación, sobre hacer feliz al reino con una hipótesis, dos ilaciones y un cálculo, sobre la excelente moral de los caribes y hotentotes, sobre hacer pan de avellanas en los años malos, sobre la mejor de las repúblicas posibles, sobre aumentar prodigiosamente la agricultura a fuerza de ruedas, tubos, émbolos, piñones y cilindros; sobre la tolerancia, sobre la tortura, sobre el patriotismo, sobre las chinches. ¡Oh, Dios omnipotente y máximo, que tan hábiles y tan eximios nos hiciste! ¿Por qué, así como somos universales en las ciencias, no somos universalmente venerados? ¿Por qué, siendo tan desaforadamente instruidos, nos llaman pedantes? ¡Pedantes! Anatema cruel que nos sigue por todas partes, y nos estremece y horripila.

»Ya en algún modo hemos procurado oponer las artimañas a la fuerza, y viendo cuán pocos elogios hemos merecido a la ingrata patria, que paga en desprecio y pullas nuestras vigilias, hemos dado en la flor de alabarnos los unos a los otros, tratándonos mutuamente de científicos y preclaros varones, por aquello de asinus asinum fricat, que quiere decir, el sapiente aplaude al sapiente. Pero esto dura ocho días; el público se desengaña, o nosotros, por un quítame allá esas pajas, nos estropeamos a garrotazos en un portal; y la discordia, que volvió en cenizas los soberbios muros de Ilión, nos conduce al hospicio o nos reduce a la sopa de un convento.

»Pero en el hic et nunc, en que tímidos y vacilantes juzgamos irremediable nuestra desgracia, cuando circuidos de horrores y faltos de consejo, hollábamos caliginoso pavor, y palpábamos atezadas lobregueces, ecce Corinna venit, ecce benigna rutilante estrella que aparece a nuestra vista para serenar tan deshechas tempestades. Asturias va a tener un príncipe; la nación le jurará sucesor al trono de su padre, Madrid previene regocijos, y ésta es precisamente la época de nuestra gloria, el feliz instante de nuestra resurrección.

»Queremos cantar, sí, señor, queremos cantar como si empezáramos de nuevo. Queremos aplaudir la jura del príncipe D. Fernando con la misma gracia con que desempeñamos los asuntos anteriores. Queremos celebrar las felices invenciones en los adornos de la carrera, y no ha de haber espejo ni pedazo de holandilla sobre que no arrojemos décimas y octavas como el puño. Volveremos a extasiarnos y a dormimos, y cruzarán por esos aires a media noche, al son de los chirriones de la limpieza, tantas ninfas, tantas matronas alegóricas, tanta hermosa visión, desprendida del Olimpo a nuestras guardillas para mandarnos escribir cantos heroicos y romanzones, que será una confusión.

»¿Y los toros? ¡Oh, mi Dios! ¡Los toros! ¡Qué de conceptos hemos prevenido para la fiesta! ¡Qué ocurrencias exquisitas estamos almacenando para los caballeros que se caigan, para los que no se caigan, para los que corran y para los que no puedan correr! ¡Y qué de cosas tenemos discurridas para las lunadas fieras, y qué lindas comparaciones en que saldrán a lucirlo los toros de Colcos, los toros de Guisando, los toros del Sol, el toro de Creta, el toro de Fálaris, el toro de San Marcos, el toro de Europa, y el toro pater!

»Queremos, pues, con motivo tan plausible, fatigar las prensas. No ha de haber poste, ni esquinazo, ni guardarruedas, ni registro de cañería, ni bola de puente que no engrudemos de alto a bajo con cartelones inarrancables y eternos, llenos de letras gordas y provocativas. Ni habrá diario, ni gaceta, ni biblioteca mensual que no salga atiborrada de nuestras obras. Pero ¡ay cirreo numen! ¡Ay reverendo citarista fúlgido! ¡Cómo nos ilude con halagüeñas imposibilidades el deseo!

»¿Qué haremos desamparados e inermes contra la osadía de tantos críticos, que acaso estarán ya aguardando nuestras producciones, productior actu, para despedazarlas con viperino diente? Aquí, hic jacet, aquí se necesita todo vuestro favor, ¡oh deidad crinada y arcitenente! Aquí imploramos toda vuestra beneficencia para podernos llamar verdaderamente afortunados, fortunam Priami cantabo, que dijo el mitólogo.

»Ni es imposible, señor, ni temeraria la pretensión que nos ha conducido a vuestro portal augusto. Antes en su pequeñez hemos fundado la confianza de conseguirla. Mis compañeros y yo no deseamos otra cosa sino que vuestra rubicunda celsitud nos dé una patente firmada y sellada según estilo, en la cual se exprese que nuestras obritas, las ya publicadas y las que vamos a publicar, de las cuales y de sus autores han dicho y dirán los envidiosos críticos tantas perrerías, son elegantes, doctísimas, incomparables, y de aquí arriba lo que pareciese conveniente añadir en su elogio. Diréis, además, que nosotros los que tales obritas hicimos y haremos, no somos poetillas hueros, trasgos ridículos, ni cuervos raucos, sino filomenas dulcísonas y sirenas machos que con vuestro influjo y aprobación hemos cantado, cantamos y cantaremos hasta soltar la piel. Diréis que para que la nación acabe de iluminarse es necesario que el ramo de literatura se estanque como los naipes y el aguardiente, siendo nosotros los administradores que podamos impunemente dar lecciones al público, ya en papelillos sueltos, ya en tomos de tres puentes, ya de viva voz en las tabernas honradas de la corte, en sus librerías y concurrencias, o ya remitiendo nuestros áureos dramas al gran teatro. Diréis que en materias de buen gusto, de lógica, de erudición, de racionalidad, de talento, nadie chiste contra nosotros, nadie nos inquiete, advirtiendo que de hoy en adelante a todo crítico se le llamará envidioso, a toda prueba, calumnia, a toda censura, libelo, y a todo raciocinio, personalidad e insulto. Y que, por último, vuestra luminosidad muy resplandeciente amonesta, y en caso necesario manda y condena, a todo erudito que sepa deletrear, a que luego que los carteles, los ciegos y la trompa de la fama anuncien la irrupción polimetriencomiástica que tenemos prevenida a la jura del nuevo príncipe, acudan a las librerías acostumbradas, y cada cual se provea a lo menos de un ejemplar de cada obrita, para que por este medio, al paso que ellos se orientan y se instruyen, podamos nosotros subvenir a nuestras urgentes necesidades.

»Tal es, señor, nuestra pretensión. Con este deseo abandonamos nuestros tugurios, y esta mañana entre diez y once nos hallamos a la falda de ese bifronte cerro. Comenzamos a gatear con harta fatiga por escabrosidades y derrumbaderos inicuos, pero apenas hubimos salido de los pasos más peligrosos cuando hallamos nuevas dificultades. En una floresta sombría que el abril pavimentó de colores alegres, donde batiendo lascivo el céfiro las alas sutiles ungidas en aromas índicos... pero en vuestro ceño, radiante numen, advierto no sé qué displicencia que me obliga a omitir la pintura de las flores, los favonios, las avecillas canoras y los arroyuelos. Sigo, pues, adelante.

»En esta, como dije, deliciosa mansión de Flora, descubrimos un edificio, del cual salieron al acercarnos seis o siete hombres no nada inermes, y mucho menos que nada tácitos y tranquilos. Comenzaron con grandes ululatos a decir que nos detuviéramos. Hicímoslo así. Nos preguntaron quiénes éramos y a qué veníamos. Respondimos a todo; y sacando el que parecía jefe de los demás un volumen membranáceo, leyó en él no sé qué índices o apuntaciones, y al acabar nos dio por respuesta -¡oh, respuesta amarga, más que las adelfas y el absintio póntico!- nos respondió que nosotros no estábamos reconocidos por sonoros elocuentes vates sino por copleros adocenados y misérrimos, que nuestras obras se habían examinado en el Parnaso y que todas ellas estaban destinadas al quemadero; que Apolo nos había maldecido solamente en pleno consistorio hasta unas cuatro docenas de veces, y que sería ofenderle el dar un solo paso adelante.

»Esto nos dijo Luzán, que así parece que se llama. Si fue lacrimable y acerba esta noticia para nosotros, consideradlo, reluciente farol del día; consideradlo mientras lo restante patentizo.

»Replicámosle, como era razón. Sacamos para su desengaño nuestros manuscritos. No quiso verlos, y tapándose a toda prisa las narices, gritaba que nos fuésemos inmediatamente. Representamos humildes; negose díscolo; y encendido en cólera fulminó dicterios y amenazas. Ya era justísima la vindicta. Arremetimos intrépidos, dimos con él en tierra, acudieron gentes en su ayuda, trabose bélica porfía, y fluctuamos en incierto Marte, hasta que el cielo declaró por nosotros el honor triunfal, io triumphe, quedando en el campo casi difunto el jefe, y los más de sus atrevidos secuaces o contusionados o vulnerados o mútilos.

»Seguimos adelante, y, si bien advertimos que nuestra victoria había alarmado todos estos horizontes, fiados en la benevolencia vuestra, proseguimos deambulando impertérritos hasta llegar a las puertas de este eminente alcázar, que naciendo laberinto de piedra, se eleva portento, y nube desaparece.

»Quisieron estorbar el ingreso cuadrupedantes turmas, pero fue vana su pretensión. Llegamos a los umbrales venerandos, que saludamos humildes, y al pisar los atrios magníficos, vimos unidas pedestres haces que comenzaron a disputarnos el paso. Quisimos manifestar nuestra inocuidad, nuestro mérito y el motivo que nos traía; pero interrumpiendo gárrulos el apologético discurso, fundibularon sobre nuestras vértices ponderosas lápidas, a cuya ruptura hostil siguió el combate más desesperado y sangriento.

»Ya comenzaban por todas partes la viperina Aleto, la atroz Megera, la letífera Tesífone a esparcir terrores bélicos, a exasperar truculentos ánimos. Ululando tétricos los opuestos mílites, daban al bóreas fragoso estrépito, que, en cavernas lóbregas, Eco, llorosa y húmida, dolorosa y confusamente repercutía. El numen belígero, embrazando el égida sobre cruento plaustro, vagaba iracundo, fatigando los ejes férvidos y agitando, flagelífero, cuadriga indómita. No de otra manera, fulgurando el éter, se precipita rápido...

-Calla, calla, maldita criatura -dijo Apolo-. Calla, y no abuses más de mi paciencia. Vete, y di a esos hombres que huyan presto, que se oculten en donde yo jamás los vea, si no quieren que en un solo momento los aniquile. ¡Ellos creerse poetas, llamarse doctos e insultar de esa manera a los verdaderamente sabios, a su nación y a mí, que los he despreciado siempre por no destruirlos!

»¿Qué enjambre es éste de copleros y charlatanes que inunda vuestra península? ¿Qué enjambre pestilencial que por todas partes se derrama y cunde? ¿Y en dónde están aquellos pocos que deberían oponer sus doctas obras al torrente desatado de tanto papel ridículo que dictó la envidia, la demencia, o el interés abatido y sórdido? ¿En dónde están?

»Cierto es que en todos los países, a la sombra de los grandes ingenios, bulle un número infinito de autores pedantes, serviles imitadores, cuyas obras nacen, mueren y se olvidan en pocos momentos. Este daño es inevitable y aun conveniente en la república de las letras si, a beneficio de la general libertad, unos y otros emplean todo su esfuerzo, animados de los dos grandes estímulos que mueven al hombre: el premio decoroso y el aplauso. Entonces los talentos sublimes se levantan sobre los demás, y uno, uno sólo, basta para hacer gloriosa a la nación que le produjo.

»Pero ¿qué especie de fatalidad domina hoy en la literatura española? ¿Por qué los que debían escribir callan cuando los que aún no saben leer escriben? ¿Qué? ¿Tan grande será la tiranía de la ignorancia, tan común será ya la superfluidad y el pedantismo que no se atrevan los que lloran en silencio esta general corrupción a declamar altamente contra ella? ¿Se verá siempre salir de las escuelas esa juventud determinada, que habiendo recibido apenas unas ideas escasas de buen gusto y sana doctrina, no hallando proporción para seguir una de las carreras en que el mérito se corona, y desdeñando los ejercicios útiles, se abandona, instigada de la necesidad, a tratar materias científicas que enteramente desconoce?

»¿Vacilaréis siempre entre las contradicciones más absurdas, queriendo sostener por una parte que la cultura nacional nada necesita mendigar de los extranjeros, probándolo con sofismas y comparaciones injustas, y sacando consecuencias nacidas de la más crasa ignorancia o de la más frenética parcialidad; cuando por otra parte no hay apenas libro inútil, dañoso o ridículo en las otras lenguas que no traduzcáis a la vuestra, dejando en su original las obras útiles, que no os atrevéis a tocar, porque habéis reducido todas las ciencias a una superficie engañosa, sin profundidad ni solidez?

»Y ¡qué traducciones!, hechas casi todas sin conocimiento de la materia que en ellas se trata, sin poseer bastantemente ninguno de los dos idiomas, y en donde se ve estropeada hasta el exceso el habla castellana, enervando su robustez, y afeando con aliños que no la pertenecen su gracia y hermosura natural.

»¿Llegará el día en que se aprenda por principios? ¿En que se estudien los grandes modelos de la antigüedad? ¿En que sepáis conocer los que dejaron los autores de vuestro siglo de oro? ¿Aquellos que trayendo entre los despojos de las conquistas las ciencias y las artes que hallaron florecientes en la vencida Italia, las cultivaron después en su país, haciendo gloriosa entre las demás por su sabiduría a aquella misma nación que dio leyes al mundo por su política y sus victorias?

»Entonces no se instruían los españoles en compendios y polianteas. No era tan universal su literatura, porque era menos pedantesca, menos frívola. Los grandes hombres que ha producido España, entonces los produjo. Las obras de mérito que tiene la nación, entonces se escribieron. Estudiadlas.

»Su lectura os dará a conocer cuáles fueron los principios de la renovación de las letras en España, cuáles las causas de su esplendor y las de su decadencia, Veréis también lo que debéis tomar necesariamente de los extranjeros y lo que tenéis en vuestro suelo digno de imitarse con incesante afán.

»Sí, de imitarse porque sería indecoroso además, y fuera de propósito, que el obstinado empeño de adquirir todos los conocimientos científicos en los autores de otras naciones hiciese olvidar a los de la vuestra el estudio de los buenos originales que en algún tiempo ha producido. Sería indecoroso a un escritor, a un orador o a un poeta carecer de las prendas de estilo, lenguaje, versificación e inteligencia del genio y costumbres dominantes en su patria, en la cual y para la cual escribe; y estas prendas (tan difíciles de poseer, unidas con otras, como necesarias) ni en los escritores franceses, ni en los de Italia, ni en los de la antigua Roma, ni en los de Grecia pueden adquirirse.

»Entonces se extinguirá, quizás, aquel espíritu de partido tan funesto a la sabiduría como a las costumbres; aquel espíritu de partido que hace creer a algunos que nada hay bueno en su nación, admirando con vergonzosa ignorancia cuanto fuera de ella se produce, y a otros, por el extremo opuesto, los empeña en defensas absurdas cuando se trata de manifestar con rectitud y desinterés el mérito de estas o aquellas obras. Defensas que casi siempre son malas, porque todo se quiere defender en ellas, porque falta inteligencia, gusto y sobre todo exactitud y buena fe en los que las hacen. Defensas en que los hechos se confunden, las épocas se alteran, se arrastran o se fingen a placer las autoridades; el mérito se abulta o se deprime, según al autor le conviene para sus ideas; se callan o ciegamente se disculpan unos defectos y se exageran otros; se comparan los objetos más discordes entre sí, y repitiendo muchas veces el nombre santo del patriotismo, la ignorancia y la parcialidad hacen aparecer como excelente lo menos digno, y el vulgo de los necios aplaude.

»Tal es el medio que algunos eligen para evitar los tiros de la sátira y la calumnia, que siempre amenazan al que no sabe halagar los errores de su nación; pero el verdadero patriotismo, virtud privativa de las almas grandes, no dicta a un escritor ingenuo tales artificios. La verdad, por más que se presente desaliñada y adusta, la verdad es el lenguaje de un buen ciudadano; y el que no la lleva en la boca como la concibe en el entendimiento es indigno de vivir entre los hombres.

»Por estos principios conoceréis cuán despreciables han sido vuestras fatigas y cuánto os habéis apartado de la verdad cuando más habéis querido demostrarla. Veréis también que no son doctos, ni jamás han merecido el nombre de tales, los que uniendo ideas inconexas, especies vagas, raciocinios mal entendidos o mal aplicados, abultan obrillas fútiles, no sólo dañosas a quien las lea, porque en ellas malogra su tiempo, sino también porque excitando en el público el prurito de saber a poco trabajo, le apartan con tedio de los buenos libros en que se debiera instruir, propagándose por este medio la falsa sabiduría, más funesta mil veces que la total ignorancia.

»Cesará entonces esta guerra continua que mantenéis unos con otros sobre la observancia del arte en las obras de ingenio; porque la razón sola os enseñará que no es dado a la más fecunda fantasía hacer nada perfecto si las reglas, las abominadas reglas, no la señalan los debidos límites; y que igualmente yerran los que gradúan el mérito de sus producciones por los defectos que evitan, y la escrupulosa nimiedad en la observancia de los preceptos, cuando falta en ellas la invención, el talento peculiar de cada género, y aquel fuego celestial que debe animarlas.

»Ilustrado el público por estas verdades irresistibles, sabrá aplaudir con más justicia el sólido mérito, y no llamará poetas a aquellos que, como vosotros, sin disposición natural para ello, sin arte, sin estudio, sin saber persuadir, sentir ni pintar, pasan los años haciendo coplas infelices que ni instruyen, ni deleitan, ni pueden excitar en cualquiera lector juicioso más que el desprecio, la compasión, o el asco.

»¿Y son éstos, son éstos los que esperan mi aprobación para cantar con aullido disonante las felicidades de la nación española en la jura de su querido príncipe? Tan grande asunto, digno de mi cítara, digno de que todo el coro de las Musas le celebre, ¿habrá de caer en manos de esa turba infeliz? No, no lo pretendan; y si es la lealtad y el amor quien los estimula a hacerlo, unan sus votos a los de toda la monarquía. Rueguen al cielo que dilate y prospere la vida de Fernando, precioso vástago del ilustre tronco de Borbón, delicias de su madre augusta, sucesor digno de tantos héroes. Rueguen al cielo que, uniendo la piedad de su abuelo a la justicia, a la fortaleza, a la grande alma de su generoso padre, aprenda a su lado el arte de hacer felices a los hombres, y reconozca por los altos ejemplos que de él reciba que ni la majestad ni el cetro son comparables a la virtud, que ella sola es el apoyo firmísimo del trono, que ella sola hace a los reyes imágenes de la Divinidad en la tierra, que ella sola une en durables vínculos al vasallo con el monarca, y que sin ella los estados más poderosos se trastornan, se destruyen con ruina espantosa, y apenas dejan a la posteridad la memoria de que existieron. Rueguen al cielo que, al tiempo mismo que el joven príncipe se instruya en la escuela del valor, la paz, la amiga paz le halague con ósculo dulce, y en torno le sigan las ciencias y las artes todas, que moderan la natural ferocidad del corazón humano para que a su vista conozca cuánto es más dichosa una nación por ellas que por el temido honor de sus armas, por los estragos de sus victorias -mal necesario tal vez, y siempre funesto a los vencidos y a los vencedores. ¡Oh, ilustren tales máximas su ánimo real, para que el mundo goce lo que de él espera, cuando después de largos y felices días, pasando a sus manos el cetro español, vea dilatar el poder, la gloria, la beneficencia de tan digno príncipe aun más allá de los límites de su grande imperio!

»Estos son los deseos de la patria. Tales son sus votos; y la dulce esperanza de que han de cumplirse es lo que hoy causa la mayor de sus alegrías. Y no os pide en tal ocasión elogios insulsos ni versos ridículos y despreciables, que para ser buenos ciudadanos no es menester ser malos poetas, pues si fuera posible celebrar dignamente a los semidioses de la tierra, ingenios hay peregrinos que pudieran hacerlo, ingenios que yo conozco, que yo favorezco e inspiro, cuyas obras, no bien conocidas todavía en un país en que la frivolidad y el pedantismo insultan impunemente al verdadero mérito, triunfarán al fin de la envidia y las pequeñas pasiones que aspiran a oscurecerlas, y llevarán su nombre a la edad futura para honor inmortal de su nación y de su siglo.

»Pero ¡vosotros, y tú más que todos ellos, odioso e insufrible, vosotros insultarme de esa manera! Vete, y di a los tuyos que todo mi enojo, que todo mi poder amenaza su vida; que se retiren, y que si es posible enmendar de algún modo los desaciertos que han cometido, sólo será callando, y callando eternamente, que no menor reparación exigen su ignorancia, su locura y su atrevimiento. Llevadle.

No bien hubo dicho «Llevadle», cuando entre siete u ocho cargaron con el desventurado tuerto, y le llevaron en volandas hasta unas barandillas que daban a la escalera principal. De allí le dejaron caer sobre los de abajo, y éstos, viéndole venir, se previnieron de suerte que caer y empezar a voltear como una rehilandera entre aquella turba todo fue a un tiempo. Era de ver cómo iba revoloteando por el aire, de fila en fila, con tanta alegría y satisfacción de todo el concurso que no se juzgaba feliz el que no lograba asegurarle un pellizco, darle un capón o asestarle un gargajazo. Con este obsequio se celebró la venida del culto hasta que, cansados de divertirse, le tiraron al montón enemigo con la misma facilidad y ligereza que si arrojaran una pelota.

Pero volvamos la mal tajada péñola a referir lo que Mercurio hizo mientras duró la embajada. Parecióle conveniente no descuidarse ni fiar a la fortuna el éxito de aquella empresa. Había llegado a entender, aunque confusamente, la pretensión estrafalaria de los filólogos; y conociendo que Apolo no podía concederles nada, pensó seriamente en hacer preparativos para la defensa, persuadido de que sólo a garrotazos se podría concluir tan enrevesado asunto.

Llamó a consejo a los poetas que imaginó más inteligentes y acostumbrados a tales peleonas. Tratose el caso con la madurez que requería, y se acordó, por último, que se hiciera provisión de armas ofensivas acudiendo al repuesto de los malos libros que estaban en las inmediaciones de la cocina, destinados a socarrar pollos y envolver especias, y que además se recogiesen cuantos trastos semovientes hubiera en la casa y pudieran ser útiles para convertirlos en armas arrojadizas o en parapetos y trincheras.

Tratose después del orden que se debía guardar en los ataques, y resolvieron que para lograr alguna ventaja era necesario salir de la escalera, obligando a los eruditos a que dejando el portalón, pasaran al patio, creyendo todos que allí se les podría combatir más a placer, ya fuese en batalla campal o ya arrojando sobre ellos, desde las ventanas que había alrededor, cuanto pudiera ofenderlos y destruirlos.

Aprobado este plan, se dispuso que Garcilaso de la Vega, por estar herido Cervantes, mandase el ala derecha; la izquierda, D. Diego de Mendoza; el centro, D. Alonso de Ercilla, y el cuerpo de reserva, que debía acudir adonde la necesidad lo pidiese, se encargó al conde de Rebolledo, acompañado de Lope de Vega, Cristóbal de Virués y otros sujetos de acreditado valor y experiencia militar.

Después de ventilados estos puntos, se ocuparon en conducir hacia la escalera cuanto hallaron que podía ser útil para un caso de rompimiento, acudieron luego al repuesto de los malos libros, y llevaron infinitos volúmenes antiguos y modernos que hasta entonces no habían servido de gloria a sus autores ni de utilidad alguna al género humano. Y en aquel día se hicieron apreciables, porque no hay duda en que un mal libro, por malo que sea, siempre sirve, y más si es de buen tomo, para descalabrar con él a cualquiera cuando no hay a mano abundante provisión de cachiporras o peladillas de Torote.

Hecho, pues, todo lo que va referido, sucedió la bajada y volteo del culterano; y conociendo Mercurio que era ya inevitable volver a la zurra, fuese volando a decir a su hermano cuanto había dispuesto. Hallole que bajaba ya la escalera con ánimo de presentarse a los enemigos, creyendo que a sus razones y autoridad ni debían ni podían oponerse. Dudó mucho Mercurio si aquella cuadrilla desvergonzada guardaría respeto y moderación, hallándose ya obstinada en conseguir por fuerza lo que pretendía; pero hubo de ceder, mal de su grado, a las instancias de Apolo, y dejándole en la escalera, se remontó al techo para anunciar su venida.

A este tiempo empezó a notarse un rumor y conmoción general en el bando contrario, mal satisfecho del suceso que había tenido la erudita oración de su embajador; pero dando Mercurio un grande aullido desde allá arriba, les hizo callar y atender. Díjoles que Apolo iba a presentarse, que venerasen en él al grande hijo de Júpiter, y que pues se llamaban alumnos suyos, no le diesen enojo en cosa alguna y adorasen humildes sus soberanos preceptos.

Apolo entonces, levantado en hombros de los más robustos, se dejó ver de aquella amotinada gente. Comenzó con semblante pacífico y agradable a persuadirlos que dejando las armas se volviesen a sus casas a cuidar de sus mujeres e hijos, si los tenían. Que no creyesen que la nación perdería nada perdiéndoles a ellos, pues no sólo la harían una gran merced en quemar todos sus papeles y no volver a escribir jamás ni aun la cuenta de la ropa, sino que por otra parte, olvidando, con un verdadero arrepentimiento las travesuras pasadas, podían dedicarse a varios ejercicios honestos y adquirir por ellos una subsistencia segura como buenos ciudadanos y gente de juicio.

Díjoles también que los hombres habían nacido para trabajar y muy pocos entre ellos para saber, porque ciertamente aquellos pocos, siendo buenos, bastan para ilustrar a todos los demás con su sabiduría. Que esto de ser doctos no era cosa tan hacedera y trivial como se habían imaginado, pues cualquiera ciencia o facultad necesita todo un hombre, toda una vida, y tal reunión de circunstancias que rara vez llegan a verificarse; y aun por eso, siendo tantos los que siguen la carrera de las letras, son tan pocos los que han llegado a poseerlas en grado sobresaliente y a merecer el aprecio público por sus escritos. Que dejasen el encargo de sostener el honor de la literatura nacional a otros talentos muy superiores, sin comparación, a los suyos. Que abandonasen para siempre la negra erudición enciclopédica que tanto les había trastornado la racionalidad y tan ridículo papel les había hecho hacer en estos últimos años a los ojos de la Europa culta, y que sobre todo abjurasen de buena fe el error de haberse creído poetas. Que no envidiasen esta gloria a los que realmente lo son; gloria mezclada siempre de sinsabores los más amargos; gloria funesta que casi nunca ha concebido el mundo a los que viviendo pudieran gozarla, porque la reserva el cruel para las cenizas de los que ya no existen.

Más iba a decirles, pero fueron tales los berridos que resonaron en el zaguán, los gritos y amenazas, que Apolo, temiendo algún insulto de parte de aquel populacho feroz, se bajó a toda prisa del trono racional en que estaba encaramado y comenzó a echar tacos y reniegos por aquella boca, que Dios nos libre.

Seguía en tanto la gritería y tumulto de los enemigos y el endiablado tuerto corría de un lado a otro atizando el fuego de la discordia, ponderando el mal tratamiento que Apolo le había hecho y el poco aprecio que le merecían las doctas fatigas de tantos sabios. Ellos, que no necesitaban espuelas, se enfurecieron de tal modo que no es posible ponderar a qué extremo llegó entonces su frenesí.

-No es ése -decían-, no es ése Apolo. A ése no le conocemos, y éstos son ardides de Mercurio que piensa burlarse de nosotros tomándolo a fiesta y tararira. Que venga el hijo de Latona, que venga. Él nos conocerá y nosotros le adoraremos como hijos obedientes suyos.

-Medrados estamos -dijo Mercurio-, con lo que nos salen ahora estos malditos. Si es imposible que no se hayan desatado del infierno para darnos guerra. ¿Se habrá visto tal invención? Pero yo les juro por la asquerosa Estigia que no se han de reír de mí, no, sino haceos de miel y paparos han moscas. Para ellos no sirven razones. Lo que no les duele, no les persuade. Pues que la paguen, mal haya su casta; que la paguen, y acabemos de una vez con ellos.

Dicho esto, se metió entre los suyos. Repitió las órdenes, previno los acasos, y sin que diera la señal de combatir el estruendo de trompetas ni atambores, se comenzó la batalla, poniendo en uso los de Apolo las nuevas armas de que se habían prevenido.

Llovían librotes sobre los literatos intrusos, unos viejos, sucios y despilfarrados, y otros nuevecitos y en pasta, y en papel de holanda, y con láminas y elogios ultramontanos, y notas y animadversiones. Esta descarga desordenó las primeras filas enemigas no sin pérdida de sus gentes, pues aseguran algunos sujetos fidedignos, apoyados en relaciones auténticas que pasaron de veinte los que cayeron derrengados, cinco tuertos, descalabrados nueve, y trece o catorce contusionados o aturdidos.

Con esta pérdida se notó algún desfallecimiento en aquellas tropas y nuevo espíritu en los de Apolo, que no dudaban ya combatir cuerpo a cuerpo para concluir de una vez aquella empresa, bien que los jefes procuraban contenerlos, conociendo cuán cerca está de ser temeridad el valor si la prudencia y el arte no le dirigen.

Pero a este tiempo ocurrió un accidente que puso a los de la escalera en grave peligro de perderse, porque acabada que fue la primera descarga, vieron venir de retorno por el aire el tenebroso Macabeo de Silveira, que arrojado de robusta mano parecía una bala de cañón según el ímpetu que traía. Hirió de paso, aunque levemente, a Luis Barahona de Soto, y volviendo de rebote dio tal golpe en el pecho al tierno Garcilaso que, sin ser poderoso a resistirle, cayó aturdido sobre las gradas y tuvieron que retirarle inmediatamente.

Lupercio de Argensola, que se hallaba cerca, lleno de indignación y dolor por la desgracia de su dulce Laso, agarró seis o siete tomos que vio a sus pies, y con no vista fuerza los lanzó al enemigo. No bien llegaron allá los Comentos de Góngora, que ésta era la gracia de los tales volúmenes, cuando se conoció el horrible estrago que habían hecho en el cuerno izquierdo de los contrarios, que advertido por los de Apolo, se adelantaron algunos a querer seguir hacia aquella parte la derrota. Pero así que se alejaron de los demás, se vieron rodeados de enemigos y cortado el paso a la escalera. Dieron y recibieron golpes crueles, y con no poco trabajo pudieron volverse a incorporar en sus líneas, sufriendo mucho en la retirada, que tuvo todas las apariencias de fuga.

Ercilla mandó a Cristóbal de Virués que pasase a gobernar el ala derecha, y remediado con prontitud el desorden, prosiguió el combate. Mercurio, sostenido en sus borceguíes, observaba desde allá arriba lo que pasaba en ambos ejércitos, y vio que del contrario se retiraban muchos hacia el patio asaz dolientes y mal feridos. Otros se ocupaban en conducir a algunos a quienes ya se les iba introduciendo la forma cadavérica por las narices adelante, y otros muy diligentes ejercitaban su caridad e inteligencia médica en dar alivio a los lastimados. Limpiábanles las heridas, les apretaban los chichones con cuartos segovianos, colocaban por su orden los dientes y muelas que habían perdido su primer asiento, y usaban varios remedios, ni muy costosos ni muy eficaces, que se reducían a gran cantidad de telas de araña, pegotes de lodo y de pan marcado, yeso, tabaco, pedacitos de oblea, saliva, orines y buenas razones.

Observado esto, partió hacia la escalera para dar aviso y ordenar lo que convenía. Preguntó por su hermano, y le dijeron que había desaparecido con las Musas y todas las demás mujeres. Esta fuga dio que sospechar a Mercurio; pero a breve rato quedó satisfecho de la inocentísima conducta de Apolo, porque uno de los poetas que había ido a rebusca de libros vino diciendo que en la cocina se estaba guisando una gran porción de mixtos, y que el dios imberbe tenía recogidas tantas y tales armas que si llegaba el caso de poder encarrilar al patio a los pedantes, era indubitable su destrucción.

-Que me place -dijo Mercurio-, y ahora mismo se ha de hacer el último esfuerzo para conseguirlo. Mendoza, que manda el ala izquierda, sostenido por el conde de Rebolledo, avanzará a viva fuerza sobre la opuesta de los enemigos, a fin de amontonarlos por aquella parte, y marchará en buen orden siempre hacia el patio, describiendo un cuarto de círculo para que, en llegándolos a sacar del portal, se les vuelva a presentar por frente toda la línea. Mientras esto se verifica, el centro y ala derecha se mantendrán sobre la defensiva, y avanzarán o se detendrán según vieren que el ala izquierda se detiene o avanza.

Así se empezó a ejecutar, cargando don Diego de Mendoza y Rebolledo sobre la derecha de los enemigos, que los recibieron sin mostrar flaqueza ni temor; y como ya la refriega no era de burlillas sino muy a toca ropa, no dejaron de padecer bastante algunos de los de Apolo. Bartolomé Leonardo cayó al suelo sin sentido de un golpazo que le dieron con los Reyes nuevos del famoso Lozano. Quevedo, que aunque ya estaba herido quiso volver a hallarse en la lid, tuvo que retirarse más que de prisa con la cabeza llena de tolondrones y un arañazo en el rostro que le hacía derramar no poca sangre. Y el mismo Mendoza, aunque peleaba valerosamente, no dejaba de resentirse de un latigazo que le había sacudido en la pierna izquierda un poetilla ridículo, autor de siete comedias góticas, todas aplaudidas en el teatro, todas detestables a no poder más, y todas impresas por suscripción, con dedicatoria y prólogo.

Pero a pesar de estos accidentes inevitables, vio Mercurio la ventaja que llevaban los suyos; y pareciéndole ocasión, hizo una señal que, al observarla D. Alonso de Ercilla, gritó en alta voz:

-Hijos, ya es tiempo. Descarga, y al patio.

Corrió la orden, y al repetir la línea «Descarga, y al patio», comenzó a caer tal granizo de libros sobre los pedantes que desde luego los menos locos reconocieron ser inevitable su ruina.

¿Y cómo la podrían evitar si al rumor confuso de los alaridos, al estremecimiento horrible que causaba en los postes del portalón la batería incesante de libros, parecía que el palacio y el cielo mismo se desplomaban sobre aquella gente? Allí volaban a docenas, a cientos, enormes cuerpos de medicina bañados en sangre. Allí las historias sacro-profanas de imágenes aparecidas, allí tomos gigantescos de filosofía, esparciendo el hedor del ya vacilante peripato, se rompían en el aire contra otros no menos disformes de sermonarios, crónicas de religiones, y disputas ridículas, en las que se veía embrollada hasta el último punto la más breve, la más clara, la más santa de todas las doctrinas, y unos y otros caían después con espantoso estruendo, aplastando cuanto debajo de sí encontraban. Allí, entre los pesados e indigestos genealogistas, cruzaban los comentadores, glosadores e intérpretes del derecho, con sus tratados, autoridades y escollos llenos de oscuridad y confusión babilónica. Y allí, por último, salieron a volar las producciones del ingenio, las fatigas deliciosas de los humanistas y poetas. Las coplas del célebre León Marchante, dulce estudio de los barberos, las del cura de Fruime, Gerardo Lobo, la madre Ceo, Boscán y Garcilaso a lo divino, Jacinto Polo, Cáncer, Benegasi, Villamediana, Bocángel, Tafalla, Zabaleta, Montoro y Salas Barbadillo, con el Arte de Gracián y las comedias, silvas y romances de Henríquez Gómez. Allí el Don Quijote de Avellaneda hizo oficio de bala, habiendo antes servido de pelota en los infiernos. Y las comedias de Cervantes revoloteaban también con risa de su autor inmortal y a pesar del erudito y agrio Nasarre.

Siguieron a éstas las de D. Tomás de Añorbe y Corregel, con su miserable Paulino entre ellas, las de Bazo, Cuadrado, Guerrero, Sedano, Ibáñez, y las de muchos de los que tan dignamente les han sucedido en el abasto del teatro. Pero luego cayeron sobre los enemigos con mayor violencia las dos Caroleas, Carlos famoso, la Hesperoida, las traducciones de Ariosto, el Poema de San Rafael, la Mejicana de Gabriel Laso, la Conquista de Sevilla en cuartetas, el César africano, la Nueva Méjico de Villagrán, la Argentina de Centenera, Sagunto y Cartago, el Alfonso, el Nuevo Mundo, la Hernandia, los Amantes de Teruel del insipidísimo Juan de Yagüe, y el más que todos ellos fastidioso poema de Los inventores de las cosas, siguiendo a este turbión la espesa metralla de misceláneas, novelas, famas póstumas, justas poéticas, coronaciones, entradas, beatificaciones, loas, certámenes de escuela, autos sacramentales, autos al nacimiento, funerales, villancicos, motetes, folías, y una pestilente multitud de tonadillas modernas, bien frías, bien necias, bien escandalosas y despreciables.

No hubo resistencia: los eruditos huyeron al patio, no hallando salida por otra parte, y Mercurio, alegre en extremo de ver ya logradas sus ideas, comenzó a revolar sobre ellos como un milano hambriento encima de la miserable turba de polluelos tímidos.

Pareciole ser ya tiempo oportuno de poner en práctica una picardía que tenía consultada con Apolo, y se había aprobado de común acuerdo, para lo cual, dirigiendo su discurso a los pedantes, que hallándose encerrados en el patio peleaban desesperados por salir de él, les dijo de esta manera:

-Señores eruditos, ya me parece que es tontería tanto chillar, tanto berrear, tanto embestirse, retirarse, dar y recibir gaznatazos y mojicones, que hace dos horas largas de talle que estamos con esta misma canción, y hasta ahora nada bueno se ha conseguido. Yo no sé ciertamente dónde se habrá visto estarse aporreando de esa manera, sin qué ni para qué. ¡Y entre literatos!, ¡Entre humanistas!, ¡Entre poetas, gente de suyo muelle y regalona, y dada a la quietud y al regodeo! ¿Y por qué? Si fuera decir había motivos para ello, vaya en gracia. Pero si todo el caso viene a reducirse a una friolera que no vale un pito, si el asunto no es más, según he llegado a entender, que venir a presentar un memorial en que no se piden ningunos disparates, ¿quién se persuadirá que esto haya sido causa de tan furiosa tremolina? El daño estuvo, señores pretendientes, en que no habiendo querido vuesarcedes enviar un diputado a mi hermano para que en nombre de todos le dijese vuestra solicitud, me vi en la precisión de llevar el primero que me vino a las uñas. Pero éste, por desgracia vuestra, nos salió tan ruin criatura, tan presumido y fastidioso, que habiendo enojado a mi hermano, os le hubimos de volver de la manera que ya visteis.

Yo, la verdad sea dicha, no gusto ni he gustado nunca de estas pélamelas, y mucho menos entre gentes de suposición y buena crianza. He hablado a Apolo, y convencido de mis razones a favor vuestro, dice que siempre que se le pidiera una cosa justa y con el buen modito que corresponde, no es ningún vinagre que se hubiera de negar a complaceros. Así que, señores míos, lo que debéis hacer es esto, y sin tardanza, antes que mi hermano determine otra cosa. Escoged entre vosotros el más ducho, el más idóneo para el caso, un hombre bien nacido y de carácter, que no sea ningún chisgarabís, sino un erudito de representación, conocido ya de mi hermano por la excelencia de sus obras, que tenga en su favor el buen concepto de todos vosotros, y la general estimación del público. Este se encargará de vuestra pretensión; y perdería yo una oreja y aun las dos que tengo, si escogiéndole, y enviándole, y hablando él, y respondiéndole Apolo, no volviese muy presto con la noticia de haberos otorgado cuanto queráis pedirle. Y esto se hace con paz y quietud, como buenos hermanos, sin andarse en más puerca es ella, ni quién es él, ni primero soy yo, ni otras niñerías que, en vez de adelantar algo, pondrán de peor condición el asunto; con que así no hay sino hacer lo que os digo, y manos a la elección, que se pasa el tiempo.

Esta zalagarda surtió todo el efecto deseado, porque empezando a disputar entre ellos quién debía ser el elegido, todos querían para sí aquel honor, repetían las palabras de Mercurio en que pedía un literato de representación, idóneo, bien nacido, estimado de los inteligentes. ¿Y quién era entre ellos el que no se juzgaba más idóneo, más ilustre, más benemérito que todos los otros juntos? De esta presunción nació su ruina. Empelazgáronse unos con otros. Cada cual se alababa a sí propio con admirable satisfacción y engreimiento. Oíanse pullas y desvergüenzas y dicterios sin número. Salieron a plaza las faltas más ocultas. Y últimamente, pasando la cólera de la lengua a los puños, comenzaron la más desesperada refriega que jamás se ha visto.

Allí se manifestó cuán poco duran unidos aquellos que amontona el delito o el error, y que sólo entre los que siguen el recto camino, ya de la virtud, ya de la sabiduría, puede hallarse durable paz y amistad verdadera. Era de ver la obstinación con que peleaban. Ni pensaban en otra cosa que en destruirse enteramente por conservar cada cual la opinión de docto y único en su línea; y esto lo probaban con golpes crueles, tirándose al degüello como gente desesperada que sólo aspira a morir matando.

Mercurio se descalzaba de risa al ver lograda su maldita intención, y advirtiendo que Apolo con toda la gente de casa ocupaba ya las ventanas y galerías del patio, trató con él que se pusieran en uso las armas prevenidas para dar gloriosa cima y remate a aquella aventura.

Así se dispuso, y cuando todavía proseguían los literatos en hacerse añicos, comenzaron a bajar con ruido espantable infinitos muebles y utensilios que hicieron efectos de artillería, bombas y catapultas. Tiraban los de arriba a los de abajo, para ponerlos en paz, mesas, fregaderos, cofres, tajos, sillas, barreños, armarios, platos, cantarillas y todo género de vasijas. Las Musas, las señoras Musas, llenas de colerilla y deseos de venganza, eran las más diligentes en procurar la destrucción de la infeliz gavilla de los autorcillos. Ellos, viendo encima de sí aquella tempestad, corrían desatinados de una a otra parte, sin poder valerse; pero cayó segundo diluvio que los puso en mayor conflicto. Comenzaron a tirarles grandes ollas de agua hirviendo, espuertas de ceniza, basura, cantos, tronchos, arena de fregar, tejas, ladrillos, leños encendidos, agua fuerte, polvos de Juanes, pajuelas ardiendo, aceite frito, trementina caliente, pez y rescoldo. No era fácil resistir a tan horrible fuerza. Dieron a huir hacia la puerta, pues la necesidad no permitía otra cosa. El ejército de Apolo se abrió en dos columnas para que, dejándoles la salida libre y asegurado el palacio, se les pudiese cargar después en la retirada. Y así que los vieron fuera, salieron detrás el conde de Rebolledo y D. Diego de Mendoza, con una partida ligera, a seguir el alcance, y otros cuerpos pequeños se iban apostando por todos los caminos y sendas del Parnaso, que absolutamente ignoraban los enemigos.

En estas y estotras ya era de noche. La oscuridad, el cansancio, los golpes recibidos, el miedo, la prisa que llevaban, y sobre todo el no tener conocimiento alguno del terreno por donde iban, eran todas circunstancias fatales que aumentaban la desgracia de los fugitivos.

Mercurio y los suyos les decían que se rindiesen, como algunos de ellos lo habían hecho (incluso el embajador tuerto, que le acababan de sacar medio descaderado de una zanja), porque si adelante seguían, perecerían todos sin remedio. ¡Pero sí, ya estaban ellos en estado de venirse a buenas! Correr que te correrás como galgos, saltar peñascos, atrabancar malezas, y no dar oídos a cuanto les decían -esto fue lo que hicieron hasta que, llegándose a encarrilar la mayor parte de ellos por unas breñas escarpadas y altísimas, a breve rato comenzaron a rodar por ellas agarrados unos a otros, y dando aullidos se precipitaron en una gran laguna que está al pie de aquellos peñascos y se forma de las vertientes de Castalia.

Los pocos que andaban descarriados por varios andurriales libraron mejor, porque cayeron en manos de los de Apolo. Recibieron todo agasajo y buena asistencia. Se les cataron las feridas, y fueron tratados con más amor que su ignorancia y soberbia merecieron.

Apolo, Mercurio, las Musas, los poetas buenos y todos los de casa no se hartaban de dar gracias al cielo por tan feliz victoria. Despacháronse extraordinarios a todas partes con aviso de lo ocurrido en aquel tremendo día; y en ocho que duraron las fiestas quedó Timbreo casi pereciendo, porque el gasto de bollos, bizcochos, conservas, bebidas heladas y chocolate ascendió a más de lo que puede sufrir el bolsillo de un dios que protege la buena poesía.

Después de pasado el turbión de visitas y enhorabuenas, se trató de lo que convendría hacer con los vencidos. Cascales, Cervantes y Luzán se encargaron de examinarlos separadamente para ver a cuántas estaban de locura. Y en vista del informe que presentaron estos jueces, se mandó que algunos de ellos, después de habérseles dado una buena reprimenda, se restituyesen a sus casas con pasaporte para todos los registros del Parnaso y sendas cestillas en que se les puso su ración de pan, queso y pasas; y a los más contritos, por vía de ayuda de costa, repartieron las caritativas Musas de propio caudal unos cuantos maravedises.

A los restantes (incluso el tuerto), que a juicio de los examinadores eran incurables, los encerraron en las jaulas de los locos, donde hoy se hallan tan en cueros como siempre y tan sabios como su madre los parió.