sábado, 9 de diciembre de 2017

LA IMPOSIBLE VUELTA Por Leopoldo de Luis

Si quisieras volver, padre, verías
todo en el aire inmóvil del recuerdo.
Los menudos asuntos cotidianos,
celulillas del breve mundo nuestro,
diario pan de amor y sacrificio,
alimentando al fiel y dulce perro
de la costumbre, que al llegar a casa
nos lamerá las manos.
                                             Cae el tiempo
desde las familiares paredes derramándose
como luz de tristeza en nuestros pechos.
Madre volvió a coserte la camisa
con su hilo de paciencia y de silencio.
Tere te trajo el libro que esperabas.
La semanal tarjeta de Luis trajo el correo.
María ha preparado tu café.
                                                  Ya los niños
llegaron del colegio,
vacían sus carteras de pequeñas conquistas,
de nuevos mundos descubiertos,
y aguardan que corrijas sus deberes.
Yo, junto a la ventana, en este estrecho
rincón que tú conoces,
donde entre libros sueño,
voy hablándote, estoy
escribiendo estos versos,
estos prosaicos versos tan sencillos
como si hubieses vuelto
y estuviera contándote las cosas
que en estos días han pasado...
                                                   Pero
no volverás...
                       Hoy es ocho de abril,
la tarde, alondra herida por el cielo,
como un dolor antiguo va sangrando
lentamente. Se escucha un río lejos...
Pero no hay río, padre, tú lo sabes,
y oigo su canto inédito...
¿Será la muerte como un río?
                                                Estoy
escribiendo estos versos
tan prosaicos... Ya sé que a nadie importa
mi dolor frente a un mundo que millones de muertos
devora cada día, pero yo necesito
contarte todo esto
y estoy llorando, padre, mientras inútilmente
aguardo tu regreso.

La Paloma y la Terminal de Ómnibus - Por Héctor Fuentes

         La paloma desciende y sus patas aterrizan sobre el piso mugriento. Se desplaza en círculos moviendo el cogote en un vaivén implacable. Su cuello tornasolado trae la maravilla de los siete colores, el arco iris aterciopelado que brilla y se deshace a cada instante.
Recorre los pasillos con la elegancia de las criaturas venidas del aire. Acelera la marcha y aletea apenas sobrevolando las baldosas, elevándose ligeramente sobre la línea del suelo.
Busca un aliado en este mundo de corridas y apurones. Busca un surco propicio para entender de que está hecho el cielo. Anhela ser algo más que un visitante inoportuno, y entonces, se mueve como un aeroplano que dibuja redondeles y serpientes. Se agita en remolinos hacia la vastedad y el aburrimiento.

Los pasajeros la ignoran. Absortos en la contemplación de las tapas de los diarios, dejan pasar el milagro, y hunden la mirada en el pozo de sus preocupaciones. El ave sigue su curso. Camina, se pasea, abre el abanico de la cola y se propulsa hacia adelante.
La Terminal entra en su horario pico y los micros llegan y se van. La gente se arremolina empujando bolsos y ambiciones. Se abraza y se despide. Los motores rujen gritos destemplados deshabitando los bancos que vuelven a ofrecer su amparo. Alguien parte y alguien espera. La mecánica del viaje dinamiza los engranajes, para que el ciclo recomience.
Unos niños señalan al ave con el dedo, que ahora corre a refugiarse bajo un banco de madera.
La espera vuelve a incendiar su mecha. Desde el puesto de diarios, un señor prende un cigarrillo y relojea la hora. Alguien revuelve una taza de café orbitando alrededor de las cosas; mascullando el influjo del futuro que se avizora tras los cristales fosforescentes.
Concentrado en la limpieza, el ordenanza pasa su escobillón de aserrín. Frota la lámpara que se esconde bajo el corazón gastado de las baldosas. El chillido de una radio sobrevuela la tarde. La rueda gira y un chico interpone sus ojos entre la marea humana. Ofrece un ramo de flores con la mirada esquiva de las criaturas abandonadas.

La Terminal es un ovillo silencioso enhebrando el misterio de las horas: instantes que se deshacen tras despedidas y juramentos. Es la eterna madre donde confluyen los viajeros.
La paloma recorre la distancia terrestre envuelta en una caminata zigzagueante. Ella conoce los infinitos naranjas del poniente y busca prender la llama sobre el espíritu de los hombres. Procura frotar las patas y desencadenar un aluvión de chispas enloquecidas; de pedacitos de crepúsculo arrancados del horizonte. 
Cuando el alboroto crece, y los nuevos pasajeros irrumpen, bate sus alas subiendo escalones invisibles, pedaleando la bicicleta contra la gravidez del aire. Entonces su cuerpo se eleva, asciende, y toda la poesía estalla.
En un loco arrebato vuela triunfante hacia la vigas del techo. Hacia su verdadero reino de torres y campanarios; de cúpulas extraordinarias; de nidos entrelazados en ramas y catedrales. 
Un espléndido movimiento la devuelve a las alturas. Al aire sereno de donde provino. Al pedestal majestuoso que conjura el aullido del viento.   

De banderas y patrias. Por Maite Sánchez Sempere

No conozco más patria
que el vientre de mi madre,
ni más bandera
que una sábana fresca cubriéndome los sueños;
no creo en más frontera
que un río embravecido
o esa cordillera que rechaza
los diminutos seres que intentan conquistarla.

Mi idioma son palabras compartidas
por las lenguas y oídos que ansían entenderse,
mi cultura
dedos de tejedora milenaria
y manos de alfarera que juega con el barro.

No os entiendo, dejad que no os entienda,
dejadme ya, no vais a convencerme,
no creo en los paises de mentira,
ni en la idea canija de vuestros patriotismos.

Dejad ya de contarme historias adornadas
que no hablan nunca
de las madres que lloran,
dejad ya de gritarme vuestro orgullo,
toda esa estupidez de tribu en pie de guerra.

Cread con vuestras manos lo que sea,
un cesto, una red, un cuenco, una lámpara;
escribid un poema, dibujad algo,
un bisonte o una bicicleta,
componed con tres notas
un himno, inventaos un baile,
hablad con vuestros cuerpos,
volved a ser humanos.

Y dejadme ya en paz, con mi patria pequeña,
envuelta en mi bandera de amor y de palabras.

Cisne negro Por Carlos Carballo

La tiniebla está hecha con plumas negras de corazones en pugna,
poemas alados que nadan sobre los reflejos del mundo,
sensual danza que viene a mi encuentro,
cisne negro.
El cisne negro es la sombra de las manos que cortaron a un poeta,
Los ojos vigilantes de las revoluciones que nunca acaban,
el nudo que hay entre mi inquietud y la calma,
mi trayecto.
El trayecto aparece en la noche dibujado con pico incandescente
como un sol de movimiento inconstante y perezoso,
huellas en la roca y un sendero de retorno.
Y despertar.
El despertar escupe mi cuerpo en algún lugar cotidiano y templado,
mientras los seres mágicos se esconden tras su largo cuello.
Las pupilas del ave quedan en mi recuerdo:
la poesía.

Padre nuestro Por Eleonora González Capria

A Robert L. Frost

Mi padre era un borracho
y borracho salía
a dar la vuelta al lago.
Primero a pie, después
nadando.
Nosotros también íbamos.
Cada brazada larga
nos devolvía el aliento.
Papá nadaba
como si el agua
fuera cemento.
Todos mis labios
decían Dios,
todos mis labios
Dios por favor.
Papá nadaba
sin preocuparse
por los abstemios.