sábado, 14 de julio de 2018

“Los Viajes de Gulliver” Por Jonathan Swift - Capítulo 5-6: Se permite al autor visitar la Gran Academia de Lagado (Selección)

         Había un hombre, ciego de nacimiento, que tenía varios discípulos de su misma condición y los dedicaba a mezclar colores para pintar, y que su maestro les había enseñado a distinguir por el tacto y el olfato. Fue en verdad desgracia mía encontrarlos en aquella ocasión no muy diestros en sus lecciones, y aun al mismo profesor le acontecía equivocarse generalmente. Este artista cuenta en el más alto grado con el estímulo y la estima de toda la hermandad.

Fuimos luego a la escuela de idiomas, donde tres profesores celebraban consulta sobre el modo de mejorar el de su país.  El primer proyecto consistía en hacer más corto el discurso, dejando a los polisílabos una sílaba nada más, y prescindiendo de verbos y participios; pues, en realidad, todas las cosas imaginables son nombres y nada más que nombres.
El otro proyecto era un plan para abolir por completo todas las palabras, cualesquiera que fuesen; y se defendía como una gran ventaja, tanto respecto de la salud como de la brevedad. Es evidente que cada palabra que hablamos supone, en cierto grado, una disminución de nuestros pulmones por corrosión, y, por lo tanto, contribuye a acortarnos la vida; en consecuencia, se ideó que, siendo las palabras simplemente los nombres de las cosas, sería más conveniente que cada persona llevase consigo todas aquellas cosas de que fuese necesario hablar en el asunto especial sobre que había de discurrir. Y este invento se hubiese implantado, ciertamente, con gran comodidad y ahorro de salud para los individuos, de no haber las mujeres, en consorcio con el vulgo y los ignorantes, amenazado con alzarse en rebelión si no se les dejaba en libertad de hablar con la lengua, al modo de sus antepasados; que a tales extremos llegó siempre el vulgo en su enemiga por la ciencia.
Sin embargo, muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo método de expresarse por medio de cosas: lo que presenta como único inconveniente el de que cuando un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos se ve obligado, en proporción, a llevar a espaldas un gran talego de cosas, a menos que pueda pagar uno o dos robustos criados que le asistan. Yo he visto muchas veces a dos de estos sabios, casi abrumados por el peso de sus fardos, como van nuestros buhoneros, encontrarse en la calle, echar la carga a tierra, abrir los talegos y conversar durante una hora; y luego, meter los utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir la carga y despedirse.  Mas para conversaciones cortas, un hombre puede llevar los necesarios utensilios en los bolsillos o debajo del brazo, y en su casa no puede faltarle lo que precise. Así, en la estancia donde se reúnen quienes practican este arte hay siempre a mano todas las cosas indispensables para alimentar este género artificial de conversaciones.
Otra ventaja que se buscaba con este invento era que sirviese como idioma universal para todas las naciones civilizadas, cuyos muebles y útiles son, por regla general, iguales o tan parecidos, que puede comprenderse fácilmente cuál es su destino. Y de este modo los  embajadores estarían en condiciones de tratar con príncipes o ministros de Estado extranjeros para quienes su lengua fuese por completo desconocida.

En la escuela de arbitristas políticos pasé mal rato. Los profesores parecían, a mi juicio, haber perdido el suyo; era una escena que me pone triste siempre que la recuerdo. Aquellas pobres gentes presentaban planes para persuadir a los monarcas de que escogieran los favoritos en razón de su sabiduría, capacidad y virtud; enseñaran a los ministros a consultar el bien común; recompensaran el mérito, las grandes aptitudes y los servicios eminentes; instruyeran a los príncipes en el conocimiento de que su verdadero interés es aquel que se asienta sobre los mismos cimientos que el de su pueblo; escogieran para los empleos a las personas capacitadas para desempeñarlos; con otras extrañas imposibles quimeras que nunca pasaron por cabeza humana, y confirmaron mi vieja observación de que no hay cosa tan irracional y extravagante que no haya sido sostenida como verdad alguna vez por un filósofo.

Igualmente pretendía que a todo senador del gran consejo de un país, una vez que hubiese dado su opinión y argüido en defensa de ella, se le obligase a votar justamente en sentido contrario; pues si esto se hiciera, el resultado conduciría infaliblemente al bien público.

Pero, no obstante, he de hacer a aquella parte de la Academia la justicia de reconocer que no todos eran tan visionarios. Había un ingeniosísimo doctor que parecía perfectamente versado en la naturaleza y el arte del gobierno. Este ilustre personaje había dedicado sus estudios con gran provecho a descubrir remedios eficaces para todas las enfermedades y corrupciones a que están sujetas las varias índoles de administración pública por los vicios y flaquezas de quienes gobiernan, así como por las licencias de quienes deben obedecer.
Por ejemplo: puesto que todos los escritores y pensadores han convenido en que hay una estrecha y universal semejanza entre el cuerpo natural y el político, nada puede haber más evidente que la necesidad de preservar la salud de ambos y curar sus enfermedades con las mismas recetas. Es sabido que los senados y grandes consejos se ven con frecuencia molestados por humores redundantes, hirvientes y viciados; por numerosas enfermedades de la cabeza y más del corazón; por fuertes convulsiones y por graves contracciones de los nervios y tendones de ambas manos, pero especialmente de la derecha; por hipocondrías, flatos, vértigos y delirios; por tumores escrofulosos llenos de fétida materia purulenta; por inmundos eructos espumosos, por hambre canina, por indigestiones y por muchas otras dolencias que no hay para qué nombrar. En su consecuencia, proponía este doctor que al
reunirse un senado asistieran determinados médicos a las sesiones de los tres primeros días, y al terminarse el debate diario tomaran el pulso a todos los senadores.
Después de maduras consideraciones y consultas sobre la naturaleza de las diversas enfermedades debían volver al cuarto día al senado, acompañados de sus boticarios, provistos de los apropiados medicamentos, y antes de que los miembros se reuniesen, administrarles a todos lenitivos, aperitivos, abstergentes, corrosivos, restringentes, paliativos, laxantes, cefalálgicos, ictéricos, apoflemáticos y acústicos, según cada caso lo requiriera. Y teniendo en cuenta la operación que los medicamentos hicieren, repetirlos, alterarlos o admitir a los miembros en la siguiente sesión. Este proyecto no supondría gasto grande para el país, y, en mi concepto, sería de gran eficacia para despachar los asuntos en aquellos en que el senado comparte en algún modo el poder legislativo para lograr la unanimidad, acortar los debates, abrir unas pocas bocas que hoy están cerradas, cerrar muchas más que hoy están abiertas, moderar la petulancia de la juventud, corregir la terquedad de los viejos, despabilar a los tontos y sosegar a los descocados.

Presentaba un invento maravilloso para reconciliar a los partidos de un Estado cuando se mostrasen violentos. El método es éste: tomar cien adalides de cada partido; disponerlos por parejas, acoplando a los que tuviesen la cabeza de tamaño más parecido; hacer luego que dos buenos operadores asierren los occipucios de cada pareja al mismo tiempo, de modo que los cerebros queden divididos igualmente, y cambiar los occipucios de esta manera aserrados, aplicando cada uno a la cabeza del contrario. Ciertamente, se ve que la operación exige bastante exactitud; pero el profesor nos aseguró que si se realizaba con destreza, la curación sería infalible. Y lo razonaba así: los dos medios cerebros llevados a debatir la cuestión entre sí en el espacio de un cráneo llegarían pronto a una inteligencia y producirían aquella moderación y regularidad de pensamiento tan de desear en las cabezas de quienes imaginan haber venido al mundo para guardar y gobernar su movimiento. Y en cuanto a la diferencia que en cantidad o en calidad pudiera existir entre los cerebros de quienes están al frente de las facciones, nos aseguró el doctor, basado en sus conocimientos, que era una cosa insignificante de todo punto.

Para que no se apartasen los senadores del interés de la Corona se proponía que se rifaran entre ellos los empleos, después de jurar y garantizar todos que votarían con la corte, tanto si ganaban como si perdían, reservando a los que perdiesen el derecho, a su vez, de rifarse la vacante próxima. Así se mantendrían la esperanza y la expectación y nadie podría quejarse de promesas incumplidas, ya que sus desengaños serían por entero imputables a la Fortuna, cuyas espaldas son más anchas y robustas que las de un ministerio.