sábado, 22 de febrero de 2014

Tarde de un hombre aburrido - Por Micaela Trinaroli

                 En blanco, es desesperante ver la hoja tan vacía. Quiero escribir algo, pero ¿qué? Esa es la pregunta que me detiene. Nada en mi mente tampoco, será porque estoy concentrado en lo que no logra llegarme al cerebro o por seguir mirando a lo único que mis ojos ven. Es molesto, mi vista sólo da al papel sin nada escrito en él y a mi mano inmóvil aferrada al lápiz. Como si un hechizo la hubiera congelado. Trabado, mis pensamientos no logran fluir. Ninguna palabra aparece para librar la tensión entre la libreta y yo. Me sumerjo en la profundidad de la nada. En este momento, el único color que conozco, blanco. Será que si me meto en ese abismo encuentre más que nada, tal vez colores. O será que se ocultan de mí y ríen porque no pude ni mover la derecha. Y me enfoco en el blanco. Escucho cómo el viento choca contra la ventana, los vecinos discuten arriba, los perros ladran a lo lejos y el toque de cada segundo del reloj. Tic tac, tic tac. Repentinamente, sólo logro captar mis propios latidos. Ya no hay nada más alrededor. Otra vez la hoja y yo, enfrentados. Cara a cara, esperando que alguno, yo o mi mano, se mueva. No puedo escribir, entonces lo que debería hacer es relajarme. Ninguna inspiración vendrá a mí si me mantengo en la misma posición.
                Suelto el lápiz, siento como cae y tintinea con el escritorio. No puedo evitar que en mi cabeza siga golpeando, suave, la libreta. Ésta es mi derrota, perdí. Por otro lado, una de las tantas otras victorias para la reconocida “hoja en blanco”. Pero no puedo rendirme tan fácil, más tarde volveré lleno de ideas y palabras.
Curioso, ahora todo está oscuro, ni cuenta me di que cerré los ojos. Tanta claridad debió agotarme, pero no siento cansancio alguno. Es más, creo que tengo hambre. Debería ir a la heladera para fijarme si tengo algo de comer. Me levanto de la silla decidido y veo que la habitación está completamente desordenada. Pilares de libros ocupan el camino a la cocina, ¿Cuántas cosas tengo? ¿Debía ordenar un poco? Me quedo parado admirando la imagen, pensando en acomodar, y sólo que debería hacerlo. Esas son novelas y cuadernos de estudio de la universidad, en algunas columnas bajas tengo platos sucios y vasos con bichos muertos por ahogo. También la ropa sin lavar que no uso hace semanas. Y detecto la humedad en las paredes en el pequeño departamento de la frágil estructura del edificio mismo. Yo sólo sigo pensando en limpiar.
                Me dirijo ahora a la cocina, el piso de cerámica, además de roto, se siente algo pegajoso. Que sensación más desagradable. Por fin abro la heladera, pero no recuerdo a que venía. Miro vagamente su interior sin prestar atención durante unos minutos y la cierro. Mi estómago comienza a batallar en mi interior y su rugido me recuerda el hambre que tengo. Como un idiota, abro nuevamente el frío contenedor y solo veo una caja de leche. Aunque la suerte no está de mi lado, con darle un sorbo me encuentro obligado a escupir con repugnancia. Resulta estar vencida desde hace mucho. Como consecuencia tiré todo el líquido al piso, ahora está peor que antes, que molestia. En realidad, es mía la culpa, debí fijarme en la etiqueta la fecha. Debo arreglar esto, no lo puedo dejar así como a todo lo demás, tirado y sucio. Agarro el trapeador que no podría estar más seco, corro los platos de la pileta y lo mojo con un poco de agua de canilla. Listo, con pasarlo varias veces estará bien. Pero la montaña de platos sigue ahí. Mejor los lavo y traigo los que están en la sala. Mientras refriego la suciedad pienso, debería hacer algo con los insectos que se esconden y la comida que me falta. Pero para salir a comprar tendría que bañarme, buscar ropa limpia y dinero. Que molestia son estas manchas que no quieren irse de la vajilla, encima se me resbalan, ya veo que por esto se termina rompiendo algún plato. Decido entonces dejarlos en remojo y más tarde lavarlos bien.
                Me dirijo al baño atravesando el laberinto de libros. Abro la ducha y mientras espero que caliente, me miro al espejo. Yo mismo me doy asco. Me saco la ropa que llevo puesta y me meto sin dudarlo. Siento como el agua choca contra mi cuerpo desnudo, quitándome grandes tensiones. Está algo tibia, suficiente buena para mí; por alguna razón imaginé que por mi suerte estaría fría. Me mojo el cuello, elevándose lentamente la temperatura, retirando todos mis pensamientos negativos. Me somete a una paz muy cómoda. Lástima, no puedo quedarme por mucho así. Cierro la canilla y me seco con una pequeña toalla que tengo cerca. Vuelvo a mirarme al espejo, no me cuesta nada ¿verdad?, afeitarme un poco. Ya parezco un vagabundo. Tomo una lata con crema, con cuidado y suave corto arrastrando la maquinita de afeitar. Me lastimo con la filosa hoja, rápidamente me limpio con la toalla. La mantengo presionando contra mi rostro. Al soltar veo la pequeña mancha de sangre proveniente del costado izquierdo de mi cara. Sólo debo vestirme.
Busco por todos lados algo que ponerme que sea decente, pero no me queda otra que volver a ponerme lo que tenía antes. Me acerco a la ventana para ver si al final iba llover como mencionaron a la mañana. Abajo en la calle veo que hay mucha gente reunida, ¿qué será? ¿Habrá pasado algo? Parece que la policía está apartando a las personas del edificio de al lado. Tal vez algún loco quiera saltar, pobre infeliz, si se trata de tener sus propias razones para matarse no hay nada que yo pueda hacer. Sería mejor si me quedara por no querer moverme por el mar de gente.
Me acuesto en el sillón mirando al techo y digo en voz alta:
-  Ésta tarde no hice nada productivo, veré que hacer después.
Los párpados comienzan a pesarme, mi última imagen es el flash de luz que me avisa que se me quemo la lamparita. Pero eso sólo ayuda a tranquilizarme más. Es irónico, empecé en blanco y ahora estoy pensando demasiado. Suelto una risa corta sintiéndome cada vez más estúpido. Los ruidos no me molestan, no tengo intención alguna de levantarme, ya nada importa, ni siquiera el hambre. Sólo quiero descansar.
Se escucha una explosión fuerte que me envía una corriente de aire que rompe mis ventanas. Un calor inmenso se acerca, ¿Qué es eso? ¿Por qué? Mi cuerpo no quiere responder, siento el movimiento de mis extensiones nerviosas agitarse por sí solas. ¿Es miedo lo que me recorre el interior? El calor se acerca más y más. Fuego, todo se está quemando. Mi cuerpo no lo soporta me levanto buscando la puerta para salir, pero no están las llaves. Mis oídos no perciben nada y veo hacia atrás el departamento, los libros, la ropa y los platos están volando y ardiendo. Empiezo a levitar yo también, ¿estoy contradiciendo la gravedad? No, es más, ella se está llevando el edificio abajo. Me golpeo con la pared, con la puerta y finalmente estoy en lo que creo es un piso. No dura mucho la sensación de haber terminado, porque un gran bloque de techo me caerá encima. Grito con todas mis fuerzas, no voy a poder salir de ésta. No importa, de todas formas no hay nada por lo que quiera vivir. Y ahora, negro.

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                ¿Qué es esto? Hay mucha luz, ¿estaré muerto de una vez? Que relajante de alguna manera. No tendré que preocuparme por lo que haré o lo que debería hacer nunca más. No. Algo no está bien, el ruido de una máquina me despierta de mi ilusión santa.
-          Menos mal que despertaste – la voz joven de una mujer muy bonita me devuelve a este mundo – estaba preocupado el doctor porque no sobrevivieras.
Una enfermera, ningún ángel. Una cama levadiza, no alas. Bueno, todavía estoy vivo, tendré que ver después que debo hacer con mi vida. Pero ahora, mi mente empieza a llenarse de preguntas y solo se me escapa una.
-          ¿Qué pasó?
-          Te encontraron los bomberos que fueron a apagar el incendio por el bombardeo de un edificio, en el que estabas. Hubo una amenaza de bomba y explotó. Parece que nunca te enteraste. Supongo que tenés hambre no te muevas que ya te traigo algo.


La veo salir del cuarto cerrando suavemente la puerta. No puedo creer que haya pasado tanto, cuando no hice nada. No quiero seguir despierto, mis ojos no quieren mantenerse abiertos. Y girando la cabeza a un costado caigo en sueño una vez más ¿Por qué, otra vez, en blanco?

sábado, 15 de febrero de 2014

PARED - Por María Victoria F. Torrez

Necesitaba un departamento para dormir. Nada más. Es la vida que sigue a recibirse de la universidad: un lindo título enmarcado, una cuenta bancaria con fondos de dos cifras, y un trabajo para pagar las deudas acumuladas. Con algo de suerte tiene uno tiempo para practicar algún deporte, comer y dormir, pero para nada más.
  Le parecía una locura pagar mucho por las seis horas por día que pasaría allí, y tal vez algún domingo de tanto en tanto. Por eso no dudó dos veces cuando la tía del novio de la amiga de su amiga le ofreció un departamento en un edificio grande, ubicado sobre una importante avenida, al precio de una habitación en casa de familia. Por eso no le importó la condición de la señora, con quien solamente habló por teléfono, de no traer visitas al departamento. Visitas. Apenas tenía tiempo para sí. Y tampoco era sociable.
  De alguna manera u otra le llegaron un juego de llaves y una carta escrita con letra tortuosa; tenía un nombre y el número de una cuenta bancaria. Entendió de inmediato que allí debía depositar el monto del alquiler cada mes. Y en ausencia de otras instrucciones, se limitó a regirse según las disposiciones que normalmente tendría un contrato de alquiler. Al fin y al cabo, esto era más bien un favor personal que un negocio.
  Y tal vez fuera el cansancio de la jornada diaria, o la grata sorpresa de encontrar un departamento enteramente equipado con muebles antiguos lo que le impidió notar aquello que de otra manera habría sido evidente a todo ojo. Pero la vida es así: para los dedicados, lo evidente es invisible a los ojos.
  Tuvo el primer síntoma de la particular situación que habría de vivir unas seis semanas después de mudarse. Era temprano por la mañana, pero ya tarde para llegar al trabajo. Subió al ascensor mientras terminaba de arreglarse la ropa, tocó el botón cero. El viejo ascensor se deslizó penosamente por un tiempo indefinido y luego se detuvo, vacilante. Tras unos segundos de refunfuño, abrió las puertas y dejó entrar a una señorita. El uniforme que traía dejaba en claro que se trataba de una enfermera. Tenía la piel de un color indefinido, casi grisáceo. Era pálida, de contextura mediana. Tras cruzar las puertas del ascensor, la enfermera apretó otro botón poco más arriba del cero y dándole la espalda, esperó a que el ascensor obedeciera su mandato, cerrara las puertas, volviera a deslizarse, volviera a detenerse. Y ante el nuevo refunfuño, nuevo abrir de puertas, la enfermera salió de la gran caja de madera apolillada tan silenciosa como había entrado. Vio con asombro cómo el ascensor cerraba las puertas y le quitaba de vista la presencia de la enfermera sin rostro.
  Planta baja, buen día al viejo encargado del edificio quien, como todas las mañanas, solo meneó la cabeza. Puerta, calle, caminar, oficina.
  En el sosiego de la hora del almuerzo, cuando las ideas suelen ser más creativas, le vino a la mente un detalle extraño: Esa era la primera vez que veía a alguien en el edificio. Fuera del portero, nunca había visto a otro ser vivo. Y no era seguro que el portero estuviera vivo. Tampoco había estado nunca en los otros pisos. Y tampoco había examinado el pasillo del suyo. En síntesis: no conocía el lugar dónde vivía.
  Y tal vez no le hubiera importado conocerlo de no haber sido por ese extraño corte de luz, pocas noches más tardes. En su mudarse con premura, no había previsto la compra de velas, y el corte de luz encontró su labor incompleta. Su reacción, por lo demás normal, fue dirigirse a los otros departamentos, a fin de preguntarle a los vecinos si ellos tenían electricidad, o si estaban a oscuras también.
  No encontró luz en el pasillo, pero tampoco podía recordar que alguna vez la hubiera habido. Se dirigió a la puerta más cercana. Golpeó. Silencio. Tal vez no habría nadie allí. Se dirigió a la puerta que seguía. Golpeó. Desde adentro dimanaba un sonido algo mecánico, como un motor en funcionamiento, o el ronroneo de un gato gigante. Pero nadie salió. Se dirigió a una tercera puerta, con iguales resultados. Una cuarta. Una quinta. Encontró la novena puerta abierta, y comprobó con asombro que era la suya propia. Esto le causó algo de asombro, puesto que podría haber asegurado que se movía siempre en dirección opuesta a su puerta.
   Decidió subir un piso y preguntar a los vecinos de allí. A veces los oía mover muebles y, siendo ya bastante tarde, sin duda estarían en casa. Se dirigió a las escaleras. Subió un escalón, dos, tres, nueve, catorce, veintidós. La escalera llevaba así su huésped al piso superior. Golpeó la primera puerta junto a la escalera. Aquí tampoco había nadie. Golpeó la puerta siguiente. Cuatro puertas. La sexta puerta estaba abierta, y cuál no fue su sorpresa al encontrar que era la suya. Sus intentos por entender qué había hecho mal en la escalera fueron infructuosos, y se conformó con pensar que tal vez la oscuridad del edificio le había jugado una mala broma.
   Se dirigió por segunda vez a la escalera, y comenzó a ascender. Veintidós escalones. La escalera volvió a dirigir su carga hacia el piso superior. Se encaminó a la puerta más cercana, pero esta vez hacia el otro lado. Golpeó, y en consonancia con el resto de las puertas, nadie contestó. Fue así, puerta por puerta, hasta llegar a una puerta abierta que, con inquietud, descubrió le era familiar.
  La situación le causó por lo pronto más molestia que malestar. Dudaba de si entrar a su departamento, o no, o tal vez bajar, o por qué no volver a subir. La luz de la sala se encendió, dejando el motivo de su encuesta obsoleto.
   Dormía con placidez una noche, solo pocos días después del corte de luz, cuando un ruido le interrumpió el sueño. Parecía el ruido de una termita hambrienta. O tal vez de un roedor. Se levantó apresuradamente y buscó la fuente de tal ruido. Extrañamente, se trataba de un portero eléctrico que nunca antes había notado, empotrado en la cocina. Levantó el tubo y a un corto saludo le siguió una explicación, torpe y poco modulada, sobre un problema de pareja traducido en un problema de bebida. Se trataba de una amistad lejana a quien no veía a menudo. A la explicación le siguió un pedido de asilo por tan solo una noche. Recordó entonces la advertencia de la dueña del departamento, y dudó. Pero estrictamente hablando, esto no era una visita, sino más bien una imposición. Sin duda ella lo entendería, si alguna vez se enteraba. Y así establecido, se dejó llevar por el ascensor, piso tras piso hasta la planta baja, abrir la puerta, y dejarlo entrar. Al volver a abordar el ascensor, notó que el portero seguía en su lugar, amarillento como siempre. A causa de sus prolijos horarios, no sabía que el portero estuviera allí toda la noche. No era posible. ¿Pero entonces, cómo? Tal vez fuera una excepción. Sacudió la cabeza, sacudió a la imposición adormecida contra la pared del ascensor, tocó un botón con un número borroso y, al ser depositados en el piso elegido, condujo a la visita al sillón. Dos mantas y una almohada. Mañana a despertarse temprano.
   Y temprano fue que se despertó. Se dirigió a la sala, con un poco de mal humor por la noche de descanso interrumpida. Encontró para su asombro que su compañía se había ido ya. Las mantas estaban estiradas sobre el sillón, un poco desacomodadas, la almohada ligeramente hundida en el centro. Reflexionó sobre esto un instante. Seguramente tendría vergüenza por los sucesos de la noche y se habría retirado muy temprano para no tener que dar explicaciones. O para no agradecer. Se vistió, desayunó, se dirigió a la puerta, giró la llave, abrió, y salió sin notar que la puerta había estado cerrada por dentro todo el tiempo.
   Un día en que el cansancio que tenía era especialmente grande, tras saludar al portero y aceptar la invitación del ascensor a entrar en él, presionó el botón equivocado, y salió un piso antes del suyo. Se dirigió a la puerta que en el piso correcto sería la suya, intentó girar la llave y no tuvo éxito. Intentó una vez más, con poco resultado. Giró sobre sus talones y caminó por el pasillo, buscando encontrar en qué número de piso se encontraba. Las puertas eran idénticas; el piso, gemelo del suyo. No tenía manera de saber de qué piso se trataba. Llamó al ascensor, pero el artefacto encaprichado nunca vino. Habría quedado trabado en algún lugar, donde un vecino desconsiderado había cerrado mal la puerta. Tras reflexionar por unos segundos, concluyó que si subía un piso, o bajaba un piso, tal vez encontraría el número que buscaba. Y habiéndolo así decidido, se dirigió a las escaleras y se dejó llevar arriba veintidós escalones.  Llegó al piso superior; no solamente no había número allí, sino que además era idéntico en todo a los otros. Decidió subir otro piso; obtuvo el mismo resultado. Entonces vino a su memoria la noche del corte de electricidad. Una duda empezó a formársele: ¿Y si al subir realmente no subiera, sino que llegara siempre al mismo punto? Entonces tomó un pañuelo, lo extendió prolijamente en el suelo junto al último escalón, y Se dejó guiar por la escalera los veintidós escalones hacia arriba. Fue con un ademán de horror que al llegar encontró su pañuelo, justo como lo había dejado. Entonces las escaleras eran un truco de mal gusto de algún arquitecto de antaño. Decidió bajar las escaleras en vez de subirlas y encontró con alivio que su pañuelo no estaba allí. Decidió volver por su pañuelo, pero sin éxito: poco sabia que lo había perdido para siempre. Bajó las escaleras hasta la planta baja, descubriendo mientras seguía la escalera que todos los pisos eran idénticos; subió al ascensor que allí lo esperaba y se dirigió al piso correcto. Puerta, llave, al hogar.
   Su mente, sin embargo, ya no estaba en paz. Había descubierto algo que no podía explicar, y que demandaba alguna explicación.
   Al siguiente domingo, salió de su departamento con varios papeles de colores. Bajó todos los pisos dejando un color en cada uno, e intentó subir las escaleras. Sin importar cuánto lo intentara, siempre volvía a la planta baja. Intentó pedirle explicaciones al portero. Este le dirigió una mirada ictérica, y deslizó los ojos lentamente de vuelta a la puerta, como si no hubiera oído nada de lo que le preguntaba. Volvió a la escalera. La miró, miró los escalones, el lugar. Y entonces una idea brillante le dibujó una sonrisa: Subiría por las escaleras a mucha velocidad, todos los pisos que pudiera.
   Con paso firme y sereno subió los primeros dos escalones, y luego corrió a toda velocidad escalera arriba.
   Al detenerse para tomar aire, encontró para su asombro que estaba en una torre, una torre de campanario en alguna construcción gótica. Miró por la ventana y a mucha distancia por debajo de su vista se encontraba sin dudas la calle en la que estaba el edificio. Eso significaba que estaba aún en el edificio, pero en alguna parte de él a la que nunca había accedido. Vaciló, pero el miedo pudo más, y decidió bajar. Bajó un piso, y descubrió que estaba aún en el mismo lugar. Subió entonces un piso y se encontró más arriba en la torre, rodeado de telarañas. Bajó otro piso, sin resultados. Y entonces corrió escaleras abajo, impulsado por la idea más bien débil de que, al haber llegado allí de esa manera, debería de salir de allí de la manera contraria. Corrió. Corrió hasta que no pudo sentir las piernas, y entonces se detuvo.
   El portero le dirigió una mirada, como si mirara una pared. Y tal vez es que era, dentro de ese edificio con vida, tan sólo una pared. Corrió hacia la calle, gritando, un grito de pecho, de claro terror.
   Al día siguiente sus hermanas mandaron a buscar sus cosas al departamento. Solo la ropa había de enviarse al hospicio.

LOS AMANTES DE LA MUGRE - Por José Rodolfo Espasa Muñoz- España

-Tienes que armarte de paciencia, Micaela- dijo el médico.
- Además, debes quitarte los apósitos y lavarlos con agua y jabón suave todos los días. No los empapes demasiado, procura secarlos con cuidado y trata de evitar que se formen fuelles.-continuó, mirándola con ternura.
- ¿Y cuando me seduzca la mirada de un hombre enamorado?-dijo melancólica, Micaela.
-Tu hermosura te librará de inquietudes - exclamó el médico.
-¡Miente! ¡Miente!- gritó Micaela.
A lo lejos el gran río color de león sacudía su lomo y derramaba su humedad sobre la piel de Buenos Aires.
Los ojos de Micaela parecían dos celosías azules enmarcadas por unas afiladas y simétricas cejas; su cabello caía suavemente sobre sus senos y de sus manos se desprendían efluvios de dulzura. ¿Qué hombre podría resistírsele?
El veinte de Febrero de 1942, Micaela, concurrió con sus padres (como de costumbre) a presenciar los carnavales porteños. Histórico evento, al que no le escatimaban críticas ciertos círculos intelectuales de la época.
“…una suerte de degradación de la comparsa…”, así se pronunciaban, cuando se
referían a la murga, por ejemplo.
Las murgas adoptaban las características exclusivas de cada barrio. A pesar de que la crisis del año 30 afectó decididamente el brillo y la calidad de los carnavales; a partir de los años 40 se fueron transformando y, al desaparecer la mayoría de los instrumentos melódicos, fueron cediendo paso al voluminoso bombo y al rimbombante platillo de bronce.
El reloj marcaba las 10 de la noche, la garúa caía molesta y persistentemente.
Impasible, Micaela, contemplaba el desfile sentada en la primera fila.
A metros de allí se encontraba un niño bien (disfrazado de Marqués) que no le quitaba
sus ojos de encima. Era alto, rubio, y tenía una boca increíblemente hermosa; sólo
pretendía relacionarse con alguna joven de su edad. Como miembro de una distinguida
familia porteña, consideraba al carnaval como una fiesta vulgar. El epíteto estaba
justificado, por el sólo hecho de pertenecer a dicha clase social.
¡Qué otra opinión... se podía esperar de alguien que frecuentaba los museos, los salones del Jockey Club y las veladas de gala del teatro Colón!
  Mientras la multitud se entusiasmaba al paso de los malabaristas, lanzallamas, estandartes y artistas, Micaela lo buscaba con su mirada intentando entrelazar sus ojos con los suyos. Por momentos, se quitaba su antifaz veneciano de macramé rosa para llamar su atención. El mozo, al percibir su acción, exclamó como un suspiro:
-¡Mascarita, mascarita mía…!
Imprevistamente la garúa se transformó en lluvia. En consecuencia, los carnavales se suspendieron hasta el próximo domingo veintidós de Febrero.
Aprovechando el receso, durante la tarde del sábado, frecuentó algunas jugueterías de la ciudad para comprarle un regalo que pudiera comprar su afecto.
Se detuvo en la juguetería Colón, ubicada en Santa Fe y Talcahuano. Miró por la vidriera. “Cien Pesos moneda Nacional”, decía el cartel debajo de un monito manicero (Gaspi), ocre sobre rojo y rojo sobre verde... ¡Fárrago! - exclamó, vio una muñeca China Dolls, vio una italiana Lady Lenci. ¡Bah…!-dijo disgustado.
El joven buscaba algo más, sin saber qué era ese algo más…de pronto descubrió una
Shirley Temple, recién traída de EE.UU. Cara, carísima (pensó).
-Después de todo no es mi novia, ¡Eh!- concluyó con desenfado.
Cuando las primeras sombras del crepúsculo se apearon sobre la ciudad, decidió regresar. En sus pies se le iba enredando… un fantasma de mujer.
La víspera del domingo se vio sumido en una gran inquietud.
-¿Por qué pienso?… porque pensar es comparar, ¿No?- monologó.
Y comparó, porque no podía no comparar y, además, tenía que calcular sus próximos
pasos.
La aristocracia con la plebe, la ópera con la murga, el gallardo disfraz con el disfrazado, el altivo salón con algún lúgubre patio trasero de la ciudad de Buenos Aires.
Cotejó y contrastó todo en su balanza emocional: y, trabajado por su ego y la belleza de la joven, decidió volver.
Llegó a las nueve y cuarto de la noche; cruzó raudamente la Avenida de Mayo y, dirigiéndose al palco oficial, recorrió el lugar con su mirada, buscándola sin resultado.
De repente…fue como si su alma le hubiera vuelto al cuerpo, porque la vio sentada, mimetizada entre la serpentina celeste y la gente. Llevaba, con elegancia, un fino vestido con escote en v de lamé azul y gasa brillante.
Buscando intimidad, se acercó y le hizo una seña para que se dirigiera al palco.
-¡No insista, caballero!- exclamó una mujer, sonrojándose.
Alguien le lanzó una mirada enlutada e intentó cerrarle el paso.
Impertérrito, como un caballo alazán que oteó a una sudorosa yegua castaña a pocas
varas de distancia, continuó con su plan. Al ver que no se levantaba, intentó acercársele, aún más, abriéndose paso entre las sillas y las mesas con tanta torpeza que la derribó de su poltrona. Micaela se desplomó decúbito dorsal,… sin piernas, sólo le afloraban dos muñones pequeños y amorcillados... enredados en su falda corta tipo enagua de color salmón. Era la imagen patética de la belleza y la tragedia expuesta al aire.
El joven elevó las mejillas, frunció su nariz, plegó sus párpados… y sintió compasión.
Quiso ayudarla, pero vaciló. Su pasado obraba como una rémora…, incesante.
Si Micaela era apenas una mancha azul derramada entre las mesas, él era una sombra
intentando justificar su culpa.
Entonces…
Recordó (no pudo impedirlo) unos ojos azules, detrás de una puerta cancel, en un caserío de Annecy, Francia; rememoró (no sin asco) el día en que sus amigos burláronse de un mendigo en Plaza Dorrego; trajo a su memoria la imperiosa pero dulce voz de su madre, enumerándole el decálogo del buen aristócrata; evocó un rito, dos rezos y una superstición que creía olvidada; reafirmó su rechazo visceral a los carnavales: pero reconoció el valor de la dádiva.
Unos instantes después…
El joven…se quebró, y eligió el escape a través de lo grotesco; dejándose arrastrar por los integrantes de una murga (apodados: “Los amantes de la mugre”)
Un murguero le acercó unos modestos platillos y lo animó a hacer bullicio.
  Y mientras se cubría el rostro con su mascarilla de Marqués, granjeándose el aplauso rabioso de la multitud y el sarcasmo mordaz de sus amigos, comenzó trabajosamente (quiso negarse pero se lo impidieron) a tararear este deplorable estribillo popular:

“¡Somo somo lo mugrientos // del Barrio Municipal!
“¡Somo pobres pero honrados// y venimos a bailar!
“¡Somo somo lo mugrientos // del Barrio Municipal!
“¡Si no les gusta nuestro canto// a nosotro nos da igual!”

sábado, 8 de febrero de 2014

Un camino embarrado

Tanzan y Ekido iban un día por un camino embarrado. Caía una fuerte lluvia.
Al llegar a un recodo, se encontraron a una joven encantadora con kimono y faja de seda, que no podía atravesar el cruce.
- "Vamos, muchacha", dijo Tanzan enseguida y alzándola en brazos, la pasó.
Ekido no volvió a hablar hasta la noche, cuando llegaron a alojarse en un templo. Entonces, no pudo contenerse más: "Nosotros, los monjes, no debemos acercarnos a las mujeres", le dijo a Tanzan, "especialmente a las jóvenes y bonitas. Es peligroso. ¿Por qué hizo usted eso?
"Yo dejé a la chica allá atrás", dijo Tanzan. “¿Usted todavía la está cargando?"

sábado, 1 de febrero de 2014

Pañuelito reparador - Por Enrique Spinelli

En el Bar Savoy, Balcarce, provincia de Buenos Aires, Argentina, existía una mesa donde, por algún extraño conjuro, todas las parejas se sentaban para separarse. De cada ruptura, de cada pareja, poca cosa quedaba: dos tacitas de café tibio y lágrimas. Lágrimas de hombre, lágrimas de mujer, lágrimas de hombre y de mujer.

Chuleta, el mozo, levantaba las tazas, limpiaba la mesa, pero le daba cosa pasar su mugroso trapo rejilla por las lágrimas, y las secaba con su pañuelo de saco. Así, este pañuelo acumuló muchísimas lágrimas de ruptura que le confirieron un inmenso poder: podía reparar cualquier cosa rota que tocara.

Muy pocos sabían de la existencia de este pañuelo. Un día, el Turco Alcoyana me avisa que Chuleta quería hablar conmigo. Nos encontramos en la vereda del Savoy. Chuleta me lleva al frente de la Casa Boo y me cuenta:

-Bueno pibe, el Turco ya te habrá hablado de este pañuelo reparador. Te cuento rápido la historia. Me di cuenta de su poder cuando advertí que si ponía los billetes de propina en el bolsillo del pañuelo, cuando los sacaba al terminar la noche estaban impecables, siendo que, como todos sabemos, la gente deja de propina el billete más maltrecho [1] que tiene. En un principio me pareció divertido, no tenía idea de la dimensión del poder del pañuelo y lo usaba para boludeces; para arreglar las asas rotas de las tacitas de café, para reparar los vasos rajados y cosas así. Un día le reparé una rajadura en la tapa de cilindros del Valiant a Marmorato y me empecé a asustar.

-Pero eso es fantástico!

-Si, sin duda es fantástico, pero eso no siempre es positivo. Me entusiasmé, usé el pañuelo desmesuradamente; comprobé que podía reparar cualquier cosa, material o no, y me di cuenta que eso no era bueno: no tenía miedo de romper nada, porque podía reparar cualquier cagada que hiciera. Y sabés una cosa pibe, es muy difícil vivir sin miedo. El miedo te moviliza. Sin miedo todo se vuelve gris clarito, casi blanco. No podés ser guapo ni cagón. La vida se te vuelve una sucesión de continuos y ahí estoy yo inmerso con mi esposa. Sin miedo a perderla voy dejando de amarla. No la celo, porque no temo perderla; tampoco la extraño, porque extrañar también exige miedo. Quiero amarla o dejarla, pero no puedo lograr ninguna de las dos cosas. Cada vez que intento rajarme de casa, al verla llorar agarro el pañuelo y todo vuelve a comenzar. Así, este fantástico pañuelo de mierda me fue encerrando y es mi condena. Lo lavé con agua, lavandina, aguarrás y nada ¡Su poder permanece intacto pibe! Intenté romperlo, quemarlo, pero no hay caso, se repara solo y aquí está, siempre listo para seguir reparando todo, aún aquello que no hay que arreglar!

El mozo balcarceño se queda callado un instante y termina: -Te conté todo esto porque no quería engañarte y quería que supieras la verdad de este pañuelo. Te cité porque Alcoyana me contó que sos mago y creo que te vendría bien para tus presentaciones. Si lo querés, es tuyo. Te lo voy a agradecer toda mi vida.

Me dio miedo y no supe que hacer. Le dije Gracias Chuleta, lo voy a pensar. Le di un abrazo y me fui caminando y pensando para casa. Saco las llaves del bolsillo de la campera y cuando voy a abrir la puerta veo que mi viejo y cachado llavero ¡estaba impecable! Reviso en el bolsillo… y encuentro el pañuelo!

Así fue como Chuleta me endosó este pañuelo de mierda. A veces lo odio, pero a veces hasta le estoy agradecido. Muchas veces intenté borrar todo rastro de este cuento, pero otras tantas lo recuperé con el pañuelo, porque me dio miedo de no escribir nunca más otra cosa. Ese miedo me tranquilizó. Algo había cambiado.

Nota: Este cuento es un desprendimiento de un guión de un juego de magia que ya representaremos en Letra y Música cuando SyZed termine el tema: “Dame miedo, mi pañuelito reparador”

[1] Es el billete que queda en el exterior del grupo de billetes;después de ordenarlos por valor, cabeza con cabeza y los más rotos afuera. Esto hace un amigo mío, que también esconde el cambio para no se lo vea el kioskero!!!

La fuente de Antares - Por Ezequiel Feito

Y ella dijo: "Ulalume, Ulalume.
¡Es la tumba de tu perdida Ulalume!"
Edgar Allan Poe

                                  I

Refulge, venerable estrella, con la lejanía de tu gloria
en el casto cielo, en el infatigable espacio
donde sólo la eternidad es permitida.
Refleja tu brillo sobre las aguas del Leteo
para volver a recordar tu sagrado nombre
y el de ese extraño bosque y la oculta fuente
de tu propia carne.

Mírala con tus compasivos ojos y alégrate.
Porque sus mansas aguas dan a beber la misma linfa fresca que bebieron los gigantes
a los tristes de la tierra. A los que sin saciarse beben
tu brillante cuerpo en las aguas del abismo.


                                  II

Nadie nos habló de ella hasta que un ángel
señaló tu radiante luz cuando estábamos dormidos.
Y era el incienso de nuestras sombras el fragante aroma
de un sacrificio casto.

El viento nos llevó a la ribera
de la perdida fuente hecha con tu carne,
y un susurro invadió los enloquecidos rosedales,
los pálidos nenúfares y el severo lirio
que guardaba tus orillas.

Nunca hubo hacia ti, un caminar más leve
mientras danzaban gravemente las estrellas
en tu cuerpo exacto.
Porque los pasos del amor en el amanecer cercano
son tan profundos como tumbas.


                        III

Por las estrechas sendas del bosque vamos,
callados nuestros pechos,
hacia donde los nenúfares repiten antiguas canciones
y los lirios acechan las sombras
de aquellos que vivir pueden, mas no sin ser amados.

-“Beberemos el agua más pura del sagrado pozo,
cuando dormidos estén los pálidos nenúfares
el severo lirio y las estrellas”-

Y era nuestro mutuo aliento
una sonrisa que se abrió ante la profunda fuente.


                   IV

Me dio a beber su mano
una tristeza que aún no conocía
-“¿Cómo podremos beber esta pureza
y continuar siendo dignos?”
- decía -  y su rostro se hacía más hermoso
a la luz de las estrellas más severas.

Hablábamos de amor junto a la muerte;
porque sólo la muerte hace eterno
el corazón y la distancia.
Hablábamos apasionadamente hasta que nuestra voz era
un susurro capaz de atravesar los pechos
como la hoja de un puñal de lágrimas.

Pero sólo ella descendió a la fuente
para apagar mi sed y mi fatiga por amarla

Antares:
Vivir puedo, mas no sin ser amado.
Sácame ahora el corazón y ponlo junto a ella
para que ardan juntos, para que estallen
en un mismo fuego
e incendien el fragante y oculto bosque;
y que nuestros cuerpos se pudran en sus perfumadas maderas
junto a la fuente,
en un abrazo inevitable, en el abismo
de una sola carne.

¡Que giren con vértigo las estrellas
y surja un lamento del agua corrompida
que quiebre tu fuente, y sus restos
formen estrellas que recuerden nuestro nombre
en la inmensa oscuridad, que es el olvido!

¿No es esta la hora más sagrada?
Porque es el momento de estar juntos para siempre
y hallar la eternidad del ángel.


                                   V

Y tu, Antares, construirás tu fuente.
La recogerás del inmenso espacio
bajo el dulce incienso del amor antiguo.

Lo más valioso - Midrash Shir Hashirim Raba I

Contó rabí Idi.
Había en Sidón cierta mujer que, tras vivir diez años con marido, no tuvo hijos,  la pareja, pese a quererse, se presentó entonces al rabí Shimón ben Iojai, en demanda de divorcio. El rabí les dijo:
-Vuestra unión fue celebrada con un banquete; celebrad vuestra separación del mismo modo.
Los esposos aceptaron.
Durante el banquete, la mujer hizo que el marido bebiese más que de costumbre de modo que terminó dormido. Ella llamó entonces a los criados y les indicó:
- Llevad a mi marido a la casa de mi padre.
En medio de la noche el marido se despertó y a la esposa:
-¿Dónde estoy?
Ella le contestó:
-En casa de mi padre.
-¿Pero, por qué? -insistió él.
-¿No me dijiste -replicó ella- que escogiera pareciese más valioso de tu casa para llevármelo a casa de mi padre? Pues para mí no hay nada más valioso en que tú.
Entonces la pareja volvió a ver al rabí Shimón Este oró por los cónyuges, y el Señor les concedió un hijo.

El rey Shivi y la paloma - Del Pantchatantra

El rey Shivi es famoso por su bondad. El dios Indra, para ponerlo a prueba, se transforma en paloma y hace que uno de sus servidores se transforme en halcón. Ahora el halcón persigue a la paloma.
-¡Sálvame! - pide la paloma, y se refugia en los brazos del rey.
- jEntrégamela! - dice el halcón- pues tengo hambre y la paloma es mi alimento natural.
El rey comprende que la paloma tiene derecho a vivir pero que también el halcón, para vivir,  tiene derecho a comer Quiere conformar al halcón con un pedazo de carne de otro animal, pedazo que equivalga en peso a la paloma. El halcón dice que sólo aceptará ese cambio si la carne es del cuerpo del mismo rey. Se trae una balanza y el rey se corta un pedazo de carne, y resulta que pesa menos que la paloma, y se corta otro pedazo, que tampoco llega al peso convenido; y así sigue destrozándose el cuerpo, y como siempre falta algo, todo el se sube a la balanza. Entonces el halcón y la paloma recobran sus figuras divinas, devuelven a Shivi la integridad de sus carnes y lo bendicen.