sábado, 15 de febrero de 2014

LOS AMANTES DE LA MUGRE - Por José Rodolfo Espasa Muñoz- España

-Tienes que armarte de paciencia, Micaela- dijo el médico.
- Además, debes quitarte los apósitos y lavarlos con agua y jabón suave todos los días. No los empapes demasiado, procura secarlos con cuidado y trata de evitar que se formen fuelles.-continuó, mirándola con ternura.
- ¿Y cuando me seduzca la mirada de un hombre enamorado?-dijo melancólica, Micaela.
-Tu hermosura te librará de inquietudes - exclamó el médico.
-¡Miente! ¡Miente!- gritó Micaela.
A lo lejos el gran río color de león sacudía su lomo y derramaba su humedad sobre la piel de Buenos Aires.
Los ojos de Micaela parecían dos celosías azules enmarcadas por unas afiladas y simétricas cejas; su cabello caía suavemente sobre sus senos y de sus manos se desprendían efluvios de dulzura. ¿Qué hombre podría resistírsele?
El veinte de Febrero de 1942, Micaela, concurrió con sus padres (como de costumbre) a presenciar los carnavales porteños. Histórico evento, al que no le escatimaban críticas ciertos círculos intelectuales de la época.
“…una suerte de degradación de la comparsa…”, así se pronunciaban, cuando se
referían a la murga, por ejemplo.
Las murgas adoptaban las características exclusivas de cada barrio. A pesar de que la crisis del año 30 afectó decididamente el brillo y la calidad de los carnavales; a partir de los años 40 se fueron transformando y, al desaparecer la mayoría de los instrumentos melódicos, fueron cediendo paso al voluminoso bombo y al rimbombante platillo de bronce.
El reloj marcaba las 10 de la noche, la garúa caía molesta y persistentemente.
Impasible, Micaela, contemplaba el desfile sentada en la primera fila.
A metros de allí se encontraba un niño bien (disfrazado de Marqués) que no le quitaba
sus ojos de encima. Era alto, rubio, y tenía una boca increíblemente hermosa; sólo
pretendía relacionarse con alguna joven de su edad. Como miembro de una distinguida
familia porteña, consideraba al carnaval como una fiesta vulgar. El epíteto estaba
justificado, por el sólo hecho de pertenecer a dicha clase social.
¡Qué otra opinión... se podía esperar de alguien que frecuentaba los museos, los salones del Jockey Club y las veladas de gala del teatro Colón!
  Mientras la multitud se entusiasmaba al paso de los malabaristas, lanzallamas, estandartes y artistas, Micaela lo buscaba con su mirada intentando entrelazar sus ojos con los suyos. Por momentos, se quitaba su antifaz veneciano de macramé rosa para llamar su atención. El mozo, al percibir su acción, exclamó como un suspiro:
-¡Mascarita, mascarita mía…!
Imprevistamente la garúa se transformó en lluvia. En consecuencia, los carnavales se suspendieron hasta el próximo domingo veintidós de Febrero.
Aprovechando el receso, durante la tarde del sábado, frecuentó algunas jugueterías de la ciudad para comprarle un regalo que pudiera comprar su afecto.
Se detuvo en la juguetería Colón, ubicada en Santa Fe y Talcahuano. Miró por la vidriera. “Cien Pesos moneda Nacional”, decía el cartel debajo de un monito manicero (Gaspi), ocre sobre rojo y rojo sobre verde... ¡Fárrago! - exclamó, vio una muñeca China Dolls, vio una italiana Lady Lenci. ¡Bah…!-dijo disgustado.
El joven buscaba algo más, sin saber qué era ese algo más…de pronto descubrió una
Shirley Temple, recién traída de EE.UU. Cara, carísima (pensó).
-Después de todo no es mi novia, ¡Eh!- concluyó con desenfado.
Cuando las primeras sombras del crepúsculo se apearon sobre la ciudad, decidió regresar. En sus pies se le iba enredando… un fantasma de mujer.
La víspera del domingo se vio sumido en una gran inquietud.
-¿Por qué pienso?… porque pensar es comparar, ¿No?- monologó.
Y comparó, porque no podía no comparar y, además, tenía que calcular sus próximos
pasos.
La aristocracia con la plebe, la ópera con la murga, el gallardo disfraz con el disfrazado, el altivo salón con algún lúgubre patio trasero de la ciudad de Buenos Aires.
Cotejó y contrastó todo en su balanza emocional: y, trabajado por su ego y la belleza de la joven, decidió volver.
Llegó a las nueve y cuarto de la noche; cruzó raudamente la Avenida de Mayo y, dirigiéndose al palco oficial, recorrió el lugar con su mirada, buscándola sin resultado.
De repente…fue como si su alma le hubiera vuelto al cuerpo, porque la vio sentada, mimetizada entre la serpentina celeste y la gente. Llevaba, con elegancia, un fino vestido con escote en v de lamé azul y gasa brillante.
Buscando intimidad, se acercó y le hizo una seña para que se dirigiera al palco.
-¡No insista, caballero!- exclamó una mujer, sonrojándose.
Alguien le lanzó una mirada enlutada e intentó cerrarle el paso.
Impertérrito, como un caballo alazán que oteó a una sudorosa yegua castaña a pocas
varas de distancia, continuó con su plan. Al ver que no se levantaba, intentó acercársele, aún más, abriéndose paso entre las sillas y las mesas con tanta torpeza que la derribó de su poltrona. Micaela se desplomó decúbito dorsal,… sin piernas, sólo le afloraban dos muñones pequeños y amorcillados... enredados en su falda corta tipo enagua de color salmón. Era la imagen patética de la belleza y la tragedia expuesta al aire.
El joven elevó las mejillas, frunció su nariz, plegó sus párpados… y sintió compasión.
Quiso ayudarla, pero vaciló. Su pasado obraba como una rémora…, incesante.
Si Micaela era apenas una mancha azul derramada entre las mesas, él era una sombra
intentando justificar su culpa.
Entonces…
Recordó (no pudo impedirlo) unos ojos azules, detrás de una puerta cancel, en un caserío de Annecy, Francia; rememoró (no sin asco) el día en que sus amigos burláronse de un mendigo en Plaza Dorrego; trajo a su memoria la imperiosa pero dulce voz de su madre, enumerándole el decálogo del buen aristócrata; evocó un rito, dos rezos y una superstición que creía olvidada; reafirmó su rechazo visceral a los carnavales: pero reconoció el valor de la dádiva.
Unos instantes después…
El joven…se quebró, y eligió el escape a través de lo grotesco; dejándose arrastrar por los integrantes de una murga (apodados: “Los amantes de la mugre”)
Un murguero le acercó unos modestos platillos y lo animó a hacer bullicio.
  Y mientras se cubría el rostro con su mascarilla de Marqués, granjeándose el aplauso rabioso de la multitud y el sarcasmo mordaz de sus amigos, comenzó trabajosamente (quiso negarse pero se lo impidieron) a tararear este deplorable estribillo popular:

“¡Somo somo lo mugrientos // del Barrio Municipal!
“¡Somo pobres pero honrados// y venimos a bailar!
“¡Somo somo lo mugrientos // del Barrio Municipal!
“¡Si no les gusta nuestro canto// a nosotro nos da igual!”

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