Era
la media tarde de verano. Del cielo llovían llamaradas de infierno y hacían
subir desde el asfalto fantasmas resplandecientes que huían a medida que nos
acercábamos. Cada tanto, el humo oscuro del escape de un camión refrescaba un
poco el aire y alentaba a alguna cigüeña perezosa a seguir su sospechoso
derrotero. La única nube de esa mañana ya había abandonado el campo, disuelta
en el azul quemante, sin dejar otro rastro que un hilito blanco que apuntaba al
sur su derrota.
En
esa dirección iba nuestro auto, bendito motor, bendita tracción en las cuatro
ruedas, bendito aire acondicionado, lleno el baúl de bultos, el asiento trasero
atosigado de ropa y el techo con la canoa rebosante de artículos de pesca y
enseres de cocina, hacia el primer charco que encontráramos, con un par de
árboles donde tender la hamaca paraguaya y armar la carpa.
Cuatro
horas para salir de los semáforos tan sincronizados como siempre, las vueltas
obligadas en los cortes por reparaciones y otra, más larga, por una protesta.
Los quince días de vacaciones me costaban una discusión áspera con mi jefe, el
rojo de la tarjeta y el ruego interminable a mi suegro para que nos cuidara la
casa, después de aprovisionarla como para una invernada en el polo.
¡Pero
ahí estábamos! Allá al frente, toda la inmensa Patagonia para nosotros solos,
con sus ríos de cristal, sus blanquedales helados, sus historias y leyendas.
¡Tierra sin tantas pequeñeces, tierra de gigantes! Tres años de casados sin
darnos el gusto. Bien valía decirnos, como lo hacíamos riendo, ¡al fin solos!
El
primer suspiro de mi mujer, ni bien tomamos la ruta, fue contundente. El mapa
había quedado entre las cosas que descartó para limpiar la gaveta. No importa,
mi amor, le dije, antes de que termine este asfalto estaremos retozando como
ciervos saltarines en un campo de tréboles de cuatro hojas.
Me
acomodé la visera, con su gesto de acuerdo, y seguí pisando el acelerador. Los rastrojos dorados, los maizales
desfallecientes, parecían exclamar ¡Buenos Aires, Buenos Aires! Poca cosa era
la falta del mapa, apenas una excusa para relajar el espíritu al cruzar la
frontera imaginaria.
Ya
empezábamos a preguntarnos si no andaríamos por el inmenso sur, o cuánto nos
faltaría recorrer. El segundo suspiro acompañó la inclinación del termo sobre
el mate recién renovado. Dos, tres gotas. Casi tan seco como el campo. Tampoco
importaba. El primer parador, la próxima estación de servicios y listo. Más
fácil, más rápido, más práctico que revolver todo para encontrar el bidón y la
cocina portátil. Le despejé la frente
de un mechón rebelde sin perder de vista el camino: el velocímetro se acercaba
a doscientos.
Levanté
un poco el pie por un letrero, de los pocos que habíamos visto, que en trazos
desprolijos daba acceso a un camino lateral de tierra, hacia un poblado de diez
o doce casas dispuestas alrededor de una construcción más amplia. Era lo que el
cartel anunciaba: “Pulpería La Fusta”. Allá fuimos. Unos pocos centenares de
metros de desvío y problema mate solucionado.
La
típica enramada resguardaba una moto, tres bicicletas y dos matungos que
sesteaban resignados, atados a una argolla sujeta a un mojón de piedra. Qué
lindo, amorcito, me dijo ella, es como en los tiempos de Hormiga Negra. Si ya creíamos que en cualquier momento nos
saldría al encuentro alguno de aquellos personajes inolvidables: Juan Moreira,
los hermanos Barriento o el bravo Fierro volviendo del desierto con la cautiva
liberada. El auto quedó al sol por falta de espacio para resguardarlo. Ya vuelvo,
anticipé, y entré decidido.
Todavía
deslumbrado por tanta luz, distinguí el mostrador con el dueño inclinado sobre
una libreta muy manoseada. Un joven delgado le daba la espalda apoyado en los
codos y miraba atento hacia una mesa con seis jugadores inmóviles, uno de ellos
blandiendo una carta, a punto de dejarla caer sobre la mesa.
Un
vaho de verano pampa me pegó en las narices, como si resumiera siglos de
historia desde los cueros colgados más atrás, las limetas y los vidrios con sus
licores misteriosos y unos chacinados incógnitos que colgaban de un gancho,
solidarios con los parroquianos en la aparente pasividad de transpirar esa
parte infernal de la media tarde de verano.
El
pulpero se acomodó la gorra vasca, me dirigió una mirada fugaz y siguió
recorriendo, lápiz en mano, sus complicadas cuentas. Lo saludé haciéndome el
paisano, le acerqué el termo con un ¿puede ser? entre dudoso y rogado. ¡Cómo
no!, fue su respuesta inmediata, pero es norma de la casa no despachar hasta
que la cuestión quede resuelta, ¿comprende? La… cuestión… repetí como un tonto,
mientras él seguía repasando sus anotaciones. Con la mirada señaló a la mesa,
donde los seis truqueros parecían congelados, mientras “la cuestión” les
chorreaba en espesas gotas de sudor amarillento. Es por seguridad, agregó
conciliador, ningún trago ni que sea de agua caliente hasta que se calmen los
ánimos.
Y
debían estar bastante alterados, porque las tres parejas se miraban sin
pestañear. El que esgrimía la última carta sin jugar, el más corpulento de
todos, se había tanteado ya varias veces un cuchillo que llevaba envainado a la
espalda. El que tenía enfrente, un hombre de mediana edad con camisa y
bombachas muy amplias, había plantado una de sus alpargatas sobre la mesa como
para asegurar los maíces de los tantos, mientras su compañero de la derecha
murmuraba entre dientes …y es como yo digo, nomás, ¿o no? ¿O no? repitió el del
facón, esta vez dirigiéndose al pulpero, o tal vez a mí, que estaba entre los
dos.
Alguno
que no supe quién fue, refiriéndose a
otro que no nombró pero debió acusar el golpe, opinó entre tanto que mejor haría alguno en sujetar un poco a su
mujer y no andar provocando discusiones al ñudo.
Ganas
no me faltaban de preguntar de una buena vez cuál era la famosa cuestión, pero
los que todavía no habían abierto la boca se trenzaron en unos se puede no se
puede, quién lo dice y yo me acuerdo de una vez que por ésta le cobraron un
punto al Pampa Eleuterio y otras frases por el estilo.
La
última carta jugada era un cuatro de bastos. Me acordé de mi licenciatura en
política internacional, después que abandoné un curso avanzado de matemática
trascendente, recorrí de una ojeada las otras cartas y deduje veloz cuál era la
cuestión que demoraba mi termo de agua caliente. El del facón era pie y esa
mano jugaban de punta. Su adversario había deslizado con modestia el cuatro de
bastos, y se trataba de establecer científicamente si correspondía o no cantar
truco a esa pobre carta.
El
pulpero ya se había adelantado a todos y esperaba el único pedido que estaba
dispuesto a atender y no se hizo esperar, de ¡mazo nuevo! De sus manos fue a
las del flaco acodado en el mostrador, que lo tomó deliciosamente con dos dedos
y lo dejó sobre la mesa.
¡Ajá!
exclamó uno y los demás acompañaron ajá, ajá, ajá, ajá, ajá. Ajá, dije yo,
pensando que sería la fórmula mágica para dilucidar “la cuestión”. Pero no. El
mazo tenía un reglamento de truco estampado en la cubierta. Dio toda la vuelta
y volvió a manos del flaco, que lo ojeó con aire de entendido y sentenció: ni
una palabra, amables señores, queda a criterio de los que participan del juego.
Cayate vo, tape roñoso, gruño el gaucho corpulento, si tampoco sabrás leer.
¿Tape yo? ¿Yo, tape? Para que lo sepan, yo desciendo de los pueblos
originarios, los dueños de toda esta tierra, yo desciendo del mismísimo
Calfucurá, para que lo sepan. El gaucho se tapó las narices con un pañuelo
punzó y no le perdonó la agrandada: ¡Y mirá si habrás decendido que ya ni te
bañás! El flaco meneó el cuerpo un poco demasiado para la costumbre campera,
desentendido de tan poca cosa, y volvió a acodarse en el mostrador, olfateando
melancólicamente la ristra de chorizos que tenía cerca. Por algunos rasgos
comunes y el trato cariñoso que se daban, se me ocurrió pensar que debían ser padre
e hijo. Mientras, el pulpero cauteloso
corría una reja que quién sabe de dónde salió, para quedar separado del resto.
El que había depositado la alpargata se descalzó la otra, sin demasiado
perjuicio para la atmósfera del lugar, y empezó a aplaudir con ellas no sin
enturbiar el aire de un polvo arenoso mezclado con pasto seco, como si hubiera
desatado al tan mentado como ausente viento Pampero.
El de
camisa y bombachas amplias me señaló durante un rato con el índice medio
curvado, demorándose intencionadamente, y propuso que fuera yo juez de “la
cuestión”, por ser forastero probadamente imparcial, aunque en realidad lo
resumió diciendo algo así como éste, éste que opine. Otro que hasta el momento
no había hablado más que su correspondiente ajá, asintió ostentoso,
balanceándose a los lados con los brazos largos pivoteando sobre las manos
apoyadas en la mesa. A ver… a ver… Me rodearon los a ver… y las miradas. Yo
reclamé con la mía el auxilio del pulpero, que andaba perdido en sus hojas
grasientas, sin dejar de acomodarse entre las piernas una escopeta de dos caños
que sobresalía del mostrador.
Comprendí
que no tenía escapatoria y que “la cuestión”, aparte de su insignificancia, no
debió ser resuelta jamás, ya que definirse acerca de ella carecía de sentido.
Si el que cantaba truco a un cuatro en la última jugada, tenía ganada la
primera, aún con otro cuatro vencía en ésta, y el rival le respondería un no.
Si la primera no era suya, cantaría solamente si tuviera una carta mayor, a no
ser que arriesgara el punto mintiendo.
Mientras
pensaba todo esto, vino a mis manos el reglamento. Se los leí en voz alta, para
certificar mi capacidad al respecto, por si estuviera en duda. Y, en verdad, no
decía una palabra sobre “la cuestión”.
Es
que “la cuestión”, medité en el tiempo infinito que transcurrió mientras la
pulpería entera pendía de mi sentencia y mi mujer, a pleno sol, ya me habría
sentenciado varias veces, es que “la cuestión” solamente regía si se convenía
de antemano. De lo contrario, había que atenerse al reglamento, que ni siquiera
la mencionaba y por lo tanto dejaba libre de cantar truco, una vidala o lo que
más atinadamente entonara el que estaba en turno, en este caso el gaucho del
hijo flaco y el pañuelo punzó.
Se
los expliqué lo mejor que pude y agregué, de mi cosecha, que un hombre de ley
no debía cantarlo, porque se rebajaría humillando a un rival ya vencido.
Unos
rezongaron, otros aprobaron. El de las alpargatas volvió a calzárselas, no sin
otro aplauso tipo pampero. El pulpero descorrió la reja, como dando por
terminada la emergencia, se barajó y circuló otra mano en la mesa.
Me
invitaron con un trago que tenía el color de los sudores compartidos. No pude
rehusarlo y juro que debía provenir del mismo sol que requemaba el campo,
porque al segundo sorbo creí que mis más entrañables intimidades se prendían
fuego.
¿Factura
A, B o C?, escuché medio mareado y no sé lo que dije. Pagué como si me costara
toda la rueda y algo más, pero salí de la pulpería muy seguro de que, aún sin
mapa, podíamos andar todavía un buen tramo hasta cruzar el límite de la
provincia de Buenos Aires.