Estábamos junto al
mar esa cálida tarde de enero, atiborrándonos de conversaciones ociosas, cuando
algún conocido de los dueños de casa, levantando su mano como pidiéndonos
silencio, comenzó a decir:
- Voy a contarles
algo que quizás valga la pena. Seguramente algunos detalles se me van a
escapar. Cosas menores, como la ubicación de la casa o el nombre de las
personas. De todas formas esas cuestiones no vienen al caso. Lo cierto es que,
hace un tiempo, al igual que en la famosa novela de James, estaba junto al
fuego en una obligada ronda de mates, gracias a un aguacero que me había dejado
varado casi a media noche en un pequeño pueblo de la provincia. Éramos un grupo
de seis o siete personas que de puro aburridas comenzamos a contar historias de
aparecidos y otras macanas. Nos entretuvimos así hasta muy cerca de la
madrugada y ya estábamos por irnos cuando de repente aquel hombre anónimo
disparó el último relato:
“Hace algunos años
tuve que dejar a mi suegro en un hogar de ancianos que estaba a tres cuadras de
mi casa. Era una ganga, y además podía ir a visitarlo cuando me diera la gana.
Iba y charlábamos del tiempo, de los dolores, del reuma, de la comida, de la
familia, de los años y de qué sé yo. Lo cierto es que en medio de una de esas
conversaciones mi suegro se quedó dormido.
“Al principio
pensé en quedarme hasta que se despertara para saludarlo e irme, pero viendo
que se me hacía la hora, amagué a levantarme. En eso estaba cuando un hombre se
acercó amablemente y me preguntó si necesitaba algo.
“-No, gracias.
Dejo que siga durmiendo nomás – le contesté mientras me levantaba-
“Y alzándome, vi
cerca de mí a un viejo prolijamente vestido que, si bien podía pasar como un
típico abuelo de geriátrico, por alguna razón no me cerraba que estuviera en
ese lugar.
“Intercambiando
algunas palabras de cortesía, me acompañó a la puerta y nos despedimos. A
partir de ese día, cada vez que iba de visita y me sentaba junto a mi suegro,
no sé de dónde, pero venía a juntarse con nosotros. Generalmente traía la pava
y el mate o un juego de dominó.
“Siempre
charlábamos los tres de pavadas pero cuando me levantaba para irme, era fijo
que iba conmigo hacia la puerta para sacarme algunas palabras más.
“Con el tiempo
fuimos haciéndonos amigos gracias a las confidencias sociales de rigor pasando
la visita de mi suegro a un segundo plano. Ya saben cómo es esto: Un saludo, un
par de preguntas para luego arrimarlo a la televisión o llevarlo a que tome la
leche tranquilo. De esa forma me enteré de que mi nuevo amigo no había llegado
como un interno cualquiera, sino que estaba por propia voluntad.
“Eso despertó en
mí cierta admiración. Confieso que las primeras veces lo había tratado casi
como a un pobre diablo que de puro aburrido pasaba las horas con nosotros, pero
a medida que fui conociéndolo, empecé a reunir como en un rompecabezas, su
conversación, su voz, su porte casi marcial y ese carácter tan particular que
tenía cuando estábamos solos. Aún así, tenía miedo de preguntarle el porqué
había adoptado ese modesto retiro.
“ Cierta vez, y
gracias a un favor que me habían hecho, le pregunté a una de las empleadas de
aquel hogar cómo hacían para que todo estuviera tan limpio y ordenado y los
abuelos tan bien atendidos.
“Para mi sorpresa
me contestó que cuando todas las visitas se retiraban, él comenzaba a
ayudarlas. Se la pasaba lavando pisos, ropa o vajilla; cocinando o dándole de comer a los que
estaban muy enfermos. Muchas veces cambiaba pañales, hacía de sereno y otras
cosas más. Le pregunté si era el dueño. Me dijo que no, que no sabía quien era.
Sencillamente un día apareció y se quedó a vivir. No recordaba muy bien cuándo,
pero cree que fue hace más o menos 30 años.
“A la semana
siguiente, por sacar algún tema, hablé de política. Me extrañó mucho que ese hombre
que conversaba de tantas cosas no abriera la boca. Al primer silencio de mi
monólogo, elegantemente cambió de tema, pero viendo lo evidente de la situación
me dijo:
-“Perdonará
usted que me niegue a hablar de esto. No sólo no me agrada, sino que tengo
verdadero asco por ese tema. Algún día le diré por qué. Por ahora le pido
disculpas por cambiar tan abruptamente de conversación”
“Una tarde,
mientras estábamos tomando mate junto con mi suegro en el patio interior de la
casona, se volvió hacia mí diciéndome:
“-¿Recuerda lo
que hablamos hace más de un año?”
“Yo en realidad lo
había olvidado, pero de puro curioso por saber en qué iba a parar lo que me
quería decir, asentí con la cabeza.
“-¡Me parecía!
¡Cómo no se iba a acordar! Usted estaba hablando de lo que pasó en una época en
la que yo era un buen oficial al que el entusiasmo por su carrera y el grupo
donde estaba, lo habían llevado a ser alguien importante. Es notable ver con
qué facilidad se arraigan en el hombre ciertas ideas de lo que es correcto o
incorrecto.
Quiero que sepa que yo fui uno de esos tantos
indultados por leyes y amnistías, encubiertas o no, que se fueron sucediendo.
Al tiempo, pedí la baja, cambié de pueblo y disfrutaba de una buena renta
cuando repentinamente dejé de sentir alegría por cómo estaba viviendo. Comencé
a dudar de lo que había hecho y a mirar mi pasado de otra manera. Hubo momentos
en que me dieron ganas de entregarme y confesarlo todo. Pero, ¿confesar qué?
Toda evidencia era borrada una vez que.....
“Ese hombre debe haber leído en mi cara el
resultado de lo que había dicho. Estoy seguro de que si tenía alma, en ese
momento yo era el espejo donde la reflejaba. Mientras mi suegro dormía, fuimos
pasándonos el silencio de mate a mate, hasta que después de un buen rato continuó
su monólogo con los ojos fijos en un
cuartucho que daba al pasillo y los dedos de las manos como
entretejidos.
“-¿Se da cuenta?
¿Qué ganaría la justicia con veinte o treinta años en una cárcel? ¿Haciendo
qué? ¡Si eso fuera todo! ¿Cree que así recuperaríamos una sola de aquellas
personas?¿Sabe por qué empecé a pensar así? No fue mirando ni oyendo lo que
cada sobreviviente decía. Yo eso lo sabía muy bien y mucho más detalladamente
que cualquier otra persona. Pero cuando todo terminó, no sé por qué todas las
caras que veía me recordaban a alguien: el quiosquero, aquella mujer que una
vez subió al colectivo, un muchacho que ocasionalmente encontré en la
panadería. Todos tenían exactamente el mismo rostro de los que torturé. Ya no
eran los muertos los que me preocupaban, sino la continuación de los muertos en
los vivos.
Pasaron los
años, y cuando vi la sociedad que formamos, comprendí lo terrible de mi
equivocación. Es por eso que estoy acá, tratando de dar vuelta mi vida: antes
herí, ahora curo; maté, y ahora hasta el más débil de los ancianos me parece
valioso; negué comida, y hoy el sólo arrimar a un abuelo frente a su tazón de
leche, me llena de lágrimas. Aún así, mi conciencia no siempre me deja en paz,
pero estoy seguro que algún día lo hará.
Por todo eso es
que decidí devolverle a la sociedad una muy pequeña parte de lo mucho que le
quité. Me quedaré hasta el fin de mi vida ayudando a esta gente.
“Volvió a mirarme.
Creo que tenía la cara en blanco o quizás se decepcionó porque no le dije nada.
Juro que en aquel momento no llegué a entender todo lo que me dijo. Es más, aún
no sé si quería una palabra de condena o de aplauso. Lo cierto es que desde
allí en adelante, no se volvió a acercar a nosotros. A veces, cuando no le
quedaba otra, saludaba cortésmente como de refilón.
“Cuando mi suegro
murió, dejé de ir al hogar. Me mudé y casi olvidé el asunto. Ahora, vaya a
saber por que vueltas de la vida, vengo con este relato al mismo tiempo en que
comienzo a entenderlo”
Esto, que me
contaron hace tiempo, dijo finalmente mientras íbamos preparándonos para
abandonar la playa, fue tal como lo digo ahora. Nunca volví a ver a quien me lo
contó, ni tampoco tuve el deseo de visitar aquella ciudad para saber si todo lo
que dijo era verdad.
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