sábado, 31 de marzo de 2018

Las cinco dificultades para decir la verdad Por Bertolt Brecht Berlín (Alemania), 1934. -1° parte.

El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento indispensable para difundirla. Tales dificultades son enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y para los que viven en las democracias burguesas.

I. El valor de escribir la verdad

Para mucha gente es evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el amor al sacrificio».
En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la guerra no crean taras?
También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor.
Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien. Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.                               

“Contate un cuento X” Mención de honor Categoría B: “El misterio de la fórmula perdida” Por Lara Suarez Mira Reija de España

El cuerpo inmóvil y en una extraña postura se encontraba en el suelo de la bodega. La policía no observó ninguna señal de violencia en él. A pocos centímetros había un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria, de esas que uno mataría por beber. Reconocieron fácilmente al muerto. Era Luis, el hijo del bodeguero, un joven inquieto e inteligente que ante la estupefacción de su padre, prefería leer un libro a colaborar en las faenas propias del mantenimiento de la bodega. De hecho, su lugar favorito era la antigua biblioteca de la casa donde se guardaban libros seleccionados desde el siglo XVIII y que habían sido traídos por su familia al instalarse en ella. El número de volúmenes había ido creciendo a lo largo de los años porque los descendientes se dedicaron a coleccionar y preservar todos los que les parecían interesantes.
Carlos, su padre, se desesperaba con su actitud y no comprendía por qué se pasaba tantas horas encerrado en aquel oscuro lugar leyendo continuamente viejos y anticuados libros. Lo consideraba una pérdida de tiempo y sufría porque Luis no mostraba el menor interés por mejorar las propiedades del vino que elaboraban según la fórmula tradicional heredada de sus antepasados. Su único hijo, heredero de su imperio, no había cumplido sus expectativas y solo estaba interesado en la ávida lectura y clasificación de los incontables volúmenes que caían en sus manos.
El policía se dirigió a él y, tras darle el pésame por su pérdida, solicitó su ayuda para poder entender lo sucedido. Carlos no salía de su asombro e intentó explicarle que no tenía ni idea de lo ocurrido y que no sabía por qué su hijo Luis estaba en la bodega, ya que era una estancia que no solía frecuentar, salvo por orden expresa. Realmente ni siquiera recordaba la última vez que había puesto los pies allí. Tras analizar las escasas pruebas halladas, se dirigieron a la biblioteca hábitat natural del muchacho para localizar nuevas pistas. Allí se toparon con un libro abierto por una página curiosa donde se explicaba que la fórmula secreta para fabricar el mejor vino estaba escondida en una determinada botella de la bodega (que era precisamente la que faltaba). Se dieron cuenta de que Luis había intentado hacerse con el secreto; lo que no  acertaban a comprender era lo que había sucedido con la botella y, sobre todo, por qué había muerto. Fueron a la habitación de Luis. Sorprendidos encontraron una especie de diario donde describía y anotaba todos los pasos que había dado hasta el hallazgo del preciado recipiente, con una minuciosa descripción de indicios, pistas y contraseñas. Averiguaron que, finalmente y tras muchas vueltas y decepciones, lo había conseguido. Y esa era la noche en la que iba a descorcharlo y obtener la fórmula mágica que a todos sorprendería. Todo lo demás son suposiciones que nunca pudieron confirmar ante la ausencia de pruebas o testigos de lo ocurrido. Pensaron que pudo haberla cogido y, al abrirla, sufrir un mareo y golpearse al caer, pero entonces, ¿dónde estaba la botella? La autopsia confirmó que había muerto por el golpe recibido en la caída, pero se mantuvo la incertidumbre sobre el destino final de la antigüedad de cristal que le había obsesionado durante los últimos meses de su vida.
Pasaron los años y Carlos decidió cambiar de lugar un enorme abeto colocado muy cerca del muro de la finca. Llevaba mucho tiempo plantado en ese lugar, lo habían hecho Luis y su padre como regalo de cumpleaños cuando el niño cumplió los tres años, y estaba provocando la aparición de enormes grietas en el muro protector. No querían que se muriese. Simplemente, cambiarlo de lugar. Al excavar para sacarlo, encontraron una botella deteriorada escondida entre sus raíces. Sorprendidos comprendieron que era, precisamente, la desaparecida la noche en la que el joven falleció. En su interior no había nada, absolutamente nada. Tras un análisis exhaustivo en el que no faltó ninguna de las pruebas que se conocían, los científicos determinaron que había contenido un pergamino. Lo dedujeron porque había dejado indelebles marcas de tinta en su interior: la fórmula que había costado la vida al hijo del bodeguero. Las respuestas a por qué estaba allí o cómo la habían enterrado se escapaban de sus posibilidades y se convertirían en una incógnita que no podría ser resuelta…de momento. Carlos por fin le comprendió y asumió lo sucedido. Entendió su necesidad de estar rodeado de libros, de bucear en sus páginas, de aprender sus contenidos…y se sintió fatal por no haberlo entendido antes, por no haber aceptado su manera de ser y haberle apoyado sin trabas.
Había intentado que su hijo fuera una persona diferente, sin valorar la que era realmente… y le había perdido para siempre sin haber podido decirle lo orgulloso que sentía de él y lo mucho que le quería. Por fin se daba cuenta de lo sucedido. A su hijo Luis no le gustaba el trabajo de la bodega pero deseaba hacerle feliz… y perdió su vida en el intento. Todos aquellos libros que él consideraba inútiles le habían servido para algo importante. Luis había conseguido la fórmula del vino perfecto, lo que más deseaba su padre, lo que lograría unirlos para siempre… aunque nunca llegó a entregársela. El papel en el que estaba escrita se descompuso en cuanto le dio el aire, como si el corcho de un buen vino estuviese agujereado y dejase entrar el aire en el caldo hasta avinagrarlo.