sábado, 18 de junio de 2016

La lectura - Por Victoria Gonzáles Badani-Chile

“Las palabras abren puertas sobre el mar”
Rafael Alberti.

Una tarde tibia de otoño, paseaba, cámara en mano, captando cuanto habría de llamarme la atención.
Estoy de visita en la ciudad, a la que había llegado un par de días antes. Todo era nuevo, cercano, diferente y bello a la vez. Quería retener en la memoria y en la cámara, que cuidaba como a un pequeño tesoro, cada pedazo del momento actual, que me retrotraía a mis años de juventud y revivir, simplemente, historias que se quedaron plasmadas en mi memoria y mi sangre.
Me encuentro en pleno centro de Buenos Aires. Como cualquier capital del mundo, el bullicio es parte del entorno citadino. El deambular constante de sus gentes lo contribuye en gran medida, así como las ofertas, a viva voz, de los vendedores ambulantes, congregados en las calles más concurridas del sector. Complementan el panorama, las enormes vidrieras y cafés, de donde emana un exquisito aroma que invita a entrar. Recién admiraba la majestuosidad de la Casa de Gobierno y la plaza que determina el carácter emblemático y cívico del lugar.
 A poco andar, entrando la penumbra del atardecer, algo llama mi atención en un enorme portal. Se trata de una mujer de mediana edad, en un espacio resguardado por un pilar, en uno de sus lados, leyendo, casi inmóvil, un libro que no alcancé a distinguir detalles.
Era sin ninguna duda, una pordiosera. Estaba sentada, piernas cruzadas,  sobre una cantidad de trapos o cojines de colores, que la separaban varios centímetros del suelo. El pelo algo canoso y crecido, cuidadosamente recogido. Su aspecto, pulcro en general, contrastaba en algún grado, con el de las pertenencias sobre las que se encontraba.
Mi primer impulso fue fotografiarla. Me parecía medio surrealista la imagen de la mujer, cubierta apenas con unas ropas y algunos artículos domésticos que  pude apreciar, leyendo, absorta de todo movimiento o presencia a su alrededor. Levanté la cámara buscando el objetivo, pero no pude apretar el disparador.                                                              
Algo me pesaba en el alma, más que en las manos; la atmósfera que establecía su actitud, era de intimidad, pese a estar en la calle y a la vista de todo el que reparara en ese pequeño rincón del portal y, seguí caminando, pasé frente a ella un par de veces más, tan lentamente como mis ansias me lo permitían; volví sobre mis pasos otras, me alejé del lugar unas cuadras, para volver nuevamente, la mujer seguía en la misma actitud, ausente, inmersa en su lectura o en su mundo interior. Sólo un leve movimiento para cambiar de página, acusaba su presencia real. Hice un nuevo intento de captar aquella imagen, que seguramente no volvería a ver, pero, no pude y abandoné el lugar, con un sabor agridulce en la boca.