jueves, 25 de julio de 2013

EL INDIO PANTA – Por JOAQUÍN V. GONZÁLEZ

Este triste episodio, que llenó de sombras mi espíritu, me recuerda que debo una historia, la del indio Panta, el tambor de las fiestas religiosas, el indispensable músico de gatos y zamacuecas en los bailes criollos, el bebedor invencible, el trasnochador sin rival, que lo mismo marchaba contrito al lado de la imagen de la Virgen en los días solemnes, como se pasaba la noche de claro en claro repicando zapateos y gritando "¡aro!" para que la niña de pies ligeros y el mozo de espuela chillona, diesen la graciosa media vuelta revoleando los pañuelos sobre sus cabezas.
Era infatigable el indio Panta, y no se concebía sin él una parranda, ni se divertían sus vecinos sin que él fuese el alma de la fiesta; su tambor es legendario. Y hoy, como un veterano, todavía redobla y resuena vigoroso, pero no ya al golpe de sus manos curtidas, sino do sus herederos, que no tienen la gracia, ni el aire gallardo, ni las coplas saladas, ni las morisquetas con que, a modo de variaciones, alteraba la monotonía de la música del baile, y que las parejas se empeñaban en ejecutar con los pies, la niña levantándose el vestido hasta dejar ver sus movimientos ágiles, y el mozo deshaciéndose en figuras y en dobleces, siempre dentro del compás de la danza.
 Predominaba en él la sangre indígena; lo decían los cabellos ensortijados, la piel negra y lustrosa, la frente chata y los pómulos salientes como las rocas de sus cerros, los dientes blancos como marfil y la barba escasa, semejante a un campo de trigo diezmado por la sequía.
Era, pues, de esa raza criolla que tuvo en sus manos y salvó la libertad de su suelo; que oía la llamada general, para correr a alistarse sin rezongos ni escondrijos inútiles; que iba a la pelea como a una fiesta, y obedecía en silencio, aunque se le mandara sablear como granadero de Maipo, o asaltar una fortaleza como en Curupaytí. Nacido para la fatiga, se vengaba bien cuando podía, cuando imperaba la paz, cuando las guerras civiles con sus montoneros, colorados y laguneros, dejaban tranquila la provincia; entonces llegaba a la aldea, jinete sobre la mula patria robada, con buen derecho, de la partida, y apeándose en el patio del rancho, —adonde ya le seguían en procesión los vecinos a la novedad y al festejo de su vuelta con salud, y como sí nada hubiera pasado,— les invitaba para el baile, preguntaba de su caja, si no se la habían manoseado mucho, hacía cariños a los muchachos y a las chinitas del pueblo, y abrazaba emocionado a sus viejos amigos.
—"Ya ha vuelto Panta", —se decía de boca en boca, y las muchachas empezaban a prepararse de prisa para los bailes que comenzarían de seguro.  Era su humor inagotable, y él solo valía la felicidad del pueblo, que supo mantener entre músicas y jaranas, hasta que un día llegó una compañía de línea y plantó en la ciudad bandera de enganche. Corrió la voz, por las poblaciones de la montaña, de que la Nación se hallaba empeñada en una guerra grande y que llamaba a sus buenos hijos a empuñar las armas y seguir su bandera contra el enemigo. El indio Panta lo supo y se puso triste; no era ya la guerrilla casera donde como quiera se salva y está siempre cerca del hogar; era lejos, muy lejos, donde debía partir, quizá para no volver, pero una voz interior le mandaba obedecer aquel llamamiento, y se resolvió como siempre, sin la menor vacilación, a marchar en busca del peligro.
Una tarde se reunió con los amigos y mujeres de la aldea, y les dijo: —"Me voy a la guerra, la patria nos llama, los voy a dejar". Y sin oír ruegos ni razones, tomó el tambor querido, compañero de alegrías y de devociones, y se fue a la iglesia seguido por todos. Se puso de rodillas delante del altar de la Virgen, y con voz ahogada por los sollozos, le ofreció como ofrenda la caja construida por él mismo, y que era su segunda vida. —"Adiós, Madre mía, —gimió,— si no vuelvo será señal de que habré muerto por mi patria!"
Salió de la iglesia enjugándose las lágrimas, pero su semblante irradiaba esa luz propia de las decisiones inquebrantables; y luego, como arrepentido de ese sentimiento, empezó a decir bromas que sabían a despedida triste, y a prometer para la vuelta las grandes fiestas, los casamientos y las procesiones, porque quería costear con sus sueldos una función de agradecimiento a la Virgen, si le sacaba salvo de aquella aventura, —"la última de mi vida, porque ya me estoy haciendo viejo"—, decía sonriendo.
Ensilló su mula patria, dio un abrazo a todos, y diciendo "¡adiós, hermanos!", tomó el camino de la ciudad. Los aldeanos se quedaron apiñados en el camino, mirándolo alejarse, con los ojos humedecidos por el llanto; y un indio anciano exclamó en voz baja y temblorosa, emprendiendo la vuelta: —"Pobre Panta, ya no volverá".
Y Panta no volvió hasta ahora, porque dejó sus huesos, como tantos héroes ignorados, enfrente de las fortalezas del Paraguay.
Allí quedó la caja, depositada a los pies de la imagen venerada, como la ofrenda del patriota, que en medio de su ignorancia tenía la intuición de los deberes cívicos, y como fuerza fatal le impelían al combate. Era la sangre guerrera que clamaba al través de esa ruda corteza indígena, como en el corazón del algarrobo secular se escucha el susurro del insecto que tiene en él la vivienda. El indio Panta ya no vuelve, pero su sombra ha cruzado muchas veces en las noches de luna por la placita del pueblo, ha entrado en la iglesia, donde el tambor conserva su memoria y el recuerdo de su devoción sincera, y por mucho tiempo sus paisanos guardaron su duelo, rezando siempre, a la hora triste del crepúsculo, un padrenuestro por el alma heroica del soldado que murió por la patria.


El campesino y las ciruelas - Por LEÓN TOLSTOI

Un campesino compró en la feria seis hermosas ciruelas para repartirlas entre él, su mujer y sus cuatro hijos.
De vuelta a su casa, entregó a cada uno de los muchachos una ciruela, diciéndoles:
—A ver cuál de vosotros hace mejor empleo de ella.
Al día siguiente, llamó a su hijo mayor y le preguntó:
—Vamos a ver, Iván: ¿Qué hiciste con la ciruela?
—Me la comí, padre —respondió el muchacho—; estaba riquísima. Pero guardé el carozo y cuando llegue la época de sembrarlo, lo plantaré en el huerto. De aquí a unos años, ya podremos tener ciruelas.
—Muy bien, hijo mío —aprobó el campesino—. Veo que eres previsor, y eso me agrada en extremó, pues tu porvenir está asegurado y pasarás tus últimos años en paz.
Luego hizo venir al segundo de sus hijos.
—Padre —dijo éste. Yo comí la ciruela que me habías dado y la mitad de la que diste a madre: como los carozos no me servían, los tiré.
El campesino torció el gesto.
—Mal hecho, hijo mío; si hubieras seguido el ejemplo de tu hermano, serían dos ciruelos los que habríamos plantado en el huerto, y mayor cosecha habríamos obtenido. Eres imprevisor y glotón, pues le quitaste la mitad de la fruta a tu madre. Corrígete de esos defectos, que pueden conducirte por mal camino.
Sergio, el tercero, se adelantó, y sin esperar a que el padre le preguntara, dijo:
—Padre: yo recogí los carozos que tiró Vanka, saqué las almendras que tenían dentro y me las comí. En cuanto a la ciruela, se la vendí a Teodor, quien me dio por ella tantos "kopeks" que mañana podré comprar en la feria una docena. Me comeré dos y venderé las diez restantes, y así, aumentaré mis ahorros.
—Tu modo de proceder no me agrada —dijo el campesino con tristeza—; porque veo que eres egoísta y avaro. Nunca te faltará qué comer; pero, ¡ay del infeliz que llame a tu puerta en demanda de un pedazo de pan! Malo es tirar las cosas y no pensar en el porvenir, como ha hecho Vanka; pero peor es pensar exclusivamente en sí mismo y vender al prójimo por el triple de su valor lo que no nos costó absolutamente nada. Ten cuidado y lucha contra esas dos funestas inclinaciones que agostarán tu corazón. Y tú, hijo mío —añadió el campesino dirigiéndose al menor—, ¿qué hiciste con la ciruela?
 Sacha se adelantó confuso, bajando la cabeza.
—Padre —contestó—; Nikka, el hijo de nuestra pobre vecina, está muy enfermo, y para aplacar la sed que la fiebre le produce le di a comer la ciruela. Si he hecho mal. perdóname,
—¿Perdonarte? —exclamó el campesino con los ojos llenos de lágrimas—. Ven a mis brazos, hijo mío: tú eres el que verdaderamente ha hecho mejor empleo del regalo que yo os había dado; porque la caridad es lo más hermoso de la tierra; lo único que consuela al corazón.