miércoles, 25 de marzo de 2020

La moral en la profesión de las letras – Por R.L. Stevenson


La profesión de las letras ha sido recientemente objeto de debate en la prensa, y debatida, por ponerlo en términos suaves, desde una postura calculada para sorprender a hombres cultos y provocar el menosprecio general hacia los libros y la lectura. Concretamente, hace algún tiempo un escritor popular [Mr. James Payn], vitalista y ameno, dedicó un ensayo, vitalista y ameno como él, a ofrecer una alentadora panorámica de su profesión. Nos alegra que la experiencia fuese tan grata y cabe esperar que los demás, todos cuantos lo merezcan, sean tan generosamente recompensados; pero no creo que en modo alguno deba alegrarnos que un asunto de tanta importancia para nosotros como para el público sea debatido por razones puramente crematísticas. En cualquier quehacer bajo el cielo no es la remuneración la única ni, a decir verdad, tampoco la primera cuestión. Que uno siga existiendo es asunto de su sola incumbencia; pero que su trabajo haya de ser honesto, y en segundo lugar útil, es algo que toca ya al honor y a la moral. Si el escritor a que me refiero consigue persuadir a un determinado número de jóvenes para que adopten su modo de vida con la vista puesta únicamente en el pan, cabe inducir que sus obras sólo busquen un beneficio y esperar, en consecuencia, si aquél me perdona tantos epítetos, una literatura falsa, vacía, vulgar y desaliñada. No hablo de este escritor como tal; es diligente, correcto y afable; todos le debemos momentos de entretenimiento, y se ha ganado merecidamente su atractiva popularidad. Pero lo cierto es que no mira su profesión, tampoco cuando la abrazó por primera vez, con una óptica puramente mercenaria. Puedo aventurar que se sumergió en ella, si no con un noble designio, al menos con el entusiasmo del primer amor; y su ejecución fue motivo de placer mucho antes de pararse a calcular el salario. Días atrás, un autor admirado por su obra, de calidad indudable y, a sus ojos, excepcional, respondió en términos propios de un viajante de comercio que, dado que su libro no se vendía con rapidez, él no le concedía el valor de un real. No se piense que la persona a quien la respuesta iba dirigida la recibió como una profesión de fe; en todo caso sabía que se trataba de una irritación pasajera; de la misma forma que cuando un escritor respetable habla de literatura como de un modo de vida, semejante al del zapatero, aunque no de tanta utilidad, sabemos que sólo está planteando un aspecto de la cuestión, mientras es claramente consciente de una docena de ellos más importantes y que atañen más directamente al asunto que le ocupa. Pero aunque los que comercian con la literatura con este espíritu cicatero en lo pequeño y pródigo en virtud posean también mejores luces, no se sigue que su comercio sea decente o instructivo para su prójimo o para ellos mismos. La primera obligación del escritor es abordar cualquier tema con un espíritu, el más elevado, noble y valeroso, fiel a los hechos. Si está bien retribuido, como me agrada saber que lo está, esta obligación se hace más ineludible, su incumplimiento aún más deshonroso. Y tal vez no exista ningún capítulo del que el hombre deba hablar tan seriamente como la actividad, sea cual fuere, que constituye la ocupación y el placer de su vida; la herramienta con que obtiene ganancias o rinde servicios; y que, de ser indigna, se hace sentir cual íncubo de mudas y avarientas entrañas sobre los hombros de la humanidad laboriosa. Forzar siquiera la nota sobre este punto podría inclinar la balanza a favor de la virtud. Es de esperar que una numerosa y emprendedora generación de escritores suceda y supere a la actual, pero mejor sería frenar la corriente y que la nómina de nuestros viejos y honestos libros ingleses se cerrase antes de que impresores codiciosos continuaran envileciendo una noble tradición y rebajando a sus propios ojos una raza famosa. Mejor dejar nuestros silenciosos templos vacíos que llenarlos de sacerdotes venales y fulleros.
Dos elementos concurren en la elección de cualquier forma de vida: el primero, el gusto innato del elector; el segundo, que la actividad elegida sea especialmente útil. Como cualquier otro arte, la literatura reviste singular interés para el artista, y, en un grado que le es peculiar entre las demás, es útil a la humanidad. Ambas son justificación bastante para el hombre o la mujer que la adopta como quehacer de su vida. No me extenderé sobre el asunto de los salarios. El escritor puede vivir de la literatura. Si no con tanto lujo como dedicándose a otros oficios, con menos. La naturaleza del trabajo que realiza durante el día contribuye a su felicidad más que la calidad de los alimentos que toma por la noche. Sea cual fuere su vocación y por mucho que al año le reporte, uno sabe de sobra que ganaría aún más engañando. Todos tendemos a dar excesiva importancia a la posibilidad de pasar estrecheces; pero tales consideraciones no debieran influir en la elección de aquello que ocupe o justifique buena parte de nuestra existencia; y como el patriota, el misionero o el filósofo, debemos elegir la profesión noble y sencilla en que sirvamos mejor a la humanidad. La naturaleza, si se sigue con fidelidad, es madre previsora. Una debilidad por el tintineo de las palabras lleva a un muchacho a entregarse de por vida a las letras; con el tiempo, cuando adquiere mayor gravedad, descubre haber elegido mejor de lo que pensara; descubre que si gana poco, lo gana con creces; si recibe un salario escaso, su posición le permite prestar considerables servicios; que en alguna medida está en sus manos proteger al oprimido y erigirse en defensor de la verdad. El mundo está tan amablemente organizado, son tales los bienes que pueden derivarse de un adarme de confianza en uno mismo y tal es, en particular, la buena estrella de este oficio de escribir, que deberían combinarse placer y ganancia para ambas partes, y ser a la par tan placentero como tocar el violín y tan útil como un buen sermón.
Nos estamos refiriendo a la literatura seria; y con los cuatro grandes de nuestros mayores a quienes todavía rendimos admiración y respeto, con Carlyle, Ruskin, Browning y Tennyson ante nosotros, sería cobarde considerarla de entrada desde una perspectiva menor. Aunque no podamos seguir a estos atletas, aunque ninguno de nosotros sea tal vez demasiado vigoroso, sabio u original, sostengo que con cualquier obra literaria, por humilde que sea, nos cabe hacer mucho bien o causar mucho daño. Puede que sólo deseemos complacer; es posible que, a falta de mejores luces, nos conformemos con satisfacer la ociosa y efímera curiosidad de nuestros contemporáneos; y es posible asimismo que tratemos, aunque sea tímidamente, de instruir. En cualquiera de los tres casos hemos de comerciar con ese insigne arte de las palabras que, al ser el dialecto de la vida, penetra fácil y poderosamente en el espíritu de los hombres; y siendo así, en cada una de estas facetas contribuimos a alimentar la suma de sentimientos y de opiniones que se conocen bajo el nombre de opinión pública o sentimiento popular. En estos tiempos de prensa diaria, el índice de lectura de una nación modifica considerablemente su índice de expresión oral; y ambas, la lectura y el habla, constituyen el medio más eficaz de educar a la juventud. Un hombre o una mujer virtuosos pueden retener a cualquier joven durante un tiempo en una atmósfera sana; pero a la postre, es el ambiente contemporáneo el que domina sobre el común de las medianías. La frecuente vileza corintia del periodista americano o del croniqueur parisiense, tan fácilmente digerible ejerce una influencia negativa incalculable; tocan todos los asuntos, y todos con la misma mano egoísta; inician a las cabezas jóvenes e inexpertas en un espíritu indigno; surten a las mentes romas de citas punzantes. El volumen de estas feas preocupaciones desborda el de las escasas intervenciones de los grandes hombres; el desprecio, el egoísmo y la cobardía se desparraman en grandes hojas sobre las mesas en tanto que su antídoto, en pequeños volúmenes, reposa intacto sobre las estanterías. He aludido a los americanos y a los franceses no porque sean más viles, cuanto por ser más legibles que los ingleses; el daño que causan es más efectivo: en América, debido a las masas; en Francia, al escaso número de lectores; pero también entre nosotros se descuidan diariamente las servidumbres de la literatura, diariamente se suprime o tergiversa la verdad y diariamente se degrada el tratamiento de los asuntos importantes. No se considera al periodista como un funcionario serio; pero estimad el bien que podría hacer por el daño que hace; valga un solo ejemplo: el hecho de que cuando, en un mismo día, dos periódicos de tendencia política opuesta vocean abiertamente una noticia determinada en interés de su propio partido, nos sonreímos del descubrimiento (¡ya no es tal descubrimiento!) como si se tratara de un buen chiste o de una estratagema excusable. Mentir tan descaradamente apenas es mentir, es cierto; pero una de las enseñanzas que profesamos transmitir a los jóvenes es el respeto a la verdad; y no creo que semejante formación se vea coronada por el éxito mientras algunos de nosotros cultivemos y el resto apruebe sin el menor reparo la falsedad pública.
Dos obligaciones incumben a todo aquel que se adentre en el mundo de la escritura: fidelidad a los hechos y vigor en el tratamiento. En cualquier terreno literario, por humilde que sea para merecer tal nombre, la fidelidad a los hechos es de vital importancia para la formación y el bienestar de la humanidad, y tan difícil de guardar que el fiel que lo intente prestará con ello cierta dignidad a su ser de hombre. Nuestros juicios se fundan en dos elementos: primero, en las experiencias consustanciales a nuestra alma; pero en segundo lugar, en los testimonios de la naturaleza de Dios del hombre y del Universo que de forma diversa nos llegan desde el exterior. Estas formas diversas pueden en su mayoría reducirse a una sola, ya que todo lo que aprendemos del pasado y mucho de lo que aprendemos de nuestro tiempo nos llega a través de los libros y de los periódicos, e incluso aquellos que no saben leer aprenden de segunda mano gracias a esas mismas fuentes o a la información de los que saben. De ahí que la suma de conocimientos o de ignorancia contemporáneos del bien y del mal sea, en buena medida, obra de los que escriben. Por fuerza han de advertir que el conocimiento de todo ser humano responde, en tanto en cuanto sepan comprobarlo, a las circunstancias de su vida; que ninguno se considera un ángel o un monstruo; ni tiene el mundo por un infierno; y tampoco da en creer que todos los derechos se reducen a los de su país y su casta, y todas las verdades a su credo de parroquia. Todo hombre ha de conocerse a sí mismo para poder así enmendarse; ha de enseñársele lo que hay fuera de él para que sea bondadoso con su prójimo. Nunca será un error decirle la verdad, pues en su delicada situación, tejiendo con el paso del tiempo su propia teoría de la vida, gobernándose a sí mismo, o alentando y reprobando a los otros, cualquier pormenor tiene singular importancia para su conducta; y aun si un hecho determinado le desalienta y corrompe, siempre será mejor que lo sepa; pues en este mundo tal cual es, y no en un mundo más fácil merced a las censuras de su formación, debe recorrer su camino hacia la ignominia o la gloria. En suma, siempre es ocioso mentir; y nunca será acertado escamotear la verdad. Acaso sea precisamente aquello que omitimos lo que alguna persona necesitaba, porque lo que para uno sirve de medicina es para otro un veneno, y he conocido hombres que se han sentido confortados por la lectura del Candide. Todo hecho forma parte del gran rompecabezas que nos corresponde construir; y nada se pone abiertamente en el camino del escritor que no guarde alguna relación sutil, imperceptible para él, con el alcance y la totalidad de su objeto. Con todo, ciertos elementos son infinitamente más necesarios que otros y con ellos debe contender la literatura en primerísimo lugar. No es difícil distinguirlos, ya que la naturaleza, una vez más, actúa de guía; y los elementos necesarios debido a su eficacia son aquellos que revisten mayor interés para el espíritu natural del hombre. Aquellos coloreados, humanos, pintorescos, y enraizados en la moral, y aquellos otros claros, indiscutibles, que forman parte de la ciencia, son por sí mismos de capital importancia, seducen por su interés y resulta útil transmitirlos. Mientras el escritor se limite a narrar, habría de hablar principalmente de éstos. Hablar de los elementos amables, hermosos y sanos de nuestra existencia; y sin escatimar en su relación los males y tristezas de nuestro tiempo, conmovernos mediante ejemplos; aludir a las gentes sabias y virtuosas del pasado, emocionarnos mediante analogías; y de todos ellos habría de hablar con sobriedad y franqueza, sin glosar defectos, para que no desconfiemos de nosotros mismos y nos hagamos exigentes con nuestro prójimo. Por ello la literatura contemporánea, aunque efímera y frágil, mueve en la sensibilidad de los hombres los resortes del pensamiento y la bondad, y les sirve de apoyo (pues es fácil apoyar a quienes emprenden el viaje) en su camino hacia la justicia y la verdad. Y si en modo alguno produce este efecto, ¡cuánto más podría hacerse de quererlo los escritores! Ninguna biografía de cuantas se recogen en los anales del pasado dejará, si es debidamente estudiada, de sugerir o prestar ayuda a algún contemporáneo. Y no existe ninguna encrucijada en los asuntos actuales de la que todavía no pueda decirse algo útil. Incluso el periodista cumple una función y, con una mirada lúcida y un lenguaje sencillo, puede revelar injusticias y señalar el camino hacia el progreso. Por último: en todo relato hay una sola manera de mostrarse inteligente, y es siendo preciso. La vivacidad es una virtud secundaria que presupone la primera; pues producir vívidamente una impresión falsa sólo es hacer más conspicuo el fracaso.
No obstante, un suceso puede contemplarse desde distintos puntos de vista; puede ser referido con ira, lágrimas, risas, indiferencia o admiración, y el relato, en consonancia con estos sentimientos, se convertirá en algo distinto. Los periódicos que en su día informaron sobre el regreso de nuestros representantes en Berlín, aun cuando no difirieran en los hechos como tales, se apartaron unos de otros considerablemente en su espíritu; de tal modo que una de las descripciones fue una segunda ovación y la otra un insulto prolongado. En toda obra literaria el argumento es un factor trivial, y el punto de mira del escritor, por ser menos discutible, es mucho más importante que cualquier otro. Ahora bien, este espíritu que anima el argumento, importante en todo género de obras literarias, adquiere máximo relieve en las obras de ficción, meditación o alabanza; pues no sólo les da color, sino que también selecciona los pormenores; no sólo modifica, sino que conforma la obra. De ahí que en una vastísima extensión del terreno literario la cordura o la demencia del escritor, o un pasajero talante humorístico, constituyan no sólo las líneas maestras de su obra sino también lo único que, en rigor, puede comunicarnos. En su sentido más amplio, toda obra de arte transmite primero la actitud del autor, sin menoscabo de que en ella se halle implícita toda una experiencia y una teoría de la vida. El autor que ha mendigado su pensamiento y reposa en una fe de estrechas miras no puede, aunque quiera, expresar la totalidad o siquiera diversas facetas de esta variada existencia; pues, llevando una vida limitada, no admite algunas en su teoría, del mismo modo que sólo de forma imprecisa y desganada las reconoció en su experiencia. De ahí la inhumanidad, ruindad y bajeza de las obras religiosas sectarias; de ahí las limitaciones, afines aunque diferentes, de las obras inspiradas por el espíritu de la carne o por ese gusto detestable por la alta sociedad. Por ello la primera obligación del hombre que se ponga a escribir es intelectual. A sabiendas o no, se ha constituido en guía de la inteligencia de los hombres, y debe procurar conservar la suya ágil, generosa y lúcida. Todo, salvo los prejuicios, debe tener en él un portavoz; debe ver el lado bueno de las cosas; guardar silencio cuando sospecha que no comprende algo cabalmente; y reconocer desde el principio que sólo tiene una herramienta en su taller, y esa herramienta es la solidaridad. [El ejemplo admirable para todos los escritores jóvenes de la generosa solidaridad literaria de Swinburne merece, cuando menos, una nota. No vacila en reconocer el mérito, ya en Dickens o en Trollope, ya en Villon, Milton o Pope. Esta es la actitud en la cual deberíamos todos perseverar no sólo en la crítica, sino también en todas las facetas de la actividad literaria.]
La segunda obligación, más difícil de precisar, es de orden moral. A la mente afluyen mil humores diferentes en torno a los cuales, cuando se destacan, tiende a sedimentarse alguna forma de literatura. ¿Debe permitirse esto? Ciertamente no en todos los casos, pero sí en más de los que los puristas quisieran. Sería de desear que toda obra literaria, y especialmente toda obra de arte, surgiera de impulsos racionales, humanos, vigorosos y saludables, fueran cómicos o trágicos, religiosos, humorísticos o románticos. Con todo, es innegable que muchos libros valiosos son parcialmente demenciales; algunos, sobre todo religiosos, parcialmente inhumanos; y muchos tienen un cariz malsano e impotente. No odiamos una obra maestra porque nos protejamos de sus máculas. A fin de cuentas, no buscamos sus defectos, sino sus virtudes. Ningún libro es perfecto, ni siquiera en su concepción; pero muchos causan las delicias del lector, le hacen mejor y le reconfortan. Los salmos hebreos constituyen la única poesía religiosa que ha existido sobre la faz de la Tierra; sin embargo, sus salidas de tono hieden a hombre de carne y hueso. Alfred de Musset era una naturaleza retorcida y venenosa; cuando le acuso de tener un mal fondo, me limito a citar a ese frívolo y generoso gigante, el viejo Dumas; empero, cuando le impulsaba a escribir un sentimiento estrictamente creativo, podía ofrecernos obras como Carmosine o Fantasio, en las cuales se diría que había vuelto a encontrar, para pulsarla y deleitarnos, la última nota de la comedia romántica. Tengo para mí que cuando Flaubert escribió Madame Bovary pensaba principalmente en una especie de realismo malsano; pero ¡ved cómo en sus manos el libro se convirtió en una obra maestra de sobrecogedora moralidad! Y lo cierto es que cuando un libro se concibe en un estado de tensión extrema, con el alma a nueve veces su potencia, nueve veces encendida y electrizada por el esfuerzo, nuestra condición es aprehendida con tanta amplitud que, por más que el diseño principal pueda ser trivial o mezquino, no deja de transmitir alguna verdad o belleza. La dulzura se desprende de la fuerza; pero una idea mediocre mal ejecutada es mediocre de principio a fin. Y esto no alentará a amanuenses patizambos, de muñeca frágil, que deben tomarse su trabajo a conciencia o avergonzarse de practicarlo.
El hombre es imperfecto; mas, en su literatura, debe expresarse a sí mismo sus opiniones y preferencias; porque hacer cualquier otra cosa sería correr un riesgo más peligroso que el de ser inmoral; sin duda, el de ser un embustero. Disfrazar un sentimiento, incluso si es bueno, es convertirlo en un travestido; no nos será útil. Ocultar un sentimiento, si uno está seguro de poseerlo, es tomarse libertades con la verdad. Posiblemente todo punto de vista al alcance del hombre cuerdo contenga alguna verdad y sea, en el contexto adecuado, de provecho para la especie. No temo a la verdad, si hay alguien capaz de decírmela, pero sí a las medias verdades impertinentemente pronunciadas. Hay un tiempo para la danza y un tiempo para el lamento; un tiempo para ser brusco y otro para ponerse sentimental; para ser ascético como para glorificar los apetitos; y el hombre que sepa combinar en su obra estos extremos, en el momento y la proporción justos, habrá dado con la obra maestra tanto del arte como de la moral. La parcialidad es inmoral; pues yerra todo libro que ofrezca una visión tergiversada del mundo y de la vida. El problema radica en que el débil deba ser parcial; la obra de uno es deprimente y deletérea; la de otro, barata y vulgar; la de un tercero, de una sensualidad epiléptica; la de un cuarto, de un amargo ascetismo. En literatura, como en nuestra conducta, nunca podemos esperar haber acertado completamente. Lo único que podemos hacer es asegurarnos lo más posible; y para ello sólo existe una regla: no hacer precipitadamente aquello que puede hacerse despacio. De nada sirve escribir un libro y dejarlo reposar durante nueve o incluso noventa años; pues durante su redacción sólo parcialmente te habrás convencido a ti mismo; la postergación debe preceder a cualquier comienzo; y si meditas sobre una obra de arte dale una y mil vueltas al asunto y asegúrate de que te agrada su sabor antes de elaborar un volumen que conserve el mismo gusto de principio a fin; si te propones entrar en el campo de la controversia, debes primero reflexionar sobre la cuestión bajo toda suerte de circunstancias, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza. Este análisis riguroso, imprescindible para cualquier forma de escritura solidaria y veraz, hace del ejercicio del arte una noble y prolongada enseñanza para el escritor.
Entretanto, queda mucho por hacer, mucho por decir y repetir una y mil veces. Toda obra literaria que suministre hechos fidedignos o impresiones placenteras presta un servicio a la comunidad. Servicio del que incluso puede estarse agradecidamente orgulloso de haberlo prestado. Las más insignificantes novelas son una bendición mejor que el cloroformo para quienes pasan por un mal momento. La vida de nuestro buen capitán de barco halló justificación cuando Carlyle alivió su espíritu con The King's own o Newton Forster. Deleitar es servir; y si no es difícil instruir y entretener a la vez, sí lo es, en cambio, conseguir plenamente lo primero sin lo segundo. Alguna circunstancia del escritor o de su obra aflora incluso en el más insípido de los libros; y leer una novela que fue concebida con un cierto vigor multiplica nuestras experiencias y ejercita nuestra solidaridad. Todo ensayo, todo poema, todo artículo, todo entre‑filet, está abocado a penetrar, aun efímeramente, en el espíritu de una parte de la comunidad y colorear, siquiera de forma pasajera, sus pensamientos. Cuando corresponda discutir algún asunto, cualquier escriba de la prensa tiene la valiosa oportunidad de iniciar la discusión con un espíritu digno y humano; y si hubiera en nuestra prensa un número suficiente que lo hiciera así, ni el público ni el Parlamento tendrían por qué caer en los pensamientos más mezquinos. Acaso el escritor tropiece de paso con un tema sugestivo, ameno, tonificante, aunque sea así para un solo lector. Sería, por cierto, muy desdichado si no convenciera a ninguno. Además, tiene la posibilidad de dar con algo que sea comprensible para una inteligencia mediocre; y que una inteligencia mediocre lea por una vez y comprenda, constituye un hito memorable en su formación.
Nos encontramos, pues, con una tarea que merece la pena y que debe intentarse hacer bien. Por ello, si me dispusiera a recibir en nuestro oficio a un contingente considerable, no sería en virtud de un sueldo mejor, sino porque fuera un oficio en buena y gran medida útil; que todo comerciante honrado pudiera, con sus solos esfuerzos, hacer más útil aún para la humanidad; que fuera difícil hacerlo bien y posible mejorar con los años; que exigiera de sus practicantes una reflexión escrupulosa, convirtiéndose así en una enseñanza perpetua para las naturalezas más nobles; y que, fuera cual fuese su retribución, siguiera estando mal retribuido en la gran mayoría de los mejores casos. Porque a buen seguro que a estas alturas del siglo diecinueve, nada hay que un hombre honrado deba temer con mayor recelo que ganar y gastar más de lo que se merece.


En Ensayos literarios

Carta a un joven que se propone a abrazar la carrera del arte – Por R.L. Stevenson


Con la seductora franqueza de la juventud me plantea una cuestión de indudable importancia para usted y (cabe pensar también) de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de ser o no artista? Es ésta una pregunta a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por usted es atraer su atención sobre algunos factores que debe tener en cuenta; y empezaré, como es probable que termine, asegurándole que todo depende de la vocación.
Saber lo que a uno le gusta marca el comienzo de la sabiduría y de la madurez. La juventud es una edad totalmente experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y deliciosa residen tanto en la ignorancia de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra vez aúna el hombre joven estas dos incógnitas, ya en un ligerísimo roce, ya en un abrazo amargo; con un placer exquisito o con un dolor punzante; pero en ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno, o con ese sentimiento cercano a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven sensible, que se excita con facilidad, el interés por esta serie de experimentos excederá con mucho el placer que de ellos derive. Aunque así lo crea, no ama la belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su vida y degustar la diversidad del destino humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque hasta que la cuchilla de la curiosidad se embota, todo lo que no es vida y búsqueda desaforada de experiencias ofrece para él un rostro de repulsiva aridez que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna excepción --y el destino entra aquí en escena-, es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la actividad primaria de los sentidos, revive en su memoria la imagen de los placeres y las penas pasados. De esta suerte, rechaza las profesiones rutinarias y se inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente consiste en saborear y dar cuenta de la experiencia.
Esto, que no es tanto vocación por un arte cuanto impaciencia para con las restantes ocupaciones honradas, se presenta frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con el paso de los años. Bajo ningún concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino una tentación; y cuando, hace días, su padre desaprobó de forma tan cruda (y a mi juicio) tan certera su ambición, no es improbable que recordase un episodio similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan frecuente como la vocación es rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no tanto a un arte en particular cuanto al ars artium general, base común de todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora estudian contrapunto o pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces con conocimientos genuinos. Y de esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar; pero le aconsejaría dedicarse a las letras, pues, al servicio de la literatura (red de tan amplia cabida), toda su erudición pudiera serle útil algún día y, si continuara trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar las herramientas necesarias. Por último, llegamos a esas vocaciones que son, a la vez, claras y decisivas; a los hombres que llevan en las venas el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la música o el impulso de crear mediante las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos, nacen amantes de la caza, el mar, los caballos o el torno. Están predestinados; si un hombre ama su oficio con independencia del éxito u la fama, los dioses han llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más amplia: sienta debilidad por todas las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa disciplinada entrega a una sola, en el entusiasmo inquebrantable por los logros técnicos y (quizá por encima de todo) en la candorosa actitud con que acomete su insignificante empresa con una gravedad propia de los cuidados del imperio y estima valioso conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más insignificante, donde hallamos huellas de su vocación. La ejecución de un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.
Si descubre en usted inclinaciones tan acusadas que no haya lugar para vacilaciones: ríndase a ellas. Y observe (pues no es mi intención desalentarle excesivamente) que, al principio, nuestra natural disposición no se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta regularidad. El hábito y la práctica afilan los talentos; la perseverancia resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo es incluso bien acogida; por vaga que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con asiduidad, en una pasión absorbente. Pero ahora será bastante si al volver la vista atrás en un intervalo de tiempo razonable comprueba que el arte elegido tiene más cualidades que las que se arrogara en su momento entre los multitudinarios intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el tiempo hará el resto; y pronto todos y cada uno de sus pensamientos estarán empeñados en la tarea amada.
Mas, me recordará, pese a la devoción, pese a desplegar una actividad grata y perseverante, muchos artistas, a la vista de los resultados, viven su vida totalmente en vano: artistas a millares y ni una sola obra de arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son incapaces de hacer algo razonablemente bien, y entre otros cosas, arte. El artista inútil habría sido un panadero del todo incompetente. Y el artista, incluso si no divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese hombre será más feliz gracias a sus horas de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una fortaleza inexpugnable para el practicante sincero. Los beneficios directos -el salario del oficio- son reducidos, pero los beneficios indirectos -el salario de la vida- son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su pan de cada día en términos tan convenientes. El soldado y el explorador experimentan emociones más vivas, pero a costa de penalidades crueles y períodos de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista ningún momento debe transcurrir sin deleite. Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más familiarizado; no dudo que ha de trabajar con un material díscolo y que el mismo acto de escribir perjudica y pone a prueba tanto sus ojos como su carácter; pero obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y las palabras no le faltan: en qué corriente continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo; con qué sensación de poder, como la de quien moviera montañas, agrupa a sus personajes menores; con qué placer para la vista y el oído ve crecer la etérea construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al cual afluye todo el material de su existencia y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias, odios y convicciones, de modo que llega a escribir lo que ansiaba expresar. Es posible que haya gozado mucho en el grande y trágico patio de recreo del mundo; pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana de trabajo fructífero? Supongamos que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es recibir retribución de cualquier especie. Otros hombres pagan, y con largueza, por placeres menos deseables.
Pero el ejercicio del arte no sólo reporta placer; trae consigo una admirable disciplina. Pues el artista se guía enteramente por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en busca de los cuales está condenado a invertir la mayor parte de sus esfuerzos. Una determinada concepción, una energía personal o algún acierto de poca monta que el hombre de temperamento artístico obtiene con facilidad, tales son los méritos que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles de perfección y acabado que el artista desea con vehemencia y siente de forma tan acusada, por los que (utilizando las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar «como un minero sepultado bajo un corrimiento de tierra», por los que día a día recompone, revisa y rechaza, a aquellos, la gran mayoría de su audiencia permanecerá ciega. De estas penalidades ignoradas, y en el caso de que alcance elevadas cotas de mérito, acaso responda con justicia la posteridad; en el caso, más probable, de que fracase, siquiera por el margen de un cabello con respecto a la cota más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la sombra de este gélido pensamiento, a solas en su estudio, el artista debe día a día ser fiel a su ideal. En la fidelidad radica la nobleza de su existencia; por ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter; también gracias a ella la adusta presencia del gran emperador se volvió (siquiera un momento) condescendiente hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz suave y enérgica pidió al artista que festejara su arte.
Aquí conviene hacer dos advertencias. Primera, si desea continuar siendo su única ley, vigile las primeras señales de pereza. En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced a un esfuerzo constante; pues el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el artista que se dice a sí mismo «así será suficiente», ya está condenado; en ocasiones (especialmente en ocasiones desafortunadas), tres o cuatro éxitos mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del periodismo se corre el riesgo de tomarle afición a la negligencia. Existe este peligro, no siendo menor el segundo. La conciencia de hasta qué extremo el artista es (debe ser) su propia ley, corrompe a las cabezas mediocres. Sensibles a la existencia de recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que formulan o asimilan recetas artísticas o se enamoran tal vez de alguna habilidad particular, olvidan el objetivo de todo arte: deleitar. Indudablemente es tentador abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es quien nos paga y (salta a la vista) por servicios que desea ver realizados. Considerándolo adecuadamente, se plantea con ello una trascendental cuestión de honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y esperar su aplauso es extraña pretensión, aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo la primera obligación de cualquier hombre es ser solvente; conseguido esto, puede entregarse a todas las extravagancias que le plazcan; pero quede bien claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá cortejar con asiduidad al burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones falsifica su talento, demostrará con ello que éste nunca fue excesivamente sobresaliente y que ha preservado algo más importante que el talento: el carácter. Y si es tan independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún tiene otra salida: dejar a un lado su arte y llevar un estilo de vida más viril.
Al hablar de un estilo de vida más viril, debo ser franco. Vivir a expensas de un placer no es una vocación muy elevada; aunque veladamente, entraña algún patronazgo; el artista se cuenta, por ambicioso que sea, entre las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses entienden la evasión romántica como una ocupación y a sus practicantes las llaman «hijas de la alegría». El artista pertenece a la misma familia, es uno de los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para deleitarse, se gana el pan deleitando al prójimo y se ha desprendido de la dignidad más severa del hombre. No hace mucho algunos periódicos denostaron el título nobiliario de Tennyson; y este «hijo de la alegría» recibió reproches por condescender y seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más inspirado; aceptó el honor con más modestia; y los periodistas anónimos (si he de creerles) no han reparado todavía el vicario ultraje a su profesión. Estos caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando les llegue su turno; y me agradará saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un tanto fuera de lugar en semejante reunión; no debería haber honores para el artista; el ejercicio de su arte ya le ofrece mayor recompensa de la que en vida le corresponde; y antes que el arte, otros oficios, menos atractivos y acaso más útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
Pero la maldición de las ocupaciones destinadas a deleitar es el fracaso. En ocupaciones más corrientes el hombre se ofrece para producir un artículo o realizar un objeto determinado puramente convencional, proyecto en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el artista se aparta de la multitud y se propone deleitar: proyecto impertinente en el que no hay fracaso que no esté envuelto en odiosas circunstancias. La infeliz «hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas inadvertida entre la multitud compone una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de lacerante compasión. Tal es el prototipo del artista fracasado. Como ella, el actor, el bailarín y el cantante deben mostrarse en público y apurar personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás escapemos a la suprema amargura de la picota, en esencia también cortejamos a la humillación. Todos profesamos ser capaces de gustar. ¡Qué pocos lo logramos! Todos nos comprometemos a seguir siendo capaces de gustar. Pero a cada cual incluso al más admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la astucia y, avergonzado, se sienta junto a la barraca desierta. Entonces se verá en la necesidad de hacer algún trabajo y se sonrojará al cobrarlo. Entonces (como si el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá de padecer las burlas de los raqueros de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no han leído y ensalzando la excelencia de lo que son incapaces de comprender.
Y advierta que éste parece ser el final cuando menos inevitable de los escritores. Les Blancs et les Bleus (por ejemplo) reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte de Bragelonne; y si existe algún caballero que soporte espiar la desnudez de Castle Dangerous, su nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer sobre ello (y no sin derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así, en la vejez, cuando el confort y un quehacer se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la par su medio de vida y su pasatiempo. Sin duda el pintor que ha logrado retener la atención del público gana fuertes sumas y hasta muy avanzada edad puede permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El escritor, al contrario, padece el doble infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y de no poder trabajar en la vejez. Por ello su estilo de vida le lleva a una situación falsa.
Pero el escritor (pese a los notorios ejemplos en sentido contrario) debe procurar estar mal pagado. Tennyson y Montépin se ganaron la vida espléndidamente; pero no todos podemos esperar ser Tennyson ni acaso desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio, renuncie desde el principio a toda ambición económica. Lo más que puede honradamente esperar, si tiene talento y disciplina, es obtener los mismos ingresos que un oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima parte de su energía nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el del oficio, está su recompensa; así, el salario es el trabajo. Es evidente que no me inspiran simpatía los vulgares lamentos de la clase artística. Quizá olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que no cabe trazar paralelismos? Tal vez no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un oficial de campo; ¿o es que creen que su contribución a las artes cuyo destino es agradar es más importante que los servicios de un coronel? ¿Olvidan con qué poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el tener menos genio les exime de mostrar iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este aspecto: un hombre que no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no es frugal sus pasos le conducirán hacia el trágico fin del vieux saltimbanque; si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un día, cuando el carnicero llame a su puerta, acaso le tiente o se vea obligado a producir y vender una obra desaliñada. Si esta necesidad no es producto de su propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan palabras que puedan expresar hasta qué punto es más necesario para un hombre mantener a su familia que conseguir preservar alguna distinción en las artes. Pero si es responsable de su indigencia, roba, roba a quien puso confianza en él, y (lo que es peor) roba de forma tal que siempre sale impune.
Y ahora quizá me pregunte: si el artista en cierne no debe pensar en el dinero ni (como se infiere) tampoco esperar honores de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la popularidad? La alabanza, dirá, es un plato codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros artistas, apunta hacia uno de los placeres más esenciales y duraderos de la carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en los favores del público o en la atención de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es cierto que en determinadas revistas esotéricas el autor, pongamos por caso, es criticado puntualmente, y que a menudo se le elogia más de lo que merece, a veces por méritos que él mismo tenía a gala despreciar, y otras por hombres y mujeres que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el hombre es sensible a estas alabanzas desaforadas, cabe esperar que también lo sea a aquello que a menudo las acompaña e inevitablemente las sigue: un desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de triunfar durante años, puede fracasar; tendrá noticia de su fracaso. O puede haber triunfado durante años y seguir siendo una punta de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado de elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo del momento, alguna «figura de relumbrón» a quien prefieren ahora ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso y el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad. ¿Creerá algún hombre que merece la pena conseguirla?

En Ensayos literarios

Una vida nueva – Por Daniel Paroli


A Delicia, con afecto.

Como ese labriego
que abre su tierra
y empuja semillas
en las hondas grietas,
mira el sol y aguarda
pródiga cosecha...

Como una doncella
que llora su espera
mirando el camino
que baja a su puerta,
tiñendo los aires
con ávida senda...

Como el ave blanca
de blanca nobleza
que pía en la rama
su fuerza tan nueva,
como el ave tibia
que a volar se apresta...

Como ese labriego,
como una doncella,
como el ave blanca
que a volar se apresta, 
yo canto una vida
que mañana espera.

1984