domingo, 23 de diciembre de 2018

LOS ESCONDRIJOS DE JUAN - Recopilado por César Fernández, 1989 Narrado por Felipe Rañinqueo, Aucapán, 1978.

           En el principio fue así. El hombre era pobre y salió a buscar trabajo. Se llamaba Juancito. Salió al mediodía. Caminó a pie en el desierto. De repente sintió aullar a los perros. Venían tres perros. Y venía el zorro. Al frente venía el zorro. Entonces él los espantó.
-¡Salgan de acá!
Y les empezó a tirar piedras. Con la lengua afuera estaba el zorro. Entonces el zorro quiso hablar como persona.
-Bueno, amigo, si usted tiene un problema algún día, yo lo voy a salvar -le dijo. Y ahí se despidieron.
-¡Que te vaya bien! -le contestó Juancito.
Se fue el zorro moviendo la colita.
Siguió el camino y hacia la tardecita se encontró con el ñaco. Una punta de jotes lo estaban atacando, le querían sacar un animalito muerto. Entonces Juan llegó y los espantó. El ñaco en agradecimiento le dijo:
-Si alguna vez se te ofrece algo de mí, yo te voy a salvar
Alojó así apachorradito, con pasto no más.
-Adonde voy a encontrar trabajo, adonde voy a encontrar gente, adonde voy a estar
Él iba perdido. Iba con el pensamiento de que ya no encontraría a nadie. Caminando. Entonces quedó alojado y al otro día siguió viaje. Salió temprano. Como a las nueve..
-Adonde voy a hallar gente. Algún puesto, tal vez -iba pensando.
Entonces llegó a un arroyo. Había una lagunita y ahí llegó Juan. Orillando el agua había un pescadito. Una truchita. Y la echó al agua. Después que nadó un poco se acercó adonde estaba Juan y le dijo:
-Descanse acá. Si por algún caso llega a tener un problema, yo le voy a ayudar.
Así le dijo el pescado. Y esa misma tarde fue a encontrar un trabajo. Llegó a una cueva grande. Había una puerta y ahí salió una señorita. Era la hija del Cherufe.
-¿Qué quiere?
-Ando buscando trabajo.
-Aquí hay trabajo, pero tiene que hacer un contrato.
-Usted puede perder la vida o ganar toda la plata y casarse conmigo.
-Bueno, qué... si total...
Y ahí se quedó el hombre. Desesperado, con hambre. Y la chica fue a avisar al papá.
-Si le gusta que se quede -le contestó el Cherufe.
Entonces la chica le dio la contesta.
Y se quedó esa noche. Al otro día, a la mañana, tenía que recibir la orden.
El contrato era así: Juan tenía que esconderse tres veces. Si la chica no lo encontraba una vez, entonces él se salvaba y ganaba todo.
Pero adonde esconderse. Se fue al lago a pensar. La truchita lo vio y entonces hablaron.
-Véngase al agua. Aquí, atrás de una piedra, va a quedar. Nadie lo va a ver.
Entonces pasó que la hija del Cherufe tenía un largavista y con eso miraba. Ella adivinaba siempre adonde se escondían los pretendientes. Tenía ese don. En cualquier lugar que se metieran, ella los veía. Por eso ninguno había podido ganar.
Tenía que esconderse bien el hombre. Y se fue atrás de una piedra grandota.
-Quédese acá -le dijo el pescado.
Entonces la hija del Cherufe con su largavista se fue al cerrito. Desde allá miraba.
Al otro día, antes de que aclare ya tenía que estar en el cerrito. Y en seguida lo vio.
-En tal parte está.
El pescado se dio cuenta y se lo dijo a Juan.
-Salga para afuera y se va a presentar al patrón.
Y así hizo el hombre.
Después fue a ver al ñaco. Lo encontró y le pidió ayuda. Pero le fue como con el pescado.
Y el último era el zorro. Era viejito. Tenía todos los pelos morados. Había una zorrería grande. Entonces le preguntó al zorro viejo cómo podía ayudarlo para esconderse, para que no lo vieran. Era la última oportunidad. Si no perdía y lo mataban.
-Yo sé cómo vamos a salir bien -dijo el zorro.
-Usted tiene que ponerse donde está esa chica. Debajo de ella. Vamos a escarbar. Hay que hacer un hoyo grande. De noche. Bien despacito y abajo. Ahí no te va a encontrar.
Y así pasó no más. La chica miraba y miraba. Todo un día se lo pasó buscando. Al final tiró el largavista y perdió.
Y Juan quedó con todo. Quedó con cuanta plata había, se quedó con la señorita.
Y ganó todo porque el zorro le ayudó

Apólogo relativo a Alejando Magno extraído del Talmud (Del libro “Historia Universal”, tomo X, de César Cantú)

Alejandro prosiguió su camino en medio de los desiertos estériles y de los terrenos incultos; llegó cerca de un arroyo que se deslizaba dulcemente entre dos frescas riberas. Su superficie, que ninguna brisa iba a rizar, era la imagen del contento; parecía decir en su mudo lenguaje: He aquí el asilo del reposo y de la paz. Todo estaba en calma y no se sentía nada más que el murmullo de las aguas, que parecían decir al oído del fatigado viajero: “Ven a tomar tu parte de las bondades de la naturaleza”, y que parecía quejarse de que su invitación fuese vana. Esta escena hubiera sugerido mil reflexiones a un alma contemplativa, pero ¿Cómo había de ser grata a la de Alejandro, llena toda de ambiciosos proyectos de conquistas y cuyos oídos estaban familiarizados al ruido de las armas y a los gemidos de los moribundos?
Alejandro continuó su camino; sin embargo, extenuado por el hambre y la fatiga, fue pronto obligado a detenerse. Estando sentado en el borde del arroyuelo, bebió algunas gotas de su agua, que le pareció muy fresca, y exquisita. Entonces se hizo servir peces salados, de los que llevaba provisión, y los sumergió en el agua para quitarles la excesiva salobridad de su gusto.
Pero, ¡cuál sería su sorpresa, cuando vio que exhalaban un suave olor! “Ciertamente  dijo- ,este arroyo, dotado de tan rara virtud, debe tomar sus aguas en algún rico y afortunado país: busquémosle”. Remontando su curso, Alejandro llegó hasta las puertas del Paraíso, que estaban cerradas; pidió entrar con su acostumbrada fogosidad. “Tú no puedes ser admitido -le dijo una voz del interior-: ésta es la. puerta del Señor”.
“Yo soy el señor, el señor de la tierra -respondió el impaciente monarca-. Soy Alejandro el conquistador; ¿ por qué tardáis en abrirme ?
“No -le respondieron-, aquí no se conoce otro conquistador que aquel que sabe domar sus pasiones; solamente los justos entran aquí”.
Alejandro buscó en vano el medio de forzar la entrada de los bienaventurados; ni ruegos ni amenazas surtieron efecto. Viendo todos sus esfuerzos inútiles, se volvió hacia el guardián del Paraíso y le dijo:
“Tú sabes que soy un gran rey, que recibo el homenaje de las naciones; si no quieres dejarme entrar, dadme al menos alguna cosa que pruebe al mundo que he venido hasta aquí, donde ningún mortal me ha precedido”.
“He aquí, insensato -le respondió el guardián del Paraíso-, he aquí una cosa que podría curar los males de tu alma. Una mirada que eches sobre ello te enseñará más sabiduría que la que has aprendido hasta aquí de tus antiguos maestros; prosigue entretanto tu camino”.
Alejandro tomó con avidez lo que se le daba y volvió atrás; pero extático quedó entonces, examinando el don. cuando reconoció que no era otra cosa que un hueso de la cabeza de un muerto.
“¡He aquí exclamó- el bello presente que se hace a los reyes y a los héroes!  ¡He aquí el fruto de tantos trabajos, peligros e inquietudes!”
Furioso y engañado en sus esperanzas, tiró lejos aquel miserable despojo mortal.
“Gran rey -dijo un sabio que estaba presente- , no desdeñes ese don, por despreciable que parezca, a tus ojos; posee virtudes extraordinarias, como puedes verlo si le pesas con el oro”.
Alejandro ordenó hacer la prueba y llevaron una balanza: el resto humano fue puesto en una parte y el oro en la otra, y con asombro de todos, el hueso hizo bajar su platillo. Añadióse más metal, y siempre el oro fue más ligero; cuanto más oro se ponía, más bajaba el platillo del hueso.
“Es muy extraño -dijo Alejandro- que tan pequeña cantidad de materia pese más que tanto oro. ¿Así es que no hay ningún contrapeso que baste para restablecer el equilibrio?”
“Sí hay -respondió el sabio-; poca cosa basta; tomando un poco de tierra y cubriendo el hueso se levanta en seguida”.
“He aquí cosa más extraordinaria -exclamó Alejandro-; ¿podrías explicarme semejante fenómeno?”
“Gran rey -le respondió el sabio-; este pedazo de hueso es el que encierra el ojo humano, que limitado en su volumen, es ilimitado en sus deseos. Cuanto más tiene, más querría tener. Ni oro, ni plata, ni otra riqueza terrestre, bastarían a satisfacerle; pero cuando, una vez descendido en la tumba, está cubierto de tierra, tiene allí un límite a su vida ambiciosa.”