martes, 17 de enero de 2017

Invitación a vivir Por Ardis Wihtman – Publicado en Litton Educacional Puhlishing, Inc.

Sucedió cuando era yo niña, en un pueblecito de Nueva Escocia (Canadá). La madre de una familia que vivía no muy lejos de nosotros murió, y el padre, con frecuencia ebrio, era incapaz de cuidar de sus hijos; así, una mujer del lugar se había llevado a uno de los chicos a vivir con ella. Viuda, pobre y sin educación, tuvo sin embargo amor y energía suficientes para atender al niño, que tiritaba y se mostraba huraño. Casi de la noche a la mañana el niño comenzó a cambiar, a crecer y embellecer. Pero una cosa lo cohibía: como nos era extraño, ninguno de nosotros quería jugar con él.
Un día su madre adoptiva nos sorprendió retozando mientras el niño permanecía a un lado, llorando y sintiéndose rechazado. Lo envió a su casa y se volvió a nosotros. "¡No voy a tolerar esto!" nos gritó con cólera. "Este niño debe importarnos. A esta edad justamente se está decidiendo si ha de hacer algo en el mundo, y cada vez que logro que adelante un poquito, vosotros, niños, lo empujáis hacia atrás. ¿No queréis que viva?"
Han pasado muchos años, pero no he olvidado aquel incidente. Fue mi primer contacto con el hecho penoso y significativo de que hay personas que alientan y personas que destruyen a otras. Nos ayudamos o estorbamos unos a otros, nos invitamos unos a otros a ser y crecer, o a rendirnos y retirarnos, influyendo unos en otros como el sol y la escarcha "influyen" en un prado.
En “El yo transparente”, el sicoterapeuta Sidney Jourard sostiene que este proceso está ocurriendo permanentemente, que todos nosotros hacemos sin cesar singulares y potentes invitaciones a los demás a que vivan o mueran, a que triunfen o se rindan.
Y tiene razón, sin duda. Cuando estoy con alguien, crezco o disminuyo según corno ese alguien me haga sentir. Y, a mi vez, lo invito a vivir o morir simplemente por el hecho de existir yo en su presencia, por pasear con él o retirarme por tenderle o no mi mano, por abrirle mi corazón o mantenerlo cerrado. Frederick Buechner compara a la humanidad con una tela de araña. “A nuestro paso por este mundo", escribe en “The Hungering Dark”, "y al conducirnos con amabilidad, quizá, o con indiferencia u hostilidad hacia las personas con quienes .nos encontramos, hacemos temblar la gran telaraña que todos constituimos. La vida con que entro en contacto, para bien o para mal, afectará a otra vida, y esta,- a su vez a una tercera, hasta que los hilos cesen de temblar, quién sabe dónde, o mi contacto se haga sentir en quién sabe qué lejano lugar".
Es evidente que nuestra influencia individual puede ser profunda. ¿Cómo la empleamos? Algunas personas, escribe Jourard, "tienen una comprobada capacidad para trasmitir a otros potentes invitaciones a que consideren la vida como algo insustancial y sin esperanza. Están dotadas para lograr que otros desistan, se rindan, cedan". Tales personas quizá sufran adversidades de las que no se les puede culpar, o tal vez se han visto frustradas por padres que se sustrajeron a la vida. Cualquiera que sea la razón, son personas rígidas y frías; aniquilan los sueños, paralizan la esperanza, apagan la alegría. Bajo su fija mirada critica, los dones menguan, disminuyen los logros, se desvanece la confianza y deja su plaza al temor.
Todos conocemos personas así y nos sentimos anulados en su presencia. He aquí, por ejemplo, un hombre castrado por una esposa escarnecedora. Tú dices- que eres un hombre?" le grita porque él se muestra sexualmente débil o incapaz de ganar tanto como ella quisiera. O pensemos en una joven esposa que lucha para aprender a cocinar, mientras su marido recompensa sus esfuerzos con observaciones como estas: "Nunca aprenderás" o "¿Por qué no desistes de una vez?" He aquí también a un maestro que a un relato brillante y original responde con censuras sobre la caligrafía o la ortografía del alumno.
Cuando nos hallamos en compañía de personas semejantes, nos sentimos incapaces de hacer frente a la vida, creemos valer menos, de algún modo real, de lo que pensábamos valer, nos vemos empujados a cometer actos estúpidos, a la belicosidad o al terror. Y no sólo cuando estamos con ellas nos destruyen. Pues si nos invitan a morir, su invitación pasa, a través de nosotros, a otras personas. Como sofocan en nosotros el impulso de vivir, también nosotros lo sofocamos al vernos en presencia de la persona que encontramos a continuación. Derrotados, llevamos con nosotros nuestro frustrado yo a todas las personas nuevas que nos tropezamos.
En cambio, ¿qué decir de esas espléndidas e inolvidables personas «.que nos invitan a vivir”. Con ellos, crecemos espiritualmente y nos renovamos. Trasmiten una onda de energía con que seguir adelante, nos instan a cultivar todo lo que somos o podemos ser.
Cuando era una adolescente, tuve una maravillosa maestra que enseñaba con tal pasión y amor que ninguno de sus alumnos la olvidó nunca. Cuando leía en clase nuestras. elementales composiciones, veíamos cómo le resplandecía el rostro, la oíamos exclamar con deleite, reír, con regocijo, y aun la veíamos llorar. Lo mejor de todo era que alentaba en nosotros incluso la más pequeña chispa de originalidad. Y cuando llegaba la crítica, era en forma vivificante, pues decía: "Podemos hacerlo mejor todavía. Podemos profundizar todavía más".
El poeta inglés Robert Browning era una de estas personas; invitó a Elizabeth Barrett a vivir, en el verdadero sentido de la palabra. La madre de Elizabeth había- muerto cuando sus 11 hijos eran todavía jóvenes, y el padre asumió sobre la familia una autoridad despótica, tiránica. Elizabeth, delicada la mayor parte cíe su vida, se convirtió a la postre en una inválida, aceptando el diagnostico del medico de que ella estaba "tísica" y aferrándose a los síntomas que arruinaban su gran talento natural para vivir. Quizá, inconscientemente, ella lo quería así, pues estando enferma recibía cuidado especial, un cuarto para ella sola y una relativa liberación de los' accesos de ira de su padre.
Sin embargo, cuando frisaba ya en los 40 años de edad conoció a Robert Browning, quien se enamoró tan locamente de ella que, un día o dos después de su primer encuentro, le escribió una carta apasionada. El poeta la hizo sobreponerse a sus temores, la arrancó de su cuarto de enferma y la llevó al matrimonio olvidando todos los síntomas de ella por considerarlos como otras tantas telarañas. A los 41 años de edad Elizabeth viajó mucho, y a los 43 dio a luz a un niño perfectamente sano. Durante el resto de su vida escribió poesías que le valieron un "elevado sitial en la literatura inglesa y que sólo pudo haber creado una persona llena de vitalidad.
El dramaturgo Edward Sheldon, figura fabulosa de la escena de Nueva York a fines del siglo pasado y comienzos del actual, fue otra de esas perdonas dotadas de poder vivificante. A los 30 años de edad enfermó de una artritis progresiva tan devastadora que llegó a quedar completamente paralítico y, finalmente, ciego. Reaccionó invitando a otros (a las muchas personas que había conocido y amado) a vivir más plenamente de lo que .habían vivido nunca antes. Gran número de ellos iban a estarse a la cabecera de su lecho; todos partían de allí con más vida que la que tenían cuando llegaron. Escuchándoles con gran atención, les reprendía cuando era necesario, compartía su pesar cuando estaban tristes, se regocijaba con sus más pequeñas alegrías y siempre les pedía que se esforzaran en dar de sí lo más que pudieran. La autora Anne Morrow Lindbergh escribió: "Salía uno de allí renovado, y a la vez estimulado por un centenar de ideas nuevas que le bullían en el pensamiento, y con la tranquila certidumbre de que había tiempo de sobra para llevarlas a cabo. El mundo se abría entre aquellas cuatro paredes".
¿Cómo denominamos a un don semejante? Jourard dice que tales personas nos "inspiran"; nos salvan de nuestro escepticismo, de nuestro hastío, de nuestra indiferencia. Nos hacen superar la apatía que va apoderándose de nosotros a medida que la vida pasa. Hacen que todo cobre realidad; la alegría, la tragedia, incluso la muerte. Son sin duda seres elegidos.
¿No querríamos todos ser, como ellos, fuentes de vida? La cuestión es: ¿ Cómo ? ¿ Cómo adquirir este preciosísimo don?
Lo más importante que podemos hacer es expresar claramente nuestro propio amor a la vida, pues damos vida sólo cuando nosotros mismos la tenemos; cuando, en vez de sentirnos muy poseídos de nuestro entusiasmo, en vez de tratar de ocultarlo, lo usamos para comunicarles a otros la facultad de maravillarse.
Buechner recuerda una tarde de invierno en la que entró en su clase precisamente cuando una ígnea puesta de Sol incendiaba el cielo sobre lo;, árboles negros como el hollín. En súbito impulso, Buechner apagó las luces y presentó a sus alumnos, que charlaban, "todo el cielo en llamas, como en el final o el principio del mundo". Ninguno se rió, ninguno gastó una broma, ni siquiera hubo nadie que le preguntara por qué había hecho eso. Todos permanecieron inmóviles, fascinados hasta que la luz se extinguió .., al cabo de más de 20 minutos. Fue aquella, comenta Buechner, una gran clase, una lección de profunda comunión
Otro modo de invitar a vivir es manifestar con nuestra propia valentía el poder de la' vida sobre la muerte. Recuerdo cuando mi padre murió de repente, hace más de 20 años. Fui a nuestra aldea de Nueva Escocia, a los funerales, y después rogué a mi madre que viniera a vivir conmigo. Se negó, amablemente, pero con firmeza. Luego se estuvo a mi lado, en medio de una furiosa tormenta, mientras esperaba yo mi tren. Mujer de un metro y medio de estatura, cubierta con un abrigo negro, parecía pequeñita contra el fondo de los campos nevados. Pero no había nada de pequeño en la doctrina con que me despidió. "Quiero que sepas", me dijo con ardoroso orgullo, "que aunque os perdiera a todos vosotros, me labraré mi propia vida, y será una vida buena". Por supuesto, esto lo dijo para mi consuelo, pero yo sabía que cumpliría su palabra tan bien como el que más.
El Dr. Albert Schweitzer solía decir que debamos tributar a toda voluntad de vivir la misma reverencia por la vida que otorgamos a la propia. Si invitarnos a una persona a vivir, debemos aceptar el hecho de que esa persona es otro ser humano. Debemos escuchar atentamente sus sueños, no descartarlos con negativas. Sobre todo, debemos ver qué es lo mejor que hay en ella y permitirle ser y madurar, pues el crecimiento es la esencia-de toda criatura viviente, el corazón del proceso de la vida: la vida es un árbol que crece, no una estatua.
La invitación a vivir es, pues, invitación a crecer, a ser el que se es, a gozar. Pero es también invitación a esperar. "Una persona vive", escribió Jourard, "mientras siente que su vida tiene significación y valor, y mientras tiene algo por lo cual vivir. Tan pronto como la significación, el valor y la esperanza desaparecen de la vida de una persona, esa persona comienza a dejar de vivir, comienza a morir".
Nuestros tiempos son peligrosos, cierto. Pero son también abiertos, estimulantes, llenos de posibilidades. Las personas que nos invitan a la esperanza y a la vida, no se sientan en casa a lamentarse. Votan, enseñan a niños que tienen dificultades para aprender, derriban las barreras raciales o de clase que encuentran a su paso.
Una vez hablé con una mujer de endeble aspecto que, ayudada sólo por dos jóvenes, luchó contra el ayuntamiento de su localidad por la posesión de una vivienda destinada a ser derruida, situada en un distrito miserable, y la limpió fregándola, con sus propias manos, de rodillas; se la abrió luego a los chicos de la vecindad como “ ..un sitio donde refugiarse del frío y como lugar para jugar y aprender. "No nos detuvimos a preguntar si serviría de algo nuestro esfuerzo", dice. "Era una cosa que podíamos hacer, y la hicimos".
Vivimos realmente cuando somos sinceros con nosotros mismos, honrados en nuestros sentimientos, y cuando obramos de acuerdo con nuestras convicciones; vivimos cuando amamos, cuando participamos en la vida de otros, cuando estamos entregados con dedicación a alguna labor y preocupados por la vida que nos rodea; vivimos cuando construimos y creamos, cuando esperamos, sufrimos y nos regocijamos.

Estimemos como un tesoro la vida que tenemos; así se la trasmitiremos a otros; y trasmitiéndola a otros, volverá a nosotros, pues la vida, como el amor, no puede prosperar dentro de su propio ser, y en cambio se renueva cuando hace don de sí misma. La vida se acrecienta cuando se gasta.