Sucedió cuando era yo niña, en un
pueblecito de Nueva Escocia (Canadá). La madre de una familia que vivía no muy
lejos de nosotros murió, y el padre, con frecuencia ebrio, era incapaz de
cuidar de sus hijos; así, una mujer del lugar se había llevado a uno de los
chicos a vivir con ella. Viuda, pobre y sin educación, tuvo sin embargo amor y
energía suficientes para atender al niño, que tiritaba y se mostraba huraño. Casi
de la noche a la mañana el niño comenzó a cambiar, a crecer y embellecer. Pero
una cosa lo cohibía: como nos era extraño, ninguno de nosotros quería jugar con
él.
Un día su madre adoptiva nos
sorprendió retozando mientras el niño permanecía a un lado, llorando y
sintiéndose rechazado. Lo envió a su casa y se volvió a nosotros. "¡No voy
a tolerar esto!" nos gritó con cólera. "Este niño debe importarnos. A
esta edad justamente se está decidiendo si ha de hacer algo en el mundo, y cada
vez que logro que adelante un poquito, vosotros, niños, lo empujáis hacia
atrás. ¿No queréis que viva?"
Han pasado muchos años, pero no
he olvidado aquel incidente. Fue mi primer contacto con el hecho penoso y
significativo de que hay personas que alientan y personas que destruyen a
otras. Nos ayudamos o estorbamos unos a otros, nos invitamos unos a otros a ser
y crecer, o a rendirnos y retirarnos, influyendo unos en otros como el sol y la
escarcha "influyen" en un prado.
En “El yo transparente”, el
sicoterapeuta Sidney Jourard sostiene que este proceso está ocurriendo
permanentemente, que todos nosotros hacemos sin cesar singulares y potentes
invitaciones a los demás a que vivan o mueran, a que triunfen o se rindan.
Y tiene razón, sin duda. Cuando
estoy con alguien, crezco o disminuyo según corno ese alguien me haga sentir.
Y, a mi vez, lo invito a vivir o morir simplemente por el hecho de existir yo
en su presencia, por pasear con él o retirarme por tenderle o no mi mano, por
abrirle mi corazón o mantenerlo cerrado. Frederick Buechner compara a la
humanidad con una tela de araña. “A nuestro paso por este mundo", escribe
en “The Hungering Dark”, "y al conducirnos con amabilidad, quizá, o con
indiferencia u hostilidad hacia las personas con quienes .nos encontramos, hacemos
temblar la gran telaraña que todos constituimos. La vida con que entro en
contacto, para bien o para mal, afectará a otra vida, y esta,- a su vez a una
tercera, hasta que los hilos cesen de temblar, quién sabe dónde, o mi contacto
se haga sentir en quién sabe qué lejano lugar".
Es evidente que nuestra
influencia individual puede ser profunda. ¿Cómo la empleamos? Algunas personas,
escribe Jourard, "tienen una comprobada capacidad para trasmitir a otros
potentes invitaciones a que consideren la vida como algo insustancial y sin
esperanza. Están dotadas para lograr que otros desistan, se rindan,
cedan". Tales personas quizá sufran adversidades de las que no se les
puede culpar, o tal vez se han visto frustradas por padres que se sustrajeron a
la vida. Cualquiera que sea la razón, son personas rígidas y frías; aniquilan
los sueños, paralizan la esperanza, apagan la alegría. Bajo su fija mirada
critica, los dones menguan, disminuyen los logros, se desvanece la confianza y
deja su plaza al temor.
Todos conocemos personas así y
nos sentimos anulados en su presencia. He aquí, por ejemplo, un hombre castrado
por una esposa escarnecedora. Tú dices- que eres un hombre?" le grita
porque él se muestra sexualmente débil o incapaz de ganar tanto como ella
quisiera. O pensemos en una joven esposa que lucha para aprender a cocinar,
mientras su marido recompensa sus esfuerzos con observaciones como estas:
"Nunca aprenderás" o "¿Por qué no desistes de una vez?" He
aquí también a un maestro que a un relato brillante y original responde con
censuras sobre la caligrafía o la ortografía del alumno.
Cuando nos hallamos en compañía
de personas semejantes, nos sentimos incapaces de hacer frente a la vida,
creemos valer menos, de algún modo real, de lo que pensábamos valer, nos vemos
empujados a cometer actos estúpidos, a la belicosidad o al terror. Y no sólo
cuando estamos con ellas nos destruyen. Pues si nos invitan a morir, su
invitación pasa, a través de nosotros, a otras personas. Como sofocan en
nosotros el impulso de vivir, también nosotros lo sofocamos al vernos en
presencia de la persona que encontramos a continuación. Derrotados, llevamos
con nosotros nuestro frustrado yo a todas las personas nuevas que nos
tropezamos.
En cambio, ¿qué decir de esas
espléndidas e inolvidables personas «.que nos invitan a vivir”. Con ellos,
crecemos espiritualmente y nos renovamos. Trasmiten una onda de energía con que
seguir adelante, nos instan a cultivar todo lo que somos o podemos ser.
Cuando era una adolescente, tuve
una maravillosa maestra que enseñaba con tal pasión y amor que ninguno de sus
alumnos la olvidó nunca. Cuando leía en clase nuestras. elementales
composiciones, veíamos cómo le resplandecía el rostro, la oíamos exclamar con
deleite, reír, con regocijo, y aun la veíamos llorar. Lo mejor de todo era que
alentaba en nosotros incluso la más pequeña chispa de originalidad. Y cuando
llegaba la crítica, era en forma vivificante, pues decía: "Podemos hacerlo
mejor todavía. Podemos profundizar todavía más".
El poeta inglés Robert Browning
era una de estas personas; invitó a Elizabeth Barrett a vivir, en el verdadero
sentido de la palabra. La madre de Elizabeth había- muerto cuando sus 11 hijos
eran todavía jóvenes, y el padre asumió sobre la familia una autoridad
despótica, tiránica. Elizabeth, delicada la mayor parte cíe su vida, se
convirtió a la postre en una inválida, aceptando el diagnostico del medico de
que ella estaba "tísica" y aferrándose a los síntomas que arruinaban
su gran talento natural para vivir. Quizá, inconscientemente, ella lo quería
así, pues estando enferma recibía cuidado especial, un cuarto para ella sola y
una relativa liberación de los' accesos de ira de su padre.
Sin embargo, cuando frisaba ya en
los 40 años de edad conoció a Robert Browning, quien se enamoró tan locamente
de ella que, un día o dos después de su primer encuentro, le escribió una carta
apasionada. El poeta la hizo sobreponerse a sus temores, la arrancó de su
cuarto de enferma y la llevó al matrimonio olvidando todos los síntomas de ella
por considerarlos como otras tantas telarañas. A los 41 años de edad Elizabeth
viajó mucho, y a los 43 dio a luz a un niño perfectamente sano. Durante el
resto de su vida escribió poesías que le valieron un "elevado sitial en la
literatura inglesa y que sólo pudo haber creado una persona llena de vitalidad.
El dramaturgo Edward Sheldon,
figura fabulosa de la escena de Nueva York a fines del siglo pasado y comienzos
del actual, fue otra de esas perdonas dotadas de poder vivificante. A los 30
años de edad enfermó de una artritis progresiva tan devastadora que llegó a
quedar completamente paralítico y, finalmente, ciego. Reaccionó invitando a
otros (a las muchas personas que había conocido y amado) a vivir más plenamente
de lo que .habían vivido nunca antes. Gran número de ellos iban a estarse a la
cabecera de su lecho; todos partían de allí con más vida que la que tenían
cuando llegaron. Escuchándoles con gran atención, les reprendía cuando era
necesario, compartía su pesar cuando estaban tristes, se regocijaba con sus más
pequeñas alegrías y siempre les pedía que se esforzaran en dar de sí lo más que
pudieran. La autora Anne Morrow Lindbergh escribió: "Salía uno de allí
renovado, y a la vez estimulado por un centenar de ideas nuevas que le bullían
en el pensamiento, y con la tranquila certidumbre de que había tiempo de sobra
para llevarlas a cabo. El mundo se abría entre aquellas cuatro paredes".
¿Cómo denominamos a un don
semejante? Jourard dice que tales personas nos "inspiran"; nos salvan
de nuestro escepticismo, de nuestro hastío, de nuestra indiferencia. Nos hacen
superar la apatía que va apoderándose de nosotros a medida que la vida pasa.
Hacen que todo cobre realidad; la alegría, la tragedia, incluso la muerte. Son
sin duda seres elegidos.
¿No querríamos todos ser, como
ellos, fuentes de vida? La cuestión es: ¿ Cómo ? ¿ Cómo adquirir este
preciosísimo don?
Lo más importante que podemos
hacer es expresar claramente nuestro propio amor a la vida, pues damos vida
sólo cuando nosotros mismos la tenemos; cuando, en vez de sentirnos muy poseídos
de nuestro entusiasmo, en vez de tratar de ocultarlo, lo usamos para
comunicarles a otros la facultad de maravillarse.
Buechner recuerda una tarde de
invierno en la que entró en su clase precisamente cuando una ígnea puesta de
Sol incendiaba el cielo sobre lo;, árboles negros como el hollín. En súbito
impulso, Buechner apagó las luces y presentó a sus alumnos, que charlaban,
"todo el cielo en llamas, como en el final o el principio del mundo".
Ninguno se rió, ninguno gastó una broma, ni siquiera hubo nadie que le
preguntara por qué había hecho eso. Todos permanecieron inmóviles, fascinados
hasta que la luz se extinguió .., al cabo de más de 20 minutos. Fue aquella,
comenta Buechner, una gran clase, una lección de profunda comunión
Otro modo de invitar a vivir es
manifestar con nuestra propia valentía el poder de la' vida sobre la muerte.
Recuerdo cuando mi padre murió de repente, hace más de 20 años. Fui a nuestra
aldea de Nueva Escocia, a los funerales, y después rogué a mi madre que viniera
a vivir conmigo. Se negó, amablemente, pero con firmeza. Luego se estuvo a mi
lado, en medio de una furiosa tormenta, mientras esperaba yo mi tren. Mujer de
un metro y medio de estatura, cubierta con un abrigo negro, parecía pequeñita
contra el fondo de los campos nevados. Pero no había nada de pequeño en la
doctrina con que me despidió. "Quiero que sepas", me dijo con
ardoroso orgullo, "que aunque os perdiera a todos vosotros, me labraré mi
propia vida, y será una vida buena". Por supuesto, esto lo dijo para mi consuelo,
pero yo sabía que cumpliría su palabra tan bien como el que más.
El Dr. Albert Schweitzer solía
decir que debamos tributar a toda voluntad de vivir la misma reverencia por la
vida que otorgamos a la propia. Si invitarnos a una persona a vivir, debemos
aceptar el hecho de que esa persona es otro ser humano. Debemos escuchar
atentamente sus sueños, no descartarlos con negativas. Sobre todo, debemos ver
qué es lo mejor que hay en ella y permitirle ser y madurar, pues el crecimiento
es la esencia-de toda criatura viviente, el corazón del proceso de la vida: la
vida es un árbol que crece, no una estatua.
La invitación a vivir es, pues,
invitación a crecer, a ser el que se es, a gozar. Pero es también invitación a
esperar. "Una persona vive", escribió Jourard, "mientras siente
que su vida tiene significación y valor, y mientras tiene algo por lo cual
vivir. Tan pronto como la significación, el valor y la esperanza desaparecen de
la vida de una persona, esa persona comienza a dejar de vivir, comienza a morir".
Nuestros tiempos son peligrosos,
cierto. Pero son también abiertos, estimulantes, llenos de posibilidades. Las
personas que nos invitan a la esperanza y a la vida, no se sientan en casa a
lamentarse. Votan, enseñan a niños que tienen dificultades para aprender,
derriban las barreras raciales o de clase que encuentran a su paso.
Una vez hablé con una mujer de
endeble aspecto que, ayudada sólo por dos jóvenes, luchó contra el ayuntamiento
de su localidad por la posesión de una vivienda destinada a ser derruida,
situada en un distrito miserable, y la limpió fregándola, con sus propias
manos, de rodillas; se la abrió luego a los chicos de la vecindad como “ ..un
sitio donde refugiarse del frío y como lugar para jugar y aprender. "No
nos detuvimos a preguntar si serviría de algo nuestro esfuerzo", dice.
"Era una cosa que podíamos hacer, y la hicimos".
Vivimos realmente cuando somos
sinceros con nosotros mismos, honrados en nuestros sentimientos, y cuando
obramos de acuerdo con nuestras convicciones; vivimos cuando amamos, cuando
participamos en la vida de otros, cuando estamos entregados con dedicación a
alguna labor y preocupados por la vida que nos rodea; vivimos cuando
construimos y creamos, cuando esperamos, sufrimos y nos regocijamos.
Estimemos como un tesoro la vida
que tenemos; así se la trasmitiremos a otros; y trasmitiéndola a otros, volverá
a nosotros, pues la vida, como el amor, no puede prosperar dentro de su propio
ser, y en cambio se renueva cuando hace don de sí misma. La vida se acrecienta
cuando se gasta.
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