sábado, 17 de febrero de 2018

“Contate un cuento X” Mención de honor Categoría “C”: “43 días más” - Por Valetina Airslur, alumna de 5° año de E.S.N° 3 “Carmelo Sánchez”

Era la tercera vez esa semana que María pedía salir del salón en horario de clase. Las profesoras siempre creían sus excusas, que tenía que ir al baño, a devolver un libro a biblioteca, a hablar con algún directivo, o cualquier otra situación con la que pudiera salir del centro de las risas de sus compañeros. ¿A dónde iba? A ese pequeño recoveco que había encontrado un día en el primer año mientras buscaba el cuarto de limpieza, un lugar que al parecer había sido mal diseñado por los que hicieron la escuela y que lograba esconderla de cualquier chusma que pasara por allí. ¿Qué es lo que hacía ahí? Lloraba, se desahogaba, sacaba de su cuerpo toda esa rabia e impotencia que tenía acumulada.
    Ya estaban cursando el mes de septiembre, pero María no quería seguir un día más en aquel lugar. Faltaban solo dos meses para terminar las clases ese año y después ya se iría de esa escuela en donde nunca había estado bien, en donde siempre la criticaban, la dejaban de lado y se reían de ella por el simple hecho de ser diferente.
   Ese jueves no había sido distinto que cualquier otro día. A esa altura del año ya muchos chicos sabían que había materias que no lograrían salvar y que tendrían que prepararlas para diciembre, otros comenzaban a sentarse al frente de la clase para intentar llegar al siete en la nota final y sacarse una de encima y otros se relajaban después de haberse esforzado durante los meses anteriores sabiendo que estaban totalmente cómodos con las notas.
   María siempre se ubicaba en el mismo lugar, una esquina al frente del salón que quedaba algo oculta por un pequeño paredón. No le iba mal en el colegio, siempre aprobaba con siete u ocho y nunca se había llevado materias. Sus padres trabajaban ambos todo el día para poder ocuparse de sus cinco hijos, por lo que nunca notaban el pésimo estado emocional en el que su segunda hija se encontraba.
   Ya cursando el último año de secundaria, María era una chica más bien baja, con ojos oscuros y la tez muy pálida. Su cara estaba salpicada por unas cuantas pecas marroncitas. Un sutil piercing con forma de flor decoraba su nariz, regalo de cumpleaños de su madre, y un pequeño tatuaje que dibujaba cinco siluetas de pájaros volando se escondía en su hombro izquierdo debajo de su ondulado cabello negro con algunos mechones violetas ya descoloridos que se había hecho en las vacaciones de invierno.
   Nunca había logrado entender por qué no congeniaba con las chicas de su edad. Siempre había creído que en la secundaria el grupo se volvería más unido, todos serían amigos y compartirían momentos juntos que jamás olvidarían, pero por lo visto este no era el caso. Su salón estaba bastante dividido, distintos grupos sentados siempre en el mismo lugar que discutían entre sí. María no pertenecía a ninguno de ellos, varias veces había intentado charlar con sus compañeros pero ellos no demostraban interés alguno en entablar relación con ella.
   Hacía algo más de un año se había dado por vencida, nuca podría encajar en ese grupo de personas que lo único que al parecer compartían era la antipatía que sentían hacia ella.
   Una lágrima recorrió su mejilla, seguida de un silencioso sollozo que no pudo reprimir. Ya habían pasado 16 minutos desde que había salido del salón, sería mejor que volviera o empezarían a buscarla y al verla llorando harían un pobre discurso sobre el compañerismo y el respeto, el cual quedaría en el aire junto con los otros tantos sermones que les habían dado a lo largo del año. Se secó las lágrimas y volvió al aula sin  preocuparse por que su cara estuviera más colorada que lo normal o sus ojos más hinchados, ya que posiblemente nadie lo notaría.
   Al entrar al salón todos miraban hacia abajo en silencio, a más de uno se le escapaba una risita silenciosa que finalizaba con el codazo de otro compañero. Algo se había perdido mientras estaba en su pequeño refugio, se inclinó para sentarse en su silla, pero nunca la encontró, uno de sus compañeros la quitó cuando ella estaba a punto de sentarse. Acto seguido, dos de sus compañeras se inclinaron sobre ella y comenzaron a revolverle el pelo lastimando su cuero cabelludo con sus largas y esculpidas uñas. Un balde de agua color rojo cayó repentinamente sobre su cabeza empapando a la joven víctima de esta pequeña broma mientras alguien colocaba con cartel en su espalda que seguramente llevaba escrita alguna grosería. Entre las miles de carcajadas que se iban sumando al barullo de ese salón logró distinguir la de la profesora, la cual al parecer estaba muy ocupada como para poner orden en la clase.
  Sonó el timbre. Todos salieron del aula mientras reían y publicaban las fotos que habían tomado de María mientras le hacían esa supuestamente divertida “joda”, la cual la profesora definió como cosas de chicos mientras  salía del salón sin siquiera preguntarle a la joven si estaba bien.
   Sus hermosas pecas se inundaron de lágrimas camino a casa, no entendía cómo podían ser tan crueles, cómo los adultos se mantenían al margen y no interferían en estas situaciones, cómo podían permitir que una alumna fuera golpeada y humillada por sus compañeros mientras ellos se sentaban a mirar esperando a que tocara el timbre para librarse de toda responsabilidad.
   ¿Disculpas? ¿Arrepentimiento? Esas palabras no se encontraban en el vocabulario de aquellos chicos. Lo único en lo que se interesaban era la cantidad de “me gustas” y seguidores que tenían, en comprar ropa nueva para el boliche del fin de semana, en publicar fotos y subir detalladamente a cada red social todo lo que hacían las veinticuatro horas del día.
   Al llegar a su casa fue directo a su habitación. Estaba sola, sus padres no llegarían sino hasta dos horas después cuando salieran del trabajo y sus hermanos habían asistido a sus distintas actividades extraescolares. Dejó sin fuerzas su mochila sobre la cama y despegó de la pared aquel pequeño calendario que le habían regalado en el almacén de la esquina. Trazó una cruz. Sólo le faltaban alrededor de cuarenta y tres cruces más para terminar el año. Cuarenta y tres días más de resistencia.
   Se recostó en su cama y cerró sus ojos. Dormir le aliviaría el sufrimiento, la transportaría a algún lugar donde podría olvidarse de la realidad, donde podría encontrar aquello que tanto anhelaba y hacía tiempo que no encontraba: felicidad.

“Contate un cuento X” Mención de honor de Categoría D: “Calma” - Por Paola Andrea Rinetti del Partido de Tres de Febrero

            Un leve portazo la arrancó de su abstracción. Oyó la llave girar en la cerradura y, a continuación, un auto que permanecía en marcha se alejó hasta hacer el sonido de su motor imperceptible.
   Se incorporó y fuertes rayos de sol le encandilaron el rostro. Las gruesas cortinas azules   se hallaban desplegadas y sujetas hacia ambos lados, liberando por completo la vidriada ventana. Se puso de pie y abandonó la ordenada habitación en dirección al comedor.
  Se recostó en el amplio sofá de 3 cuerpos, encendió la tv y permaneció allí durante largo rato, haciendo zapping y deteniéndose por momentos en los canales que transmitían novelas extranjeras.
  Fuera, los obreros de las casas vecinas ya habían reanudado sus tareas diarias de construcción, las cuales se extendían como todos los días desde muy temprano en la mañana hasta las primeras horas del atardecer.
  Acomodó su cuerpo en la mullida superficie y allí transcurrió toda la mañana, hasta que el mediodía desplazó de los canales de cable las novelas para comenzar con la transmisión de los noticieros. Apagó la tv y se puso de pie. Recorrió el comedor, luego la pequeña cocina y salió al patio.
 La llegada de la primavera ya había hecho florecer el centenar de flores que, hasta hacia unas semanas, permanecían como pequeñísimos pimpollos. El césped y los árboles estaban más verdes y tupidos que nunca, y su color contrastaba con la diversa gama que presentaban las flores. 
  Caminó por el pasto recorriendo todo el patio trasero, deleitándose con los diversos aromas que la naturaleza le brindaba. Fresias, jazmines, lavandas, tilos…todo un coctel de fragancias que nada tenía que envidiarle al mejor perfume francés.
  Se recostó sobre un colorido aguayo cuyos extremos se afirmaban a dos robustos troncos, improvisando un tipo de hamaca. El vaivén de su cuerpo la balanceo hacia un lado y hacia el otro, y se adormeció observando las numerosas aves que curioseaban entre las flores.
  Los pequeños niños de la casa vecina la despertaron con su ruidoso jugar. La medianera era débil, minúscula, tan solo compuesta por un alambrado de un metro de altura cubierto por una tupida enredadera. Nada sólido ni vigoroso aislaba los sonidos, por lo que era casi como si los molestos pequeños estuvieran jugando con ella en su jardín. No los veía, pero sí los oía, y a la perfección. Y también sabía que por ser viernes permanecerían toda la tarde allí; correteando, peleándose, gritando y destruyendo cuanta planta se cruce en su camino, mientras su madre trabajaba y su padre colaboraba en la construcción de la vivienda.
Abandonó la hamaca e ingresó nuevamente a la casa. Atravesó con lentitud la cocina y el comedor, dejando rastros de tierra y césped tras de sí,  y arribo al jardín delantero, de dimensiones similares al patio; amplio, colorido, muy barroco en lo que a plantas y flores respecta. Un pequeño cerco de madera lo delimitaba, separándolo de la vereda y de las casas vecinas.
Se sentó en uno de los tantos escalones cementados que conducían a la portezuela de ingreso del cerco y, bajo los cálidos rayos de sol, observó la vida diaria y cotidiana de la cuadra. Perros que jugaban, niños que iban y venían, grupos de amigas haciendo ejercicios. Sintió nostalgia y añoranza.
  Se puso de pie, bajó los peldaños restantes, atravesó el cerco de madera y se dispuso a caminar por aquel pequeño barrio cerrado de casitas de cuento.
Recorrió todas y cada una de las cuadras, observando con detenimiento las viviendas y sus detalles: algunas simples, otras de dos y hasta de tres plantas; algunas con cercos y rejas, otras conservando su frente libre; algunas de colores neutros, otras más vividas y de más matices; algunas con árboles y flores a la vista, otras sin nada de esto. Las opciones eran ilimitadas; y, siempre, descubría algún detalle más que hasta el momento se le había pasado por alto.
Cruzó las plazas, plazoletas y bulevares que se repartían por diferentes puntos del lugar, todos ellos decorados con flores, arbustos y pequeños pinos.
Cuando el sol comenzó a caer y la temperatura a descender, decidió regresar, repitiendo el mismo circuito.
Vio a los niños salir del colegio y a los adultos regresar a sus casas luego de su habitual jornada laboral; vio a algunas personas vestidas con ropas deportivas abandonar sus hogares para correr o realizar algún deporte, y a otras regresando luego de haber hecho algo similar; vio a la redonda y luminosa luna elevarse en lo alto y apoderarse del cielo; vio a las calles volverse progresivamente desiertas.
Llegó al frente de la casa, atravesó el jardín delantero, subió la escalerilla cementada e ingresó.
El comedor estaba en penumbras; ya casi había anochecido por completo. Se dejó caer en el mullido sillón de la sala y se recostó boca arriba, mirando el techo.
El rugido del motor del auto se oyó a lo lejos, y el volumen del mismo fue creciendo hasta finalmente apagarse, una vez que estuvo estacionado en la acera frente a la casa.
Se oyeron puertas abrirse y cerrarse, luego un correteo y, finalmente, la llave penetrando en la cerradura. Se puso de pie.
Una mujer joven ingresó en la casa; hablaba por celular afirmando el aparato a su oreja con el hombro y sostenía un maletín con la extremidad del mismo lado.  Encendió la luz y, con la mano libre, condujo hacia la cocina a un pequeño niño que cargaba una mochila escolar quien, mientras se desplazaba obligado por su madre, saludaba de forma efusiva y con una sonrisa en el rostro a la delgada y traslucida muchacha que, al tiempo en que le devolvía el saludo,  se fusionaba lentamente con la pared y desaparecía.